«Está aquí -pensó Simon Winter-. Delante de mí, en algún sitio, tal vez bajando por el paseo marítimo entarimado o comiendo un helado comprado en el puesto de la esquina. Quizás esté en ese grupo, haciendo cola para tener una mesa en el News Café. Podría ser aquel hombre que lee el Herald en el banco de la parada de autobús. Podría ser cualquiera. Pero está aquí y ha matado por lo menos una vez, puede que dos. Todavía no sé cómo. Pero lo ha hecho. Y ha conseguido que un asesinato parezca el suicidio de un hombre mayor, y que otro asesinato parezca obra de un drogata, y creo que si es necesario volverá a matar, porque no le importa nada asesinar. Nada en absoluto.»
Winter inspiró hondo y masculló entre dientes:
– ¿Cómo puedo encontrarte, Sombra?
Una pareja de adolescentes pasó a pocos metros de él. Los dos llevaban gafas de espejo que centelleaban al sol, y se volvieron al oír su voz. Comentaron algo en español, riendo, y se alejaron.
Eso lo hizo enfadar. Otro viejo que habla sólo, eso habían pensado. Vio cómo dos chicas con patines serpenteaban entre las personas que había a última hora de la tarde en Ocean Drive. Las aceras estaban llenas de gente que caminaba entre los restaurantes y los cafés al aire libre que dominan el distrito art déco de South Beach. Era un lugar de coches rápidos y luces de neón; de música alta (salsa con graves profundos, o heavy metal estridente y guitarrero) que competía con chirridos de neumáticos y sonoros cláxones. Nadie hablaba, todo el mundo gritaba.
«Miami, y por extensión Miami Beach, venera lo inmediato -pensó Winter-. Si es nuevo, ruidoso y de colores vivos, es aceptado al instante como parte de la imagen tópica de la ciudad.»
Las chicas patinadoras vestían unos ajustados pantalones cortos de licra negra idénticos y unos tops sin espalda rosa fluorescente. Una tenía el pelo oscuro y la otra rubio. Se movían con una elegancia sinuosa; se impulsaban con las piernas para ganar velocidad y después se relajaban, deslizándose sin esfuerzo. La gente se apartaba para dejarlas pasar y, a continuación, cerraba filas como un ejército educado pero desorganizado.
Estaba sentado en un banco al otro lado de la calle, de espaldas al agua azul celeste que se extendía sobre una amplia extensión de arena calcárea. El clamor de la calle tapaba el fragor del oleaje en la costa. Olía el aire salado, mezclado con el aroma de doce menús distintos preparados en otras tantas cocinas. Se preguntó cómo alguien podía creer que los sonidos o los olores producidos por el hombre eran preferibles a los de la naturaleza. Dirigió la vista a la playa.
«¿Cómo puedo encontrarlo?», se preguntó.
Desde donde estaba veía el pequeño quiosco de música del parque Lummus, y también las personas mayores que se alejaban despacio de la playa; la retirada al final del día. Llevaban sillas plegables de aluminio y sombrillas. El quiosco de música era un lugar muy popular que a menudo estaba de bote en bote, aunque parecía que con cada mes que pasaba se congregaba menos gente en él. Era un sitio extraño: una losa de cemento que irradiaba el calor abrasador del verano situada junto a un edificio bajo, pintado de verde, que servía de almacén. Todos los días, unos empleados municipales colocaban fuera un micrófono y un pequeño amplificador. Entonces, uno tras otro, los jubilados que vivían en South Beach subían a entretener a los demás cantando. Un cartel en la pared limitaba a tres los números de cada persona. Las canciones fluían a través del aire caliente en varios idiomas de la Europa del Este, incluido el yidis, junto con algún que otro intento en inglés. Tenía algo de absurdo: muy a menudo los ancianos hacían el ridículo canturreando, confundiendo estrofas, omitiendo frases, tarareando los trozos olvidados. Los cantantes gesticulaban y adoptaban poses, con los brazos extendidos, imitando las actuaciones en salas de fiestas. Sólo en contadas ocasiones las melodías se correspondían con las palabras. Las voces viejas poseen una aspereza y un temblor que resquebraja y estropea las canciones. Unos cantantes chillaban, otros gemían, algunos emitían gorgoritos lúgubres, pero todos seguían adelante, sin tener en cuenta sus gazapos, porque eran recuerdos lo que estaban evocando. Muchas veces, el ruido y los sonidos estridentes que emitían las máquinas de discos y los potentes casetes a lo largo de Ocean Drive impedían oír a los cantantes. Pero ellos seguían actuando, sin importarles la competencia. Y cuando terminaban, recibían aplausos entusiastas y elogios generosos, tanto si se había podido oír alguna palabra como si no.
Simon Winter sacudió la cabeza y se levantó. Bajó despacio por la calle y adelantó a los ancianos con las sillas plegables, en la misma dirección que las dos chicas patinadoras, a las que vislumbró entre un par de relucientes deportivos rojos antes de que desaparecieran entre los grises del crepúsculo.
Siguió con los ojos un coche patrulla de Miami Beach que avanzaba despacio en medio del tráfico. De repente, recordó una vez que estaba pescando en las aguas poco profundas de los Cayos Altos y divisó la silueta solitaria de un águila pescadora que describía lentos círculos utilizando el viento y las corrientes cálidas ascendentes. Enseguida vio que el ave no estaba cazando, pues su búsqueda carecía de energía. Pero era oportunista: cuando veía una cojinúa carbonera nadando demasiado cerca de la superficie, se lanzaba en picado con las garras extendidas, golpeaba el agua con un sonoro estallido de espuma y se elevaba de nuevo con un reguero de gotas plateadas chorreándole de las alas blancas. Aquel día, tuvo tan poca suerte pescando como ella. Aun así, mientras pasaban las horas sin que aparecieran peces, parecía feliz de estar allí describiendo círculos elegantes en el aire, como si formara parte del mismo cielo.
Pensó que hacía mucho tiempo que no estaba junto al agua con una caña de pescar en la mano. Diez años quizá. Procuró recordar por qué lo había dejado, pero no encontró ninguna razón. Tuvo la sensación de que, de alguna forma, había dejado de hacer todas las cosas que lo convertían en quien era, y que tal vez si empezaba a hacerlas de nuevo no tendría tantos deseos de pegarse un tiro.
Sus zapatos resonaban en la acera polvorienta. Se guardó de nuevo el águila pescadora en la memoria y se concentró en el hombre que había omitido la letra final del nombre de su esposa.
«Sé quién te mató, Herman Stein. Eras más listo de lo que él creía, ¿verdad? Aunque estabas aterrado y sabías que ibas a morir fuiste lo bastante inteligente como para dejar un mensaje. La h omitida. Pasó mucho tiempo antes de que alguien descifrara lo que tratabas de decir, pero ahora yo lo sé.»
Winter pensó en la muerte de Stein para intentar repasar los hechos mentalmente. Era una técnica sencilla y efectiva que había perfeccionado al examinar cadáveres a lo largo de los años: rueda una película mental de lo que ocurrió y verás una manera de encontrar al asesino.
«Muy bien, primera pregunta: acceso; ¿cómo entró en el piso? La puerta principal. ¿Se la abriste? No, no harías eso. Eras mayor y estabas alterado y asustado. No abrirías la puerta sin echar antes un vistazo por la mirilla. ¿Cómo, entonces? El pasillo de la escalera. ¿Tenías hábitos regulares y rutinarios como tantas personas mayores? Eras un hombre preciso, Herman Stein. ¿Ibas todas las mañanas a desayunar a la cafetería de la esquina y regresabas a la misma hora después de comerte el mismo bollo con queso untado, cereales y un café, puntual como un reloj? Sí, seguro que eras así. Debió de ser fácil acecharte, a pesar de que estabas asustado y puede que hasta pensaras en tomar precauciones. De modo que sólo habría tenido que esperar a que salieras y después, tomar posiciones en ese pasillo para atraparte a la vuelta. ¿Hay algún hueco de escalera? ¿Una salida de emergencia? ¿Un cuartito?» Winter sabía, sin necesidad de ir a casa del fallecido, que había algún espacio donde una persona pudiera esperar sin ser vista.
Espiró despacio. Parte del terror que Herman Stein había sentido se le había metido en el cuerpo.
«Sabías que estaba ahí fuera, y sabías que esta vez no te serviría de nada llamar a tus hijos, ¿verdad? Siempre pasaba lo mismo. Cuando hablabas de Der Schattenmann, te lo quitaban de la cabeza. Como el niño que gritaba que venía el lobo, sabías que no te creerían, aunque esta vez era distinto y estabas muerto de miedo. Así que escribiste una carta al rabino y la echaste al buzón. Porque estabas solo y te enfrentabas con la muerte ¿Cómo te enteraste de la existencia del rabino?»
Winter tomó nota mental de esta pregunta. Debía encontrar una respuesta, porque si Herman Stein había podido descubrir lo del rabino, también la Sombra podía hacerlo.
«De modo que estabas allí. Te atrapó en el pasillo y te obligó a entrar en casa. Luego te sentó ante el escritorio. ¿Te hizo escribir la nota de suicidio? Creo que sí, porque entonces fue cuando tuviste la idea de omitir la h. ¿Te dio eso un momento de satisfacción? ¿Te dio algo de fuerzas, te ayudó a encararte al revólver cuando te lo puso en la frente?… Herman Stein, me descubro ante ti. Eras un hombre valiente, y nadie, excepto yo, lo sabe.»
El viejo policía se detuvo un momento. Había llegado a la entrada de The Sunshine Arms.
«¿Habló contigo, Herman Stein? ¿Qué dijo?»
Winter visualizó al hombre mayor sentado con rigidez ante su escritorio, con los ojos muy abiertos, segundos antes de morir. Vio su miedo, percibió su misma angustia mareante. Haber llegado tan lejos para, finalmente, encontrarse cara a cara con una pesadilla.
Se quedó plantado en la acera. El calor del día seguía propagándose, pero no lo notaba. Empezó a poner mentalmente las caras de los asesinos que había conocido sobre la figura vaporosa que veía frente a Herman Stein. Rebuscó en su memoria la larga lista de criminales: un psicótico que había usado un cuchillo de carnicero con su esposa y sus hijos; un asesino a sueldo que prefería disparar en la base del cráneo con una pistola de pequeño calibre; un matón de banda al que le gustaba usar un bate de béisbol, empezando por las piernas para ir subiendo metódicamente a la vez que aumentaba la brutalidad de los golpes. Introdujo en esta colección a varios asesinos en serie, un par de adolescentes violentos que mataban por morbo y unos cuantos violadores que habían descubierto una excitación mayor, más nociva. Situó a estos personajes, uno tras otro, en la figura, y los fue descartando y guardando de nuevo en la memoria.
Se llevó la mano a la frente y se secó el sudor acumulado justo debajo de la badana de la gorra.
«No estás ahí, ¿verdad, Sombra? No figurarás en el recuerdo de ningún policía, ¿verdad?»
Dirigió una mirada hacia el piso vacío de Sophie Millstein mientras se dirigía con dificultad hacia el suyo.
«Dime algo, lo que sea», pidió en silencio. Pero el piso no le reveló nada. Un rayo crepuscular iluminaba una pared. Abrió la puerta de su casa y entró tras dejar que el aire fresco lo reconfortara como una buena idea. Se felicitó de haber dejado el aire acondicionado en marcha, y sólo se preocupó un momento por la factura de la electricidad, que reflejaría inevitablemente sus hábitos derrochadores. Cuando entró en el salón, vio que había un mensaje en el contestador automático. Sediento de repente, le apetecía beber algo. Le pareció recordar que tenía limonada en la nevera y dio un paso en esa dirección, pero se detuvo y se volvió hacia el aparato.
Pulsó la tecla de reproducción y, tras unos pitidos y unos ruidos electrónicos, oyó la voz del rabino. Sonaba distante, metálica, pero la ansiedad que contenía cada palabra resultaba evidente.
«¿Señor Winter? Llámeme en cuanto pueda, por favor…» Hubo un momento de duda antes de que el rabino añadiera: «Se trata de Irving Silver. Ha desaparecido.» Hubo otra pausa y, a continuación, de nuevo su voz: «Me equivoqué. ¡Oh, Dios mío! Deberíamos haberle dejado conseguir una pistola…» Ahí acababa el mensaje.