Podía ver en sus rostros cómo la rabia y el miedo se disputaban el control.
Simon Winter saludó a Frieda Kroner y al rabino Rubinstein con un pequeño gesto y se acercó rápidamente a ellos. Estaban en el largo porche del Columbus, un viejo hotel residencial situado a una manzana del mar. Sus paredes blancas parecían brillar contra la negrura reluciente de la noche, como los rescoldos grises de un fuego casi extinguido. Sabía que en pleno día, el porche habría estado ocupado por los residentes más ancianos tomando el sol, pero ahora estaba vacío, salvo por dos docenas de sillas plegables esparcidas y las dos personas que lo esperaban ansiosas.
El rabino se frotaba la frente, nervioso, como si intentara borrar algún pensamiento. Con la otra mano sujetaba contra el pecho un ejemplar del Antiguo Testamento encuadernado en negro. Vio que Winter se había fijado en eso y, sin más, comentó:
– En momentos como éste, la palabra de Dios reconforta, detective.
– ¿Y qué dice?
– Que confiemos en Su sabiduría.
«Eso es lo que siempre dice», pensó Simon.
Frieda Kroner señaló la entrada del hotel.
– Irving debería estar ahí -dijo-. Se ha ido. -Dudó un instante y añadió-: La Sombra lo ha encontrado.
– ¿Por qué está tan segura? -quiso saber Winter.
La mujer no le respondió, y tampoco el rabino. En lugar de eso, se volvió y se abalanzó escalones arriba, con tal ímpetu que pareció arrastrar a los demás tras ella. Winter se detuvo cuando los tres entraron en el vestíbulo. En una pared había un mural descolorido que mostraba a Colón llegando al Nuevo Mundo, retratado con el aspecto estilizado y ficticio de los años treinta: todos los gestos eran heroicos, todos los personajes, tanto nativos como españoles tenían un aire tranquilo y reverencial, como si supieran el momento histórico que estaban protagonizando. No había el menor indicio de lucha, de sangre, de miedo, ni de ninguna de las cosas que ocurrirían poco después. Delante del mural había un viejo sofá de piel negro. Sentado en su centro, un hombre delgado y canoso leía un periódico en yiddish. Alzó los ojos hacia ellos cuando entraron y después volvió a concentrarse en su lectura. Pero Simon Winter se fijó en que había dejado las gafas en el asiento, de modo que en realidad los estaba escuchando y observando. Pensó que a veces la curiosidad parece propia de los muy jóvenes o de los muy mayores.
– Por aquí -indicó Frieda. Lo cogió por el codo y lo llevó hacia el rincón del vestíbulo, donde había un hombre sentado ante un pequeño mostrador adornado con una anticuada centralita telefónica de clavijas. Era más joven que ellos, e hispano. Cuando se acercaron, se encogió de hombros.
– Señora Kroner -dijo en un inglés con marcado acento-. ¿Qué puedo decir? No sé nada del señor Silver. Nada en absoluto.
– ¿Habló con usted la policía?
– Sí. Sí, claro. Justo después de que usted los llama. Me preguntan si es normal que el señor Silver no está aquí y yo digo sí, y me preguntan si noto algo anormal o extraño, pero no noto nada, y me dan un número y tengo que llamar si sé algo, pero ya está.
– Ridículo -masculló la mujer-. Der Schattenmann nos está matando y la policía quiere saber si notamos algo anormal. ¡Por Dios! -Sacudió la cabeza-. Quiero que nos deje entrar al piso del señor Silver.
– Señora Kroner, yo…
– Inmediatamente.
– Pero esto es…
– José -dijo muy erguida, con una expresión de exigencia inapelable-, ahora mismo. -Señaló con la mano al rabino-. Este hombre es rabino. No puede hacerle esperar.
Habló con tanta autoridad que el recepcionista se levantó y saludó con la cabeza al rabino Rubinstein.
– Pero sólo un minuto, señora Kroner, por favor.
El reducido piso de Irving Silver estaba inmaculado. Unos cuantos libros ordenados por altura en un estante, revistas dispuestas con cuidado en una mesita de centro, como en una exposición, de modo que pudieran leerse los títulos con facilidad. Sobre una cómoda había las habituales fotografías de familiares lejanos. Simon Winter pasó una mano por la superficie. Tras él, el rabino y la señora Kroner lo observaban expectantes, como si esperaran algún veredicto. Recorrió deprisa el reducido espacio; era un piso de un solo dormitorio, más pequeño aún que el de Sophie Millstein o el suyo. La cama estaba meticulosamente hecha. Se detuvo junto a una barata mesa de cocina que estaba puesta para dos. Silver había estado esperando compañía. No había ningún indicio de lucha, ni de que hubieran forzado la entrada ni de que se hubieran llevado a Silver por la fuerza. En resumen, lo que Winter vio era el piso de un hombre que podría haber salido a comprar algo a la tienda de la esquina y que podría regresar en cualquier momento.
Se volvió hacia los demás.
– ¿Lo ve? -comentó Frieda a la vez que señalaba los cubiertos para dos. Acto seguido, el dedo empezó a oscilarle en el aire y Simon vio cómo empezaba a temblarle la mandíbula al pronunciar las siguientes palabras-: Irving está muerto.
El rabino se giró y rodeó los hombros de la anciana con un brazo mientras ésta sollozaba de nuevo. Pero dirigió los ojos hacia Winter y asintió.
En el pasillo, José, el recepcionista, se movía de un lado para otro, impaciente.
– Por favor, señora Kroner, no es necesariamente posible cierto -dijo-. Tengo que cerrar la llave, por favor.
De vuelta en el vestíbulo, Winter vio que el hombre que leía delante del mural había desaparecido. Frieda Kroner seguía llorando mientras el rabino la llevaba hacia la salida. Pero cuando llegaron a la acera, se enderezó de repente y se soltó del brazo de Rubinstein. Miró con los ojos desorbitados a los dos hombres, se hizo a un lado, se volvió hacia la calle vacía y con voz fuerte, furiosa, gritó en su alemán nativo:
– ¡Esta vez no te saldrás con la tuya! -Las palabras resonaron huecas calle abajo.
Winter trató de consolarla.
– Señora Kroner, no veo nada que sugiera que…
Ella se giró hacia él hecha un basilisco.
– ¿Era detective y no puede verlo? -le reprochó.
El rabino dio una palmada de frustración.
– Así era entonces. ¡Así sigue siendo ahora!
– Deberíamos haberlo sabido -comentó la anciana con amargura-. Nosotros más que nadie. Si esperas, si no haces nada, si te quedas de brazos cruzados, vendrán a por ti… -Vaciló y sacudió la cabeza-. No. No vendrán; vendrá. Él vendrá a por ti. Esta vez sólo es él. Pero es lo mismo, detective. Si uno no hace nada…
– Morirá -sentenció con frialdad el rabino-. Nada ha cambiado. Nos encontrará, y moriremos.
– Como hizo con la pobre Sophie y al señor Stein, y ahora Irving. -Estaba situada bajo la luz tenue de la entrada del hotel, observando las franjas de oscuridad que se fusionaban con el paisaje urbano-. Irving se ha ido -dijo-. La Sombra lo encontró.
– Se lo dije -añadió en voz baja el rabino Rubinstein-. Se lo dije. Tiene la intención de matarnos a todos.
Frieda Kroner suspiró hondo y asintió con la cabeza. Contuvo medio grito ahogado, medio sollozo, y Simon Winter vio que tenía los ojos enrojecidos.
– Debe de pensar que Irving no es un hombre demasiado agradable, señor Winter -comentó-, pero se equivoca. Es muy amable, y una buena compañía, especialmente para una vieja viuda solitaria como yo. Y ahora ya no está. No creí que ocurriría. -Por un instante pareció tambalearse al borde del dolor, y luego emitió un gruñido furioso, gutural, como de animal herido-. Pero siempre fue así -añadió con voz áspera-. Los tenías ahí, a tu lado, y de repente, sin que te dieras cuenta, ya no estaban. Habían desaparecido. Se habían desvanecido como si se los hubiera tragado la tierra.
– Es verdad, detective -corroboró el rabino-. Pronto no quedará ninguno de nosotros y nadie recordará a la Sombra.
– Retrocedamos -pidió Simon-. Empecemos por el principio. ¿Por qué están tan seguros de que el señor Silver ha desaparecido? ¿A qué se refieren cuando dicen que se ha ido?
– Que se ha ido significa que está muerto -contestó Frieda Kroner con brusquedad-. Siempre fue así.
– ¿Cómo?
El rabino levantó la mano con gesto conciliador.
– Cuéntale al señor Winter para que lo entienda, Frieda.
La mujer observó un instante al rabino antes de hablar:
– Irving era un hombre de costumbres fijas. Los lunes iba a la pescadería, a la frutería y, por último, al supermercado. Después llevaba las compras a casa y las guardaba. A continuación, iba a la biblioteca a leer los periódicos y, acto seguido, daba un paseo corto por el paseo entarimado hasta que, finalmente, regresaba a casa y me telefoneaba, y a lo mejor íbamos al cine porque los lunes no hay tanta gente como los fines de semana. Los miércoles Irving asistía al club de bridge por la tarde, después de venir a mi casa a recogerme, y a veces se quedaba ahí hasta tarde. Los jueves tenía una tertulia en la biblioteca. Los viernes hay servicio religioso por la tarde. Éstas son las cosas que constituían la vida actual de Irving, lo mismo que la mía, y la del rabino también. No es distinta de la de muchos supervivientes, señor Winter. Vivimos con orden y disciplina. Es como si, de algún modo, los nazis nos hubieran instalado un reloj. Así, si llego a casa de Irving y no está ahí para asistir al bingo del centro cívico, como todos los martes, sé que está en un apuro. Y sólo hay tres clases de apuros para la gente como nosotros, señor Winter.
– ¿Cuáles, señora Kroner?
– Uno es la enfermedad. La enfermedad y la edad, señor Winter. A veces parecen lo mismo. A lo mejor Irving tuvo un ataque o un accidente…
– Pero llamamos a los hospitales, y no tienen constancia de él -terció el rabino.
– Y otro, la violencia. A lo mejor alguno de estos jóvenes que se están apoderando de South Beach con su bullicio y sus coches rápidos lo asaltó en algún callejón…
– Pero la policía no tiene constancia de ello -intervino de nuevo el rabino.
– Y después, claro, está Der Schattenmann.
– ¿Han hablado con la policía?
– Sí, por supuesto. De inmediato -respondió Rubinstein-. Nos dijeron que no puedes denunciar la desaparición de una persona hasta pasadas veinticuatro horas, pero tuvieron la amabilidad de comprobar los accidentes y delitos para informarnos. Y nos comentaron que, de todos modos, no pueden hacer gran cosa.
– No hasta que no encuentren un cadáver. O indicios de que se haya cometido un crimen -añadió Frieda con amargura-. Una persona mayor de Miami Beach que no está en casa a las horas habituales no les parece el crimen del siglo, detective. No lo tratan como el secuestro del hijo de Lindbergh. Son educados pero nada más. Sólo educados. -A continuación, siseó para sí misma-: ¡ La Sombra vive entre nosotros, y ellos son educados!
Simon Winter asintió. Conocía la situación. A falta de una nota de secuestro, una escena del crimen con manchas de sangre u otro indicio manifiesto e inconfundible, la policía se limitaría a enviar un teletipo a las demás fuerzas del orden locales y a informar a los agentes para que estuvieran atentos, tal vez con la distribución de una fotografía al pasar lista.
– Díganme, ¿podría tener alguna otra explicación su desaparición?
– ¿Como cuál?
– El miedo. A lo mejor fue a visitar a algún familiar…
– ¿Sin decírnoslo?
Parecía poco probable.
– ¿Ha tenido despistes? ¿Alguna pérdida temporal de memoria?
El rabino sacudió la cabeza, enfadado.
– ¡No chocheamos! ¡Ninguno de nosotros sufre demencia senil, gracias a Dios! ¡Si Irving ha desaparecido sólo puede haber una explicación!
Simon Winter reflexionó. Todos los ancianos de South Beach eran animales de costumbres, algunos en extremo, como Irving Silver, Sophie Millstein y Herman Stein. Todos ellos habían construido sus vidas alrededor de momentos de certeza, como si la exigencia inflexible de una cita, de un horario, de un encuentro, de una comida o una medicación impidiera que la espontaneidad de la muerte accediera a sus vidas.
«¿Y quién puede ser más vulnerable que alguien de costumbres fijas?», pensó.
– Bueno, aunque estuviera aquí la Sombra -comentó tras sacudir la cabeza-, a Sophie la atacaron en su casa, Herman Stein murió en su casa. La pauta parece clara…
Esta vez fue el rabino quien interrumpió negando, exasperado, con la cabeza.
– ¡Todavía no lo entiende, señor Winter! ¿Tiene forma una sombra? ¿Tiene sustancia? ¿No es algo que se mueve y cambia con cada movimiento del Sol, la Luna o la Tierra? Por eso era tan aterrador, señor Winter. En aquel entonces, en Berlín… Si hubiéramos sabido que le gustaba ir en tranvía, bueno, los habríamos evitado. Si hubiéramos sabido qué calles transitaba, o qué metro frecuentaba… Si hubiéramos sabido en qué parque tomaba el fresco… Pero todas estas cosas se desconocían. Cada día era distinto. ¿Por qué iba a ser diferente ahora? Si ha matado a Sophie y al pobre señor Stein en su casa, la Sombra cambiará entonces de apariencia y encontrará otro sitio, y allí es donde está Irving ahora. ¡Lo sé!
Estas últimas palabras restallaron en el aire húmedo y enrarecido de la calle. El viejo rabino estuvo callado un instante y después añadió ferozmente:
– Irving habría luchado. Y lo habría hecho con todas sus fuerzas y durante un buen rato. Habría mordido y arañado, y usado todo lo que tuviera a mano. Irving era fuerte, era un hombre duro. Daba paseos a diario. Levantaba pesas y nadaba en el mar los días calurosos. Todavía tenía musculatura, y desde luego habría luchado con todas sus fuerzas, como un tigre, porque Irving amaba la vida.
– No había señales de lucha.
– Ya. Eso significa que la Sombra se lo llevó de la calle.
– Habría sido difícil. La mayoría del tiempo este sitio está lleno de gente. Miren el porche. Por lo general, hay decenas de personas contemplando la calle…
– Sería difícil para la mayoría de los criminales. Sí, inspector, tiene razón -dijo el rabino pacientemente-. Pero debe recordar que esto es lo que hizo muchas veces durante todos los años que duró la guerra. Terminaba con tu vida silenciosa y discretamente. Dígame, señor Winter, ¿no ha notado alguna vez que se le escapaba la mano mientras sujetaba una navaja de afeitar y, cuando se ha mirado en el espejo, ha visto un corte? ¿Que tenía sangre en la mejilla? Pero ¿había sentido algún dolor? No, diría que no. Y ésta es la clase de hombre que él es.
Frieda Kroner asintió con la cabeza.
– Tenemos que encontrarlo -gruñó en voz baja y airada-. Tenemos que encontrarlo hoy, mañana, esta semana o la que viene pero tenemos que encontrarlo. Si no, él nos encontrará a nosotros. Tenemos que defendernos.
– Aunque sea de una sombra -añadió el rabino.
Simon Winter asintió. Pensó que ese hombre era algo diferente. Notó que su mente empezaba a trabajar, mecánicamente, analizando los distintos factores.
– ¿Qué fue lo que dijo la última vez, señora Kroner? ¿Es uno de ustedes?
– Exacto. Tiene que ser también un superviviente.
– Pues empezaré por ahí. Y ustedes también. Estará ahí fuera, en una sinagoga, o en el Memorial del Holocausto, o en una reunión de una comunidad de propietarios, como el señor Stein. Tiene que haber nombres, listas de nombres. De organizaciones y reuniones. Empezaremos por ahí.
– Sí, sí, de acuerdo -dijo el rabino-. Puedo ponerme en contacto con otros rabinos.
– Estupendo. Eliminen a cualquiera que tenga menos de sesenta…
– Será mayor. ¿Por qué no lo fijamos en sesenta y cinco? ¿O sesenta y ocho?
– Sí, pero todos somos mayores, y sabemos que no todo el mundo lleva los años igual de bien. Hay quien parece más joven y quien parece más viejo. Creo que para cometer dos (quizá tres) asesinatos, la Sombra tendrá la fuerza y el aspecto de un hombre más joven. Tengámoslo presente.
– Como el hombre al que están juzgando en Israel -asintió el rabino-. Hoy volvió a salir en los periódicos.
Simon recordó rápidamente la fotografía de un hombre acusado de haber sido guardia en un campo de la muerte. Había salido en los noticiarios de televisión y los periódicos. Era un hombre corpulento, panzudo, ancho de hombros y con unos brazos como columnas. Se estaba quedando calvo, y tenía un aire violento que resultaba inquietante. Flanqueado por un par de policías, siempre llevaba un mono de recluso, pero no poseía ni la actitud ni el aspecto de un recluso.
– ¿Ha visto a este hombre, a este Iván el Terrible? -preguntó el rabino, y Winter asintió-. ¿Verdad que se nota que no lo han quebrantado nunca? ¿Que no lo han aplastado? ¿Que no lo han apaleado ni matado de hambre? No ocurre exactamente lo mismo con nosotros, ¿verdad?
– No lo sigo.
– No es que los supervivientes seamos menos… No sé muy bien cómo decirlo, pero permítame que le sugiera algo, detective: un verdadero superviviente lleva una marca, tan seguro como que yo llevo este tatuaje.
Levantó el brazo y se subió la manga de la camisa.
– ¿Ve cómo se ha ido borrando con el tiempo? Pero sigue ahí, ¿no? Pues no somos diferentes por dentro. Tenemos una marca que se va desvaneciendo a medida que pasan los años. Pero sigue ahí, y jamás desaparecerá del todo. Puede verlo en los hombros caídos, o quizás en la mirada. Creo que nos pasa a todos.
– ¿Qué quiere decirme?
– Este hombre, Der Schattenmann, dirá una cosa. Pero será falso por dentro. Y si observamos con la atención suficiente, podremos verlo.
– Tiene razón -afirmó Frieda Kroner. Hubo una pausa y después prosiguió con la eficiencia de una secretaria-: Conozco todas las actividades de Irving. El club de bridge y las tertulias… Puedo conseguir las listas.
– Excelente. Y direcciones y descripciones, si puede obtenerlas. Recuerde el detalle. Cualquier pequeña cosa podría decirnos lo que necesitamos saber.
– ¿A qué se refiere con eso del detalle? -preguntó la mujer.
– Tiempo atrás fue berlinés. ¿Hablará con acento como usted, señora Kroner? Sólo es una posibilidad. Puede que no lo haga.
– Ya lo entiendo. Tiene sentido. Y mientras tanto, ¿cómo nos protegemos?
– Cambien su rutina. Si han estado yendo al supermercado a las tres de la tarde todos los miércoles los últimos diez años, no lo hagan más. Vayan a las ocho de la mañana. Empiecen a seguir rutas distintas. Si quieren ir a pasear al paseo marítimo entarimado, pueden hacerlo, pero giren y vayan dos manzanas en sentido contrario antes de volver. Si salen, llamen antes a su destino, avisen que van. Si siempre se desplazan en autobús, tomen un taxi. Encuentren a alguien que los acompañe. Muévanse en grupo. Viajen de forma imprevisible. Zigzagueen. Deténganse delante de escaparates y observen la gente que tienen detrás. Dense la vuelta de repente y miren la calle que acaban de recorrer. Estén atentos.
– Muy acertado -comentó el rabino.
– Puede intentar acercarse a ustedes como alguien familiar: un repartidor o un cartero. No se fíen de nadie. Aunque haga diez años que van a la misma tienda y que comen la misma carne en conserva, ahora deben hacer otra cosa. No confíen más en el dependiente, aunque sea el mismo que han visto todos los días desde que llegaron a South Beach. Piensen que nada es seguro. Cualquier cosa podría ocultar a la Sombra.
Frieda Kroner entrecerró los ojos al comprenderlo.
– ¿Nos permitirá esto seguir con vida? -quiso saber.
– Tal vez. Pero no hay nada que lo garantice. No lo garantiza una pistola ni un pitbull.
– Ni la policía -replicó la mujer con amargura.
– Tiene razón. La policía resuelve crímenes ya cometidos. Rara vez consigue impedir que se cometan.
– Podríamos irnos -sugirió el rabino-. ¿Tal vez dejar la ciudad?
– ¿Para siempre?
– No. Este es mi hogar ahora.
– Entonces, creo que es más acertado defenderlo.
– Sí. Si hace cincuenta o sesenta años hubiéramos pensado de esta forma, a lo mejor… No, no pensemos estas cosas. Pensemos en seguir con vida ahora. Hoy. Esta noche. Mañana.
Winter dudó antes de seguir al ver cómo la expresión del rabino retrocedía un momento en el tiempo, al observar cómo el recuerdo del mal marcaba cada línea y cada arruga alrededor de sus ojos, en su frente y en las comisuras de sus labios.
– Hay algo más -añadió Winter despacio. Vio cómo los ojos del rabino volvían lentamente de décadas atrás y llegaban al presente, donde recobraban su nerviosismo.
– ¿Qué más, señor Winter?
– Vamos a suponer que sabe quiénes son ustedes -contestó Winter en voz baja-. Y dónde viven. Y que ahora mismo está seguro de sí mismo porque no cree que nadie lo ande buscando. Y que en este momento puede estar planeando su siguiente ataque.
Frieda Kroner soltó un gritito ahogado. El rabino dio un paso atrás.
– ¿Usted cree, señor Winter? -preguntó con una nota de pánico en la voz.
– No lo sé, pero creo que hay que ponerse en lo peor.
– Pero ¿cómo podría saberlo? -quiso saber Frieda.
– Quizás el señor Silver se lo dijera.
– No. Seguro que no. Por muy grande que fuera el dolor. No.
– De acuerdo -asintió Winter-. Pero hay otra cosa que acabo de recordar.
– ¿Qué?
La idea lo hacía sentir indefenso, impotente y estúpido. Si Irving Silver estuviera ahora con ellos, se habría acordado de este detalle unos días antes. De repente, se vio de pie junto al joven inspector negro en medio de la tensión y las voces que había en la escena del crimen mientras los de la policía científica trabajaban en el apartamento de Sophie Millstein. Recordó su propio dedo al señalar el teléfono y las palabras que había dicho al inspector.
– La noche que mataron a la señora Millstein, observé que en su casa faltaba su agenda -explicó.
– ¿Qué?
– Su libreta de teléfonos y direcciones. No estaba en su sitio habitual. Había desaparecido.
– Y cree que Der Scbattenmann…
– Si la vio, podría habérsela llevado. Y ustedes dos estaban en ella, porque vi que la señora la abría para buscar sus números de teléfono.
– Pero no sabemos si… -empezó el rabino, y se detuvo en seco. Se balanceaba adelante y atrás con una ligera sonrisa en los labios-. Esto es como una partida de ajedrez, ¿no es así, detective?
– En cierto sentido, sí.
– Él ha hecho movimientos. Ha controlado el tablero. Es como si nosotros no hubiéramos sido capaces de ver cómo sus piezas se movían de una casilla a otra. Pero ahora tal vez nos toque mover a nosotros. Somos tres y nos quedan algunos trucos, ¿no cree?
– Sí -respondió Winter.
– No tengo miedo -dijo el rabino a la mujer-. Da igual lo que suceda, no puedo tener miedo. No creo que Irving lo tuviera tampoco, cuando fue a por él. Y no creo que tú vayas a tenerlo. ¿Acaso no hemos visto ya lo peor que puede engendrar el mundo? ¿Hay algo más aterrador que Auschwitz?
Curiosamente, Frieda también sonrió entonces.
– Sobrevivimos a aquello…
– Podemos afrontar esto.
Simon vio cómo Rubinstein alargaba la mano para sujetar la mano de su amiga y darle un pequeño apretón de aliento. Pensó que debería decir algo, pero no se le ocurrió nada. Pasado un momento, Frieda se volvió hacia él. No habló, pero por su expresión supo que los tres estaban preparándose para el movimiento siguiente, fuera cual fuese.
Esther Weiss se reclinó en la silla de su pequeña oficina en el Centro del Holocausto. No parecía sorprendida de verlo.
– ¿Tiene más preguntas, señor Winter?
– Sí -respondió.
– Era de esperar. Cuando se destapa la caja de Pandora, salen muchas preguntas. ¿Qué quiere saber?
– ¿Tienen algún registro o lista de los supervivientes del Holocausto, ya sabe, una especie de directorio?
La joven arqueó las cejas un momento y luego sacudió la cabeza.
– ¿Una lista de supervivientes? -repitió.
– Exacto.
– ¿Como la lista de miembros de un club o una agrupación?
– Sí, aunque me doy cuenta de que suena extraño.
– Sería abominable, señor Winter.
– Perdone, no entiendo por…
– Señor Winter -lo interrumpió ella-, esta gente fue víctima del Holocausto precisamente porque figuraba en listas. Registros, guías, directorios. Existe toda clase de palabras inocentes que adquieren significados horrendos cuando los relacionas con las redadas y los transportes a los campos. No, señor Winter. Se acabaron las listas, gracias a Dios.
– Pero aquí, en el Centro del Holocausto, y en los demás organismos dedicados a conservar la memoria histórica…
– Conservamos los nombres de las personas que han hablado y hablan con nosotros, pero confidencialmente. La privacidad es una cuestión importante para esta gente, señor Winter. Es difícil entender que estas personas pueden ser únicas y especiales al mismo tiempo que terriblemente corrientes. Muchas han llevado una vida sencilla, nada excepcional, salvo por esos años en los campos. Por consiguiente, estos recuerdos, aunque los comparten, tienen para ellos un carácter íntimo que nosotros protegemos. Los centros de Washington y Los Ángeles actúan del mismo modo. La Universidad de Yale guarda bajo llave su colección de recuerdos grabados en vídeo. Tienen más de dos mil.
– ¿Cuántos supervivientes del Holocausto están aquí, en South Beach?
– ¿En South Beach? No sabría decirle. Hace unos años, se calculó que en el sur de Florida vivían quince mil supervivientes. Desde Boca Ratón y Fort Lauderdale hasta South Beach. Pero se están haciendo mayores. Cada mes la cantidad se reduce. Por eso sus recuerdos son tan cruciales. -Lo observó con cierta aprensión-. No tenemos ninguna lista, señor Winter. Estas personas acuden a nosotros.
Winter reflexionó un momento y probó otra táctica.
– Supongamos que retrocedo en el tiempo. Que voy a Inmigración y Nacionalización. ¿Sabe si encontraría algún registro de los años cuarenta o principios de los cincuenta…? -Su pregunta quedó sin acabar al ver que Esther Weiss sacudía la cabeza.
– Lo dudo. Por supuesto que tienen registros de las personas que entraron en Estados Unidos y sobre cómo se gestionó su llegada. Pero ¿una compilación general? ¿De los supervivientes del Holocausto? No. Además, había rutas distintas, una vez que habían llegado aquí. Desde Lower East Side hasta Skokie, Illinois, o Detroit, o Los Ángeles, y finalmente hasta Miami Beach. No eran viajes oficiales, señor Winter. Sólo están registrados en los recuerdos de las personas que recorrieron el trayecto.
– Pero seguro que debe…
– ¿Seguro que qué? En Israel han intentado documentar los nombres de las personas fallecidas en el Holocausto. Han llegado a tres millones, algo menos de la mitad. No, señor Winter, no existen listas. Sólo caos y recuerdos de pesadilla. -Se detuvo para examinar la consternación que reflejaba el rostro de Simon-. Tiene una pregunta, pero no la hace. Sabe algo, pero no lo dice. Quiere que lo ayude, pero no me cuenta por qué.
Simon se movió nervioso en su asiento. Estaba consternado, sí. Se reprochaba haber pensado que el Holocausto sería una especie de gran departamento de tráfico, con nombres, direcciones, números de teléfono y fotografías actuales. Miró a Esther Weiss, que lo contemplaba expectante. No tenía por costumbre proporcionar información. Permaneció callado un instante, hasta que la joven revolvió unos documentos en la mesa.
– La otra vez que vine… -empezó a explicar despacio.
– Después de la muerte de Sophie Millstein -precisó la joven, y él asintió.
– …Recordará que estaba interesado por un hombre que Sophie conocía sólo como Der Scbattenmann.
– Por supuesto. El delator. Estaba hablando de eso con los demás berlineses. Lo recuerdo.
– Me temo que este hombre, la Sombra, vive aquí, en Miami Beach.
La mujer abrió la boca como para decir algo, pero se detuvo. Inspiró hondo antes de preguntar:
– ¿Aquí? -La pregunta pareció tan lánguida como su aspecto.
– Eso creo.
– Pero eso sería… -vaciló y, tras sacudir la cabeza, terminó la frase-: increíble. Horrible. Me parece imposible que…
– Creo que ha asesinado, señorita Weiss. Creo que acecha a supervivientes. Creo que acechó a Sophie. Y a otro hombre, un tal Herman Stein…
– Conocía al señor Stein.
– Y puede que a otro. Irving Silver.
Negó con la cabeza.
– No. Irving Silver estuvo aquí hace dos semanas. Hablando para la cámara, grabando sus recuerdos. -Esther Weiss alargó la mano hacia el teléfono, como si quisiera tenerla ocupada en algo.
– Pues ha desaparecido.
– ¿Ha hablado con la policía?
– Yo no. Otros, sí.
– ¿Y qué han dicho?
Se encogió de hombros al responder:
– Si no hay indicios de ningún crimen…
– Pero ¿ la Sombra? ¿Aquí? Alguien debería…
– ¿Qué, señorita Weiss? ¿Alguien debería investigar? Por supuesto. ¿La policía? ¿El Departamento de Justicia? ¿El maldito Tribunal Supremo?
– Sí, sí. El Departamento de Justicia lleva a cabo investigaciones especiales. Han encontrado nazis…
– ¿Es este hombre un criminal de guerra, señorita Weiss? Sí lo fuera, sería más fácil.
– Claro que lo es -confirmó sin vacilar.
– ¿Está segura?
– Colaboró y ayudó. Sin él… -Miró con dureza a Simon Winter-. Seguro que eso constituye un crimen de guerra.
– Tengo mis dudas.
Ella espiró despacio.
– Creo que entiendo lo que quiere decir. ¿Y dónde estarían esos indicios? ¿Las pruebas?
– Sospecho que las pruebas están, en su mayoría, muertas.
– Ya veo -asintió. Se reclinó en la silla y se frotó la frente con la mano. Se volvió un momento hacia la ventana y luego giró la silla de nuevo para mirarlo de frente.
– ¿Qué está pasando, señor Winter? Por favor, dígame qué está pasando.
Pero ésa era una pregunta que todavía no estaba dispuesto a responder.
Simon Winter salió del Centro del Holocausto con la promesa de que lo ayudarían y con los nombres de unos veinte expertos en el estudio de los supervivientes. Casi todos eran académicos y sociólogos, pertenecientes a universidades. Algunos estaban vinculados a organizaciones judías legítimas y conocidas. Unos cuantos eran autores que trabajaban en diversos libros sobre el Holocausto. El problema era, como pensó Simon al repasar la lista en su casa con una mano sobre el teléfono, que podrían contarle muchas cosas sobre el pasado, mientras que él procuraba investigar el presente y anticipar el futuro. Miró su lista y comprobó los tres que vivían en el sur de Florida.
Una secretaria del departamento de Estudios Europeos de la Universidad de Miami apuntó su nombre y su número, pero parecía dudar que un catedrático devolviera la llamada de un inspector de policía retirado especialmente ambiguo sobre la naturaleza de su investigación. El segundo hombre era escritor, vivía en Plantation y estaba trabajando en un libro sobre la colaboración del gobierno de Vichy en el envío de millares de judíos franceses a la muerte en Alemania.
– Puedo hablarle sobre el sur de Francia -indicó el hombre con pesar-, pero no de Berlín. -Dudó un instante, y añadió-: Bueno, como todo el mundo que estudia el Holocausto, puedo hablarle sobre la muerte, claro. Murieron centenares de miles de personas. El asesinato era tan corriente como la salida del sol por la mañana y su puesta por la tarde. El asesinato era rutinario, regular, como el horario de un tren. ¿Es esto lo que le interesa, señor Winter?
Simon colgó. Necesitaba otra cosa, algo único: una observación o una conexión, algo que lo sacara de la oscuridad de los recuerdos y le proporcionara los detalles para encontrar a la Sombra. Tenía que haber alguna relación que pudiera detectar entre el pasado y el presente. Algo físico, palpable.
No veía ninguna. Golpeó la mesa con el puño.
La impaciencia lo dominaba.
Inspiró hondo y marcó el tercer número. Iba a colgar cuando una voz mecánica de un operador automático le informó de que el número había cambiado. Anotó el nuevo y llamó. Casi colgó al quinto tono sin contestar, pero en el séptimo oyó un «Diga» ronco.
– ¿El señor Rosen? ¿L. Rosen?
Hubo un momento de duda y a continuación dijo:
– Louis Rosen. ¿Con quién hablo? Si vende suscripciones o seguros, o pide donaciones, olvídelo.
– No -lo tranquilizó Winter, que se presentó rápidamente y le explicó-: Me dieron su número en el Centro del Holocausto.
– Se supone que esos números son confidenciales -comentó el hombre tras otra pequeña pausa.
– Creo que lo son, pero se trata de circunstancias excepcionales.
– ¿Excepcionales? ¿Qué podría ser tan excepcional como para incumplir un deber de confidencialidad? -La voz no se suavizó, pero adquirió una nota de curiosidad.
– Tengo razones para creer que un hombre que ejercía de delator en Berlín vive ahora en el sur de Florida.
Rosen vaciló y hubo un silencio antes de que contestara en un tono monocorde y frío:
– Muy interesante. ¿Un delator? Sólo sobrevivieron unos cuantos. Como los kapos de los campos. Si encontrara a ese hombre, sería realmente interesante. Hay muchas preguntas por contestar.
– ¿Qué clase de preguntas?
– Todas las que empiezan por «por qué», señor Winter.
– ¿Cuál supone que podría ser la respuesta, señor Rosen?
– Estaría especulando. Mi especialidad es Polonia, el gueto de Varsovia.
– ¿Tenía familia allí?
– Por supuesto. Y yo también estuve.
– Comprendo.
– Pero eso es otra historia, ¿no cree, señor Winter?
– Sí. Pero ¿podría hacer conjeturas sobre qué clase de personalidad estoy buscando?
Rosen pareció reflexionar antes de hablar.
– Es una pregunta interesante. ¿Qué clase de personalidad? ¿De veras quiere abrir esa puerta concreta, señor Winter?
– Necesito saberlo. Necesito algo a lo que agarrarme.
– Se trata, por supuesto, del gran «cómo» subyacente en todas las preguntas sobre el Holocausto -dijo Rosen, bajando un poco de tono-. Está sólo un paso más cerca de la superficie que el gran «por qué».
– Sólo estoy empezando a comprenderlo -dijo Winter.
– Nadie llega a comprenderlo nunca de verdad -aseguró Rosen con frialdad-. Y menos si no estuvo allí. Las cifras eran enormes. La crueldad, habitual. La maldad, absoluta.
Simon guardó silencio. Notó que el hombre al otro lado de la línea pensaba.
– ¿Y usted quiere saber algo sobre un delator? No sobre un fanático ni sobre un nazi, sino sobre alguien similar a lo que los periódicos suelen llamar criminal psicópata. Despiadado. Implacable. ¿No le parece que su primer pretexto sería argumentar que hicieron lo que hicieron para salvar sus vidas y las de sus familias?
– Sería razonable.
– Pero, naturalmente, es falso. La mayoría no salvó a nadie, ni siquiera a sí mismos. Supongo que sólo se salvaron los realmente inteligentes. Y es muy probable que fueran de una raza especial. Para sobrevivir, me refiero.
– Ya.
– Así que, de entrada, ha de saber que se está enfrentando con un montón de mentiras sistematizadas, señor Winter. Con una persona inmune al autoengaño, porque sólo alguien que viera con claridad lo que estaba pasando podría haber tomado las medidas necesarias para seguir con vida. Pero es alguien que se siente cómodo con las tergiversaciones, alguien que adopta el engaño. Aunque eso no sería todo.
– Le escucho.
– Tendría que haber algo más que una simple conveniencia. También una ferocidad, una voluntad férrea de vivir. El delator sería alguien que jamás consideraría que la vida de nadie es, ni siquiera remotamente, tan importante como la suya. Así que quizás esté buscando también a un hombre con cierto ego, que cree que ha hecho cosas importantes. No será un hombre tonto. No como el guardia corpulento y lerdo de un campo. Ni siquiera tendrá la mentalidad de contable de algún burócrata de las SS que se aseguraba de que los trenes circularan según el horario previsto. Para sobrevivir, un delator necesitaba ser un auténtico genio. Tener creatividad. ¿Entiende?
– Sí. Pero ¿cómo podría encontrarlo? ¿Aquí, entre los supervivientes?
Rosen hizo otra pausa y, después, soltó una carcajada.
– Oh, le sería imposible, señor Winter. Como una aguja en un pajar. Entre millares, habría uno que no sería exactamente quien dice ser, pero sería un experto. Sabría todo lo que saben los supervivientes. Tendría memorizados todos sus horrores, porque participó en ellos. Tendría acceso a las mismas pesadillas, sólo que no se despertaría en mitad de la noche gritando el nombre de un familiar muerto hace mucho en una cámara de gas. Estaría intacto, sería completamente auténtico, pero intrínsecamente erróneo. Y en algún lugar de su interior habría un odio tan violento… Sería fascinante. Fascinante.
– Tengo que encontrarlo.
– ¿Es un hombre? Hubo mujeres delatoras. ¿Tiene un nombre?
– Sólo un nombre de guerra. Der Schattenmann.
El nombre no pareció decirle nada.
– ¿Y cree que está aquí?
– Sí.
– Y quiere encontrarlo con todas sus fuerzas. -La voz de Rosen se mantuvo inalterable al hablar-. ¿Por qué?
– Creo que ha asesinado.
– Ah, qué interesante. ¿A quién ha asesinado?
– A alguien que podría haberlo reconocido.
– Tiene mucho sentido. ¿Y por qué está usted implicado?
– La víctima era vecina mía.
– Ah, también tiene sentido. ¿Quiere vengarse?
– Quiero detenerlo.
Rosen volvió a quedarse callado al otro lado del teléfono, y Winter creyó por un segundo o dos que debería decir algo, pero no lo hizo, hasta que finalmente el otro hombre dijo en voz baja y pausada:
– No creo que pueda.
– ¿Porqué?
– Porque sin duda es un experto en muertes. En toda clase de muertes.
– Yo también lo soy.
– Y también lo es el Tiempo, señor Winter. Y el Tiempo tiene más probabilidades que usted.
Simon se levantó de la mesa y se acercó a la ventana. El sol de última hora de la tarde llenaba el jardín de The Sunshine Arms. El querubín de la trompeta parecía muy contento, sumergido en el calor del final del día, antes de que la sofocante humedad nocturna se apoderara de la ciudad. Por primera vez desde que Sophie Millstein había llamado a su puerta, Simon tuvo una sensación de derrota. Lo único que le había dicho todo el mundo era: muerte e imposibilidad. Se frotó la frente con fuerza, hasta que le quedó colorada de frustración.
«Esto me va a matar -pensó-. Moriré de inutilidad e impotencia.»
Esto le hizo sonreír con tristeza al percatarse de que cuando Sophie Millstein había llamado a su puerta, se estaba preparando precisamente para eso.
Decidió dar un paseo para ver si el movimiento lograba estimularle alguna idea sobre una línea de investigación productiva, así que cogió su desgastada gorra de los Dolphins y, cuando tenía la mano en el pomo, sonó el teléfono. Se detuvo, pensando si debería dejar que saltara el contestador automático. Decidió que no, y cruzó rápidamente la habitación, con lo que consiguió descolgar justo cuando la máquina empezaba a reproducir su mensaje grabado.
– No; estoy aquí, espere -dijo sobre su propia voz metálica en la cinta.
– ¿Señor Winter? -Era Frieda Kroner.
– Sí, señora Kroner, ¿qué sucede?
– Irving -contestó con crudeza-. En la caseta de socorrismo de South Point. La última antes del embarcadero. Nos reuniremos allí con usted.
Vio tres coches patrulla estacionados en una franja arenosa junto a la entrada de acceso a la playa. A un lado había un pequeño parque con una pista deportiva que lo recorrería serpenteante; disponía de media docena de áreas de picnic, y de una zona de columpios y balancines; era un lugar concurrido los fines de semana, ya que muchas de las familias inmigrantes que ocupaban pisos pequeños en el extremo de South Beach lo usaban como lugar de recreo. También era uno de los parques favoritos de los indigentes, porque no estaba bien vigilado de noche, y también de los paparazzi, ya que daba al Government Cut, el ancho canal que utilizaban los cruceros para salir a mar abierto. Algunas veces, contaba con momentos teatrales, cuando algún hombre, cuyas esperanzas y cuyas ropas estaban igualmente hechas trizas, observaba hambriento cómo se asaban pollos y plátanos, y cómo los niños jugaban a pocos metros de donde una modelo que lucía un traje de noche y unas joyas que costaban miles de dólares se contoneaba y pavoneaba ante una cámara.
Desde el largo embarcadero, uno podía ver kilómetros de mar, o volverse para admirar el claro perfil de rascacielos de la ciudad. Al otro lado del Government Cut estaba Fisher Island, un complejo urbanístico que disponía de su propio servicio de ferry y en el que vivía la gente rica, la muy rica y la escandalosamente rica. El embarcadero era también muy frecuentado por los pescadores, aunque la playa recibía menos atención que los demás puntos de South Point. Debido a que estaba en el extremo de Miami Beach, tenía el agua más embravecida y las corrientes de retorno más peligrosas. A algunos surfistas les gustaba. Solía advertirse a los turistas que iban a la playa que se situaran a un kilómetro y medio de allí más o menos. Había un paseo marítimo entarimado que conducía al embarcadero. Una vez que estuvo en él, vio enseguida la solitaria caseta de socorrismo al final de la playa.
Observó que había media docena de agentes de policía arremolinados cerca de la caseta de madera verde descolorido. Al mismo tiempo, divisó a Frieda Kroner y al rabino Rubinstein a unos cinco metros de distancia, contemplando a los policías, que no parecían saber muy bien qué hacer. Un único técnico de la policía científica, de chaqueta y corbata a pesar del calor, estaba agachado en la arena, pero no podía ver qué estaba examinando. Había otro hombre trajeado, inclinado, pero estaba de espaldas a Winter, que no pudo descifrar qué estaba buscando.
Avanzó deprisa, y sus zapatillas deportivas resonaban en la tarima de madera como si fuera un caballo trotando en el pavimento.
El rabino se giró cuando se acercó, pero Frieda Kroner siguió observando a los policías.
– Señor Winter -dijo el hombre-, gracias por venir.
– ¿Qué pasa?
– Nos han llamado. A Frieda, para ser exactos.
– ¿Han encontrado al señor Silver?
– No -respondió Frieda Kroner sin apartar los ojos de los policías-. Han encontrado su ropa.
– ¿Cómo?
– El policía la llamó -explicó el rabino tras sacudir la cabeza-. Al parecer, un chico, un adolescente, intentó pagar en un centro comercial con una tarjeta de crédito, y la dependienta que vendía los videojuegos no creyó que el muchacho, cuyo nombre era Ramón o José o Eduardo, tuviera demasiado aspecto de Irving, así que llamó a la policía. Y el adolescente dijo esto y aquello, y mintió en esto y en aquello, pero cuando se pusieron un poco duros con él, dijo la verdad enseguida, y explicó que había encontrado una cartera con la tarjeta de crédito. No le creyeron, pero él insistió, y la policía lo trajo hasta aquí y él se lo enseñó.
– ¿Qué?
– La ropa de Irving. Justo en la playa, como si la hubiera dejado allí.
– ¿Y la cartera?
– Estaba encima.
Simon asintió.
– Aquí es donde lo mató -dijo Frieda en voz baja.
«Creo que no», pensó el viejo policía mientras inspiraba hondo, y se alejó de ambos por la arena. A cada paso, se iba enfadando más, molesto consigo mismo, sintiendo otra vez la misma incompetencia y estupidez. Y con cada paso enojado, otra voz en su interior trataba de tranquilizarlo, de obligarlo a mantenerse atento, porque tal vez habría allí algo que descubrir, y sabía que la frustración le impedía, quizá más que ninguna otra cosa en el mundo, ver las cosas con claridad.
Dos agentes uniformados se separaron del grupo y se plantaron delante de él.
– La zona está cerrada, abuelo -soltó uno de ellos con la arrogancia de la juventud.
– ¿Quién está al mando? -preguntó Winter con brusquedad.
– El inspector. ¿Quién lo pregunta? -repuso el agente, ceñudo.
Winter quiso alargar la mano y apartar al hombre joven, pero vaciló, y en ese instante oyó una voz que le resultó familiar:
– Yo estoy al mando, señor Winter.
Miró más allá del agente y vio a Walter Robinson en la arena dorada de la playa. Robinson hizo un gesto al agente.
– Déjelo pasar -le ordenó.
Simon avanzó por la arena.
– Me imaginaba que vendría -dijo Robinson en lugar de ofrecerle la mano-. Si no, habría ido yo a buscarle.
– ¿Porqué?
El inspector contestó con otra pregunta:
– ¿Conocía al señor Silver?
– Sí.
– Y Sophie Millstein también.
– Es evidente, inspector.
Robinson lo cogió por el codo y lo llevó donde el técnico de la científica estaba tomando unas fotos.
– Venga, Walt -comentó el hombre en dirección a Robinson-. Déjame guardar estas cosas y volvamos al mundo real.
Robinson sacudió la cabeza.
– Muy bien, señor Winter -dijo en voz baja-. Usted era inspector de policía. ¿Qué ve?
El de la científica oyó la pregunta y los interrumpió con su propia respuesta:
– Venga, Walter. ¿No te parece evidente? El anciano quiere acabar con todo, baja hasta aquí por la noche, cuando no hay nadie, deja la ropa bien doblada y se dirige hacia el mar. El cuerpo aparecerá en un par de días en la playa, a unos kilómetros de aquí, o dondequiera que las corrientes quieran dejarlo. Deberías llamar a la Guardia Costera para que estén pendientes.
Robinson lo fulminó con la mirada.
– Eso es lo que tú ves -indicó con frialdad-. A mí me interesa lo que ve este caballero.
Winter estaba examinando atentamente la playa. Vio la ropa de Irving Silver, doblada como había dicho el de la científica, dispuesta como si el hombre no quisiera dejar las cosas hechas un desastre al morir.
– ¿La cartera estaba encima?
– Sí -respondió Robinson.
– ¿Algo en la playa?
– De momento, nada.
– ¿Ninguna nota?
– No.
– ¿Han examinado la ropa?
– Sólo en su posición actual.
Winter se arrodilló junto a las prendas.
– ¿Puedo? -preguntó.
Robinson se puso en cuclillas a su lado. Tomó una bolsa de plástico para la recogida de pruebas.
– Adelante -dijo.
Había un sombrero de paja. Simon lo levantó y le dio la vuelta. Vio las iniciales I. S. marcadas en la badana. Se lo señaló a Robinson y éste metió el sombrero en la bolsa para pruebas. Luego, recogió una camisa floreada de poliéster; las flores eran verdes y azules, y estaban entrelazadas de modo que configuraban un estampado de formas y colores abigarrados. Empezó a examinar despacio la tela con la mirada, a la vez que la palpaba entre dos dedos, hasta que llegó al cuello, y ahí se detuvo. Notó que el corazón se le aceleraba y se mareó un momento.
– Aquí -indicó casi en un susurro.
Robinson se inclinó hacia él y tocó la tela donde Winter señalaba. Levantó la camisa y la sostuvo contra la tenue luz con los ojos entornados para examinar la textura. El inspector asintió y soltó el aliento en un largo siseo.
– Quizá -comentó-. Creo que puede tener razón.
Winter se levantó y observó el mar. Cada ola parecía alargarse para capturar un trozo de noche y lanzar después la oscuridad a la orilla.
– Es sangre -dijo Winter-. La sangre de Irving Silver.
– No hay mucha -indicó Robinson despacio-. Puede que sólo sea que se cortó al afeitarse. -Se volvió hacia el técnico de la científica-. Recójalo todo con mucho cuidado. -Luego hizo un gesto a los uniformados y ordenó-: Precintad toda esta zona. Podría ser la escena de un crimen.
Simon contempló el océano un momento, sintiendo cómo la brisa marina empezaba a menguar para ceder su lugar a la sofocante noche estival.
– No está aquí -anunció en voz baja.
– ¿Quién? -preguntó Robinson.
– Irving Silver. -Extendió una mano hacia el océano-. Es lo que tiene que parecer. Que se ahogó allí y desapareció. Que se lo tragó el mar. Pero no.
– ¿Dónde está entonces? -quiso saber el inspector.
– En otro sitio, lejos y perdido. Puede que en los Everglades.
– El cadáver en un sitio ¿y la ropa aquí?
– Exacto.
Robinson silbó por lo bajo y fijó también la vista en el océano.
– Sería ingenioso. Nos jodería de verdad. -Vaciló un instante y añadió-: Creo que puede tener razón.
Winter lo miró.
– Dijo que iba a ir a buscarme -soltó-. ¿Por qué?
– Porque últimamente ha empezado a interesarme la historia -respondió Robinson.