6 Oraciones para los muertos

Simon Winter se removió incómodo en la silla plegable metálica mientras un joven rabino hablaba en el cementerio. Aunque los asistentes estaban protegidos bajo un dosel verde oscuro proporcionado por la funeraria, el persistente calor del mediodía se abría paso inoportunamente entre los asistentes al funeral. En su mayoría eran ancianos y los oscuros y gruesos trajes que vestían parecían desprender vapor al sol de mediodía. Simon sintió un apremiante impulso de aflojarse la corbata, ceñida bajo el blanco cuello almidonado de la camisa, la única de vestir que le quedaba. Al mirar alrededor pensó: «Parece que todos estemos a punto de reunirnos con Sophie Millstein en su ataúd.» Le asombró ligeramente la irreverencia de su ocurrencia, pero se perdonó con la irónica constatación de que no pasaría mucho tiempo antes de que él mismo estuviese vestido de aquella manera en una caja o reducido en alguna urna, con alguna otra persona que no conociese y que no le importaría que reposase sobre su cabeza.

El rabino, un hombre bajo y rechoncho que bregaba duramente contra el sudor que se acumulaba en su apretado cuello, alzó la voz:

– Esta hermana, Sophie Millstein fue empujada al infierno sólo para resurgir de nuevo a través de la divinidad y la devoción, como un fénix; fue la amada esposa de Leo y la adorada madre de un hijo brillante, Murray…

La voz del joven religioso era afilada como una aguja. Las palabras parecían clavarse en el aire inmóvil. Los ojos de Winter recorrieron la extensión de cielo azul apagado, buscando en el horizonte algún cúmulo de nubes que pudiesen traer la promesa de una tormenta vespertina y el alivio de una lluvia persistente. Pero no vio nada e inhaló profundamente, respirando un aire tan caliente y pesado como el humo.

Puesto que estaba sentado solo, cerca de la última fila de los congregados, se reprochó el hecho de permitir que el calor le distrajese.

«Él podría estar aquí -se dijo-. Por ahí, justo fuera del alcance de tu vista, oculto en la sombra de aquellos árboles. O sentado cabizbajo en una fila lateral, actuando como un doliente profesional. Si él está cazando, éste sería el primer lugar que inspeccionaría, entre los viejos amigos de Sophie. Pero lo que no sabe es que alguien le está buscando.»

Interrumpió sus elucubraciones y dejó que cierta duda penetrara en sus pensamientos: «Si es que en realidad existe.»

Junto a él, el señor Finkel y los Kadosh prestaban una arrobada atención a las palabras del rabino. La señora Kadosh estrujaba un pañuelo blanco de lino en la mano, que alternativamente utilizaba para secarse los ojos y el sudor de la frente. Su marido sostenía un programa impreso, enroscándolo fuertemente y luego extendiéndolo, alisando sus páginas. Ocasionalmente lo movía ante él para darse aire en un vano intento por mitigar el bochorno.

Los otros residentes de los apartamentos The Sunshine Arms estaban también presentes. Winter vio que el señor González, el casero, mantenía la cabeza inclinada durante la eulogia del rabino. Su hija le había acompañado al servicio religioso; tan alta como su padre, vestía un fino vestido negro que, pensó Simon, habría servido tanto para asistir al estreno de una ópera como a un funeral.

Suspiró. Durante seis meses, la hija de González había ocupado el apartamento vacío junto al de Sophie Millstein. Había entretenido con entrega y entusiasmo a un buen número de novios en aquel lugar, por lo general olvidando cerrar las cortinas del salón, lo cual permitía que él la observase. Pensaba que ella sabía que él la veía, y que dejaba las cortinas abiertas adrede. Sacudió la cabeza para alejar aquellos pensamientos. Cuando ella se mudó a un sitio más elegante en Brickell Avenue, se había llevado consigo gran parte de la energía de The Sunshine Arms.

Antes de sentarse junto a su padre, había mirado por encima del hombro y sus ojos se habían encontrado por un instante, lo suficiente para dirigirle una leve y triste sonrisa con un ligero movimiento de la cabeza, como dándole a entender que ella bien sabía que él echaba en falta aquellos numeritos; y a pesar de la solemnidad de la ocasión y sus atormentados pensamientos acerca de su vecina asesinada, consiguió hacerle sonreír para sus adentros, alegrándolo por un momento.

– Y por ello todos sentimos hoy la pérdida de esta hermana… -El sermón del rabino proseguía predeciblemente.

Apartó con esfuerzo la mirada de la hija del señor González y, una vez más, escudriñó a los dolientes sentados. «Si él se encuentra aquí, sin duda estará observándolos detalladamente, buscando rostros para hacerlos coincidir con los de su memoria», pensó Winter.

Se centró en un hombre, un poco apartado, sentado a su derecha. El hombre miraba intensamente al rabino. El viejo detective sintió una súbita sospecha. «¿Por qué muestras tanto interés?», se preguntó.

Pero entonces, con igual rapidez, vio que el hombre se inclinaba y susurraba algo a la anciana que tenía a su lado. La mujer le tocó el brazo.

«Falsa alarma. Si te encuentras aquí, estás solo. ¿Acaso no estás siempre solo? Si es que existes», pensó Winter.

Inclinó la cabeza ligeramente, apoyando la barbilla contra el pecho para pensar. Les había aconsejado a Irving Silver, Frieda Kroner y al rabino Rubinstein que no asistieran al funeral. No quería darle al hombre que tanto temían la ventaja de verles antes de que ellos estuviesen preparados. Ellos habían puesto objeciones, pero él había insistido.

Observó a la multitud otra vez, buscando rostros desconocidos, pero había demasiados. Sophie Millstein había pertenecido a muchísimas asociaciones de mujeres, clubes de bridge, asambleas de la sinagoga. Había casi un centenar de ancianos cociéndose en las sillas de metal.

Las palabras del rabino parecían reverberar en el calor.

– Pasar por tantas cosas, para acabar de esta manera casi al final de sus días, es un sinsentido demasiado doloroso, muy difícil de aceptar, pero aun así…

Winter echó un vistazo alrededor, buscando al detective Robinson o a aquella joven fiscal, pero no les vio. Suponía que habría alguien de la policía de Miami Beach mezclado entre los dolientes; era el procedimiento habitual en cualquier homicidio, incluso cuando el sospechoso principal era de diferente edad y raza. No se podía predecir quién podría aparecer, movido por la curiosidad. Pensó que Robinson habría enviado a un subordinado, ya que su color de piel le impedía disfrutar del anonimato necesario para observar a la gente reunida bajo el dosel.

Por supuesto, quienquiera que fuese la persona que el detective había enviado, lo más probable es que estuviese buscando a la persona equivocada.

Simon Winter exhaló el aire lentamente y estrujó en su mano el programa impreso. Sentía una furia difícil de controlar, una frustración martilleándole las entrañas.

«Aún no tengo nada -se dijo-. Sólo extrañas coincidencias, tres viejos y una pesadilla de otra época.»

Alzó de nuevo la vista al cielo. La frustración iba trocándose en un sentimiento de culpa. «¿Te acordarás realmente de cómo hacerlo? ¿Cómo detectar pistas y convertirlas en algo tangible, frío y real? -Apretó los dientes-. Empieza a actuar como lo hacías en tus tiempos -se ordenó-. ¿Quieres que te llamen detective de nuevo? Pues entonces compórtate como uno de ellos. Haz preguntas y encuentra respuestas.»

En la primera fila, junto a la tumba, un niño de unos cuatro o cinco años no dejaba de moverse nerviosamente, intentando hablar mientras el rabino pronunciaba el sermón, y su madre le hacía callar suavemente. El rabino hizo una pausa, sonrió al niño y luego continuó:

– Así pues, ¿quién era Sophie Millstein, esta mujer que dio tanto de sí misma, que consiguió tantos logros en su vida? Deberíamos saber más de esta extraordinaria mujer, para aprender de las lecciones de su vida, de la misma forma que han aprendido su hijo, su nuera y su amado nieto…

Simon Winter veía a Murray Millstein de espaldas. Pero mientras el rabino hablaba vio que el abogado extendía su brazo y rodeaba los hombros de su esposa y de paso abrazaba a su hijo, en el que reposó su mano. El rabino prosiguió, finalmente cambiando sin esfuerzo al hebreo, para pronunciar el kaddish sobre el ataúd, pero Winter ya no escuchó y ya no sintió el calor opresivo. Lo único que veía era la mano del joven padre apoyada en el hombro de su hijito, y al niño que reposaba suavemente su mejilla en la mano, donde encontraba la seguridad necesaria para disipar los miedos terribles que los niños experimentan ante la muerte y extinción.

Winter se puso a un lado de la cola de quienes iban a dar el pésame después del servicio religioso. Esperaba el momento oportuno, quería que fuese más de un segundo, deseaba pronunciar más que un simple murmullo de consuelo y marcharse. Cuando los asistentes empezaron a irse y vio que el joven abogado buscaba con la mirada a su esposa y su hijo, Winter se adelantó.

– Señor Millstein, soy Simon Winter. Era uno de los vecinos de su madre…

– Por supuesto, señor Winter. Mi madre hablaba de usted a menudo.

– Lamento mucho su pérdida…

– Gracias.

– Sin embargo, me preguntaba si… si la policía ha…

– Dicen que están haciendo progresos y que me mantendrán informado. Usted era policía, ¿no es así? Me parece recordar que mi madre…

– Sí, aquí mismo en Miami. Detective.

– Mi madre hablaba muy bien de usted. Y de todos sus vecinos. ¿Cuál era su especialidad?

– Homicidios.

Murray Millstein hizo una pausa, como si sopesase las connotaciones de aquella respuesta. Era un hombre bajo y delgado, de aspecto enjuto, como un corredor de fondo, y parecía prestar atención a todos los detalles.

El ex detective pensó que las lágrimas que Murray Millstein destinase a llorar el asesinato de su madre serían derramadas en privado. Éste observó a Winter atentamente antes de responder en voz baja.

– La policía de Miami Beach parece bastante competente. ¿Opina lo mismo?

– Sí, seguro que sí. Simplemente es que… ¿podría hacerle algunas preguntas? ¿En alguna parte que no sea aquí? -Simon hizo un gesto y entonces vio que el rabino y el director de la funeraria se acercaban a ellos.

– Pensamos iniciar el duelo cuando regresemos a Long Island. Tenemos previsto volar de regreso esta noche. ¿Hay algo en concreto que quiera usted preguntarme?

– Pues… es algo que su madre me dijo poco antes de su muerte.

– ¿Algo que ella dijo?

– Sí.

– ¿Y usted cree que tiene alguna relación…?

– No estoy seguro, pero me preocupa. Tal vez es que simplemente soy viejo y tengo exceso de imaginación. Debe confiar en la policía de Miami Beach. Estoy seguro de que a su caso le darán prioridad.

Millstein dudó y luego respondió rápidamente.

– Esta tarde tengo que reunirme con los que se ocuparán de la mudanza, a las cuatro. ¿Qué le parece si hablamos entonces?

Winter asintió. El joven se dio la vuelta y se alejó para recibir a los dos hombres que se acercaban.

Simon estaba esperando junto al querubín en el patio de The Sunshine Arms, cuando llegó Murray Millstein, acompañado por un hombre que vestía un traje beis que le sentaba mal. El hijo de la mujer asesinada miró rápidamente alrededor antes de entrar en el apartamento. Había un gran letrero rojo pegado a la puerta: ESCENA DE UN CRIMEN – ENTRADA NO AUTORIZADA. Millstein se detuvo con la llave en la mano, se volvió hacia el hombre del traje beis y dijo:

– No entraré. Hágalo usted y dése prisa, y recuerde no tocar nada. Luego hablaremos.

El hombre asintió con la cabeza y el abogado Millstein abrió la puerta. Después se dirigió a Winter y se sentó en los escalones de la entrada.

– Yo quería que se mudara a una residencia de la tercera edad. Ya sabe, uno de esos lugares en Fort Lauderdale especializados en ancianos. En particular en los que están solos. Una comunidad planificada. Seguridad las veinticuatro horas del día. Juegos de mesa, entretenimientos…

– Ella lo mencionó alguna vez.

– Pero no quería hacerlo. Le gustaba esto.

– A veces cuando te haces anciano, el cambio asusta más que cualquier amenaza del entorno.

– Tal vez. Pero sólo si tu entorno no se materializa una noche y te asesina en tu propia cama mientras duermes. -Su voz rezumaba amarga culpabilidad-. ¿Usted también es así, señor Winter?

– Sí y no. ¿Quién sabe? No me gustaría mudarme a una de esas residencias. Pero cuando finalmente vaya a una, probablemente me guste.

– Ése es el problema, ¿verdad?

– Me temo que sí. -Winter se sentó a su lado.

– No puedo entrar, ¿sabe? Pensé que podría. Pensé que lo necesitaba, ver dónde sucedió. Pero no puedo. -Inspiró hondo-. ¿Hay manchas de sangre?

Simon negó con la cabeza.

– No. Sólo que todo está un poco revuelto. Todas las escenas de crimen lo están. Polvo para las huellas digitales en los muebles, rastros de gente entrando y saliendo… Su madre se habría puesto furiosa. Ella siempre tenía su casa muy limpia.

Murray sonrió.

– Se habría sentido mortificada si hubiera sabido que moría en desorden. -La tristeza acompañó cada palabra, a pesar de la forzada sonrisa.

– Ya.

El joven suspiró lentamente.

– Es muy duro -dijo en voz baja-. Tienes un tipo de relación que atañe a los aspectos difíciles y cotidianos de la vida. Intentas que tu madre haga algo que no quiere hacer. Discutes con tu mujer. Después tu madre intenta suavizar las cosas enviándole regalos a su nieto… Yo sabía que se estaba haciendo mayor, y supongo que sabía también que no le quedaba mucho tiempo. Había muchas cosas que quería decirle. Cuando mi padre murió me di cuenta. Vi lo terrible que era querer decir cosas y no tener la oportunidad de hacerlo. Así que me prometí decirle todo lo que me había guardado. Pero primero por una cosa y luego por otra, también por culpa de mi trabajo, el tiempo transcurrió inexorablemente, señor Winter. El tiempo se escapa a toda prisa, no importa lo que hagas. Y luego todo se frustra porque un yonqui de mierda necesita unos dólares para chutarse o lo que sea y cree que matando a mi madre tiene el problema resuelto…

La voz de Murray Millstein se había alzado como un turbulento río de angustia, sus palabras resonaron en el patio.

– Algún jodido yonqui, un maldito drogadicto, una escoria. Se chuta la vida de mi madre en su jodido brazo o se la fuma en su puta pipa. Espero que cuando lo atrapen me dejen arrancarle el corazón.

Hizo una pausa para tomar aliento.

– Esa bestia pagará su crimen… -espetó.

Luego calló, como si de pronto se sintiese incómodo dejándose llevar por sus emociones con tal intensidad. Miró al frente un momento antes de volverse hacia Winter y preguntar:

– ¿Usted cree que atraparán a ese bastardo?

– No lo sé. Las técnicas policiales han mejorado. Tal vez sí.

– Pero tal vez no, ¿verdad?

– Quizá no. La mayoría de los homicidios que se resuelven son los que sabes enseguida quién los ha cometido. Un marido, una esposa, un socio, otro traficante, el que sea… Pero cuando dos vidas sólo se encuentran por azar…

– Es más difícil.

– Así es.

– ¿Habló usted con el detective? ¿Aquel tipo negro?

– Sí. Parecía bastante competente.

– Eso espero. Veremos.

– Siga presionándoles -aconsejó Winter.

– ¿Qué?

– No deje de llamar por teléfono. Escriba cartas al fiscal del condado. Escriba a los condenados periódicos, a las cadenas de televisión. Siga recordándoselo. Eso ayudará. Mantendrá el caso en lo alto del montón de expedientes del despacho de alguien, en lugar de quedar sepultado abajo.

– ¿Suele suceder? ¿Casos que sencillamente se traspapelan?

– Todos los detectives lo saben. Siga haciendo que piensen en su caso. Tal vez obtenga resultados.

– Es un buen consejo.

Ambos se quedaron en silencio unos instantes y luego Murray Millstein hizo un amplio gesto con el brazo abarcando todo lo que veía.

– Tengo treinta y nueve años y quiero irme de aquí para siempre. Quiero que el tipo de las mudanzas termine con su tarea y quiero subir a un avión y regresar a casa… -Se giró un poco hacia Winter-. Así que ya puede preguntarme lo que quería.

– El día que su madre fue asesinada vino a verme. Estaba asustada. Había visto a alguien de su pasado, en Berlín, 1943.

– ¿De veras?

¿Der Schattenmann significa algo para usted?

Millstein hizo una pausa y contestó:

– No. No que yo recuerde. Der Schattenmann… No. No me suena de nada.

– ¿Su madre hablaba mucho de sus experiencias durante la guerra?

Millstein negó con la cabeza.

– ¿Sabe algo de las relaciones entre los supervivientes del Holocausto y sus hijos, señor Winter?

– No.

– Son, como lo diría… problemáticas. -Se frotó la frente, como si quisiera despejar algún pensamiento difícil, antes de continuar-. Ella no quería hablar de los campos ni de su vida antes de los campos. Tampoco de su vida antes de conocer a mi padre. Solía decir que su vida realmente empezó cuando él la trajo a Estados Unidos. ¿Sabía que ella no hablaba inglés cuando vino? No sólo aprendió el idioma, sino que se empeñó en borrar completamente cualquier rastro de su acento alemán. Mi padre contaba que se quedaba hasta altas horas de la noche practicando delante de un espejo.

– Comprendo.

– No, no lo comprende -repuso Millstein, como si se irritase-. Nada de coches alemanes. Nada de productos alemanes, nada que tuviera que ver con los alemanes. Si daban algún programa en la televisión sobre Alemania la apagaba. Sin embargo, pese a que nunca se hablaba de ello, sus experiencias durante la guerra dominaban nuestro hogar. Todo lo que hizo mi padre y todo lo que hice yo, hasta el día que fue asesinada, tenía alguna relación no dicha con lo que le sucedió a ella. Siempre estaba allí. Siempre. -Murray movió la cabeza-. Crecí entre fantasmas -añadió amargamente- Seis millones de fantasmas.

– Pero ella no hablaba de sus experiencias…

– No a mí. Pero el año pasado hizo una cinta de vídeo para la biblioteca del Centro del Holocausto aquí en Miami Beach. Yo no la he visto, pero ella la hizo.

– Y cómo…

– Lo averigüé porque me enviaron una solicitud para recaudar fondos. Querían una contribución. Les envié dinero y la llamé y le dije que quería ver la cinta y discutimos. Probablemente fue la única discusión que tuvimos en años. Me lo prohibió… hasta que ella hubiese muerto.

– ¿La verá ahora?

– No. Sí. No lo sé.

Murray Millstein se puso de pie al ver que el hombre del traje beis salía del apartamento.

– ¿Cuánto me costará? -preguntó.

– ¿A Long Island? ¿Todo el contenido? Dos mil doscientos, empaquetado y marcado. Éste es nuestro servicio especial de mudanzas.

– De acuerdo -dijo Millstein-. Estoy seguro de que es muy especial. -Le entregó la llave al hombre-. La policía tardará un par de semanas en dejar libre el apartamento…

– No se preocupe, señor Millstein. No tiene más que llamar y enseguida vendremos. Le enviaré un contrato.

El abogado asintió y luego consultó su reloj.

– Ya me marcho. Vaya usted -dijo a Winter.

– ¿Qué?

– Vaya a ver la cinta, señor Winter. Y luego me comenta qué le ha parecido.

Murray Millstein se dio la vuelta y anduvo un par de pasos en el patio antes de detenerse y mirar por encima del hombro a Simon Winter.

– Hice alemán, ¿sabe?

– ¿Cómo dice?

– Estudié alemán en el instituto. Teníamos que estudiar idiomas y yo escogí alemán. Ella lo odiaba. Apenas me habló durante todo el año académico. No me permitía ni tener un diccionario de alemán en casa. Tuve que estudiarlo todo en la escuela. Obtuve un sobresaliente.

Winter no supo qué responder. Pensó que a veces el mundo parece acumular una horrible gama de dolor y sufrimiento y soltarla injustamente, de forma desigual, directamente en el corazón de los desafortunados.

Millstein pareció pensar intensamente por un momento antes de añadir:

– ¿Sabe usted lo que significa?

– ¿El qué? -Simon alzó la vista, casi sorprendido, como si todos sus pensamientos hubiesen sido succionados por un fuerte viento y sólo la voz del abogado lo hubiera traído de regreso a la tierra.

Der Schattenmann -dijo Murray Millstein, encogiéndose de hombros-. ¿Sabe qué significa?

Simon negó con la cabeza. No se le había ocurrido traducir la frase.

– Significa la Sombra. -Hizo una pausa y luego dijo-: Me pregunto qué querría decir con esto. -Sin embargo, Millstein no esperaba una respuesta.

Simon lo vio darse la vuelta y cruzar rápidamente el patio, pasando junto al querubín trompetista, cuya música, imaginó el ex detective, en esta ocasión era un canto fúnebre.

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