Walter Robinson se encontraba a pocos metros de los cuerpos de dos ancianos, hombre y mujer. Estaban el uno al lado del otro, tendidos en la cama conyugal, en un apartamento caro y bien cuidado que daba al mar. El hombre tenía puesto un esmoquin, la mujer, un vestido de noche pasado de moda, largo y de satén blanco hueso. Daban la impresión de una pareja recién llegada de un cotillón de Nochevieja. La mujer estaba cuidadosamente maquillada y llevaba unos pendientes de diamantes que relucían cada vez que el fotógrafo de la policía disparaba. El hombre parecía haberse recortado el bigote, poblado y canoso, y haberse peinado con laca. En el bolsillo de la chaqueta llevaba un pañuelo doblado de seda roja que aportaba una nota de color al traje negro, un detalle que le prestaba un toque de dandi desenfadado incluso después de muerto.
Sobre una mesilla de noche había un tubo de somníferos vacío, junto a dos copas de champán medio llenas. Una botella de Perrier Jouet, con las flores estampadas sobre el vidrio verde, se erguía en solitario en un cubo de plata para hielo.
Ojalá hubieran dejado una nota de suicidio. Sin embargo, la pareja se había preocupado de dejar todo el papeleo importante, pólizas de seguros, copias de sus testamentos, la hipoteca, las cuentas del banco, en un ordenado montoncito sobre la mesa del comedor. En el balcón había una mesa con varias plantas en macetas, y salió a tocar la tierra de cada una de ellas para ver si estaba mojada. Inspiró una profunda bocanada del aire húmedo que precedía al amanecer. Volvió la vista hacia el mar mientras la oscuridad nocturna iba disipándose a medida que transcurrían los minutos para dar paso al amanecer.
Volvió a entrar en la casa. En el dormitorio, el detective jefe estaba tomando notas sobre el doble suicidio, y Robinson se aproximó a él.
– También regaron las plantas -informó.
– Imagino que se ocuparon de todo -dijo el otro policía-. Hasta dejaron un paquete de sobres dirigidos a los familiares y una lista de instrucciones para la funeraria.
– ¿Alguna idea de por qué?
El otro asintió con la cabeza.
– Observa el primero.
Entregó a Robinson un sobre de papel manila y éste extrajo los papeles que contenía. Eran informes y una carta de la consulta de un médico, grapados a un folleto titulado «Entender la enfermedad de Alzheimer».
– Supongo que lo entendieron muy bien -añadió-. No resulta difícil imaginar lo que les aguardaba. Mejor marcharse ahora que intentar luchar contra esa enfermedad perversa.
Robinson sacudió la cabeza.
– Pues no lo entiendo -dijo-. No entiendo que se pueda renunciar a un solo minuto de vida, por muy desgraciada que sea.
– Vaya, ¿y qué tiene de especial la vida?
Robinson iba a contestar cuando le sonó el busca en el cinturón. Fue a la cocina para telefonear.
La operadora del centro de mensajes de Miami Beach tenía una voz grosera y artificial.
– Inspector, tengo dos mensajes. Han llegado casi a la vez.
– ¿Sí?
– Tiene que llamar a la señorita Martínez a su despacho. Y tengo una solicitud urgente de que se reúna con un tal sargento Lionel Anderson, de la policía de Miami City.
– ¿Lionel?
– Me ha dado una dirección: Apartamentos King. Ha dicho que usted ya sabría cuál de ellos. Y que tiene usted un problema con un testigo.
– ¿Un problema?
– Eso ha dicho. No ha especificado qué clase de problema.
Robinson colgó y llamó a Espy Martínez. Cuando ésta contestó, bromeó:
– Hay una canción que dice que hay que trabajar mucho para poder terminar en el turno de noche.
Ella sonrió a pesar del cansancio.
– No quisiera acostumbrarme a ello.
– ¿Has tenido suerte?
– Sí, me parece que sí.
Robinson alzó las cejas con un deje de sorpresa.
– ¿Qué has conseguido?
– Un hombre que conoció a la Sombra durante la guerra.
– ¿Dónde está?
– En Berlín. Es viejo y está enfermo, y tiene una hija que no quiere que hable de esa época con nadie. Sólo está dispuesto a hablar con alguien personalmente.
– Adelante -dijo Robinson impulsivamente-. Ve ahora mismo.
Ella exhaló despacio.
– Eso he pensado yo también.
– Pues ve a hablar con ese hombre. Sea lo que sea lo que descubramos…
– He hecho una reserva. ¿Podrías acompañarme?
– Me encantaría, pero me parece que no. Los jerifaltes jamás me autorizarían un viaje con resultado incierto.
– ¿Tú crees que lo es?
– En este caso nada es lo que parece. Así que ve y habla con él. ¿Puedes volar hoy mismo?
– Esta tarde hay un vuelo que hace escala en Londres. Puedo dormir en el avión.
– A lo mejor te da un nombre, y entonces lo único que tendré que hacer será buscar a ese cabrón en la guía telefónica, conseguir una bonita orden de detención, y todo el mundo podrá volver a su horario normal de trabajo.
– Nada es tan fácil. ¿Qué vas a hacer mientras yo me voy de paseo a Europa?
– Pues en este preciso momento ir a ver a nuestro testigo principal. Me han mandado un mensaje de «hay un problema con Jefferson».
– El maldito señor Leroy Jefferson. ¿Qué tipo de problema?
– No lo sabré hasta que llegue. Lo más seguro es que esté quejándose de que han subido los precios de la cocaína mientras estuvo en la cárcel y quiera responsabilizarme de ello. Voy a verlo ahora mismo. Dime a qué hora llega tu vuelo de regreso e iré a buscarte. ¿Qué era ese tipo, un nazi?
– Nazi y policía.
Robinson sonrió.
– Joder. De eso nos acusan todos los matones que detenemos y todos sus abogados. Será interesante conocer a uno que lo fue de verdad.
Las primeras luces del amanecer parecían perseguirlo por la calle, mientras conducía de la playa a Liberty City en dirección a los Apartamentos King. La rutinaria fatiga de una noche pasada en presencia de una muerte corriente le enlentecía sus reacciones y embotaba el cerebro, casi como un hombre que roza la tasa de alcoholemia permitido, pero sin alcanzarlo. Notaba un ligero mareo que afectaba a su concentración. Deseó haber podido reunirse con Espy Martínez en el aeropuerto, pero comprendió que era algo imposible. Además, sentía un miedo indefinido que parecía orlar sus pensamientos cada vez que se preocupaba por Frieda Kroner y el rabino Rubinstein. Había hecho caso sólo en parte de la sugerencia de Simon Winter respecto de dejarlos sin protección policial. Había ordenado que vigilaran sus apartamentos un par de coches sin distintivos conducidos por agentes de paisano. No sabía si la Sombra los estaba acechando o no, pero sospechaba que sí, de forma metódica y nada impulsiva. Con todo, aunque así fuera, tenía la sensación de estar haciendo progresos: contaba con un dibujo y una descripción, un testigo y una huella dactilar parcial. Aquello bastaba para detenerlo cuando obtuviese un nombre, y eso ocurriría pronto, más después de poner en marcha el plan de Winter para hacer salir a la Sombra de su escondite.
De manera que, si no seguro del todo, por lo menos tenía la impresión de tenerlo todo encarrilado. Bostezó y se frotó la frente mientras bajaba sin prisas por la Vigésima Segunda Avenida y giraba en dirección a la casa de Jefferson.
Lo primero que vio fueron los coches de policía; eso hizo que le desapareciera todo el cansancio de los ojos. Después descubrió la furgoneta de los técnicos de escenas del crimen, lo cual le provocó una descarga eléctrica de ansiedad. Acercó el coche hasta el bordillo con movimientos bruscos y se abrió paso por entre un pequeño corro de curiosos, a los que la clara luz de primeras horas de la mañana prestaba un color pálido y ligeramente desvaído. Saludó con la mano a los agentes uniformados que contenían a la gente en la acera y corrió hacia el bloque de apartamentos. Hizo caso omiso del desvencijado ascensor y prefirió subir a toda prisa por las escaleras exteriores.
Vio a los sargentos Rodríguez y Anderson de pie entre media docena de agentes frente a la puerta del piso de Jefferson. Había varios hombres de paisano trabajando en la zona, uno de ellos con un equipo de toma de huellas dactilares, repasando la puerta.
Anderson lo vio primero y señaló el apartamento con un leve gesto de impotencia.
– ¿Dónde está Jefferson? -preguntó Robinson.
– Dentro -respondió Anderson-. Lo que queda de él.
Rodríguez se hizo a un lado para permitirle entrar.
– Mira por dónde pisas, Walt, amigo. Hay sangre por todos los putos sitios.
La luz que entraba por la entrada arrancaba destellos al armazón de acero de la silla de ruedas. Había una atmósfera sofocante, a calor y sangre, un olor a rancio mezcla del bochorno del verano y el hedor de la muerte. Robinson avanzó despacio hacia el cadáver; se obligó a compartimentar, a ver cada uno de los detalles del cuarto por separado y por entero; los ojos de Jefferson se habían quedado abiertos: había visto su propio asesinato. Robinson sintió un escalofrío y miró la cinta aislante que le rodeaba las muñecas y vio que le habían puesto otra en la boca para que no gritara. El gris de la cinta estaba manchado de rojo por los bordes, acumulado en las comisuras de los labios. Examinó el charco de sangre que manchaba el suelo debajo de la silla de ruedas. Los vendajes que cubrían la rodilla herida de Jefferson estaban rasgados y arrancados; resultaba evidente que Jefferson había conocido el verdadero dolor en sus últimos momentos.
Experimentó una extraña combinación de tristeza y rabia. Sintió ganas de insultar a Jefferson, de sacudirlo por los hombros hasta devolverle la vida. Juró para sus adentros mientras observaba aquel estropicio y toda la seguridad que traía en el coche iba desapareciendo poco a poco.
Se disparó un flash, y Robinson vio que el forense se agachaba junto al cadáver y le levantaba con delicadeza la cabeza para examinar un largo surco escarlata en el cuello.
– ¿Eso es lo que lo mató? -preguntó el inspector.
– Tal vez. Resulta difícil saberlo.
– Entonces, ¿qué?
El forense se incorporó lentamente.
– Opino que se ahogó.
– ¿Que se ahogó? ¿Cómo?
– Si a alguien se le hace un corte determinado en la garganta y se le inclina la cabeza atrás, la sangre cae por las vías respiratorias y va inundando los pulmones. No es una forma agradable de morir. Se tarda varios minutos. La víctima no pierde el conocimiento. Pero por el momento no es más que una suposición. Fíjese. Le han rebanado como si quisieran hacer una obra de arte culinario con él. Un montón de cortes pequeños que no resultan letales.
Un policía que pasaba cerca levantó la mirada.
– ¿Como esos anuncios de televisión que emiten toda la noche? Uno de esos aparatos para la cocina que cortan, rallan, pican… hacen de todo.
Un par de agentes sonrieron y continuaron inspeccionando la habitación.
– Era su testigo, ¿no? -preguntó el forense.
– Así es.
– Pues ya no. ¿Qué era, un caso de drogas? No he visto cosas como ésta desde finales de los setenta, cuando los colombianos y los cubanos discutían por el territorio de la cocaína. Les gustaban particularmente los cuchillos, sobre todo los eléctricos, ya sabe, los típicos que le regala la suegra a uno por Navidad. Los utilizaban para agredirse unos a otros. No es exactamente lo que tenía en mente la suegra.
– No, no es un caso de drogas. Es un asesinato.
– ¿En serio? Yo juraría que era un caso de drogas. No se suele ver a un hombre tan torturado si la idea es sólo cerrarle la boca. Lo normal es meterle una bala y ya está.
– Éste no es un caso normal.
– Bueno, lo que está claro es que alguien se ha divertido de lo lindo haciendo esto. Alguien que disfruta con su trabajo.
Antes de que Robinson pudiera responder, se acercó a ellos otro inspector.
– Oye, Walt, hemos encontrado un poco de cocaína esparcida por ahí. Sólo un poco. Y este tío tenía un largo historial de joder a otros camellos. Quiero decir que, vale, te estaba ayudando, pero seguro que tenía un montón de enemigos en el mundo real. Tíos capaces de desollarlo sin pensárselo mucho. El tío que esperabas que Leroy te ayudara a trincar, ¿sabía lo suficiente como para venir aquí y hacerle esto a este mamón?
– No lo sé. No pensé que supiera nada de Jefferson.
– Bueno, Jefferson salió el otro día en el periódico. A lo mejor eso lo puso sobre aviso.
– Sigo sin entender cómo estableció la relación. Mierda.
– El tipo que estás buscando ¿es negro? ¿De Miami Beach?
– No; blanco. Blanco y viejo.
Al oír eso, un par de detectives que estaban trajinando en la habitación se detuvieron de pronto. Uno de ellos meneó la cabeza con gesto exagerado.
– ¿Y tú crees que un viejo blanco vino aquí, a la selva, en mitad de la noche, e hizo esto? ¡Ni de coña! No es que quiera aguarte la fiesta, Walt, pero ¿un anciano de raza blanca aquí en plena noche?
– Creo que ha sido él.
– Bueno, puede ser. Es posible que una vez cada milenio venga aquí un viejo y consiga irse con el culo intacto. No digo que no pueda ocurrir, pero, Walt, vamos, sé realista. Yo apuesto por los camellos de crack locales. Esto tiene toda la pinta de un ajuste de cuentas.
– ¿Tenéis algún testigo? -inquirió Robinson-. ¿Alguien del edificio vio u oyó algo?
El detective sonrió.
– ¿En los Apartamentos King? ¿Crees que si alguien lo vio correrá a contárnoslo? Ja. Viendo cómo ha quedado el pobre Leroy, ¿crees que habrá muchos interesados en ejercer los deberes del buen ciudadano?
Robinson meneó la cabeza con frustración; su colega tenía razón.
Se apartó de la macabra escena y se apoyó contra una pared. Estaba absolutamente seguro de que la Sombra había entrado en el apartamento y esperado a Jefferson, y de que cada corte que presentaba su cuerpo era como una exótica firma que sólo él era capaz de leer. Reconoció una perogrullada fundamental en las reacciones de los otros policías: no tenía sentido que un anciano de Miami Beach fuera al centro de la ciudad a despanzurrar a un drogadicto de los bajos fondos y aspirante a traficante, pero estaba seguro de que precisamente eso había sucedido. Y también sabía que la muerte de Leroy seguramente saldría impune: nadie se preocupaba mucho de él, ni vivo ni muerto.
Respiró hondo.
Leroy Jefferson está simplemente muerto, se dijo. Los policías zarandearían a unos cuantos chivatos, intentarían enfrentar a una banda contra otra para ver si así obtenían un nombre. «Pero no irán mucho más allá; puede que hagan un pequeño esfuerzo extra por tratarse de un testigo de la fiscalía, pero conocen la mecánica. Cuando uno vive al margen de la sociedad, acepta las cosas como vienen.» Nadie diría que Leroy, el maldito Leroy Jefferson, no había tenido exactamente lo que el cielo le reservaba, sólo que lo recibió un poco más despacio y más dolorosamente de lo previsible. Un disparo desde un coche en marcha habría resultado más conforme a las estadísticas. Se dijo que Leroy Jefferson era un mamarracho, sí, pero a fin de cuentas, había dicho la verdad. Habían estado muy cerca de trincar a aquel asesino cabrón. «¿Podría haberme tocado a mí? -se preguntó de repente-. Si hubiera dado un paso en falso, si me hubiera equivocado al tomar una decisión, podría haber terminado igual: sin traje, sin placa, sin amante, sin futuro.»
Volvió a mirar el cadáver y pensó: «Por mucho que me aleje de esto, siempre estará presente.» Era como contemplar una pesadilla, una que le tocaba mucho más de cerca que aquella pareja de ancianos tumbados apaciblemente en su cama. Trató de imaginarse a sí mismo con Espy Martínez, viejos, juntos y bebiendo champán al tiempo que engullían puñados de somníferos.
Robinson dejó escapar un largo suspiro.
De pronto sintió frío, como si un viento extraño lo hubiera apartado de todos los demás policías que examinaban la habitación. Volvió la vista hacia los ojos abiertos del cadáver y les preguntó: «Estaba esperándote aquí dentro cuando te dejé en el portal, ¿verdad?»
Sabía la respuesta.
Recordó que se había ofrecido a acompañar a Leroy hasta el apartamento, y se imaginó a sí mismo echando mano de su arma en el momento en que la Sombra se abalanzara sobre él. Y se preguntó: «¿Habría logrado salir vivo?»
Pensó que no.
Y volvió a interrogarse: «¿Ese cabrón sería capaz de matar también a un policía?»
Sí. No creyó que a la Sombra le preocuparan las convenciones de la delincuencia, que establecían que matar a un policía era un crimen bastante peor que eviscerar a un camello chivato de la policía.
«Está dispuesto a matar a todo el que perciba como una amenaza.»
Se estremeció y miró alrededor para ver si alguien se había dado cuenta. Sus ojos se toparon con los del sargento Anderson, y por un breve instante los dos se miraron fijamente, hasta que el corpulento policía asintió con un gesto de comprensión. Robinsón respiró hondo y vio que el forense estaba inclinado otra vez sobre el cadáver.
Uno de los inspectores también lo vio.
– ¿Qué le resulta tan interesante, Doc? -exclamó.
El forense era un hombre menudo y con aspecto de ratón de biblioteca, de facciones delicadas y con una calva que relucía de sudor. A veces se ponía a silbar mientras trabajaba en un cadáver, un detalle que hacía sonreír a los inspectores de Homicidios.
– Esta cinta que tiene en la boca -contestó-. Es muy extraña.
– ¿Qué tiene de extraño? -preguntó el inspector. Los otros dejaron lo que estaban haciendo y se giraron hacia él.
– Por un lado, no entiendo por qué hay tanta sangre seca aquí y allá. Si el asesino le puso la cinta en la boca para hacerle callar y después le cortó la garganta para que se ahogase, en fin, toda la sangre estaría donde está la mayor parte. En la boca no habría nada. Por la gravedad, ya saben. Los líquidos corren hacia abajo.
– O sea, ¿qué quiere decir?
– Pues que esta sangre la ha causado otra cosa.
– A lo mejor le dio un puñetazo en la boca antes de ponerle la cinta.
– Puede ser. Pero no hay signos externos de golpes. Tan sólo del cuchillo. -El forense silbó un momento una melodía reconocible de un musical de Broadway. A continuación cogió el borde de la cinta-. No soporto esperar -dijo como para sí-. Nunca lo he soportado, ni siquiera de pequeño. Cumpleaños, navidades, siempre quería ver lo que contenían aquellos paquetes. -Y despegó la cinta de los labios del muerto. El plástico hizo un ruido de succión.
Todos se acercaron. Por un momento el campo visual de Robinson quedó obstaculizado por el forense.
– ¡Vaya! -Éste dio un paso atrás-. En fin, supongo que al asesino no le agradaba nada la conversación de la víctima.
El médico se giró hacia Robinson, el cual vio que sostenía en la mano la lengua de Leroy Jefferson. Se la habían cortado de raíz.
Una vez instalada a bordo del vuelo de Londres a Berlín, Espy Martínez sintió la inevitable tensión de sensaciones contrarias: agotamiento por lo errático de sus horas de sueño y el viaje en avión, y energía por la idea de que estaba haciendo algo que podía ser importante. Su imaginación estaba repleta de éxitos: titulares de prensa y palmadas de felicitación por parte de sus compañeros. Se vio a sí misma y a Walter Robinson unidos por la buena suerte y el éxito profesional, y pensó que aquel sonoro triunfo le permitiría presentárselo a sus anticuados padres, cuyos prejuicios raciales tendrían que doblegarse ante un triunfador aunque fuese negro.
Para ella, la Sombra también representaba un instrumento para su prosperidad personal. Sus deseos de prosperar en el amor y en su profesión eran lo único en que podía concentrarse mientras oía el zumbido de los motores del reactor a través del oscuro cielo de Europa. El hecho de encontrarse a miles de kilómetros de su hogar y del epicentro del caso le resultaba totalmente indiferente. No veía nada singular en haber cruzado medio mundo, tan sólo que había alguien a quien debía entrevistar y que tal vez le facilitara un nombre, y que aquello podía ser lo único que necesitaban ella y Walter Robinson.
A medida que el jet lag empezaba a hacer mella, preparó la lista de preguntas que iba a formular al anciano alemán. No entendía que de alguna manera estaba adentrándose en la historia de las mayores pesadillas vividas por la humanidad. Simon Winter sí lo habría entendido, al igual que el rabino y Frieda Kroner. Walter se había hecho una idea aproximada, pero cuando el avión inició la aproximación al aeropuerto de Berlín él se encontraba en una sala de autopsias de la Oficina del Forense del condado de Dade, observando cómo el médico documentaba cada uno de los numerosos cortes que presentaba el cadáver de Leroy Jefferson, pensando que ya no podía subestimar lo más mínimo al hombre que perseguía.
Cambió un poco de dinero en la terminal y tomó un taxi hasta el hotel Hilton. Pidió al recepcionista que la despertaran a las ocho de la mañana, una hora antes de la cita que había concertado con el enlace policial en Bonn.
Por un momento, antes de meterse en la cama, se asomó a la ventana de la habitación y vio una ciudad moderna extendida bajo un cielo nocturno. Y no se sintió tan lejos de casa.
Timothy Schultz, el enlace policial, la estaba aguardando en el vestíbulo del hotel. Era un hombre corpulento, de cincuenta y tantos, con el pelo cortado al estilo militar y un agradable acento sureño. Nada más verla salir del ascensor, se levantó de un abultado sillón y fue hacia ella con la mano tendida.
– Vaya, señorita Martínez -le dijo-, no sabe qué gusto da conocer a alguien del gran estado de Florida, aunque sea de la peor zona del mismo.
– Me alegro de conocerlo, señor Schultz. Quiero agradecerle otra vez toda su ayuda.
– No ha sido nada. De todas formas, paso la mayor parte del tiempo atendiendo consultas del FBI sobre terroristas, ladrones internacionales de joyas y toda clase de escoria. La consulta que me ha hecho usted ha sido mucho más interesante que lo que suele llegar a través del télex. No me la habría perdido por nada del mundo.
– La hija me dijo que ella iba a hacer de intérprete…
– Bueno, en ese caso me limitaré a ayudarla.
Espy Martínez asintió y fue a decir algo, pero el hombre se le adelantó.
– Ya. Sé lo que está pensando. Piensa que cómo habrá hecho este agradable muchacho de Pensacola para acabar aterrizando aquí, cuando, por la impresión que da, lo más probable es que no sepa ni una palabra de alemán, ¿no es así, señorita Martínez?
– Bueno, yo…
– No es demasiado complicado. Mis abuelos eran inmigrantes alemanes y yo me crié con ellos porque mi padre nos abandonó cuando yo todavía era pequeño. Conservaron el idioma, así que lo aprendí muy temprano. Ahí tiene la explicación.
Empezaron a cruzar el vestíbulo.
– ¿Desea que le haga una visita turística, señorita Martínez? ¿O tiene prisa por hablar con ese anciano antes de que su hija le haga cambiar de idea?
– Señor Schultz, no he venido aquí para hacer turismo.
Él asintió y se encogió de hombros.
– Entiendo -dijo.
Atravesaron la ciudad en coche, y a pesar de los discretos intentos de Espy por concentrarse en la entrevista que la aguardaba, Schultz le fue haciendo de guía todo el camino, señalando los puntos de interés de la ciudad. Pasaron por el lugar donde había estado ubicado el Muro, parques, edificios y un río. Luego pasaron por la Iranische Strasse, donde estaba la sede del Departamento de Investigación Judío, pero dicho edificio había sido sustituido por un moderno complejo de oficinas. Schultz le explicó que Berlín, como muchas ciudades europeas, tenía más vidas que un gato; siglos de construcción la habían vuelto vieja y venerable, hasta que la guerra y las bombas la convirtieron en un montón de escombros. Los cincuenta años transcurridos desde la guerra habían sido de reconstrucción, pero con el obstáculo que supuso el tiempo en que la ciudad estuvo dividida entre el Este y el Oeste. El resultado era una extraña mezcolanza de arquitecturas y diferencias de edad. Rió y le sugirió que se imaginara Miami dentro de cincuenta años.
El antiguo nazi vivía en una zona de viviendas adosadas lejos del centro de la ciudad. Tenía un claro estilo de urbanización de las afueras, ligeramente extranjero, como si fuera una mala copia del concepto norteamericano. Había una insistente uniformidad en las casas: estuco blanco, tejados de pizarra oscura, jardines y setos cuidados, calles limpias. Todo transmitía un orden que la hizo sentirse incómoda.
Schultz se dio cuenta de ello y comentó:
– Debe recordar, señorita Martínez, que a los alemanes les gustan las cosas alineadas y en posición de firmes. Todo está donde debe estar. -Detuvo el coche frente a una de las casas-. Vamos allá -dijo-. Esto va a ser muy interesante.
Estaban a escasos metros de la puerta cuando ésta se abrió unos centímetros, y Espy vio asomarse a una mujer guapísima con actitud titubeante.
– ¿Señorita Wilmschmidt?
La mujer asintió con la cabeza. Hubo un momento de embarazo porque ella no abrió la puerta, como si todavía dudara de lo que estaba permitiendo que sucediera, pero a continuación la abrió del todo y les indicó que entraran.
Era alta, de unos cuarenta años, pero de talle fino, como una modelo, con una melena ondulada y pelirroja ligeramente salpicada de vetas grises que le aportaban más elegancia aún. Usaba unas gafas que colgaban de un cordón sobre una cara blusa de seda blanca. Llevaba falda marrón oscuro con medias oscuras y chaqueta negra. Tenía el aire de una bibliotecaria solterona, una actitud fría, seca y adusta. Cuando Espy y Schultz pasaron al interior de la pequeña casa, dijo:
– Ojalá no estuviera usted aquí, señorita Martínez. Ojalá no estuviera ocurriendo esto.
– Siento molestar, y agradezco de veras cualquier ayuda que su padre…
– Mi padre está enfermo. No sé cómo se dice en inglés. No puede respirar por culpa del tabaco. No sé cómo lo llaman ustedes.
– ¿Enfisema?
– Es posible. No debe alterarse. Espero que lo comprenda.
– Por supuesto. Procuraremos ser breves.
– Muy bien. Tengo que volver a mi trabajo, al banco, después de comer.
– Intentaré no extenderme mucho.
La hija asintió, aunque estaba claro que no se lo creía. En aquel instante se oyó un torrente de palabras en alemán proveniente de la parte de atrás de la casa:
– Maria! Bring sie Herein!
La mujer dudó.
– Ya está alterado -dijo.
– Bring sie Herein!
Maria Wilmschmidt agitó la mano con desgana en dirección a la voz. Espy oyó un violento acceso de tos mientras recorrían el estrecho pasillo de aquella pequeña vivienda de dos dormitorios.
El antiguo nazi estaba tumbado, en bata oscura y pijama, sobre una cama individual de bastidor de madera, situada en un cuarto nada espacioso. Una única ventana, enmarcada por gruesas cortinas blancas, permitía que entrara la grisácea luz del día. En las paredes no había cuadros y los únicos muebles eran la cama, un gastado escritorio marrón y una mesilla de noche llena de medicamentos y una jarra de agua. Junto a la cama había una alta botella de oxígeno con una mascarilla verde claro. En un rincón había un televisor encendido pero sin volumen. El anciano estaba viendo reposiciones de programas norteamericanos. En otro rincón, como si alguien los hubiera dejado tirados allí, había un montón de libros y revistas.
– Señor Wilmschmidt, soy Espy Martínez…
Reparó en el tinte azulado de la nariz del anciano y en el enrojecimiento de sus mejillas, debido a unos vasos sanguíneos privados de aire. Él emitió un áspero jadeo al indicarle con la mano que se adelantara. Martínez vio que tenía manos grandes y dedos largos y aristocráticos, aunque con manchas de nicotina en las uñas. En otro tiempo aquel hombre había sido grande y corpulento, pero la enfermedad que le había robado el aire se había cebado también con su cuerpo, a tal punto que la piel le colgaba flácida, lo cual a ella le dio la impresión de que estaba siendo devorado desde dentro por su propia dolencia.
– Maria, bring Stühle für die Gaste! [¡Trae sillas para los invitados!] -Tosió.
Mientras la hija lo hacía, Espy pensó que aquel hombre era de los que nunca pedían: sólo ordenaba. En un momento la hija volvió con tres sillas plegables que dispuso alrededor de la cama.
Martínez tomó asiento y, tras hacer un gesto con la cabeza a la hija para que tradujera, empezó:
– Señor Wilmschmidt, estoy investigando varios asesinatos cometidos por un hombre conocido antiguamente en Berlín como la Sombra. No conocemos su identidad actual, así que estamos buscando a alguien que pueda haberlo conocido y decirnos algo de él.
La hija tradujo solícita.
El anciano asintió con la cabeza.
– De modo que aún sigue matando -repuso.
– Sí -dijo la fiscal tras oír la traducción.
– No me sorprende. Er hat sein Handwerk gut gelernt [Había aprendido bien su oficio].
– ¿Quién lo entrenó?
El anciano vaciló un instante y luego sonrió.
– Yo.
Se produjo una pausa de sorpresa, tras la cual la hija dio un respingo y habló rápidamente en alemán con su padre:
– ¡No deberías hablar de esto! ¡No va a traer nada bueno! ¡Tú te limitabas a cumplir órdenes! ¡Hiciste lo mismo que hacían los demás, no eras distinto! ¿Por qué quieres ayudar a esta gente? ¡No va a traer nada bueno!
Espy dirigió una mirada a Schultz, pero éste estaba escuchando atentamente la respuesta del anciano.
– Sólo porque cumpliera órdenes, ¿crees que no significa nada?
La hija sacudió la cabeza con desesperación.
El viejo se volvió hacia Espy:
– Mi hija se avergüenza del pasado y eso la convierte en una persona atemorizada. La preocupa lo que puedan pensar los vecinos, sus compañeros del banco y el resto del mundo. Pero yo no tengo tanto tiempo y no me preocupo en absoluto. ¡Hicimos lo que hicimos! ¡El mundo tembló y se alzó contra nosotros! De modo que fuimos derrotados, pero las ideas no han muerto. Con independencia de que fueran acertadas o no, siguen aún vivas. Ustedes los americanos deberían entenderlo mejor que nadie. ¿Usted lo entiende, señorita Martínez?
– Naturalmente -replicó ella tras oír la traducción.
– ¡Usted no entiende nada! -El anciano lanzó un bufido, el cual se transformó en un prolongado acceso de tos-. No puede entenderlo -añadió con un leve gruñido y una sonrisa torcida-. ¡Yo era policía! Yo no hacía las leyes, sólo las hacía cumplir. Cuando las leyes cambiaban, yo hacía cumplir las leyes nuevas. Si las leyes cambiaban al día siguiente, yo también cambiaba al día siguiente.
Espy no respondió, aparte de pensar que el viejo ya se había contradicho a sí mismo.
El anciano volvió a toser y buscó la mascarilla de oxígeno. Se oyó un siseo cuando abrió la botella y aspiró varias bocanadas largas.
Observó a Espy por encima de la mascarilla.
– Así que la Sombra está vivo y continúa trayendo la muerte. Ya lo sabía. Lo sabía sin que usted me lo dijera. Llevo años sabiéndolo. Yo fui el último del grupo que lo vio, pero en aquel momento supe que no iba a morir. ¿Será usted quien lo mate, señorita Martínez?
– No. Yo sólo quiero detenerlo y llevarlo ante un tribunal…
El viejo negó violentamente con la cabeza.
– Para la Sombra no hay leyes, señorita Martínez. Para usted y para mí, sí. Pero para él, no. Contésteme otra vez, señorita Martínez: ¿será usted quien lo mate?
– No. Será el Estado.
El anciano soltó una carcajada. Un sonido quebradizo en aquella pequeña habitación.
– Ya, lo mismo dijeron de nosotros.
– No es lo mismo.
El viejo volvió a reír, burlándose de ella.
– Claro que no.
Espy lo miró fijamente.
– Dijo que iba a ayudarme -le recordó tras un tenso silencio.
– No. Le dije que le hablaría de la Sombra. Llevo muchos años esperando a que venga alguien a preguntarme por él. Sabía que iba a ocurrir antes de morir, pero no sabía quién iba a ser. A veces he pensado que a lo mejor venían judíos, quizá los que todavía andan buscando a los viejos. O tal vez un periodista, un estudiante o un erudito, alguien que se dedique a estudiar estas cosas grandes y malvadas. Alguien que quiera saber acerca de la muerte. Eso es lo que pensé. Lo he esperado todos los días. Cada vez que sonaba el teléfono me decía: aquí está. Si alguien llamaba a la puerta, pensaba: por fin han dado conmigo y vienen a buscar información. Incluso conforme pasaban los años, señorita Martínez, estaba cada vez más seguro de que vendría alguien.
– ¿Por qué?
– Porque un hombre como la Sombra no puede existir en silencio.
– ¿Le enseñó usted?
Klaus Wilmschmidt le clavó la mirada. Alargó lentamente la mano hacia la mesilla de noche, abrió un cajón y extrajo una daga fina y de empuñadura negra, con una calavera de la muerte como adorno en la empuñadura. Movió la hoja con cautela dejando que el dedo le resbalara por el acero.
– Esto se usaba con fines ceremoniales, señorita Martínez. El cuchillo de un asesino era más grueso y de doble filo, con una empuñadura más ancha para poder girarlo con más facilidad. -La miró fijamente-. ¿Sabe cuántas maneras hay de matar a un hombre con un cuchillo, señorita Martínez? ¿Sabe que desde atrás es diferente -movió despacio la daga de derecha a izquierda- que por delante? -De repente la movió hacia arriba y la giró rasgando el espacio que los separaba.
Espy no dijo nada y el viejo rió otra vez.
– ¿No cree que eso haría de usted una mejor policía, señorita Martínez?
– ¿El qué?
– Cuanto más sepa de la muerte, mejor se le dará detectarla. A mí me sirvió. Y también a otros muchos como yo. Imagino que usted conocerá a varios hombres como yo, señorita Martínez. Lo que pasa es que no siempre resulta agradable admitirlo. -Y lanzó otra carcajada-. Debo de parecerle un viejo terrible -añadió y, al ver que su hija vacilaba al traducir, le lanzó un gruñido haciendo gestos con el cuchillo-. Y puede que lo sea. Pero voy a contarle una historia acerca de la Sombra, y luego podrá hacer con ella lo que quiera.
– Tal vez fuera mejor que yo le hiciera preguntas… -repuso Espy, pero una mirada fiera del enfermo la acalló. La hija consiguió intercalar unas palabras en alemán y después calló también bruscamente.
– Ich erzähle Ihnen jetzt die Geschichte [Voy a contarle la historia] -dijo el anciano. Llevó la mano a un costado y cogió de nuevo la mascarilla, se la puso sobre la cara y aspiró profundamente.
– Corría el año 1941 cuando fui transferido a la sección Ciento una, y acababa de ser ascendido al rango de sargento. ¡Sargento! No estaba nada mal para ser el hijo de un carbonero cuya esposa tenía que trabajar de lavandera para poder llegar a fin de mes. Mi hija no sabe nada de mis padres, porque murieron en un bombardeo aéreo en el cuarenta y dos. -Miró fijamente a su hija-. Du weisst ja was Seide ist [Tú conoces la seda] -dijo con dureza-. La seda y los coches Mercedes, gracias a tu banco internacional. Conoces el dinero. ¡Nosotros no conocíamos nada de eso! ¡Yo me crié pobre y moriré pobre!
La hija no tradujo aquello, pero Schultz sí, en voz baja. Espy vio que el rostro de la mujer se contraía y comprendió que estaba recreando un viejo dolor privado entre padre e hija.
– Tú no te preocupes -continuó el antiguo nazi-, y así tampoco me preocuparé yo.
Apartó la vista de su hija y volvió a enfocarla en Espy.
– En aquella época había transportes de continuo. Hacían redadas a diario. En ocasiones, dos veces al día.
– ¿Redadas?
– De judíos. Los transportaban al Este, a los campos. -Sonrió-. Aquellos trenes siempre eran puntuales.
Espy intentó poner cara de póquer.
– ¿Y la Sombra?
Klaus Wilmschmidt volvió el rostro y sus ojos buscaron la ventana. Se quedó mirando el cristal.
– No veo nada -se quejó amargamente-. Estoy aquí tumbado y lo único que puedo ver es una esquina de la casa de al lado y un trozo de cielo. No hay luz -añadió con súbita agitación y una vez más cogió la mascarilla al sentir que le faltaba el aire.
Luego se volvió hacia Espy.
– La Sombra estaba en la oficina del mayor, quien me llamó. El mayor sabía que él era distinto. Yo sólo vi a un muchacho vestido como un obrero, con botas gruesas, pantalón de lana y chaqueta. Llevaba un sombrero calado, de tal modo que costaba verle la cara. Entonces, el mayor me dijo: «Este judío nos ayudará a atrapar a otros judíos», y yo lo saludé. Era algo que ya me esperaba. Pero lo que vino a continuación fue inusual, porque el mayor se giró hacia el judío y le dijo: «Willem, tú eres judío, ¿no es así?», como si estuviera de broma. Y el muchacho, que tendría unos veinte años, hizo una mueca como si fuera una bestia del zoo. Estaba lleno de rabia y rebeldía. Y pasados unos momentos contestó: «¡Sí, Herr Mayor, soy judío!» Y el mayor se echó a reír y me dijo: «Willem no es muy judío, sargento, sólo un poquito. ¿Cómo de poquito, Willem?» Y el chico respondió: «Por mi abuela, la muy maldita.»
El anciano hizo una pausa y miró a Espy.
– Usted es una mujer de leyes, ¿correcto?
– Así es. Soy abogada y fiscal…
– ¡Ustedes no tienen leyes como las que teníamos nosotros! ¡Las leyes de la raza! -Rió-. ¡Pobre Sombra! Con una abuela medio judía que renunció a su religión al casarse antes de la guerra. Y que murió antes de que naciera él. Qué terrible broma, ¿no lo cree así, señorita Martínez? Una mujer a la que él no había llegado a conocer le puso su sangre en las venas, y por eso él tenía que morir. ¿Acaso no es una broma macabra? ¿No ve en ello la mano del diablo jugando con el pobre Sombra?
Hizo una pausa como si aguardara una respuesta, pero ella no contestó, así que continuó:
– Entonces el mayor me dijo: «Willem puede sernos de gran utilidad. Nos encontrará judíos. Y también hará otras cosas para mí. ¿No es así, Willem?» Y el muchacho contestó: «Sí, Herr Mayor.» No sé, pero yo sospeché que el mayor lo conocía de antes y que había tenido relación con él. Pero no se lo pregunté, y el mayor me ordenó que lo entrenara. En vigilancia, persecución, armas, detección. Que incluso le enseñara algo de códigos. Y también a hacer falsificaciones, para lo cual tenía muy buena mano. «¡El chico ha de aprender a ser un Gestapo!» ¡Un judío! De modo que le enseñé y, ¿sabe?, señorita Martínez, jamás un maestro ha tenido un alumno como él.
– ¿Por qué?
– Porque en todo momento tenía presente que podían subirlo al siguiente transporte. Y porque sentía un odio profundo y total.
– Pero por qué el mayor…
– Porque el mayor era un hombre inteligente. ¡Un hombre brillante! Todavía hoy hago el saludo cuando me acuerdo de él. Su trabajo consistía en buscar judíos, pero sabía que le sería muy útil tener a un hombre como la Sombra, aunque tuviese rastros de sangre judía en las venas, bien entrenado y siempre dispuesto para cualquier tarea. ¿Que quería robar un documento? ¿Asesinar a un rival? Nadie mejor que la Sombra para cualquier trabajo sucio que necesitara el mayor. Porque, señorita Martínez, ¡ la Sombra ya estaba muerto! Como lo estaban todos los judíos. Y sabía que debía la vida solamente a sus capacidades especiales.
El viejo nazi sonrió de nuevo.
– Fuimos asesinos, señorita Martínez, él y yo. Maestro y alumno. Pero él era muy superior a mí… -Se pasó una mano por la frente-. Yo me sentía culpable, en cambio él no.
Hizo otra pausa.
– Era nuestro asesino perfecto, ¿y sabe otra cosa, señorita Martínez?
– ¿Qué?
– La Sombra disfrutaba de verdad con su trabajo. Detrás de todo su odio, le encantaba dar muerte a quienes culpaba de la sangre sucia que corría por sus venas.
– ¿Qué fue de él?
Klaus Wilmschmidt afirmó con la cabeza.
– Era muy listo. Robaba diamantes, oro, joyas, lo que fuera. Robaba a la gente que encontraba y después se encargaba de su muerte. Es que, señorita Martínez, sabía que su propia existencia dependía de su capacidad para detectar judíos y ejecutar los encargos especiales del mayor. A medida que iba disminuyendo el número de judíos a cazar, en el cuarenta y tres y el cuarenta y cuatro, su propia existencia fue volviéndose más precaria. De modo que tomó precauciones.
– ¿A qué se refiere?
– Adoptó medidas para sobrevivir, señorita Martínez. Todos lo hicimos. Ya nadie creía en nada. Cuando uno oye a la artillería rusa, cuesta trabajo creer. Pero nosotros lo sabíamos mucho antes de eso. Cuando uno ha ayudado a fabricar las mentiras, señorita Martínez, es de tontos creérselas uno mismo.
– ¿Y la Sombra?
– Él y yo teníamos un pacto, un acuerdo de beneficio mutuo. De lo que él robara, yo recibía la mitad. Y papeles. Era todo un falsificador, señorita Martínez. Yo me encargué de conseguir los sellos e impresos necesarios para que, llegado el momento, pudiéramos desaparecer, convertirnos en algo nuevo. Yo iba a ser un soldado de la Wehrmacht, herido en el frente occidental y discapacitado. ¡Un hombre honorable! Un soldado que sólo había obedecido órdenes y que ahora deseaba regresar a su casa en paz. No de la Gestapo. Y así, un día, cuando todo terminó, me convertí en ese hombre. Me entregué a los británicos.
– ¿Y la Sombra?
– A él no iba a resultarle tan fácil, pero era más listo que yo. Se puso a buscar un hombre en el cual convertirse. Lo buscaba todos los días.
– No entiendo.
– Una identidad diferente. Un judío, como él mismo. De aproximadamente la misma edad, estatura, formación. Con el mismo color de pelo. Y cuando lo encontró, no lo subió a un transporte, aunque eso es lo que se leía en los documentos. Lo mató él mismo y se apropió de su identidad. Empezó a hacer régimen a rajatabla…
– ¿Régimen?
– ¡Sí, dejó de comer para transformarse! Y también se tatuó un número en el brazo, como hacían en los campos de concentración. Y luego, un día, desapareció. Una decisión sensata.
El anciano volvió a reír, lo cual le provocó un acceso de tos.
– Fue muy sensato porque aquel día al mayor, su protector, lo sorprendieron los bombardeos borracho y dormido, y no pudo correr al refugio. Así que cuando por fin despertó… ¡ya iba camino del infierno!
De nuevo se ahogó con la risa. Buscó el oxígeno y sonrió a Espy Martínez.
– Un buen plan. Sospecho que se cosió el dinero al abrigo. ¡Era un hombre rico! Probablemente se dirigió al oeste, hacia los Aliados. Eso hice yo. No queríamos ser interrogados por los rusos. Pero los americanos, como usted, y los ingleses todavía deseaban ser justos. Y si uno acababa cayendo en sus manos, con la historia de que había escapado de un campo de concentración, medio muerto de inanición y con un tatuaje en el brazo, ¿acaso no iban a recibirlo con los brazos abiertos? ¿No le creerían?
Espy no contestó. Tenía la garganta tensa y seca. En aquella pequeña habitación parecía flotar una enfermedad diferente de la que devoraba el cuerpo del viejo nazi. Experimentó una sensación de espesor, de opacidad, como si para abrirse paso por la historia que narraba el anciano le hiciera falta una cuchilla, y no tenía ninguna.
– De manera que escapó, ¿verdad? -lo animó a seguir.
– Escapó. No me cabe ninguna duda. Yo mismo escapé haciendo algo muy parecido.
Ella arrugó el entrecejo.
– De modo que así es como llegó a ser lo que es ahora -dijo, y de improviso introdujo la mano en su bolso y sacó una copia del retrato robot hecho con la ayuda de Leroy Jefferson. Se lo pasó al anciano, el cual lo sostuvo delante de sí. Al cabo de un segundo de contemplarlo, lanzó una carcajada áspera y chillona. Agitó el retrato y dijo:
– Es ist so gut, dich zu sehen, mein alter Freund! [¡Cuánto me alegro de verte, viejo amigo!] -Y miró a la joven fiscal-. Está menos cambiado de lo que hubiera creído.
Ella asintió.
– Me ha hablado usted del pasado -dijo-. ¿Cómo puedo encontrarlo hoy en día.
Klaus Wilmschmidt se recostó en las almohadas sin dejar de mirarla. Alzó una mano y señaló los medicamentos, el oxígeno y su propia persona.
– Me estoy muriendo, señorita Martínez. El dolor me acosa sin cesar y sería capaz de contar las inspiraciones que me quedan.
Maria Wilmschmidt sollozó levemente al traducir.
– ¿Existe un Cielo, señorita Martínez?
– No lo sé.
– Puede que sí o que no. Hubo un tiempo en que participé en cosas terribles. Cosas que usted no puede entender siquiera. Por la noche oigo gritar, veo caras en estas paredes, fantasmas dentro de esta habitación tan pequeña, señorita Martínez. Están aquí conmigo. Y cada día más. Me llaman, y muy pronto intentaré tomar aire y no podré. Cogeré el oxígeno, pero no me servirá. Y entonces me asfixiaré y moriré. Eso es lo que me queda.
Calló unos momentos para recobrar fuerzas.
– De modo que me pregunto: ¿puedo morirme con lo que sé de ese hombre? Dígame, señorita Martínez, ¿conoceré la paz ahora que he hablado de él y de lo que ambos hicimos?
– No lo sé -respondió ella, pero sí lo sabía.
El anciano parecía menguar, como si la noche y la niebla del pasado lo envolvieran poco a poco. Su respiración se hizo rasposa, errática.
– ¿Encontrar a la Sombra? Eso no puedo hacerlo, señorita Martínez.
– Pero…
– Pero sí sé cómo se llama el hombre en que se convirtió.
– ¡Dígamelo! -exigió Martínez, como si necesitara saberlo antes de que el anciano volviera a toser.
Él sonrió, y adoptó una expresión no muy distinta de la calavera que adornaba la daga que había empuñado poco antes.
– Sí -dijo-. Puedo decirle el nombre. Y también puedo decirle algo más.
– ¿El qué?
El moribundo Klaus Wilmschmidt respondió en un susurro:
– Ich weiss was für eine Nummer der Schattenmann auf seinem Arm hat…
La hija del anciano calló un instante y aspiró con aspereza antes de traducir en voz baja:
– Dice que conoce el número que la Sombra se tatuó en el brazo.