12 En un mundo perfecto

El plan era sencillo: Lion-man sería el policía uniformado. Llamaría una vez, anunciaría su presencia y se apartaría mientras un inspector cedido por el departamento de Robos de South Beach arrancaría los cerrojos de uno o dos mazazos. Éste era un culturista a tiempo parcial apodado Leñador y estaba acostumbrado a que lo llamaran para participar en las detenciones que requerían la destrucción rápida de una puerta cerrada. Después, el equipo de detención, dirigido por Walter Robinson, entraría en el número 13.

Espy Martínez pensó que, en un mundo perfecto, el sospechoso se encontraría medio atontado -ya que estaría drogado o dormido-, y además desorientado debido al ruido y al miedo. Se mostraría dócil y pasivo, y dispuesto a rendirse sin ofrecer resistencia.

Estaba sentada en el oscuro asiento trasero de un coche de policía sin distintivos, contemplando el mundo nocturno teñido de negro y gris que formaba el deteriorado bloque de edificios de viviendas protegidas. Nunca había estado en ningún sitio parecido a Apartamentos King, especialmente pasada la medianoche. Las farolas abrían surcos lastimosos en la noche, como si al arrebatarle porciones diminutas de oscuridad pudieran retrasar el deterioro que minaba los bajos edificios de tres plantas. A pesar de la hora que era, podía oír palabrotas gritadas y el llanto esporádico de un niño. Un momento después de haber llegado, le pareció oír un disparo que, procedente de algún lugar más allá de la hilera de farolas, pasaba silbando como un mal pensamiento perdido. Apenas alcanzaba a distinguir un grafito pintado en una pared del edificio de pisos:

«En la 22 mandan los Sharks.» Supuso que ésa era la banda callejera que extorsionaba a los comercios y controlaba el tráfico de drogas en la Vigésima Segunda Avenida.

«En un mundo perfecto», pensó otra vez.

Y se estremeció a pesar del calor asfixiante.

Robinson se volvió justo entonces y vio cómo lo miraba expectante.

– ¿Seguro que quiere estar aquí? -le preguntó.

– Es mi trabajo -asintió.

– Su trabajo es encerrar a Leroy Jefferson. Su trabajo está en una sala de justicia, a partir de mañana por la mañana, cuando se haga la lectura de cargos a ese cabrón por el asesinato de esa pobre anciana, vestida con un elegante traje azul de raya diplomática y ese viejo maletín de piel, y diciendo «Señoría esto, señoría aquello y la fiscalía solicita que se le deniegue la fianza»… No tiene por qué estar aquí.

– No -negó con la cabeza-. Sí que tengo que estar. Quiero estar.

Robinson sonrió y señaló los apartamentos.

– Espy, ¿por qué querría alguien estar aquí, en este mundo olvidado de Dios, si no es por obligación?

Le sonrió y ella le correspondió.

– Vale -dijo-, tomo nota. -Acto seguido, dejó de sonreír y añadió en voz baja-: Necesito ver todo el proceso. De cabo a rabo. De principio a fin. Desde que empieza hasta que acaba. Es mi forma de trabajar.

– Bueno, si insiste…

– Insisto.

– Entonces, espere aquí hasta que lo hayamos esposado. Suba y observe cómo le leo sus derechos. Si presencia la detención, tal vez podamos evitar las acusaciones habituales de brutalidad policial de la Oficina del Defensor Público.

Ella asintió de nuevo. Robinson la miró detenidamente y se preguntó qué intentaría demostrar. Estaba claro que no pretendía impresionarlo: eso ya lo había hecho. Pero se dio cuenta de que Espy Martínez tenía algún otro motivo para estar allí, y sospechó que no tardaría mucho en averiguarlo. La siguió contemplando cuando giró un poco la cabeza para recorrer con la mirada el patio abierto de los Apartamentos King. Se permitió fijarse un instante en su perfil, en la curva que describió su cabello al deslizársele hacia la mejilla y en la forma juvenil con que se lo apartó de la cara. Luego, se volvió en su asiento y desenfundó el arma, una pistola de 9 mm. Comprobó el cargador y se aseguró de llevar el arma de reserva.

– Muy bien -dijo.

– ¿Cuál es? -preguntó Espy.

– El último de la izquierda -respondió Robinson y alzó la vista hacia el edificio-, cerca de la escalera. Segundo piso.

Ella siguió su mirada con los ojos. Había una escalera exterior en cada extremo del bajo edificio rectangular. Un pasillo al aire libre recorría longitudinalmente cada una de las tres plantas. Pensó que era un conjunto de edificios especialmente feo, y se preguntó cómo habría conseguido su distinguido nombre de Apartamentos King.

«Es la política del abandono», pensó.

Desvió la mirada justo cuando Robinson volvía a enfundarse la pistola en la sobaquera. Intentó imaginar por un instante cómo sería para él o para el sargento Lion-man, o para cualquier otro policía negro, ir en mitad de la noche a ese lugar a detener a otro hombre negro por el homicidio en primer grado de un blanco. Quería preguntárselo a Robinson, pero no podía. No en ese momento. Así que dijo unas palabras que parecieron surgirle de algún lugar olvidado en su interior:

– Oye, Walter -susurró cuando él salía del coche-, ten cuidado.

– No hago otra cosa -contestó con una carcajada.

El Leñador y otro inspector bajaron de otro coche sin distintivos y se acercaron a Robinson. Al otro lado de la calle, dos sargentos de Miami City daban instrucciones a varios agentes uniformados. Eran los refuerzos. Pasado un momento, ambos sargentos cruzaron la calle a toda prisa.

Juan Rodríguez fue el primero en hablar.

– Lion-man está preparado, Walter. Habrá un par de hombres en la parte trasera. El resto, detrás de ti. Hagámoslo rápido. Entrar y salir. Atrapemos a ese pringado antes de que sus vecinos la armen buena. Después podremos registrar tranquilamente su casa. ¿Vale?

– De acuerdo. ¿Quién estará en la parte trasera?

– He pensado en los dos chicos.

– Joder, Juan, ¿los novatos?

– Oye, tienen que aprender. Son buenos. Unas fieras. Llevan casi un año en la calle. Y, además, en la parte trasera sólo está la ventanita del cuarto de baño. El sospechoso tendría que tener alas para huir por ese lado. Estos edificios son como una cárcel, hombre. Pero si la mayoría de los pisos incluso tiene barrotes en las ventanas. La única diferencia es que son para dejar fuera a la gente en lugar de para tenerla encerrada, pero el resultado es el mismo. Sólo tenemos que quitar la puerta de la celda trece y llevarnos lo que hay dentro. No tiene escapatoria.

– Haces que parezca muy sencillo. Me gusta -comentó Robinson-. Muy bien. ¿Todo el mundo preparado? Lion-man, ¿llevas el chaleco?

– Sí. Me he puesto el chaleco de gala. Da mucho calor, es incómodo y me hace parecer gordo. Y eso no me gusta.

– ¿Qué prefieres, tener buen tipo o una bala en el pecho? -bromeó Rodríguez.

– Oiga, sargento -se sumó Espy Martínez-, a muchas mujeres les gustan los hombres de grandes dimensiones. No sé si me entiende…

Los demás policías sonrieron cuando Lionel Anderson ladeó la gorra hacia Martínez para disimular su embarazo.

– Sí, señorita, por supuesto. Pero el tamaño debe estar donde cuenta.

Espy se inclinó hacia el sargento y le dio un puñetazo cariñoso en el pecho.

– Lleve puesto el chaleco y olvídese de lo demás -dijo.

– Lo haré por usted.

– Y quizá también por esa joven, Yolanda.

– Oh, no me había planteado esa cuestión, señorita.

– Todo el mundo debe llevar puesto el chaleco -pidió Martínez. Hubo asentimientos-. Excepto yo, porque yo me quedo aquí, donde no hay peligro.

Los hombres rieron, como si agradecieran que el buen humor de Martínez disipara la tensión. A ella le habría gustado poder decirles que la jocosidad, la sonrisa y el aire despreocupado de que hacía gala en medio del grupo eran fingidos, pero no lo hizo. En cambio, se volvió hacia Robinson, que asintió con la cabeza. Y se dio cuenta de que él lo sabía.

El inspector levantó una mano para captar la atención de todos.

– No queremos cagadas -dijo-. Volved a mirar la fotografía de Jefferson.

Entregó una a cada hombre.

Lionel Anderson observó el retrato.

– ¿Sabes qué? Me parece recordar a este tipo. ¿Cuál es su apodo?

– Hightops.

– Tiene que ser él. Jugaba a veces en el equipo de baloncesto del instituto Carol City High hará unos diez años. Tenía un buen lanzamiento, pero no manejaba bien la pelota.

– Ahora maneja otra clase de cosas -indicó Robinson-. Agresión, robo, allanamiento de morada, tenencia ilícita de armas, posesión de drogas… Estamos hablando de una lista de antecedentes larguísima. El delincuente típico, probablemente armado. Pero qué digo: sin duda armado. Atrapémoslo rápido. ¿Alguna pregunta?

No hubo ninguna. No esperaba que la hubiera. La situación era rutinaria para un policía: alguien que llevaba años delinquiendo había dado finalmente un paso más y asesinado a alguien. Lo único sorprendente era que no lo hubiera dado antes. Aunque, como Robinson pensó con sarcasmo, no había visto sus antecedentes juveniles, claro. Se encogió de hombros para sus adentros.

– ¿Todo el mundo preparado? Vamos allá.

Entregó la orden de detención a Lionel Anderson, y los policías se dirigieron hacia el edificio. Espy Martínez sintió una inquietud repentina. Metió la mano en el bolso y sujetó la pequeña pistola semiautomática que llevaba. Cargó la recámara, espiró despacio y sostuvo con fuerza el arma junto a su costado, a la espera de que ocurriera algo para no tener que seguir demasiado rato envuelta en la oscuridad que tanto detestaba.

Leroy Jefferson, un joven que no esperaba llegar a viejo, estaba sentado en ropa interior ante una mesa tambaleante con la superficie rayada y manchada en la cocina de su casa, imaginando cómo mejoraría su vida si pudiera empezar a traficar con drogas en lugar de limitarse a consumirlas. Era un sueño habitual; se imaginaba con ropa nueva, conduciendo un coche grande. Le gustaba el color rojo, y se preguntaba si el traje o el vehículo serían de ese tono; tras reflexionar un momento, decidió que ambos.

Jugueteó con la cánula de cristal que había en la mesa. Leroy Jefferson tenía unas manos largas y huesudas. Manos de deportista: los dedos estaban curvados como garras, las venas sobresalían en el dorso, como si los tendones y los músculos las levantaran. Seguramente un artista las habría considerado hermosas, en un sentido tosco y vulgar.

Pasó una uña resquebrajada por el borde de la cánula.

Su novia dormía en un cuarto contiguo; oyó un ligero ronquido, casi como un resuello, cuando se dio la vuelta, enredada desnuda en una sábana cubierta de sudor. No llevaban demasiado tiempo juntos, y no esperaba que fueran a estarlo mucho más. Los había unido más su afición por las drogas que el afecto. Su emparejamiento era un acto esporádico de conveniencia mutua.

La fricción hizo que la cánula de cristal se calentara en contacto con el dedo, pero, bien pensado, el mundo entero abrasaba. Su novia volvió a cambiar de postura y él se preguntó cómo podía dormir cuando la temperatura del reducido piso no dejaba de subir constantemente la mayor parte de la noche.

¿A cuánto estarían? ¿A treinta? ¿A treinta y dos? Ni siquiera se podía respirar, dada la humedad del calor. Le apetecía una cerveza de la pequeña nevera, pero sabía que no había ninguna. No había ni siquiera un refresco, ni una bandeja de cubitos de hielo. El agua del grifo era salobre y tibia. Pensó en ponerse bajo la ducha, pero no le era fácil desdoblar las piernas de debajo de la mesa y caminar en esa dirección. Culpó también de su letargia al calor. Observó enfadado la ventana de celosía graduable del salón, abierta para dejar paso a la ligera brisa que serpenteaba por Liberty City.

«Aire fresco», pensó. Eso era lo que más deseaba en el mundo. Un poco de aire fresco que le cubriera el cuerpo como una camisa ligera. Se llevó una mano a la nuca y secó parte del sudor acumulado en ella. Le brilló en la palma. Reflexionó que en Miami los ricos nunca sudan, a no ser que quieran hacerlo.

Esta idea lo enfureció, porque sabía que era cierta.

Siguió mirando la ventana abierta, como si pudiera obligarla a proporcionarle alivio, casi como si esperara ver cómo el viento se colaba entre sus lamas de cristal. Su frustración lo puso alerta, de modo que cuando lo que entró por la ventana fue ruido en lugar de aire fresco, no le costó nada percatarse de lo que estaba ocurriendo.

Unos pasos vacilantes por la escalera significaban que algún vecino volvía a casa borracho. Los pasos de dos personas que se movían despacio, pausadamente, significaban que algún camello y su matón iban a cobrar una deuda. Pero el toc-toc-toc de varios zapatos pesados que corrían por la escalera sólo significaba una cosa. Leroy Jefferson se levantó de un brinco, con lo que lanzó la cánula al suelo, y tras tropezar con la silla cruzó la habitación de una zancada. Su novia soltó un ronquido y abrió los ojos sorprendida cuando la empujó a un lado para alcanzar el revólver que guardaba bajo el colchón. Susurró con premura la palabra «policía» a la vez que un puño golpeaba la puerta y Lion-man gritaba la misma palabra. El policía y el sospechoso de asesinato habían hablado prácticamente al unísono.

La chica tiró de la sábana para cubrirse hasta los pechos y gritó:

– ¡Leroy, no!

Pero Leroy Jefferson no le hizo caso. Se giró medio agachado junto al colchón y, tras levantar el revólver, disparó dos veces, a través del salón, hacia la puerta principal, justo cuando se combaba abruptamente debido a un mazazo.

En cuanto hubo llamado y anunciado su presencia, el sargento se había hecho a un lado para que el Leñador tuviese espacio para maniobrar con la maza. El fornido inspector bramó como un animal herido cuando, justo al asestar el primer golpe al marco de la puerta, la segunda bala de Jefferson rebotó en el cerrojo y se le incrustó en el brazo izquierdo. Hubo un estallido de piel, sangre y músculo, convertidos en una masa de un vivo escarlata. El Leñador se retorció y la maza cayó al suelo con un ruido sordo, golpeando la reja de la barandilla. El Leñador siguió aullando mientras movía las piernas de forma espasmódica, como un corredor que intenta en vano acelerar con los pies hundidos en la arena. Sus alaridos, puras manifestaciones de dolor, se elevaron por encima del repentino griterío de los demás policías, que se lanzaban al suelo para protegerse o se apretujaban contra las paredes del edificio.

Los dos novatos que estaban atrás oyeron los disparos y los gritos atormentados del Leñador, y corrieron con las armas preparadas hacia la parte delantera del edificio.

Al ver al inspector retorcerse de dolor, el sargento Lion-man se agachó para tomar la maza sin dejar de soltar juramentos. La echó atrás con el movimiento de un bateador y la descargó contra la puerta. La madera se astilló al tiempo que se oyó otro disparo procedente del interior del piso. Esta bala atravesó también la puerta y zumbó por encima de la cabeza del sargento, que encadenó una segunda tanda de juramentos a la vez que descargaba de nuevo la maza contra la madera.

Robinson sujetó al Leñador y lo apartó de la posible línea de fuego. Oyó cómo, detrás de él, Juan Rodríguez renegaba en español y, tras mezclar piadosamente un «mierda» tras otro con algún «ave María Purísima», gritaba a Lion-man que se quedara donde estaba. Oyó cómo otro miembro del equipo comunicaba un 10-45 (agente abatido) por radio. Lion-man bramó otra vez, furioso como un poseso, y levantó la maza para asestar el golpe final que arrancaría la puerta del marco. En la fracción de segundo que el sargento tardó en dirigir su último ataque, Robinson escuchó, en medio del estruendo de gritos, pasos, maldiciones y ruido de cristales rotos, un tono que no alcanzó a discernir.

Cuando el marco se partió y la puerta se abrió de repente tras una violenta patada del sargento, Robinson se enderezó y entró rápidamente.

Cruzó la abertura, seguido por Rodríguez y dos policías más. Todos gritaron «¡Policía!» y «¡No se muevan!» y apuntaron sus armas, que sujetaban con ambas manos, a izquierda y derecha, como les habían enseñado. Lo primero que vieron fue a la novia de Leroy Jefferson, desnuda y de pie en el centro de la habitación, chillando fuera de sí. Les lanzó un vaso de agua que se hizo añicos contra la pared, y uno de los agentes de Miami City se agachó y le disparó. Falló. La bala se incrustó en la pared detrás de ella, a apenas quince centímetros de su oreja, lanzando un hilo de polvo de yeso al aire. Juan Rodríguez tuvo la presencia de ánimo de alargar la mano para sujetar la del agente y bajársela para que no volviera a disparar, a la vez que, enfadado, gritaba incoherentemente en dos lenguas distintas.

Robinson echó un vistazo alrededor. Había tanta confusión y tanto ruido que le dificultaban la visión. Fue casi como si pudiera notar la ausencia repentina del sospechoso. Se volvió hacia la novia desnuda, que estaba muy rígida, con los ojos desorbitados, sin intentar cubrirse, como si le sorprendiera haber recibido un disparo y seguir viva.

– ¿Dónde está? -gritó Robinson.

Ella lo miró sin comprender.

– ¿Dónde está? -bramó Robinson.

Esta vez la cabeza de la joven se ladeó y Robinson siguió con los ojos la breve mirada que dirigió al cuarto de baño.

– ¡Mierda! -masculló.

Cruzó de un salto la habitación, como un saltador de altura que se acerca al listón, y se apretujó contra la pared, junto a la puerta cerrada. Alargó con cautela la mano hacia el pomo y lo giró. No se abrió. Inspiró hondo y retrocedió para dar un puntapié enérgico a la endeble puerta. Ésta se combó y se abrió de golpe.

Robinson entró en el reducido cuarto de baño y vio al instante la ventana rota. Apartó la silla que se había utilizado para romper el cristal y se metió en la bañera de un salto. Tras casi caerse de un resbalón, se aferró al alféizar. Se asomó al exterior y vio el lugar donde tendrían que estar los dos novatos. Pero sólo vio la figura vaga y fantasmagórica de Leroy Jefferson, dos pisos más abajo, incorporándose tambaleante en el patio trasero bajo una tenue luz, revólver en mano.

– ¡Quieto! -gritó.

Jefferson alzó la vista hacia la ventana y al punto se giró y huyó corriendo.

– ¡Maldita sea! -soltó Robinson-. El muy cabrón ha saltado. -Y en ese momento se percató de que no había nadie en el exterior del edificio, salvo Espy Martínez-. ¡Joder! -exclamó-. ¡Espy! ¡Ten cuidado! -chilló impotente a través de la ventana rota.

Luego se dio la vuelta y corrió desesperadamente hacia la puerta principal.

Sola, donde empezaba la oscuridad, Espy empezó a avanzar Pero se detuvo. Apenas distinguió la advertencia que le gritó Robinson, al surgir de la noche y el ruido, y sólo sirvió para aumentar la confusión que ya sentía.

¿De qué debía tener cuidado?

Había visto el asalto al piso desde su punto de observación, donde estaban estacionados los vehículos policiales; se había desarrollado como una obra de teatro lejana, interpretada en una lengua desconocida. Los disparos, los gritos, los golpes resonantes de la maza contra la puerta… Sabía que algo había salido mal, pero, desde su posición, no sabía qué.

Empezó de nuevo a avanzar. Le pareció importante hacer algo: moverse, actuar. La obstinación le recorría el cuerpo armando revuelo en su interior, enfrentándose con las repentinas sensaciones de duda y miedo que querían encadenarle las extremidades. Mientras estas emociones encontradas luchaban por hacerse con el control, vio que una figura se dirigía a toda velocidad hacia ella.

Leroy Jefferson corría descalzo por la tierra y las zonas de cemento que formaban la entrada de los apartamentos. No tenía una idea clara de hacia dónde se dirigía, ya que sólo pensaba en escapar. Unos trozos de cristal roto le lastimaron la planta de los pies, pero no les prestó atención.

De repente, le pareció estar en la cancha, delante de todo el mundo, con la pelota en las manos, elevándose hacia el aro. Los gritos de los policías se desvanecían tras él, mezclados con distantes vítores recordados de un gimnasio hasta los topes.

El aire le silbaba cerca de los oídos, como un viento tormentoso, y le sorprendió sentir, por primera vez en lo que parecían meses, que hacía fresco.

La figura que surgió ante él semejaba una aparición.

Era una mujer, agachada, y tenía algo en las manos. Vio que ese algo era un arma. Vio también que la mujer tenía la boca abierta, y comprendió que le estaba gritando algo, pero se limitó a correr más rápido.

Viró bruscamente, pero el arma de la mujer lo siguió. Intentó esquivarla, cambiar de dirección, pero el impulso le hizo continuar precipitadamente hacia delante, y en ese instante advirtió que había levantado su revólver y estaba apretando el gatillo. Le quedaban tres balas, y las disparó todas. Las detonaciones retumbaron en medio de la noche.

Espy Martínez vio el arma de Jefferson, vio también que parecía apuntarla directamente, y gritó «¡Alto!» por enésima vez. De repente, la palabra se le antojó ridícula, porque no producía el menor efecto en la figura alta y enjuta que se le venía encima.

Dudó, y entonces él disparó.

«Estoy muerta», pensó ella.

Y sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, empezó a apretar una y otra vez el gatillo de su propia arma. No sabía si había cerrado o no los ojos, si había levantado o no una mano para protegerse, si se había agachado o desplazado hacia un lado, o si en realidad había permanecido rígida, en posición de disparo, esperando que una bala la lanzara con brusquedad a los ávidos brazos de la muerte.

Las tres balas de Jefferson no le dieron de milagro. Una le arrancó el bolso del brazo, cortándole la correa. Otra le tiró de la manga de la chaqueta como un niño majadero y pasó de largo. La tercera, silbando con lo que después supuso que sería frustración, dio en la ventanilla del coche que tenía detrás e hizo estallar el cristal.

El sudor le resbalaba por la cara y le escocían los ojos. No daba crédito: estaba viva.

Se percató de que seguía apretando el gatillo del arma, aunque ya hacía mucho que había vaciado el cargador. No era consciente de haber disparado. Debería haber oído ruido, notado el retroceso de la pistola en la mano. Olfateó un tenue olor de cordita, como un perfume poco grato. Tuvo que obligarse a dejar de mover el dedo sobre el gatillo. Se miró todo el cuerpo, haciendo un inventario rápido, atónita de ver que no sangraba por ninguna parte. En ese instante le entraron súbitamente unas tremendas ganas de reír, y alzó la vista. Sólo entonces pudo concentrarse en Leroy Jefferson.

Éste se retorcía en el suelo, a unos seis metros de ella, levantando tierra con los pies. Se sujetaba la pierna y Espy vio que la sangre le brotaba a borbotones entre los dedos. Intentó levantarse y, sin soltarse la rodilla destrozada, avanzó tambaleante unos pasos antes de volver a caer, como un purasangre cuyo instinto lo impulsa a terminar la carrera a pesar de tener una pata rota y que es incapaz de entender por qué no puede correr.

Se quedó observándolo, sin poder moverse tampoco, igual de incapacitada que él en ese momento. Escuchó, vacía como el cargador de su pistola, los gritos de dolor de Jefferson mientras la sangre manchaba el pavimento polvoriento.

El tiempo posee una curiosa elasticidad; no estaba segura de si llevaba mirando al sospechoso herido unos minutos o unos segundos cuando Walter Robinson cruzó el patio y se abalanzó sobre el hombre, que no cesaba de chillar. El sargento Lion-man lo seguía a sólo unos pasos, lo mismo que los demás agentes. Los disparos, los de él y los propios, le seguían resonando en los oídos. Le costó percatarse del crescendo de sirenas que rasgaba la noche, de los destellos de las luces rojas y azules de otros vehículos de policía y de ambulancias, del chirrido de neumáticos.

Observó cómo Robinson aporreaba a Jefferson, hasta que por fin le sujetó los brazos a la espalda y le puso las esposas bruscamente. Desvió la mirada cuando el inspector se levantó y le pegó un puntapié al hombre esposado. Cruzó una mirada con Lion-man, que estaba delante de ella, y tardó un instante en darse cuenta de que él le estaba hablando.

– ¿Está bien? ¿Le ha dado? ¿Está herida?

Sacudió la cabeza.

– No, estoy bien -respondió con naturalidad.

Anderson le rodeó los hombros con un brazo enorme y la empujó con cuidado unos metros hacia atrás. La llevó hacia el asiento del coche con la ventanilla rota y la introdujo en él tras apartar los trozos de cristal.

– Siéntese. Voy a buscar al sanitario.

– No -dijo ella-. Estoy bien.

Contempló cómo volvían a Jefferson boca arriba, como si fuera un animal a punto de ser marcado. Dos paramédicos con monos azules le atendían la pierna. Otro, un joven rubio, se acercó a ella.

– Estoy bien -repitió por tercera vez, antes de que se lo preguntara. Vio a Walter Robinson detrás del hombre. Su expresión reflejaba rabia y miedo-. Falló -le dijo con una sonrisa.

– Dios mío, Espy, yo…

– Yo en cambio le di. ¿Se va a morir?

– No, a no ser que me dejen a solas con él. El muy cabrón…

– Corría y falló. No sé si…

– No le dé más vueltas. Está bien. -Se agachó junto a ella-. Dios mío -dijo. Tenía ganas de rodearla con el brazo, como había hecho el sargento, pero se contuvo. Parecía muy pequeñita allí sentada, con medio cuerpo fuera del coche de policía.

Y entonces, para su sorpresa, ella lo miró y se echó a reír. Tras una vacilación, la imitó, dejándose llevar después. Lion-man y Rodríguez se acercaron y también rieron, y todos sintieron que la tensión se disipaba. Parecía la mejor broma del mundo: estar vivo cuando deberías estar muerto.

Cuando dejaron de reír, Espy soltó un suspiro enorme.

– La llevaré a casa -indicó Robinson.

– De acuerdo -contestó la joven. Notaba cómo le bajaba la adrenalina y un agotamiento generalizado se apoderaba de ella. Vio que los sanitarios ponían a Jefferson en una camilla y lo llevaban hacia una ambulancia. Otra ambulancia se iba con la sirena abriéndose paso entre las luces.

– Ahí va el Leñador. El pobre ya no levantará más pesas -comentó Anderson, y dirigió una mirada a la camilla-. ¡Un momento, espere! -gritó-. Walter, ¿por qué no haces los honores? Ahora mismo. Y que la señorita Martínez sea testigo de cómo le lees los derechos, por favor. Así quizá podamos largarnos de aquí antes de que haya disturbios.

Espy Martínez alzó los ojos y vio que se estaba empezando a congregar una multitud que se apiñaba donde empezaba la luz.

Robinson asintió y se situó al lado de la camilla.

– Leroy Jefferson -dijo en tono monocorde, conteniendo la rabia-, queda detenido. Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga podrá utilizarse en su contra. Tiene derecho a un abogado…

– Ya me sé toda esa mierda -lo interrumpió Jefferson, que apretaba los dientes de dolor-. ¿Qué creen que hice?

Robinson lo miró con una ira que sólo podía dominarse con un autocontrol extremo.

– Tuviste que matarla, ¿verdad, Leroy? No podías limitarte a robarle. O incluso a dejarla sin sentido. Habrías podido hacerlo sin problema, ¿no?, un tipo fuerte como tú. Sólo era una anciana y tuviste que matarla…

– ¿De qué está hablando?

– Ni siquiera sabías su nombre, ¿verdad, Leroy?

– ¿De quién me habla? ¿Qué anciana?

– Se llamaba Sophie Millstein, Leroy. Esa anciana que vivía sola en Miami Beach. Procuraba acabar sus días tranquila y sin problemas, no le hacía daño a nadie. Y tú, cabronazo, tuviste que matarla. Y ahora vas a pagarlo, negro hijoputa.

Leroy Jefferson parecía confundido y afligido a la vez. Y de repente medio gruñó y medio rió, y dijo:

– Son más tontos de lo que creía. Yo no maté a ninguna anciana.

– Claro que no -aseguró Robinson con un sarcasmo gélido.

– Todo esto… -replicó Jefferson a la vez que sacudía la cabeza-. Todo esto para nada, porque no fui yo. Mierda. -Parecía verdaderamente confundido y apenado-. Han hecho todo esto por la persona equivocada.

Recostó de nuevo la cabeza en la camilla, y los sanitarios la levantaron, la metieron sin miramientos en la parte posterior de la ambulancia y cerraron las puertas de golpe.

– No, nadie es culpable -comentó Robinson en voz baja, casi para sí mismo, pero Espy lo oyó. Se volvió hacia ella-. Por supuesto que no fue él -ironizó-. Nos vamos. Ya.

La fiscal asintió. Estaba exhausta. Si no fuera por una sensación extraña similar al miedo que la seguía perturbando tras las palabras de negación del sospechoso, se habría quedado dormida ahí mismo.

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