26 La tetera

La Sombra aguardaba en un recodo oscuro que había al borde de un callejón, justo pasada la franja de luz que arrojaba sobre la acera el letrero fluorescente de una farmacia abierta. Fijó la vista en la sexta planta del bloque de apartamentos en que vivía el rabino.

La parte de él que normalmente le recomendaba precaución le advertía que no era sensato permanecer allí ni un momento, ni siquiera aunque nadie lo viera ni detectara su presencia. A veces pensaba que escuchar aquella voz interior era como llevar siempre un ángel de la guarda. Esta vez la voz era aguda, insistente, y le exigía que se fuera, que se largase de inmediato.

«Prepara una maleta. Regístrate en un hotel cerca del aeropuerto. Y súbete en el primer vuelo de la mañana.»

Pero negó con la cabeza.

«Tengo asuntos sin terminar -se dijo-. Asuntos que me esperan en ese edificio.»

«¿Qué asuntos? No te arriesgues. Ya has gastado esta vida, del mismo modo que antes gastaste otras. Estos años pasados en Miami Beach han sido agradables y rentables, pero han tocado a su fin. Ya sabías que podía llegar este momento, y ha llegado. Hay demasiada gente acorralándote, buscándote con ahínco. Has oído a la gente hablar de la Sombra como si te conocieran. Es hora de desaparecer y convertirte en otra persona.»

Retrocedió aún más hacia la oscuridad del callejón y se apoyó contra una lóbrega pared gris.

«Los Ángeles estará bien», pensó. Allí lo aguardaban un apartamento, cuentas bancarias y una identidad diferente. Pero Chicago también resultaría aceptable; ya había creado las bases para ello. «En Los Ángeles necesitaré tener coche, allí todo el mundo se mueve en coche. Pero en Chicago no será necesario.» En Los Ángeles sería un empresario jubilado; en Chicago ya se le conocía como un inversor retirado. Estudió los pros y los contras de ambas situaciones, sin decidirse. «En realidad da lo mismo», se dijo al cabo. En cuanto asumiera una identidad u otra, empezaría a poner las bases para la siguiente en otra ciudad, para contar siempre con una vía de escape. «Tal vez Phoenix o Tucson», pensó. Un sitio donde hiciera calor. No le hacía gracia pasar los inviernos en Chicago. Comprendió que iba a tener que investigar un poco. No sabía si en aquellas ciudades habría la típica comunidad de ancianos judíos de la que pudiera aprovecharse. ¿Habría supervivientes?, se preguntó.

A lo lejos, en la calurosa oscuridad, se disparó la alarma de un coche. Escuchó unos momentos, hasta que bruscamente enmudeció.

Escupió en el suelo, furioso de pronto.

«He disfrutado viviendo aquí -se dijo-. Durante todos estos años me he sentido cómodo.» Le gustaban las noches del trópico, con aquella oscuridad tan densa que parecía aplacar toda su cólera.

Reflexionó sobre su lista de enemigos. Rápidamente descartó al policía y a la fiscal haciendo un leve gesto con la mano, como si estuviera arañando un pedazo de oscuridad. Nunca había temido a los policías. Los consideraba demasiado impasibles y poco imaginativos para atraparlo. Se dedicaban a buscar pistas y pruebas, y nunca entendían que él era más bien una idea. Aunque esta vez quizá se habían acercado más que nunca, más de lo que se había acercado nadie desde 1944, pero aun así los consideraba muy por detrás de él. No obstante, la voz interior le recordó: «Pero la policía nunca antes había sabido de tu existencia.» Aquello lo hizo detenerse, hasta que su lado arrogante recordó que aquélla era precisamente la razón por la que se había tomado tantas molestias a lo largo de los años en tener siempre por lo menos dos identidades disponibles. El hecho de que no fuera frecuente que necesitara apresurarse daba fe de lo cuidadoso de su planificación. «Además -pensó con dureza-, lo de ahora no es diferente.»

Pero entonces pensó en aquel ex policía, el vecino de la anciana, y eso le hizo dudar. Aquel hombre le preocupaba más, sobre todo porque no entendía del todo por qué participaba en su búsqueda, y también porque no se parecía a sus víctimas habituales. La Sombra se hizo una imagen mental de Simon Winter y llevó a cabo una valoración rápida. «Parece concienzudo e inteligente. Tiene un instinto formidable. Pero esta noche no se encuentra aquí, y mañana estará aferrándose al vacío. Así pues, puede que sea peligroso, pero se mueve con lentitud y no dispone de conexiones. Además, ¿cuáles son sus recursos en realidad? La inteligencia y algo de experiencia. ¿Suficiente para atraparme? Por supuesto que no.»

Con todo, meneó la cabeza y se dijo: «Deberías haberlo matado aquella noche, en su apartamento. Tuvo suerte. Pues bien, ya no volverá a tenerla.»

Inspiró hondo y se imaginó a aquellos ancianos en el interior del apartamento. «Corren un peligro auténtico -se dijo-. Siempre lo han corrido.» En su pecho estalló una andanada de furia avivada por los antiguos recuerdos. «Siempre ha sido culpa de ellos. Desde el principio mismo. Ellos son los únicos que se acuerdan, los únicos que pueden identificarme.»

Por un momento se revolvió nervioso, pero enseguida se obligó a controlarse, aunque una rabia abrasadora le corría por el cuerpo. ¿Cuántos quedarían?, se preguntó de pronto. ¿Sólo aquellos dos? ¿Más? ¿Cuántos más podían aún acordarse de la Sombra?

«Puede que ninguno.»

Se permitió una leve sonrisa.

A lo mejor aquellos dos serían los últimos que llegasen a ver a la Sombra. Había pasado mucho tiempo en archivos y centros de investigación, entre documentos y cintas de vídeo, leyendo libros y estudiando rostros. Años de trabajo. Trabajo de asesino. «Era inevitable -se dijo-. Era inevitable que llegara el día en que encontraras el final del camino. Los últimos judíos de Berlín.» Y a lo mejor los tenía justo allí enfrente, esperando en aquel piso de la sexta planta.

Aquella idea le produjo un ansia familiar, bienvenida.

De modo que, aunque su voz interior le decía que lo más juicioso era marcharse y no había dejado de insistir en ello desde aquella misma tarde, cuando oyó que alguien nombraba a la Sombra al entrar en el ascensor del edificio en que vivía, escuchó pacientemente la conversación que se desarrollaba a su lado y se enteró del anuncio que habían colocado en los lugares de oración, su otra parte le dijo que no podía marcharse y asumir ninguna de las otras vidas que había construido con tanto esmero sabiendo que quedaban atrás aquellos dos ancianos que podrían depararle problemas en el futuro.

Sonrió para sus adentros.

«Disfrutaré matándolos -pensó-. Tal vez sea un comienzo para mí.»

Recobró el dominio de sí mismo. Firmó un compromiso con su prudente voz interior: «Me iré antes del mediodía. Terminaré esto y después me marcharé sin vacilar.»

A fin de cuentas, no había tanto de qué preocuparse.

«Lo he preparado muy bien. Para esta operación no ha habido prisas. He estado tres veces dentro del edificio del rabino, en el tejado y el sótano. He examinado la instalación eléctrica y el cuadro que corta los circuitos, y he visto la puerta del apartamento del rabino. Incluso he examinado el antiguo microfilm de los planos del arquitecto que se guardan en el ayuntamiento de Miami Beach y que muestran el trazado de las viviendas. He preparado un plan y funcionará. Siempre ha funcionado.»

De pronto se acordó de una época, muchos años atrás. Le vino a la memoria despacio, un recuerdo que se asemejaba a un sueño que se va disipando en los primeros momentos del despertar. Una familia y la buhardilla en que él sabía que se escondían. Dos niños pequeños que lloraban cuando oían los bombarderos; una madre y un padre, abuelos, un primo; todos hacinados en dos exiguas habitaciones. Intentó recordar cómo se llamaban, pero no pudo. Sí recordaba que habían suplicado que no les matase y le habían pagado muy bien. Y después murieron, igual que todos los demás. «Eran como ratas metidas en su asqueroso escondrijo», pensó. Pero él sabía cómo hacerlas salir a la luz.

Observó el edificio de apartamentos.

«Esto ya lo he hecho muchas veces.»

Se inclinó para recoger del suelo una bolsa pequeña que contenía varios objetos importantes y luego contempló una vez más el edificio.

«Judenfrei -se dijo-. Eso es lo que el Reichsführer le prometió al mundo entero. Y lo mismo me prometí a mí mismo. Puede que esta noche por fin consiga sentirme Judenfrei

Visualizó mentalmente a la anciana y el rabino.

Y entonces su rostro adquirió una expresión fría, glacial, de determinación y sentido del deber. Dio un paso y desde el borde del callejón observó atentamente la calle vacía. A varias manzanas de allí había algo de tráfico, nada preocupante. De manera que, zigzagueando entre manchas de oscuridad, se apresuró a cruzar la calle. La cacería acababa de empezar.

«Ellos no lo saben -se recordó-. Ninguno lo supo nunca, pero ya llevan varios días muertos.»

Simon Winter observaba cómo Walter Robinson intentaba salir de la confusión provocada por aquel flagrante error. El anciano y su esposa se hallaban sentados en el banco que había en un rincón de las oficinas de Homicidios, ora frunciendo el ceño, ora amenazando con llamar a su abogado, si bien se veía a las claras que no tenían ninguno -sobre todo uno dispuesto a levantarse en mitad de la noche para acudir a comisaría-, y proporcionando a regañadientes alguna que otra información. Cambiaron de actitud cuando Robinson les aseguró que la ciudad les pagaría la reparación de la puerta y de todos los desperfectos producidos en su casa durante el operativo. El tira y afloja entre la pareja de ancianos enfadados y el inspector se prolongó un rato, lo cual fue aumentando progresivamente el sentimiento de frustración de Winter.

Ya se acercaba el amanecer cuando por fin Robinson dejó a los dos ancianos y se reunió con Winter. Detrás del inspector, un agente uniformado, excesivamente solícito y cortés, ayudaba a los Isaacson a levantarse y los acompañaba hasta la salida, en dirección a un coche patrulla que los llevaría a casa.

– ¿Y bien? -inquirió Simon.

– Y bien, una mierda -contestó Walter dejándose caer pesadamente en una silla-. ¿No estás cansado, Simon? ¿No quieres irte a casa y meterte en la cama, y soñar con que todo este embrollo no existe?

– Eso parece poco probable -repuso Winter con una sonrisa.

Robinson resopló.

– Tío, me va a costar sangre, sudor y lágrimas arreglar esta metedura de pata.

– Y por triplicado -bromeó Simon. El inspector sonrió cansinamente.

– Ya. Simon, tío, no tienes ni idea de los impresos que voy a tener que rellenar. Y después tendré que dejar que me pateen el culo todos los oficiales de alto rango deseosos de joder a alguien. Ya lo verás. Y luego están los del departamento jurídico; voy a tener que darles algo que…

– Lo tenía planeado, ¿sabes? -dijo Winter-. Sabía que era posible que alguien estableciera la relación, así que en lugar de inventarse un nombre y una dirección falsos, se sirvió de una persona real. Podía escoger entre crear una ficción en la cual tal vez nosotros pudiéramos ir tirando del hilo o que pudiera haber llamado la atención de alguien, y una confusión que diera lugar a un embrollo, y en mi opinión escogió sabiamente. Y además eligió a un hombre que se parecía físicamente a él. ¿Qué opinas? ¿Crees que vio a Isaacson en alguna reunión o en una cinta de vídeo? ¿Paseando por la playa o en una sinagoga? ¿En un supermercado o en un restaurante? ¿Crees que lo seleccionó entre muchos sin que él tuviera la menor idea?

– En alguna parte tuvo que ser, ya. A lo mejor Isaacson es capaz de sugerirnos dónde, cuando se haya calmado. Pero lo dudo. Sea como sea, no va a suceder esta noche. -Robinson dejó escapar un suspiro largo y profundo-. Por lo visto, la Sombra sabe bastante bien cómo funcionan las entidades burocráticas y la policía. ¿No habrá sido policía?

– Acuérdate de quién lo entrenó. ¿Dónde cabe encontrar una burocracia más minuciosa que en la Alemania nazi?

– A lo mejor aquí mismo, en Miami Beach -repuso Robinson con amargura, al tiempo que empujaba al azar unos impresos que tenía en la mesa-. No, no es verdad. Pero veo adónde quieres llegar. Ese cabrón es muy inteligente, ¿verdad?

– Sí. Y ¿sabes qué? Toda esta preparación me dice algo más.

El inspector asintió con la cabeza, no para escuchar la respuesta sino para dársela él mismo:

– Que la Sombra cuenta con una puerta de salida ya abierta, y que una vez la transponga…

– Desaparecerá.

– Ya lo había pensado. -Robinson se reclinó en la silla-. He hecho una llamada para comprobar una cosa mientras traíamos a los Isaacson hasta aquí. Llamé a Los Ángeles y pedí por el director del Centro del Holocausto de allí. ¿Te acuerdas de la carta que tenía Esther Weiss, firmada por un subdirector?

– No era tal, ¿acierto?

– Aciertas. Sin embargo, el membrete era auténtico.

– Eso es muy fácil. No hay más que escribirles una carta solicitando cualquier cosa. Cuando recibes su respuesta, fotocopias el membrete y ya está. Hasta podría sacarse de una carta de las que envían para recaudar fondos.

– Eso mismo he pensado yo.

– Entonces -dijo Simon-, ¿adónde nos conduce todo esto?

Robinson reflexionó unos instantes.

– Puede que esos ancianos nos aporten algo. O puede que él intente algo contra ellos. Hoy mismo, el teléfono del rabino no paraba de sonar. Es posible que el anuncio sirva de algo, aparte de haber hecho cundir el pánico. Por lo demás, en fin, no estamos exactamente al principio, pero la verdad es que no sé dónde coño estamos.

Winter asintió. Aferró al vuelo un puñado de aire.

– Parece que lo tenemos cerca, y al momento siguiente nos encontramos sin nada -dijo-. Tendremos que ser más rápidos que hasta ahora.

– Antes tenemos que encontrar a alguien a quien atrapar. -Se reclinó de nuevo en su silla-. Está bien, Simon. Mañana tú y yo empezaremos otra vez con el retrato robot. -Sonrió-. En vez de irnos de pesca; ésa seguirá siendo nuestra asignatura pendiente. ¿Qué te parece?

– Que patearse la ciudad nunca viene mal para resolver un caso -respondió el viejo policía, aunque dudaba que tuviera la energía necesaria.

– Bien, vámonos a casa -propuso Robinson-. Te acerco con el coche. Y mañana no lleves ese revólver, ¿de acuerdo? Me fío de que en alguna parte tienes una licencia como Dios manda, pero estoy seguro que no tienes permiso para llevar encima un arma oculta.

Simon articuló una débil sonrisa y se puso en pie. La idea de dormir no le resultaba atractiva, y allí, en la comisaría, toda sensación de urgencia se disipaba ligeramente conforme la fatiga le iba nublando la mente.

Haciendo un esfuerzo no muy diferente del de un nadador al lanzarse desde un trampolín, Robinson se irguió y se levantó de la silla.

– Vámonos antes de que salga el sol -dijo.

Los dos bajaron en el ascensor hasta la planta baja rodeados por el silencio de aquellas horas de la noche, cada cual sumido en sus propios pensamientos. Cuando salieron al exterior del refugio que representaba el edificio de la policía, un calor húmedo pareció derramarse sobre ambos, como si cerca de allí una tormenta tropical hubiera inundado la zona pero los hubiera perdonado a ellos. Fueron andando hasta el coche del inspector y subieron, tan sólo a un paso del agotamiento. Robinson accionó el contacto y arrancó el motor acelerando, como si eso pudiera vigorizarlo también a él. Por la radio se oían las comunicaciones de la policía con interferencias, y Robinson fue a apagar aquellos irritantes chirridos, pero Winter le retuvo el antebrazo.

Winter había abierto mucho los ojos, y Robinson sintió una descarga de adrenalina que le recorrió todo el cuerpo disipando de un plumazo toda su frustración y cansancio y sumiéndolo abruptamente en un estado de alerta total.

El anciano habló con voz afilada pero casi sin aliento:

– ¡Acaban de nombrar la dirección del rabino, maldita sea! Han dicho la dirección del rabino. ¡Lo he oído! ¡Han enviado una brigada de bomberos al edificio del rabino!

Robinson metió la marcha y pisó el acelerador.

– ¿Quién está allí? ¡Maldita sea! ¿Quién está en el piso? -se desesperó Winter como si no se acordase.

El inspector no respondió. Sabía muy bien quiénes estaban allí: dos ancianos, un joven policía probablemente inexperto y Espy Martínez.

Y otra persona más.

Espy se había quedado dormida en el sofá de la sala poco después de que los dos ancianos se fueran a sus dormitorios respectivos. El policía encargado de su protección se había trasladado a la cocina, donde se tomó un café e intentó leer una novela que le había recomendado el rabino, y se había quedado medio adormilado mientras contaba los minutos que faltaban para el cambio de turno que le liberaría de aquella tarea de niñera que lo aburría mortalmente.

Cuando de repente la alarma de incendios del edificio rasgó el silencio, estaba a punto de quedarse dormido. Se puso en pie de un brinco, tambaleándose y maldiciendo a causa de la sorpresa.

Espy también se levantó con una punzada de miedo en el estómago, dando tumbos en la semioscuridad y desorientada en aquella estancia que no le era familiar.

En la habitación de invitados se encontraba Frieda Kroner, durmiendo un sueño inquieto que rayaba en la pesadilla, en el que se veía a sí misma en un lugar desconocido que parecía hacerse cada vez más pequeño a su alrededor. Cada vez que intentaba encontrar la puerta de salida, ésta cambiaba de posición. La ruidosa alarma perforó aquel sueño bañado en sudor y ella se despertó gritando en alemán: «¡Ataque aéreo! ¡Ataque aéreo! ¡A los refugios!», hasta que transcurrieron unos segundos y recordó dónde estaba y qué año era.

El rabino también despertó bruscamente, temblando como si tuviera frío, sintiendo la alarma como una lluvia de dardos disparados por un cazabombardero. Cogió la bata y salió presuroso del dormitorio.

Los cuatro se reunieron en la sala, sorprendidos y al borde del pánico.

El policía fue el que habló primero, con voz aguda y apremiante, como acompasada con su desbocado corazón.

– Que todo el mundo conserve la calma, tranquilos. -Esto fue lo que dijo, pero su tono implicaba lo contrario-. Muy bien, no se separen, vamos a salir de aquí ahora mismo…

Espy dio un paso en dirección a la puerta, pero Frieda la agarró del brazo.

– ¡No! -exclamó-. ¡Es él! ¡Está aquí!

Los demás se giraron hacia ella.

– Es la alarma de incendios -dijo el policía-. Hay que permanecer juntos y salir de aquí enseguida.

La anciana dio un taconazo en el suelo.

– ¡Le digo que es él! ¡Viene a por nosotros!

El policía la miró como si estuviera loca.

– ¡Es un incendio, maldita sea! ¡Vamos, en marcha!

Entonces habló el rabino, con voz temblorosa pero calma:

– Frieda está en lo cierto. Es él. Está aquí. -Y se volvió hacia Espy-. No se mueva, señorita Martínez.

El joven policía miró a los ancianos e intentó replicar con tono profesional, aunque la serenidad se le había esfumado.

– ¡Oiga, rabino, joder, estos edificios antiguos son muy peligrosos cuando se declara un incendio! ¡Se extiende en un segundo! ¡Lo he visto antes! ¡He visto a personas quedarse atrapadas! ¡Tenemos que salir ahora mismo! ¿En qué planta estamos?

Rubinstein le dirigió una mirada de extrañeza.

– En la sexta.

– Coño, en todo Miami Beach no hay una sola escalera de bomberos capaz de subir hasta aquí arriba. ¡Debemos bajar por las escaleras, y tiene que ser ya!

La alarma continuaba sonando machaconamente. Oyeron voces y ruido de pasos en el pasillo. Todos aguzaron el oído y oyeron varios chillidos de pánico.

– ¿Lo ven? ¡Maldita sea! -gritó el policía-. ¡Todo el mundo está huyendo! ¡Un incendio en un edificio como éste es una trampa mortal! ¡Explota todo! ¡No nos queda tiempo! ¡A las escaleras, deprisa!

Frieda Kroner se sentó bruscamente en un sofá.

– Es una trampa, sí, pero nos la ha tendido la Sombra. -Se cruzó de brazos y repitió con voz temblorosa-: Viene a por nosotros.

El rabino se sentó a su lado.

– Frieda tiene razón -afirmó'-. Si salimos al pasillo moriremos.

– ¡Y si nos quedamos aquí nos freiremos! -insistió el policía, mirando a la pareja de ancianos como si estuvieran chalados.

– Ni hablar -se obstinó la anciana-. Yo no me voy.

– Ni yo -dijo el rabino-. Así fue como acabó con muchos de nosotros. Esta vez no lo conseguirá.

– Están locos -dijo el policía-. Oigan, por favor, yo les acompañaré en todo momento. Aunque ese cabrón esté ahí fuera, no intentará nada estando yo con ustedes. ¡Venga vámonos!

– No y no -repitió Frieda.

El joven levantó los ojos implorando al cielo un poco de sensatez en aquellos dos viejos tercos.

– ¡Vamos a morir! -gritó-. Señorita Martínez, ayúdeme.

Pero Espy tenía la mirada fija en los ancianos.

– De acuerdo -dijo el policía en tono inseguro, tras un breve silencio-. Escúchenme: saldré a echar un vistazo para asegurarme de que ese hombre no está aquí y luego volveré a por ustedes. Intentaré traer a un bombero. ¿Lo han entendido? Bien. Quédense aquí sentados, que yo regresaré con ayuda. Señorita Martínez, usted se viene conmigo, ¿de acuerdo? ¡Bien, vámonos!

Corrió hacia la puerta. Espy dio un paso detrás de él, pero se detuvo de pronto.

– No; vaya usted. Yo me quedo con ellos.

El policía se giró en redondo.

– No sea loca -le dijo.

– ¡Váyase! -respondió ella-. Yo me quedo.

El joven titubeó unos segundos antes de abrir la puerta de un tirón y desaparecer por el pasillo, ahora desierto, en dirección a las escaleras.

Al principio los dos hombres guardaron silencio mientras el coche, con la luz de emergencia y la sirena destellando a todo trapo, atravesaba la somnolienta ciudad. Simon se aferró a la puerta hasta que se le pusieron los nudillos blancos debido a la tensión. La ciudad pasaba rauda por su lado, igual que una película a cámara rápida.

El inspector conducía sintiendo el aliento de la muerte en la nuca. Mientras el motor rugía y los neumáticos chirriaban, iba pensando que se enfrentaba a un problema de verdad. Todo lo que significaba algo para él de pronto parecía amenazado por la Sombra: la mujer que podría amar, su carrera, su futuro. Y comprender aquello le producía desesperación y furia. Aceleraba con más urgencia que nunca antes y jadeaba en busca del aire que la velocidad parecía robarle.

Cuando el coche perdió el rumbo brevemente y después se enderezó con un angustiante chirrido de neumáticos, Simon gruñó:

– ¡Date prisa!

– ¡Ya lo hago! -farfulló Robinson y apretó los dientes. Gritó un juramento cuando se les puso delante un deportivo rojo. Hubo un furioso intercambio de bocinas cuando lo adelantaron a toda velocidad.

– Sólo quedan dos manzanas -lo instó Winter.

Robinson distinguió el edificio allá delante. Vio el despliegue policial y las luces de los bomberos girando en la noche. Pisó el freno con los dos pies y el automóvil derrapó hasta el bordillo.

Se apearon a toda prisa y Robinson observó un momento la mezcolanza de gente en bata, pijama y albornoz que pululaba delante del bloque de apartamentos, y se apresuró a quitarse de en medio cuando los bomberos empezaron a extender las mangueras hacia una boca de riego mientras otros cogían botellas de oxígeno y hachas.

– ¡Espy! -gritó-. ¡Espy! -Se volvió hacia Winter-. No la veo por aquí -chilló-. Voy a subir.

– ¡Ve! -contestó Winter, instándolo con un gesto de la mano.

Pero en aquel preciso instante, mientras Robinson se daba la vuelta, Winter tuvo otra idea, un pensamiento frío e implacable como el acero. No fue detrás de Robinson cuando éste, frenético, cruzó disparado la calzada y, haciendo caso omiso de los gritos de protesta y avisos de peligro que le gritaban los bomberos, entró en el edificio. En vez de eso, Winter se dirigió hacia un lado de la calle y se ocultó en un espacio en sombras, al abrigo de un edificio, a escasos metros del sitio en que poco antes había estado la Sombra, aunque él no lo sabía. Buscaba un punto adecuado para poder verlo casi todo. Ante sí se extendía el panorama de bomberos y vehículos, policías y socorristas. Pero mantuvo la vista clavada en el grupo de personas que habían escapado del edificio y se movían asustadas y nerviosas, empujadas por el miedo y por los policías hacia un lado del edificio, en bata y con cara de angustia.

En los pasillos continuaba oyéndose la alarma. Espy se volvió hacia los ancianos cuando Frieda se levantaba del sofá.

– Hemos de prepararnos -dijo.

Pero antes de que pudiera moverse, de pronto el apartamento quedó sumido en la oscuridad.

Espy lanzó una exclamación ahogada.

– ¡Conserven la calma! -exclamó el rabino-. ¿Dónde estás, Frieda?

– Estoy aquí. Aquí, rabino, a tu lado.

– ¿Señorita Martínez?

– Estoy aquí. ¡Oh, Dios mío, cómo odio esto! ¿Dónde están las luces?

– Muy bien -dijo el anciano en tono calmo-. Esto es muy propio de él. Es hombre de oscuridad, lo sabemos. Se presentará aquí en cualquier momento. ¿Frieda?

– Estoy preparada, rabino.

Los tres permanecieron en el centro de la sala, atentos a cualquier sonido que no fuera la alarma de incendios. Al cabo de unos instantes, por detrás de dicho sonido, percibieron el aullido distante de sirenas que se acercaban. Y a continuación percibieron un olor penetrante y terrorífico que empezó a extenderse alrededor de ellos.

– ¡Humo! -exclamó Espy con voz ahogada.

– ¡Conservad la calma! -insistió el rabino.

– Yo estoy calmada -dijo Frieda-. Pero tenemos que prepararnos.

Su voz dio la impresión de desplazarse por la habitación, y Espy la oyó perderse en la cocina. Se oyó ruido de cajones que se abrían y cerraban, y después unos pasos que volvían. Casi al mismo tiempo, el rabino pareció moverse y Espy oyó un cajón que se abría y luego se cerraba de golpe.

– Muy bien -dijo Rubinstein-. Ahora vamos a esperar el regreso del policía.

El olor a humo, no fuerte pero sí insistente, formaba volutas a su alrededor.

– Paciencia -dijo el rabino.

– Coraje -añadió Frieda.

La joven fiscal sentía que la oscuridad la ahogaba, envolviéndola como la niebla de un cementerio. Se esforzaba por conservar la calma, pero poco a poco notaba en las entrañas la mordedura del pánico. Oyó su propia respiración, entrecortada y jadeante, como si cada inspiración no lograra llenarle los pulmones, y, al igual que una persona que se ahoga, sintió el impulso de forcejear para ascender a la superficie. Ya no sabía qué era lo que temía más: la noche, el incendio o aquel asesino que los ancianos tanto temían. Todas aquellas cosas se mezclaron en su imaginación junto con antiguos miedos sin resolver, y se quedó rígida como una estatua en la sala a oscuras, con la sensación de estar metida en una terrible centrifugadora.

Tosió y se ahogó.

Entonces oyó un sonido, amortiguado y cercano, un golpeteo urgente.

– ¿Qué es eso? -susurró con voz ronca.

– No lo sé -respondió el rabino-. ¡Escuche!

El golpeteo parecía reverberar en la habitación y oyeron una voz fuerte y apremiante:

– ¡Bomberos de Miami Beach! ¿Hay alguien ahí?

El golpeteo prosiguió, y la voz y el sonido se oyeron más cerca. Seguramente se trataba de un bombero que pasaba por los pasillos llamando a todas las puertas, en busca de posibles rezagados.

– Es un bombero -dijo-. ¡Nos sacará de aquí! ¡Vamos!

Y antes de que los ancianos pudieran reaccionar, cruzó la sala a trompicones y abrió la puerta de un tirón. El rabino y Frieda Kroner gritaban detrás de ella:

– ¡No! ¡Espere! ¡No abra!

Espy se asomó al pasillo y chilló:

– ¡Aquí! ¡Estamos aquí! ¡Necesitamos ayuda!

Le contestó un hombre desde algún sitio cercano de la oscuridad y logró distinguir una silueta que se aproximaba a ella.

– ¿Hay alguien ahí? -preguntó la voz.

– Sí, soy la ayudante del fiscal -respondió ella-, y también está el rabino y…

El golpe la alcanzó en el hombro y le sacudió la barbilla, la hizo girar y casi perder el conocimiento. Cayó de espaldas en el interior del apartamento dejando escapar una especie de gemido. No se desmayó, aunque todo le daba vueltas. De pronto se dio cuenta de que estaba en el suelo y de que había una silueta erguida sobre ella. Un haz de luz surcó la estancia, y en su estupor vio que el rabino tenía una linterna en la mano. También vio que la figura que se erguía sobre ella empuñaba un cuchillo con el que se disponía a atacarla, justo en el momento en que Rubinstein le iluminó la cara con el haz de luz. El intenso brillo pareció alterar la trayectoria del cuchillo, y Espy sintió que la hoja cortaba el aire justo por encima de ella.

La Sombra se incorporó alzando un brazo para bloquear la luz de la linterna, y no vio a Frieda Kroner, que había saltado junto a Espy blandiendo una extraña forma negra que descargó contra el hombre acompañada de un sonoro gruñido a causa del esfuerzo. Aquello se le clavó violentamente en el brazo produciendo un ruido sordo, metálico, y la Sombra aulló de dolor.

Desquiciada, la anciana chillaba en su lengua materna:

Nein! Nein! Nicht dieses Mal! [¡No, no, esta vez no!] -Y descargaba el objeto una y otra vez.

El haz de luz se agitó y bailó por la sala cuando el rabino también se abalanzó contra la Sombra desde el lado contrario, de modo que éste, a horcajadas sobre la mujer tumbada en el suelo, se vio acorralado por ambos lados.

El rabino sostenía en su mano libre una enorme menorah de bronce que silbó al cortar el aire. Su primer golpe, acompañado de un fiero grito de batalla, le destrozó el hombro. La linterna se le cayó al suelo, y por un breve instante Espy vio al rabino adoptando la postura de un bateador de béisbol, preparado para un segundo golpe. Mareada, intentó levantarse, pero de nuevo se vio empujada contra el suelo por una pierna de la Sombra: el pie le golpeó el pecho, y por un momento creyó que la había apuñalado.

En aquel instante se preguntó si estaría muerta. Volvió a intentar levantarse y se esforzó por oír algo más aparte de los gritos guturales que profería Frieda Kroner, hasta que oyó jadear al rabino, sin aliento, igual que el que acaba de ganar una dura carrera:

– ¡Se ha ido!

Y comprendió que aquello era verdad.

Tuvo la sensación de que el mundo enmudecía de repente, aunque en realidad en la sala resonaban todavía las sirenas y las alarmas.

Se giró a oscuras hacia Frieda Kroner, que le estaba hablando en alemán.

Hören sie mich? Sind sie verletzt? Haben sie Schmerzen? [¿Se encuentra bien? ¿Está herida? ¿Le duele algo?]

Y, curiosamente, le pareció entenderlo todo.

– No se preocupe -respondió-. Estoy bien, señora Kroner. Estoy bien. ¿Con qué le ha golpeado?

De pronto la mujer soltó una carcajada.

– Con la tetera de hierro del rabino.

Rubinstein recogió su linterna y les apuntó a la cara. Espy pensó que todos debían de estar muy pálidos, como si la proximidad de la muerte les hubiera dejado un poquito de su color; pero Frieda lucía en los ojos una salvaje expresión de triunfo, como una valkiria.

– ¡Ha salido huyendo! ¡El muy cobarde! -De pronto se interrumpió y dijo en un tono más sereno-: Supongo que hasta hoy nadie le había hecho frente…

– ¡Tenemos que atraparlo! -ordenó el rabino-. ¡Ahora! ¡Es nuestra oportunidad!

Espy se recobró y asintió con la cabeza. Alargó la mano para coger la linterna del rabino.

– En efecto. Síganme.

Y los sacó al pasillo igual que un piloto huyendo a través de una densa niebla, atravesando la oscuridad en dirección a las escaleras.

Walter Robinson, luchando contra un pánico impropio de él, sin ver nada, intentaba avanzar a tientas en la oscuridad y correr al mismo tiempo. Subió a toda prisa por la escalera de emergencia, sus pisadas resonando en los peldaños de hormigón. Oía su propia respiración, áspera y trabajosa, puntuada a lo lejos por las sirenas y allí por la alarma.

No vio el cuerpo hasta que tropezó con él.

Igual que un bloqueo de un jugador de fútbol americano, lo lanzó hacia delante, y fue a dar con las manos contra la escalera en el momento de caer. Dejó escapar un grito de sorpresa y luchó por rehacerse.

Se recuperó y bajó una mano, casi temiendo tropezar con la piel marchita del rabino o de Frieda Kroner, o peor, con el suave cutis de Espy Martínez. Cuando palpó el bulto, al principio experimentó confusión. Después, tanteando en la oscuridad, tocó la placa del policía. Bruscamente retiró la mano y se dio cuenta de que la tenía cubierta de sangre.

Entonces gritó con todas sus fuerzas:

– ¡Espy! ¡Ya voy!

Cualquier cosa, esperaba, que pudiera distraer al hombre que sin duda alguna se hallaba frente a él. Cualquier cosa que pudiera hacerlo titubear en su misión letal.

Seguía sin ver nada, y cualquier cosa que pudiera haber visto quedaría empañada por la cacofonía interior del miedo que sentía. Aferró la barandilla de la escalera y se lanzó hacia arriba, otra vez en dirección a la sexta planta.

Volvió a gritar:

– ¡Espy!

En ese momento brilló en medio de la oscuridad un haz de luz y alguien contestó:

– ¡Walter!

Gritó por tercera vez:

– ¡Espy!

Entonces los vio a los tres, que apuntaban con una linterna en su dirección.

– ¿Estás bien? -preguntó ansioso.

– Sí, sí -exclamó ella-. ¡Pero está aquí!

Robinson alargó una mano y agarró a Espy, la cual se abrazó a él con fuerza y le susurró:

– ¡Dios mío, Walter, ha estado aquí! Y ha intentado matarme. El rabino y la señora Kroner me han salvado, y él ha huido. La señora lo golpeó con una tetera de hierro. Pero sigue estando por aquí, en alguna parte.

Robinson la apartó un paso y miró a la pareja de ancianos.

– ¿Se encuentran bien? -les preguntó.

– Hemos de encontrarle -repuso el rabino.

El inspector empuñó el arma.

– Está aquí, en alguna parte de esta oscuridad -dijo el rabino-. En alguna parte del edificio.

Pero Frieda Kroner negó con la cabeza.

– No; ha huido. Puede que haya bajado por la otra escalera, la del otro extremo del edificio. ¡Deprisa, tenemos que ir detrás de él!

De modo que los cuatro, intentando darse prisa, Espy abrazada a Walter, y el rabino y la señora Kroner caminando con la lentitud de los años pero con la urgencia de la necesidad, comenzaron a bajar por la escalera. Robinson, linterna en mano, encabezó la marcha, y sólo se detuvo en el tercer piso para examinar brevemente el cadáver del joven policía. La anciana soltó una exclamación ahogada cuando el haz iluminó la roja mancha de sangre que empapaba el cuello del cadáver. Pero lo que dijo fue:

– ¡Deprisa, deprisa, hay que impedir que se escape!

Simon Winter permaneció inmóvil en su espacio oscuro, observando la escena que se desarrollaba frente al edificio incendiado. Cuando uno está pescando en aguas poco profundas, llega un momento en que uno capta hasta la menor perturbación en la superficie, un movimiento producido por una forma invisible que empuja el agua en una dirección distinta del viento o las corrientes, y entonces descubre la proximidad de su presa. Era ese sutil cambio en los movimientos que tenía lugar delante del edificio lo que estaba buscando Winter. Se dijo: «Aquí hay un hombre cuya presencia no tiene nada que ver con el incendio, ni con la alarma, ni con haberse visto obligado a abandonar su cama en plena madrugada, sino con un asesinato.»

De modo que dejó que sus ojos escrutaran la escena en busca de aquel leve movimiento contracorriente. Cuando de pronto lo vio, se irguió y una perversa emoción le recorrió de arriba abajo.

Vio un hombre corpulento y ligeramente encorvado, vestido con ropa oscura y sencilla. Salió del edificio y permitió que un bombero le diera instrucciones y lo mandara hacia el grupo de personas que habían sido apartadas hacia un lado de la calle.

Winter dio unos pasos sin perderlo de vista.

Lo vio desaparecer entre la multitud, pasar de la primera fila al fondo del grupo. Los demás estaban todos mirando al frente, a sus hogares, intentando distinguir humo y llamas pero sin alcanzar a ver nada, esperando con ansiedad alguna información por parte de los bomberos y socorristas que entraban y salían del edificio sin pausa.

Pero aquel individuo no parecía tener aquellas preocupaciones. En cambio, se abrió paso entre la masa de gente angustiada, cabizbajo y ocultando el rostro, en dirección a la parte de atrás, hacia la oscuridad de la calle.

Simon aceleró el paso.

No alcanzaba a verle la cara, pero no le hacía falta. Por un instante se giró intentando localizar a Robinson u otro policía que pudiera ayudarlo, pero no vio a ninguno. Cayó en la cuenta de que él mismo había salido de las sombras a la acera, y de que su figura estaba iluminada de lleno por el brillante letrero de una tienda. Winter avanzó hacia el centro de la calle en el preciso instante en que el hombre levantó brevemente la vista y lo vio, allí de pie mirándolo fijamente.

Los dos hombres se quedaron paralizados al reconocerse.

Entonces, a su espalda, con una potencia que se sobrepuso a sirenas, alarmas y el ruido de los camiones de bomberos, Simon oyó una voz. Era una voz aguda pero no un chillido, sino más bien el grito de alarma de un centinela.

La voz habló en alemán y rasgó la noche:

Der Schattenmann! Der Schattenmann! Er ist hier! Er ist hier!

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