Cuando Espy Martínez llegó a la Oficina del Fiscal del condado de Dade la mañana siguiente al funeral de Sophie Millstein, tenía un par de mensajes esperándola: uno de Walter Robinson, y el otro era un requerimiento para que se reuniese con el jefe de la fiscalía del departamento de Delitos Mayores. Supo al instante que su jefe querría que le pusiese al corriente de los progresos que se estaban haciendo en el caso; sin embargo, a pesar de que él había marcado su nota con la palabra «Inmediatamente» en rojo, corrió entre el laberinto de los cubículos de los fiscales hacia el suyo y telefoneó al departamento de Homicidios de la policía de Miami Beach.
Tras unos momentos de espera, Walter Robinson se puso al aparato.
– Señorita Martínez, me alegro de que telefonee -dijo.
– Detective, acaba de llamarme el jefe de la fiscalía para que le presente un informe de situación sobre el caso Millstein. ¿Qué puede decirme?
– Bien, lo primero que tengo que decirle es que no se preocupe demasiado por Abe Lasser. Puede parecer Drácula, pero en el fondo no es tan horrible. Especialmente durante el día.
Espy Martínez quiso sonreír ante la descripción que hizo el detective de su jefe, pero impuso rigidez en sus palabras para enmascarar su nerviosismo.
– Querrá saber en qué punto estamos. ¿Dónde estamos concretamente, detective?
Robinson empezó a decir algo, pero hizo una pausa y preguntó:
– ¿Le están apretando las clavijas con este caso?
– No. No aún. Pero me parece que están a punto.
Robinson asintió con la cabeza, aunque ella no podía verlo.
– Ya, lo suponía. Bien, esta mañana me han entregado los resultados preliminares de la autopsia y los informes de la escena del crimen. Esto es lo que tenemos. La muerte se produjo por estrangulamiento manual. Las marcas en las zonas de la laringe y la arteria carótida sugieren que la distancia entre el pulgar y el dedo índice del asesino es de cinco pulgadas y media. No hay signos de agresión sexual. Los análisis preliminares de sangre muestran rastros de Dolmane, una sustancia común en los somníferos. Hay indicios de que fue golpeada aunque no demasiado, y creo que sólo los primeros segundos. Los somníferos tuvieron que haberla dejado fuera de combate, así que es muy probable que la primera cosa de la que se enterara fuese que aquel tipo estaba estrangulándola. No tuvo mucho tiempo de defenderse. No había ninguna herida defensiva de relevancia en manos o brazos.
Robinson repasó todos los detalles que acompañaron los segundos finales de Sophie Millstein con tono rutinario. Espy Martínez escuchó, intentando vincular las palabras de los informes oficiales abreviados, al terror de la vida real que los había engendrado, pero no lo consiguió.
– En realidad, es del tipo de crímenes que me preocupa -añadió Robinson.
– ¿A qué se refiere?
– Bueno, un tipo entra y asesina a una anciana dormida, seguidamente saquea el lugar lo más rápido que puede y luego se larga. ¿Ve el problema?
– Pues no.
– ¿Por qué matar a una anciana dormida? ¿Por qué no se limitó a llevárselo todo sin hacer ruido y luego marcharse tranquilamente?
– Probablemente la señora se despertó.
– Sí, probablemente. Pero si hubiese sido así, ¿acaso no habría gritado? ¿O luchado con fuerza?
– Los vecinos dijeron que habían oído ruidos.
– Sí, pero no gritos de verdad, sino sólo un chillido. ¿Y qué me dice del gato? ¿Por qué matar al condenado gato?
– ¿Tal vez el gato hizo ruido?
– ¿Un gato? Tal vez Fluffy o Fido o cualquiera de estos estúpidos caniches de juguete que ladran o algo así, pero ¿un gato? ¡Vamos! Ese animal listo simplemente se habría escurrido por la puerta del patio y nunca hubiésemos vuelto a verlo.
– Así pues, ¿qué quiere decirme? -preguntó ella ya con impaciencia.
– Nada. Sólo que me preocupa.
Espy Martínez recordó el cuerpo rígido del gato, con los ojos desorbitados y los dientes al descubierto. Se estremeció. «También me preocupa -pensó-, pero ¿qué tiene que ver con el crimen en conjunto?» Pasó por alto esto y dijo:
– De acuerdo. ¿Entonces qué?
– Entonces nada -dijo el detective.
– Pues continúe.
Robinson suspiró y dirigió su atención de nuevo al fajo de informes que había sobre su mesa. A veces pensaba que estaba pasando la mayor parte de su vida adulta leyendo informes o preparándolos.
– De acuerdo, veamos. Ah, sí, hay un corte post mórtem en el cuello de la víctima.
– ¿Y bien?
– Hace un par de semanas hubo una serie de robos con allanamiento por todo el vecindario de la anciana. Los robos se envían a delitos menores y tal vez en los expedientes de los casos pueda encontrar alguna relación con el agresor.
– Tiene sentido. ¿Qué más?
– ¿Qué más?
Espy echó un vistazo al reloj y se dio cuenta de que su jefe la estaría buscando.
– Detective…
– Puede llamarme Walter. La mayoría de sus colegas lo hace.
– Tengo que hablar con Lasser.
– ¿Usted quiere saber si soy optimista? Pues bien, en este tipo de casos, señorita Martínez, estadísticamente, bueno, a nivel nacional resolvemos tal vez uno de cada tres. Localmente, un poco menos. Pero lo estoy intentando. Lasser conoce las estadísticas, no deje que se meta con usted.
– De acuerdo, Walter. Lo intentaré… -se echó a reír- pero es que la sangre que gotea de sus colmillos me desconcentra. Así que, por favor, dígame algo que pueda ayudar a encerrar en el corredor de la muerte al tipo que mató a Sophie Millstein.
– Quiere saber cómo vamos a condenar a su asesino, ¿no?
– Sí. -La joven no pudo ocultar el nerviosismo que impregnaba su voz.
– Bien, la mala noticia es que no hay rastro de pistola. Esto pone las cosas más difíciles. Las armas son fantásticas. Hacen ruido, producen un estropicio, son fáciles de rastrear en un laboratorio y la gente, por lo general, no es suficientemente inteligente para librarse de ellas cuando les descubrimos. Tampoco hay cuchillo. ¿Sabía usted que el estrangulamiento es una forma muy inteligente de asesinar a alguien? Generalmente, deja muy poco tejido que pueda relacionar al asesino y la víctima. Pero, en el lado positivo, los forenses encontraron dos huellas en su tocador y una tercera en el joyero hallado en el fondo del callejón. También consiguieron extraer una huella parcial de un pulgar, sólo un pequeño fragmento, del cuello de la víctima, no sabría decirle aún si va a sernos útil. Esto es muy raro, señorita Martínez, pero si podemos cotejarla, pues bien, entonces incluso el fiscal más incompetente podrá trincar a ese hijo de perra.
– Yo no soy una incompetente, detective.
– No pretendía decir eso…
Se produjo un silencio momentáneo. Robinson pensó que le habría costado decirle algo más estúpido a Espy Martínez.
– Está bien, detective. Así que ahora ya sé cómo conseguir una condena. Fantástico. Sólo hay un problema: ¿Qué va a hacer usted para atrapar al asesino?
– Bueno, primero cotejaremos las mejores huellas que tenemos con alguna de las obtenidas en los robos con allanamiento en la zona durante los últimos meses, a ver si podemos encontrar la muestra de aquel bastardo. Luego trabajaré las casas de empeños y peristas, por si encuentro algunas de las joyas robadas. El hijo de Sophie me dio una descripción bastante buena de varias. Ya he enviado un parte con los detalles a algunos lugares pertinentes. Intensificaremos la búsqueda de aquel collar con la inicial de Sophie.
Espy iba a hacerle notar que referirse a la víctima por su nombre de pila sonaba bastante impío, pero se contuvo.
– ¿Y luego qué?
– Rogar que tengamos suerte. Introduciremos la huella en el Gotcha Computer del condado pero no sé si…
– ¿El qué?
– El Gotcha Computer. Ese ordenador tan moderno que compraron el año pasado con dinero federal. Se supone que es capaz de cotejar las huellas de la escena de un crimen con las huellas almacenadas en la memoria del ordenador.
– ¿Funcionará?
– Ya lo ha hecho otras veces. Pero sólo si nuestro chico malo ha sido arrestado y le tomaron las huellas el año pasado más o menos. Ya veremos.
Espy se levantó y se quedó junto a su mesa.
– ¿Hay algo más que quiera contarme antes de que hable con Lasser?
– Acerca de qué caso; tengo otros seis abiertos.
– Pues éste se queda en el podio de la clasificación -respondió antes de colgar.
Walter Robinson permaneció con el auricular pegado a la oreja escuchando el monótono tono. Se preguntó cómo sería Espy Martínez cuando no estaba asustada, y luego pensó que tal vez sería mejor preguntarse si es que alguna vez no lo estaba.
Abraham Lasser era un hombre robusto. Lucía un mostacho que caía a ambos lados de su boca y una melena despeinada de pelo negro con vetas grises que parecía explotar de su cuero cabelludo de forma incontrolada. Esto contrastaba con su predilección por vestir elegantes trajes italianos cruzados y zapatos con brillo de espejo. Acechando por el laberinto de oficinas de la sexta planta del Palacio de Justicia metropolitano, parecía una especie de pesadilla de un diseñador de moda. Cuando hacía su aparición en alguna sala del cuarto piso, mostraba su lado gruñón y sarcástico, rutinariamente impostado y rutinariamente temido por los abogados defensores. Era un hombre que concedía un gran valor a la intimidación, tanto de sus oponentes como de la gente que trabajaba para él.
Espy Martínez había sido asignada a su departamento de Delitos Mayores hacía ocho semanas. Durante aquel tiempo sólo se había reunido con él media docena de veces, más o menos, y en todas simplemente para obtener autorización para llegar a un acuerdo con la defensa. Éste era el procedimiento habitual en la oficina, desde que un desafortunado ayudante había negociado con la defensa sin autorización en un caso poco sólido de esposa contra marido maltratador, y el acusado había salido directamente de la sala en busca de un fusil automático que llevaba en su coche. Se disparó a bocajarro después de abatir a tiros a su ex mujer y a sus dos hermanas, delante del Palacio de Justicia. Las bromas que corrían por la oficina sugerían que habría sido mejor para el ayudante que había aceptado negociar si le hubiesen matado también, puesto que la muerte era mejor opción que enfrentarse a la furia volcánica de Abe Lasser.
Cuando la joven llegó ante su oficina, inspiró hondo, llamó a la puerta y entró.
La secretaria de Lasser alzó la vista y le sonrió.
– Pase, la está esperando -le indicó, y consultó su reloj de pulsera de forma significativa.
– Tenía que hablar con un detective de Homicidios -se justificó Espy Martínez.
– Entre de una vez, querida -la urgió la secretaria.
La joven lo hizo. Lasser estaba tras su mesa, al teléfono. Le hizo un gesto con la mano para que se sentase y siguió hablando. Ella dejó que sus ojos se paseasen por la habitación. Había varios diplomas enmarcados y membresías de varios Colegios de Abogados. También había las consabidas fotografías de Lasser con diversos políticos locales y estatales, incluida una instantánea ampliada a todo color del jefe de la fiscalía y el gobernador, bronceados, sonrientes, en camiseta y pantalón corto, de pie al borde de un embarcadero, ambos sosteniendo un gran pescado.
Separadas a poca distancia de estas fotografías, había siete fotografías más, cada una cuidadosamente emparejada y enmarcada en acero negro brillante. En ellas no había políticos, sino que eran fotografías de fichas policiales de rostros de frente, de perfil izquierdo y derecho, tomadas en la cárcel del condado. Espy observó aquellos rostros, que parecían mirarla hoscamente. Cuatro eran hombres de raza negra, dos aparentemente hispanos, uno con un tatuaje de una lágrima bajo un ojo y el otro con una cicatriz que recorría su ceja. Sólo había un hombre blanco, cuya mirada denotaba una inquietante y malévola indiferencia. Miró aquel rostro y luego a uno de los hombres negros. Tenía una apariencia adormilada, casi despreocupada, con los ojos entrecerrados, como si el hecho de ser fotografiado en prisión fuese una rutina diaria para él.
Abe Lasser de pronto empezó a hablar a gritos:
– ¡Maldita sea! Mira, si publicas esto antes de que entre en el tribunal, esos bastardos se escaparán. ¡Se escaparán! ¿Entiendes? Quieres cargar eso en tu conciencia?
Cubrió el auricular con la mano, sonrió a Espy Martínez y susurró:
– Es el jodido Herald, que ha localizado a un testigo del Gran Jurado en la pelea del caso Abella.
Espy asintió. Enrique Abella era un motorista borracho que había provocado una persecución a toda velocidad en la que se vieron implicados media docena de policías. Cuando finalmente lograron acorralarle, le redujeron de forma brutal y abusiva, y, posteriormente, éste llegó a los calabozos del condado con tres costillas fracturadas, múltiples contusiones, una mandíbula rota y seis dientes menos, una conmoción de segundo grado y un ojo probablemente irrecuperable.
Él se giró rápidamente en su asiento.
– No, joder, escucha. Mantenlo hasta que se hayan presentado los cargos, te prometo que van a estar sellados. Te garantizo que tú, y sólo tú, sabrás cuándo vamos a entregar a estos bastardos para que les tomen las huellas y las fotos. Serás el único que podrá entrar una cámara allí, ¿de acuerdo? Éste es el trato.
Hizo una pausa y escuchó, antes de espetar:
– ¡No, joder, no vas a hablar con ningún maldito redactor! ¡Hace diez años que nos conocemos! Y después de tanto tiempo no puedes hacer un trato para conseguir dos jodidas exclusivas sólo si mantienes…
Abe Lasser empezó a asentir con la cabeza. Sonreía. Su voz se suavizó al instante.
Por supuesto que confío en ti. Y tú confías en mí. Ambos confiamos el uno en el otro; y tú consigues algo y yo también consigo algo y todos contentos, ¿de acuerdo?
De pronto, se inclinó hacia delante y habló sosegadamente pero con tono frío y amenazador.
– Jódeme en este tema y no verás ninguna otra historia salida de esta oficina en los próximos cien años. Y tampoco la verá el nuevo gilipollas que te reemplace en el Herald. Ni quien le reemplace a él. Y tú acabarás en Opa-Locka cubriendo las reuniones de la junta de compensación urbanística.
Hubo una pausa y luego Lasser se inclinó bruscamente y estalló en risas.
– Está bien, qué diablos, probablemente tengas razón. De acuerdo.
Volvió a tapar el auricular y dijo:
– Este hijo de puta dice que tendré suerte si acabo ocupándome de casos de peatones imprudentes y de gente que tira basura en las carreteras de las pocas zonas rurales que quedan.
Volvió al teléfono.
– ¿Así que cerramos el trato? De acuerdo. ¿Te parece que almorcemos juntos algún día? ¿Invito yo? Diablos, tendrías que invitar tú. Llama a mi secretaria.
Y por fin colgó.
– ¿Puede hacer eso? -preguntó Espy-. Me refiero a prometerle que será el único periodista que estará presente cuando los polis sean…
– Por supuesto que no -repuso Lasser.
Sonrió y cambió unos papeles de sitio en su mesa. Por un momento, se dio la vuelta como si se alejase de ella, y miró por la ventana con vistas a la parte menos favorecida del centro urbano de Miami y se extendía más allá de la impasible y achaparrada cárcel del condado.
– Dígame, Espy, ¿sabe dónde vivo?
La pregunta la pilló por sorpresa.
– No, señor. No creo que yo…
– Tenemos una casa realmente bonita que da al campo de golf de La Gorce Country Club, justo en el centro de Miami Beach. Es antigua, construida en los años veinte. Ya sabe el tipo de casa que quiero decir: techos altos, suelos de baldosas cubanas, ventanas art déco. Mi esposa se pasa la mayor parte del tiempo reparándola porque cada semana se rompe algo. Las cañerías, las goteras, el aire acondicionado. El aparato se estropeó ayer por la mañana. ¿Sabe el jodido calor que hizo ayer noche?
– Sí. Pero…
– Y yo estoy sentado aquí, Espy, preocupado principalmente por cómo voy a trincar a estos cuatro polis y pensando en lo afortunado que soy de que este puñetero Enrique Abella no sea negro, así no tendremos disturbios raciales, pero también pensando que, por el hecho de ser cubano, esos bastardos van a buscarnos las cosquillas políticas del caso; y que en casa estamos a mil grados y que me va a costar tres de los grandes arreglar el condenado aire acondicionado; y que hay gotas de sudor, que caen de mi frente, en la sección de deportes que estoy intentando leer, y entonces adivine quién me llama por teléfono.
Espy Martínez no contestó. Pensó que no sería apropiado interrumpir el soliloquio de su jefe con una mera conjetura.
Él se inclinó hacia delante, sonriendo sin gracia alguna.
– Me ha llamado mi maldito rabino.
– ¿Perdón?
– Mi rabino. El rabino Lev Samuelson, del templo Beth-El. Sólo hablo con él una vez al año, cuando recauda dinero vendiendo bonos del Estado de Israel. Pero ayer noche no llamó para colocarme bonos. ¿Sabe qué quería saber?
– ¿Cuándo vamos a arrestar al asesino de Sophie Millstein?
– Exactamente. Al parecer, un amigo del rabino, de un templo de South Beach, le llamó porque de alguna manera averiguó que el rabino Samuelson me conoce, y ¡adivine qué! -Abe Lasser dio un fuerte palmetazo sobre la mesa-. ¡No pude decírselo! Así que explíquese: ¿cuándo vamos a proceder a un arresto? ¿Quién está a cargo de este caso?
– Walter Robinson.
Lasser sonrió.
– Bien. Al menos ese tipo tiene alguna idea de lo que se hace y no es un gilipollas integral. ¿Y qué dice al respecto?
– Está trabajando en ello.
Lasser sacudió la cabeza.
– Tendrá que hacerlo un poco mejor.
– Los informes forenses y de la autopsia sugieren que…
– Me da igual lo que sugieran. Usted lo único que tiene que hacer es encontrarme al asesino. Después yo podré ir a mi rabino y decirle que la fiscalía del condado de Dade sigue el mismo principio establecido en el Éxodo 21:12. ¿Conoce ese pasaje, Espy?
– No, señor.
– Pues búsquelo. -Se puso de pie e hizo un gesto hacia la puerta-. Es su primer caso real, ¿no?
– Bueno, en realidad me ocupé de la acusación de Williams, señor, los robos con allanamiento de morada. Salió en los periódicos…
– Lo sé. Por esa razón fue asignada a mi departamento.
Salió de detrás de su mesa y se dirigió hacia la pared donde colgaban las siete fotografías de archivo de los reclusos.
– Antes usted observaba estas fotografías. ¿Sabe quiénes son?
– No, señor.
– A estos siete hombres les llevé personalmente al corredor de la muerte. Ahora tendría que quitar la de éste porque fue ejecutado el año pasado. Este caballero llamado Blair Sullivan mató a tanta gente que he perdido la cuenta. Dos mil doscientos voltios cortesía del estado de Florida y adiós muy buenas. Fue a reunirse con su Creador maldiciendo y sin arrepentirse, una manera nada recomendable de acercarse a Él. De todos modos, le mantendré aquí con sus colegas por razones sentimentales.
Espy Martínez no pudo imaginar cuáles podrían ser aquellas razones, pero de lo que sí estuvo segura fue de que no eran precisamente sentimentales.
– Usted encuentre al asesino de Sophie Millstein y luego podrá colgar una foto de archivo policial en la pared de su oficina y yo llamaré a mi rabino y todo el mundo tan contento, excepto el asesino, por supuesto. Y Sophie Millstein.
Miró fijamente a Espy Martínez.
– Éxodo, 21:12. A finales de semana quiero otro informe. Y asegúrese de que haya progresos, ¿de acuerdo? Péguese a Walter Robinson y hágalo hoy mismo. Y por Dios bendito, que no le escuche quejarse sobre los otros jodidos casos que tiene. Dígale que a partir de ahora será su único caso. El caso de mi rabino.
Y con un movimiento cortante del brazo, el jefe de la fiscalía la despidió y regresó al papeleo que tenía sobre la mesa.
Espy Martínez salió rápidamente del despacho y cerró la puerta tras ella. Se dirigió hacia la secretaria de Abe Lasser.
– ¿No tendrá por casualidad una Biblia? -preguntó.
La mujer asintió, alargó la mano hacia un cajón y sacó una con tapas de piel y se la entregó a Espy Martínez.
– Página setenta -dijo la secretaria, regresando a su trabajo.
Espy ojeó las delgadas y arrugadas páginas rápidamente. No le costó encontrar el pasaje: estaba marcado con un rotulador fluorescente amarillo:
«El que hiera mortalmente a otro hombre, morirá sin remisión.»
Walter Robinson pasó por alto la densa humedad opresiva del atardecer mientras permanecía en el callejón situado detrás de The Sunshine Arms junto al cubo de la basura donde se había encontrado el joyero de Sophie Millstein.
Empezó a hablar para sí en voz baja y monótona mientras diseccionaba el crimen, deteniéndose de vez en cuando para hacer una breve anotación en una libreta. Regresó andando hacia el lugar desde donde Kadosh, el vecino, había visto al asesino. «Kadosh debió de verle cuando se dio la vuelta y tiró el joyero. Debieron de cruzar la mirada sólo un segundo. El rostro iluminado por aquella luz de la calle. Después echó a correr. ¿Sabía que alguien le había visto? Sí. Entonces le entró pánico. No pensó. Sólo se le ocurrió salir pitando de aquí presa del pánico», caviló el detective, y se trasladó del final del callejón a una acera de la calle.
«Está bien, amigo, seguro que la presión sanguínea se te disparó por las nubes, con la adrenalina martilleándote los oídos. Respirabas entrecortadamente bocanadas rápidas y superficiales. No tuviste siquiera tiempo de pensar en la bolsa de crack que podrías comprarte. Sólo querías salir de aquí como alma que lleva el diablo, ¿verdad? Estabas cagado de miedo y sólo querías desaparecer. Ponerte a salvo. Así pues, ¿qué hiciste?»
Sus ojos recorrieron toda la manzana hacia Jefferson Avenue.
«¿Tenías coche? Probablemente. Algún trasto viejo que tal vez vendiste hace unas semanas porque necesitabas pasta, ¿verdad? Así que seguramente alguien te prestó uno esa noche. ¿Quién prestaría un coche a un yonqui? ¿Tal vez te trajo un amigo hasta aquí? ¿Algún otro drogata buscando una presa fácil? Tal vez. Pero lo dudo, los adictos al crack no suelen tener relaciones duraderas.»
En la distancia se oyó el traqueteo de un autobús que bajaba por la avenida. Robinson escuchó con atención, aún pensando.
«¿Tal vez utilizaste nuestro fantástico y seguro sistema de transporte público y luego te fuiste a casa? ¿Subiste al J-50? Te habría llevado a la calle 42 y luego pudiste cambiarte al G-75, que te conduciría por la carretera elevada de Julia Tuttle, directamente de regreso al corazón de Liberty City. De nuevo en casa y sintiéndote seguro, ¿eh?»
Robinson advirtió que la noche estaba ganando terreno a lo poco que quedaba de día.
«¿Es eso lo que hiciste, amigo? ¿Usaste un maldito autobús para escapar? Si el asesinato de Sophie Millstein se te ocurrió después de robar, entonces sí, sin duda.»
Regresó andando despacio hasta su coche. Pensó que un mundo donde los asesinos viajan en transporte público era terriblemente grotesco. Pero quizá no era tan descabellado, después de todo. El asesinato era una rutina como cualquier otra, se dijo, tan corriente como una parada de autobús. Subió al coche sin distintivos y, después de consultar el reloj, se dirigió hacia la terminal de autobuses.
Los gases de los tubos de escape parecían mezclarse con los restos del calor del día, creando una espesa atmósfera pegajosa y nociva. A Robinson le pareció estar avanzando por un sótano o un ático, luchando para adentrarse en una maraña de telarañas. Se preguntó cómo alguien podía respirar en aquella terminal, aun cuando tenía cubierta y grandes espacios abiertos donde debería haber paredes, evidentemente para que el aire corriera, aunque Robinson pensó que ninguna ráfaga de aire que se preciase mínimamente entraría en aquel espacio ponzoñoso.
Dentro de una pequeña oficina, la expendedora nocturna ojeó las páginas de un registro. Era una mujer brusca, de mediana edad, de pelo rojo zanahoria, que hablaba dirigiéndose alternativamente a sí misma y al detective. Mientras ella buscaba la página en el registro, Robinson observaba un calendario colgado en la pared. Agosto estaba ilustrado con una rubia teñida no particularmente bonita, ligeramente regordeta, con unos pechos oscilantes que se ofrecían a la cámara y una ligera expresión bobalicona. Se preguntó por qué la expendedora permitía que agosto siguiera en la pared, casi burlándose de ella.
– Aquí está. Caray, ¿por qué estos estúpidos conductores no saben rellenar esto siempre correctamente? Ya tengo lo que necesita, oficial.
Él se inclinó hacia el diario de registros y la regordeta pelirroja explicó:
– Éstas son las rutas más cercanas a su homicidio. Cielos, adonde irá a parar el mundo, ya ve, esa pobre viejecita, Dios mío, lo leí en los periódicos. Aquella noche hicimos un solo cambio, pero había un aprendiz que condujo el número seis. Ah, pero nadie informó de ningún incidente, excepto un tipo, ese de ahí, que dice que hizo bajar a un par de adolescentes cerca de Jefferson porque tenían demasiado alto el aparato de música que llevaban. Yo odio ese tipo de música, y de todos modos no sé qué ven en ella. A mí que me den country y western, no esa mierda de rap. Es sorprendente…
– ¿Qué es sorprendente? -preguntó Robinson.
La expendedora le miró como si él fuese tonto.
– Dos adolescentes y un aparato de música de ésos. A saber qué clase de armas pueden llevar chicos así. ¿Usted cree que yo voy a detener mi autobús y echarles para que tal vez un gamberro de ésos me meta una bala en el pecho? No, gracias, oficial. Yo simplemente dejaría que se quedasen ahí y escuchasen esa mierda ruidosa cuanto quisieran…
– ¿Aquella noche sólo hubo eso?
– Creo que sí. Pero ¿sabe?, se tarda una dichosa eternidad en rellenar estos condenados formularios de incidentes, no terminas nunca con ellos, y por triplicado. O sea que tal vez alguien recuerde algo que pueda ayudarle. Los conductores de autobuses ven muchas cosas, ya sabe. Vemos mucho.
El asintió con la cabeza y la mujer señaló la lúgubre sala de los conductores, que contenía una máquina de refrescos, una de cigarrillos y otra de golosinas, todas con un letrero manuscrito pegado: AVERIADA. Dos conductores estaban sentados en un raído sofá de imitación de piel, esperando que empezase su turno. Miraron a Robinson cuando entró y se identificó.
El mayor, calvo y con una breve coronilla de pelo gris, asintió cuando le explicó lo que estaba buscando.
– El chico y yo conducíamos por aquella ruta -repuso el conductor.
– E-e-es cierto -tartamudeó el más joven, que vestía un uniforme más nuevo y más limpio.
– ¿Recuerdan aquella noche? -preguntó Robinson.
– Casi todas las noches son iguales. Ida y vuelta una y otra vez. A última hora de la noche, los viajeros en su mayoría son gente cansada. Borrachos. No sé si recuerdo algo especial.
– Un joven negro. Nervioso. Con prisas…
– No…
– S-s-s-seguro que s-sí, ¿recuerdas? Tuviste que gritarle q-que se se-se-se-sentase… -terció el joven.
El conductor mayor puso los ojos en blanco.
– No me gusta meterme en líos -se justificó-. No es mi problema. Yo sólo conduzco.
– Cuénteme -pidió Robinson.
– No hay mucho. Un tipo subió y tiró de cualquier manera unas monedas en la caja. El bus estaba casi vacío pero se quedó allí plantado, mirando hacia fuera, parecía nervioso, sí, y me mete prisas para que me ponga en marcha. Le dije que se sentase y respondió que me jodieran, y yo le dije que iba a arrancarle su jodida cabeza, y entonces se empecinó durante un par de minutos, ya sabe… que así te jodan, que así jódete tú, y al cabo de un par de paradas le dije que o se sentaba o bajaba. Y se sentó. No fue nada del otro mundo, detective. Pasa todos los días.
– ¿Y dónde bajó?
– En Godfrey Road, donde hay un enlace con otro bus. No sé adónde iba pero lo sospecho.
Robinson asintió.
– ¿Lo reconocería si lo viese de nuevo?
– Tal vez. Sí, probablemente.
– S-s-seguro que s-sí.
– Si lo ve, llámeme. Estaremos en contacto, tal vez le llamaré para que examine algunas fotos de archivo.
– Muy bien.
Robinson condujo a través de algunas manzanas por Collins Avenue, aparcó y atravesó el paseo marítimo entarimado que el cuerpo de ingenieros del ejército había construido para que los ancianos pudiesen pasear por la playa. Se quedó allí de pie, apoyado en la barandilla, contemplando las aguas. Había un leve oleaje, tan sólo una simple insinuación del poder del océano, rompiendo contra la arena y la piedra de áspero coral de la playa. Dejó que el cálido aire límpido y salado oxigenase sus pulmones, y luego se dijo un tanto sorprendido: «Tenías razón, joder. Subió al maldito autobús. Ahora tal vez tengas una oportunidad.» Inhaló hondo y se dijo: «A la mierda las estadísticas.»
Walter Robinson habló al cielo nocturno, a la extensión de oscuras aguas y al hombre que había matado a Sophie Millstein: «Pensaste que podrías venir hasta aquí, robar y matar a una pobre ancianita impunemente. Pues bien, chaval, estabas condenadamente equivocado. Voy a encontrarte.»