Simon Winter estaba sentado junto al teléfono, marcando con un dedo los dígitos de aquella difícil llamada. Aunque la luz del sol de mediodía era espléndida, tenía la sensación de estar a punto de entrar en una habitación a oscuras sin saber dónde está el interruptor. No había dormido mucho, sólo un par de horas con intermitencias y pesadillas. El cansancio se mofaba de él, entorpeciendo sus movimientos. Miró otra vez por la ventana, a través del patio, donde una ligera brisa hacía vibrar la cinta amarilla de policía. Aquella tira de plástico, junto con un letrero rojo («Escena de un crimen – No pasar») pegado a la puerta de Sophie Millstein, eran la única indicación externa de lo que había ocurrido la pasada noche.
No sabía si estaba iniciando o finalizando algo, pero se consideraba obligado a hacer aquella llamada. Se sentía aturdido, casi mareado, pero intentó concentrarse cuando oyó la señal en el otro extremo.
Le respondió un distante «¿Sí?»
– ¿Es usted el rabino Chaim Rubinstein? -preguntó Winter.
– El mismo. Fui rabino pero ahora estoy retirado. ¿Y usted es…?
– Me llamo Simon Winter. Soy… -intentó pensar exactamente quién era- soy un amigo de Sophie Millstein.
– Siento informarle que Sophie ha muerto. -La voz del rabino sonó singularmente fría-. Fue asesinada anoche por un atracador. Un hombre que entró en su casa en busca de dinero para drogas. Eso es lo que pone el periódico.
– Lo sé. Soy su vecino.
– Entonces usted debe de saber más que yo. Y que los periódicos. ¿Qué quiere?
– La señora Millstein vino a verme apenas unas horas antes de su muerte. Estaba asustada y tenía la intención de contarle a usted algo. A usted y a dos amigos, el señor Silver y la señora Kroner. ¿No habló con usted ayer noche?
– No, no hablé con ella. ¿Contarnos algo? ¿Sabe qué era? -La voz del rabino se elevó ligeramente, impulsada por una súbita inquietud.
– Que había visto… -Se corrigió-: Que creía haber visto a un hombre al que llamó…
El rabino le interrumpió:
– Der Schattenmann.
– Sí, exacto.
Hubo un silencio en la línea.
– ¿Rabino? -preguntó Winter.
Winter percibió una tensa vacilación antes de que el rabino pronunciase una frase lapidaria:
– Acabará matándonos a todos.
El rabino Chaim Rubinstein vivía en un modesto piso de un edificio enclavado en la acera equivocada de Ocean Drive, puesto que sus vistas al mar quedaban casi completamente bloqueadas por dos edificios más grandes e imponentes. Winter vio que incluso desde los mejores apartamentos sólo se podía vislumbrar una fina línea azul pálido. Por otra parte, no había nada que distinguiese al viejo edificio de las docenas iguales que se alzaban por doquier en Miami Beach, extendiéndose por Fort Lauderdale y Delray hasta Palm Beach, excepto su nombre: The Royal Palm. Por supuesto, no había nada de realeza en el edificio, ni ninguna alta palmera, excepto una pequeñita que, plantada en una maceta, se inclinaba en el vestíbulo.
Winter subió en el ascensor hasta el sexto piso y salió a un pasillo. Una música irritantemente insulsa sonaba por los minúsculos altavoces de un hilo musical instalado en el techo. El pasillo mostraba una uniformidad deprimente: alfombra beis, empapelado floreado en las paredes, una serie interminable de puertas blancas que se distinguían sólo por los números de latón dorado que tenían en el centro.
Llamó a la puerta del 602 y esperó. Escuchó cómo quitaban los cerrojos y la puerta se abrió unos centímetros, asegurada con una cadena.
– ¿Señor Winter?
– ¿Rabino?
– ¿Puede mostrarme alguna identificación que incluya una foto suya?
Simon asintió y le enseñó su permiso de conducir.
– Gracias -dijo el rabino tras examinarlo. Cerró la puerta y quitó la cadena. Luego la abrió.
– Pase. Gracias por venir.
Se estrecharon la mano. Rubinstein era un hombre bajo y delgado, pero de ojos vivaces. Lucía una enmarañada melena gris que le caía por encima de las orejas, y unas gafas de montura negra ajustadas en la punta de su nariz. Observó a Winter un momento y luego lo condujo al salón.
La anciana pareja estaba sentada en un sofá blanco, detrás de una mesilla de cristal, esperándole. Se levantaron cuando entró.
– Le presento al señor Irving Silver y la señora Frieda Kroner -dijo el rabino.
Winter se adelantó y les estrechó la mano. La señora Kroner, de complexión robusta, vestía pantalones blancos y un jersey voluminoso que la hacía parecer que doblase en tamaño al rabino. Se sentó enseguida otra vez y le sirvió una taza de café. Silver era un hombre bajo y rechoncho, casi calvo, y empezó a tamborilear nerviosamente los dedos sobre la rodilla cuando volvió a sentarse en el sofá. Winter miró alrededor disimuladamente. Vio unas estanterías llenas de libros y rápidamente leyó algunos títulos. Había algunos en hebreo, muchos versaban sobre diversos aspectos del Holocausto, y también había algunas novelas de misterio. El rabino le miró con el rabillo del ojo y dijo:
– Ya ve, paso la mayor parte del tiempo estudiando y aprendiendo, señor Winter. Intento comprender aquellos acontecimientos de los que formé una minúscula parte. Es a lo que dedico mi retiro. Pero a veces también me gusta leer algo de Stephen King. Sus obras no son tan terribles. Todos los monstruos sobrenaturales y las cosas malvadas que escribe no existen en la realidad, ¿sabe? No son reales y, aun así, hace que lo parezcan y por ello son más interesantes. A todos nos gusta un buen susto de vez en cuando, ¿no es así? Es entretenido.
– Supongo -repuso Winter.
– Algunas noches es más fácil leer novelas de terror salidas de la imaginación y la fantasía de un hombre, que estudiar los horrores ocurridos en la realidad -dijo señalando la hilera de libros acerca del Holocausto.
El viejo detective asintió.
– O que aún suceden -añadió el rabino, y le indicó que se sentase en una silla.
La señora Kroner le alargó la taza de café solo. No le preguntó si le apetecía azúcar o crema. Irving Silver se removía en su asiento y se inclinaba hacia delante. Su mano temblaba ligeramente cuando depositó nerviosamente su taza en la mesilla. Winter vio una lívida contención en el rostro de Silver cuando miró al rabino con gesto de apremio. El rabino asintió y luego preguntó:
– Entonces, explíquenos, señor Winter. Explíquenos lo que Sophie le contó a usted.
El rabino tenía una voz extraña, de aquellas que empiezan en tono grave y van agudizándose con cada palabra, de modo que al final de su pregunta su voz era aguda e insistente.
– Sólo puedo repetirle lo que ya le conté por teléfono, rabino. Acudió a mí presa del pánico. Creía haber visto a aquel hombre que ella recordaba de hace cincuenta años. Sentía que era responsabilidad suya prevenirles a ustedes tres. Y después, horas más tarde, fue asesinada…
– Sí, el yonqui -interrumpió Silver. Su voz era estridente-. ¿No es así como llaman a los drogadictos? Lo hemos leído en el periódico. También lo han dicho en las noticias del mediodía. ¡Forzó la entrada, entró y luego la mató para robarle su dinero! La policía le está buscando. ¡No hacen mención alguna de Der Schattenmann!
El rabino fulminó con la mirada a Silver y preguntó a Winter:
– Entonces, qué seguridad tenía Sophie, que en paz descanse, acerca del hombre que vio.
Winter dudó antes de responder, viendo la ansiosa expectación reflejada en los tres rostros. Tenía la impresión de estar adentrándose en un argumento ya iniciado y cuyas claves él desconocía, lo cual era precisamente el caso.
– Al principio, cuando llamó a mi puerta presa del temor, parecía muy segura de ello. A medida que se fue calmando también pareció menos segura.
Fue interrumpido bruscamente:
– ¿Lo veis? -exclamó Irving Silver-. ¡Ella no estaba segura! ¡Ninguno de nosotros lo sabe con seguridad!
El rabino movió la cabeza lentamente.
– Por favor, Irving, deja que el señor Winter termine. Tenga paciencia con nosotros, señor Winter. Nos cuesta creer que ese hombre esté aquí.
– Tendría que estar muerto -dijo Silver-. Y en caso contrario, ¿por qué está aquí? ¡No, él tiene que estar muerto! ¡No puede haber sobrevivido!
Frieda Kroner frunció el ceño al señor Silver. Luego habló con un ligero acento alemán.
– ¡Él está aquí, viejo chocho! ¿Dónde más podría estar?
– Pero nosotros somos la gente que él una vez…
– Así es -dijo ella fríamente-. Hace tiempo mató a muchos de nosotros y ahora lo está haciendo de nuevo. Era de esperar. ¿Por qué te sorprende? ¿Acaso crees que un hombre que odia tanto se detiene alguna vez? Pobre Sophie. Cuando él la vio, ya no tuvo ninguna oportunidad. Nadie la tuvo nunca.
Una lágrima resbaló por su redonda mejilla. Se reclinó en el respaldo del sofá, con los brazos cruzados sobre su amplio pecho, y rompió en quedos sollozos.
Winter alzó una mano.
– Señora Kroner… no hay ningún indicio de que otra persona, aparte del sospechoso que la policía está buscando, esté implicada en la muerte de Sophie…
– Si él la vio, él la mató. Y eso es lo que sucedió.
La mujer habló con amarga rotundidad, obligando a Winter a dudar. Un cúmulo de preguntas se agolpó en su mente, mientras se aconsejaba ir con pies de plomo, paso a paso.
– Había una carta. Sophie me dijo que un tal Herman Stein se había suicidado. ¿Él también había visto a ese hombre?
De nuevo se produjo un silencio.
El rabino asintió con la cabeza levemente.
– Lo hablamos, pero no nos pusimos de acuerdo. Cuesta mucho creerlo.
– ¿Conserva usted la carta?
– Sí. -Alargó el brazo y cogió La destrucción de los judíos europeos, de Raul Hilberg, que descansaba junto al servicio de café. La carta estaba en el interior del libro. Se la entregó a Winter, que rápidamente leyó:
Rabino:
Tengo noticias suyas a través del rabino Samuelson del templo Beth-El. Él fue quien me dio su nombre y me dijo que usted había sido en otro tiempo berlinés, como yo fui hace muchos, muchos años.
Tal vez recuerde a un hombre que conocimos en aquellos tristes días: Der Schattenmann. Fue quien descubrió a mi familia cuando nos ocultamos en la ciudad en 1942. Él se quedó observando cómo nos deportaban a Auschwitz.
Pues bien, suponía que ese hombre había muerto, junto con los demás. ¡Pero no es así! Hace dos días asistí a una gran reunión de la Asociación de Copropietarios de Surfside y le vi entre el público, ¡sentado dos filas detrás de mí! Él está aquí. Estoy completamente seguro.
Rabino, ¿a quién debo llamar?
¿Qué debo hacer?
No está bien que este hombre siga vivo y me siento en la obligación de hacer algo. Las preguntas oscurecen mi mente y la nublan de temores. ¿Puede usted ayudarme?
La carta manuscrita estaba firmada por Herman Stein, e incluía su dirección y número de teléfono.
Simon alzó la vista.
– ¿Cuándo llegó esta carta?
– Tres días después de la muerte del señor Stein. Desde Surfside, que no está lejos, no es Alaska ni el polo Sur, pero el servicio postal no entregó la carta hasta tres días después de que fuera franqueada. Así es como sucedió. -Los labios del rabino temblaron ligeramente-. Y ya era demasiado tarde para ayudar al pobre señor Stein.
– ¿Y usted qué hizo?
– Me puse en contacto con la policía. Y llamé al señor Silver y la señora Kroner, y por supuesto a su vecina.
– ¿Y qué dijo la policía?
Hablé con un detective que se quedó una fotocopia de la carta, pero me explicó que el señor Stein, al que yo no conocía, vivió solo muchos años y todos sus vecinos estaban preocupados por él porque últimamente se lo veía muy triste y alicaído. Hablaba solo…
– Actuaba como un chiflado, como si ya no le importara vivir -dijo Frieda Kroner.
El rabino asintió.
– El detective me contó que el señor Stein escribió una nota de suicidio antes de dispararse y que eso era todo. No podía ayudarme más. Era un hombre agradable, aquel detective, pero creo que estaba demasiado ocupado con otros asuntos más urgentes. Me mostró la nota de suicidio del señor Stein.
– ¿Se acuerda qué ponía?
– Por supuesto. ¿Cómo podría olvidarme de una cosa así? Conservo aquellas palabras en mi memoria. Era una sola frase: «Estoy cansado de vivir, echo de menos a mi amada Hanna y por eso ahora voy a reunirme con ella.» Se disparó en medio de la frente.
– ¿La frente?
– Eso me dijo el detective. Aquí. -Se golpeó ligeramente encima del entrecejo.
– ¿Está usted seguro? ¿Leyó usted el informe del detective acerca de la escena del crimen? ¿Le mostraron alguna fotografía? ¿Vio el protocolo de la autopsia?
El rabino alzó una ceja ante la rápida batería de preguntas.
– No. Simplemente me lo dijo. No me mostró nada. ¿Un protocolo?
Simon Winter fue a formular otra pregunta, pero se detuvo. Pensó: «La frente, no la sien.» Tampoco la boca, como había escogido él en aquellos momentos que ya le parecían tan lejanos. Intento visualizarse sosteniendo una pistola en esa posición, contra el entrecejo. Era extraño, no imposible ni improbable, pero era extraño. Y ¿por qué alguien cometería un suicidio extraño? Probablemente el rabino había entendido mal la explicación del detective.
El rabino le miró con ceño.
– ¿Usted entiende de estas cosas, señor Winter?
– Sí. Durante veinte años fui policía de la ciudad de Miami. Me retiré a Miami Beach hace unos años. Ya hace mucho tiempo de eso, pero sí, aún entiendo de estas cosas, rabino.
– ¿Era policía? -Silver se asombró-. ¿Y ahora?
– Ahora sólo soy un anciano más en Miami Beach, señor Silver.
El rabino dejó escapar un bufido.
– Por eso Sophie acudió a usted.
– Sí, supongo. Ella estaba asustada y sabía que yo tengo un revólver. -Inspiró hondo-. Pensó que tal vez yo podría ayudarla.
– Yo también quiero un revólver. ¡Y creo que todos deberíamos procurarnos uno para defendernos! -dijo Silver desafiante.
– ¿Y qué sé yo de armas? -terció Frieda Kroner-. ¿Y qué sabes tú, viejo loco? Lo más probable es que acabaras pegándote un tiro, o a tu vecino, o al chico de los recados de la farmacia que te trae la medicación para el corazón.
– ¡Sí, pero tal vez le dispare primero a él, cuando venga a por mí!
Esta afirmación produjo un denso silencio en la habitación.
Simon observó atentamente los tres rostros que tenía ante él.
El rabino parecía exhausto por el temor y la tristeza. Los ojos de la señora Kroner reflejaban una mezcla de desesperación y desafío, mientras que Silver, con su carácter irascible, ocultaba el miedo que sentía.
– Tiene que perdonarnos, señor Winter -dijo el rabino-. Sophie era nuestra amiga y estamos de duelo por ella. Pero también estamos muy preocupados, y ahora creo que también asustados.
– No tiene que disculparse, rabino. ¿Pero por qué está usted tan convencido de que aquel hombre del pasado la asesinó? La policía tiene un testigo, un vecino que vio al agresor escapando del lugar. Un joven negro.
– ¿Y usted se lo cree? -saltó Irving Silver.
– Tienen a un testigo presencial. Vio al hombre en un callejón -repuso Winter.
El rabino meneó apesadumbrado la cabeza.
– Estoy confuso, señor Winter. Y la confusión sólo parece llevarme hacia más incertidumbres y miedos. El señor Stein dice que ve a Der Schattenmann y luego muere. Un suicidio. Sophie dice que ve a Der Schattenmann y muere. Asesinada por un desconocido de raza negra. Eso para mí es un misterio, señor Winter. Usted es el detective. Díganos: ¿pueden ocurrir estas extrañas coincidencias?
Simon reflexionó antes de responder.
– Rabino, durante muchos años fui detective de Homicidios…
– ¡Sí, sí, pero responda la pregunta! -se soliviantó Silver. Y fue a proseguir, pero Kroner le dio un codazo en las costillas.
– ¡Deja hablar a este hombre! -siseó ásperamente.
Simon dejó que la tranquilidad volviese a reinar mientras consideraba su respuesta.
– Le diré algo: las coincidencias ocurren. Fantásticas e increíbles coincidencias. Todos los detectives recuerdan sucesos sorprendentes, cosas que nadie podría haber anticipado ni en un millón de años. Para quienes trabajan en Homicidios estas cosas, aunque no comunes, por lo menos son familiares. No obstante, ustedes deberían comprender que la inmensa mayoría de las muertes son perfectamente explicables. Es importante que primero siempre busquemos la respuesta más sencilla, porque suele ser la verdadera causa de la muerte.
– Así que lo que está diciendo es que… -repuso Silver.
– ¡Deja que termine, caramba! -le espetó Frieda y de nuevo le dio un codazo-. ¡Eres un viejo maleducado!
– Gracias, señora Kroner, pero ya había terminado.
Rubinstein asentía con la cabeza.
– Lo que está diciendo es que sí, que podría ser lo que parece: un suicidio y un asesinato cometido por un marginado.
– Así es.
De nuevo se hizo el silencio en la estancia.
– ¿Se ha formado una opinión al respecto, señor Winter? -preguntó Frieda.
– Tengo algunas preguntas, señora Kroner. Y creo que sería conveniente despejar todas las dudas posibles, porque en estos momentos hay demasiadas. Al margen de cómo murieron Sophie y el señor Stein, creo que a los tres les será difícil seguir con su rutina cotidiana si, a cada momento, piensan que están siendo acechados por ese tipo. Si es que existe.
Ella asintió y el rabino también.
– Yo aún quiero una pistola -murmuró Irving Silver.
Todos lo miraron. Winter vio que afloraban lágrimas en los ojos de Silver, que empezó a mover la cabeza lenta, casi imperceptiblemente, como si intentase librarse de todos los miedos que lo acuciaban.
El rabino se inclinó hacia delante, mesándose su enmarañada mata de pelo con ambas manos. Hinchó sus mejillas y luego soltó el aire despacio. Entonces miró a Simon.
– ¿Nos ayudará, señor Winter?
Simon sintió un súbito rechazo interior. Miró a aquellos tres ancianos y recordó la mano temblorosa que su vecina había apoyado en la suya, cuando había interrumpido su propia muerte para ir a abrirle la puerta. Vio un tatuaje azul parecido al de Sophie en el antebrazo del rabino, y sospechó que bajo el holgado jersey blanco de la señora Kroner y de la camisa suelta a cuadros del señor Silver también encontraría lo mismo. Pensó: «Prometí ayudarla y luego no lo hice.» Y aquella promesa aún persistía en su interior. Por tanto, respondió:
– Lo intentaré, rabino. Aunque no estoy muy seguro de qué puedo hacer…
– Usted sabe cosas que nosotros ignoramos. Muchas cosas.
– Ya hace mucho tiempo de eso.
– ¿Acaso se olvidan esa clase de cosas? ¿Esas técnicas?
– No.
– Entonces podrá ayudarnos.
– Eso espero.
Los tres ancianos intercambiaron rápidas miradas.
– Creo que necesitamos ayuda. Tal vez más de lo que nos imaginamos, señor Winter -aseveró la señora Kroner.
– Pues yo quiero un arma -se obstinó Silver-. Si entonces hubiésemos tenido armas…
– ¡Entonces los nazis nos habrían disparado allí mismo!
– ¡Tal vez habría sido mejor!
– ¡Qué cosas dices, viejo loco! ¡Sobrevivimos! ¡Y ahora el mundo no olvida!
– Tal vez no olvida, pero ¿acaso ha aprendido algo?
Irving Silver y Frieda Kroner se miraron. El rabino suspiró.
– Siempre están así -dijo a Winter-. Tiempo atrás, cuando éramos demasiado jóvenes, nos vimos atrapados en aquellos terribles acontecimientos y ahora discutimos. Incluso los eruditos discuten. Pero nosotros estábamos allí, y formamos parte de algo que es más que sólo historia.
– Y él también… -gruñó Irving.
El rabino miró a los demás.
– Eso es cierto -dijo-. Él forma parte de esa historia tanto como cualquiera de los que murieron o sobrevivieron.
– Y él tampoco ha olvidado -añadió Irving.
– No, creo que no.
Frieda empezó a secarse los ojos dándose toquecitos con una servilleta.
– Si él está aquí…
– Y si nos encuentra… -añadió Silver.
– Lo más probable es que nos mate.
Simon alzó una mano.
– ¿Pero por qué? ¿Y por qué mataría o quería matar a Sophie y al señor Stein? Aún no lo han explicado. -Tan pronto hubo formulado la pregunta, se dio cuenta de que había entrado en un terreno regido por la historia y los recuerdos, oscuro por los bordes, negro como boca de lobo en su núcleo.
– Porque… -empezó el rabino tras un momento de silencio- porque somos las únicas personas que podemos levantarnos y señalarle con el dedo.
– Llevarlo ante la justicia -aclaró Frieda.
– ¡Si es que está aquí! ¡Pero no puedo creerlo! ¡No lo creo en absoluto! -Irving se palmeó la rodilla, rabioso. Los otros le miraron severamente.
– Pero en el supuesto caso de que así sea, ¿usted le reconocería? -le preguntó Simon.
Irving Silver se tomó su tiempo para responder. El ex detective vio que se agitaba, pasando apuros para responder.
– Pues sí -afirmó por fin-. Yo también vi su rostro durante unos segundos. Nos quitó el dinero a mi hermano y a mí.
– Fue mi padre -dijo el rabino en voz baja-. Fue mi padre quien lo reconoció cuando íbamos en un tranvía. Mi padre me obligó a apartar la cara pero yo también le vi. Yo era tan joven…
Frieda Kroner movió la cabeza apesadumbrada.
– Yo era muy joven también, como el rabino y Sophie. Éramos poco más que unos niños. Nos atrapó en el parque. Era primavera y la ciudad estaba llena de escombros y muerte, pero aun así era primavera y mucha gente había salido a la calle, para disfrutar de un día hermoso. También mi madre y yo salimos, porque era importante comportarnos como los demás. Antes de la guerra, al buen tiempo lo llamaban «el tiempo del Führer», ¡como si el mismo Hitler pudiese gobernar los cielos!
Un nuevo silencio se adueñó de la habitación.
– Es difícil hablar de estas cosas -dijo el rabino.
Simon asintió.
– Ya -dijo-. Pero necesito saber más si he de ayudarles.
– Es razonable.
– Hay algo que no entiendo.
– ¿Qué es, señor Winter?
– Por qué quiere matarles. Por qué no se esconde simplemente. No sería difícil. No correría ningún riesgo. ¿Por qué no se contenta con desaparecer?
– Yo responderé a esto -dijo Frieda. Simon la miró-. Porque es un amante de la muerte, señor Winter.
Los otros dos asintieron con la cabeza.
– Mire, señor Winter, lo que le diferencia de los demás, el motivo de que nos tuviera aterrorizados a todos, era que sabíamos que él lo hacía no porque creyese que si colaboraba conservaría la vida, ni para proteger a su familia (otra excusa que se oía por entonces), sino porque disfrutaba haciéndolo. -Se estremeció-. Y porque haciéndolo era mejor que cualquier otro.
– Iranische Strasse -murmuró el rabino Rubinstein. Esta vez su voz no se elevó, sino que permaneció grave y áspera-. La Oficina de Investigación Judía. Allí era donde la Gestapo vigilaba a los cazadores, que a su vez nos vigilaban a nosotros.
– Se quitaban sus estrellas y luego salían a cazarnos -recordó Irving.
– Verá, en Berlín el propio Himmler prometió en un programa de radio que convertiría la capital del Reich en una ciudad Judenfrei, libre de judíos -añadió el rabino-. Pero no lo fue. Nunca lo fue. ¡Cuando llegaron los rusos había aún unos mil quinientos de nosotros escondidos en los escombros! ¡Mil quinientos de ciento cincuenta mil! Pero estábamos allí cuando los tanques soviéticos entraron atronadores y los nazis fueron barridos a plomo y fuego. ¡Berlín nunca fue Judenfrei! ¡Nunca! ¡Aunque sólo hubiese habido uno de nosotros, no habría sido una ciudad Judenfrei!
Simon asintió.
– Pero este hombre…
Frieda habló rápidamente.
– Der Schattenmann cubría su rastro mejor que cualquier otro cazador. Se decía que si le veías, después morías. Si escuchabas su voz, después morías. Si le tocabas, después morías… -dudó un instante y añadió-: en los sótanos de la prisión Plotzensee. Era un lugar terrible, señor Winter, un lugar donde la muerte más horrible era la norma, y donde los nazis crearon incluso formas peores de morir. Potros de tortura, ganchos para la carne, guillotinas y garrotes, señor Winter.
– Se decía que los suyos serían los últimos ojos vivos que verías. Su aliento en tu mejilla sería tu último recuerdo -explicó Irving con voz átona.
– ¿Y cómo lo sabían?
– Una palabra por aquí, una conversación por allá -dijo Frieda-. Se rumoreaba. La gente hablaba. Un tendero a un cliente. Un inquilino a un casero. Una palabra suelta oída en un parque o un tranvía. Y luego las madres advertían a sus hijas, como hizo la mía. Los padres a sus hijos. Así es como supimos de Der Schattenmann. -Respiró hondo, como si aquellas palabras le doliesen físicamente.
– Pero ustedes y el señor Stein… Y Sophie. Todos ustedes sobrevivieron…
– Mera suerte -dijo el rabino-. ¿Accidente? ¿Error? Los nazis eran sumamente eficientes, señor Winter. Ahora, algunas veces, revisando la Historia, nos parecen superhombres. ¡Pero muchos eran burócratas, oficinistas y chupatintas! Y así, en lugar de ir a parar a los sótanos, algunos de nosotros fuimos metidos en trenes con destino a los campos.
Irving Silver estalló en un sollozo. Tenía los ojos enrojecidos y se tapó la boca con la mano, como si quisiera evitar pronunciar lo que iba a decir. De nuevo respiraba con dificultad.
– Mi hermano… -farfulló, tras un puño cerrado tapándose los labios- fue a parar al sótano.
Los otros permanecieron en silencio.
– Oh, pobre Martin… Mi pobre hermano Martin. -Tras un instante, paseó su mirada por los demás-. Lo siento -se disculpó-. Es muy duro recordarlo, pero tenemos que recordar. -Inspiró profundamente-. Todo radica en conservar la memoria -prosiguió-. Nosotros recordamos, y también Der Schattenmann. Él debía de creer que nos había matado a todos, y ahora querrá terminar su trabajo. Por entonces éramos casi unos niños, señor Winter, y tal vez eso nos salvó de él. Mi hermano mayor era una amenaza, así que…
– Y mi padre -murmuró el rabino.
– Y mi madre -añadió Frieda Kroner.
– Tenga por seguro, señor Winter, que no es tan sorprendente -observó Rubinstein-, como bien dice Frieda. Si nosotros no conocemos la paz porque aún está vivo en nuestras memorias, ¿por qué en su caso habría de ser distinto?
Irving alargó la mano y estrechó la de Frieda. Ella asintió con la cabeza.
Simon se sintió como si de pronto le hubiera atrapado una fuerte corriente que le arrastrase hacia mar abierto, lejos de la costa. Pensó: «Todos los detectives trabajan con la memoria, puesto que un crimen se parece a otro. Incluso cuando se trata del crimen más excepcional, hay rasgos comunes con alguno anterior: un móvil como la avaricia; un arma como un cuchillo; pruebas: huellas digitales, rastros de sangre, fibras o muestras de pelo, lo que sea. Y todos esos cabos sueltos conducen al punto común de los crímenes en general.» Pero lo que acababan de contarle era una clase de crimen que desafiaba cualquier clasificación.
Hizo una pausa antes de decir:
– Creo que necesitaré saber más cosas de ese hombre. ¿Quién era? Seguramente alguien sabía su nombre, de dónde procedía, algo sobre su familia…
Se produjo otro silencio antes de que Frieda respondiese:
– Nadie estaba seguro de ello. Era diferente de los demás.
– Era diferente -añadió el rabino Rubinstein despacio-, porque era como un cuchillo en la oscuridad. A los otros la gente los conocía, ¿entiende? Si el cazador te conocía, entonces lo más probable es que tú conocieses al cazador. Tal vez de la sinagoga o del edificio de apartamentos, o de la consulta del doctor o del patio de la escuela, de alguna parte antes de que la promulgación de las leyes raciales se llevara a efecto. De esta manera, si estabas alerta, tal vez podías permanecer… ¿cómo decirlo? ¿Un paso por delante? Tenías la posibilidad de esconderte. O echar a correr, o sobornarles. Eran traidores, pero algunos, incluso casi al final, algunos aún conservaban alguna clase de sentimientos… -El rabino exhaló el aire lentamente- Pero nadie sabía quién era él. Era como si los nazis hubiesen inventado un golem. Un espectro, una especie de sombra.
– ¿Puede describirle?
– Era alto como usted… -empezó Frieda, pero Irving negó con la cabeza y agitó la mano.
– No, Frieda, no. Era un hombre menudo como un hurón. Y más mayor, más maduro que…
– No -terció el rabino-. Tenía que ser joven para seguir vivo hoy en día. Joven y fuerte, inteligente y ambicioso.
Se miraron y guardaron silencio.
– Éramos casi unos niños -explicó Rubinstein-. Nuestros recuerdos…
– Yo era pequeña, como Sophie -dijo Frieda-. Todos los hombres me parecían altos.
– Mi hermano Martin era fuerte y alto, y por eso yo pensaba que todos los que no eran como él eran bajos.
– ¿Se da cuenta, señor Winter? -dijo el rabino-. Der Schattenmann era mejor que cualquiera de la Gestapo. Era como un fantasma. Allá por donde anduviese había oscuridad, incluso en pleno día. Justo como un… ¿cómo lo dirías, Irving?
– Una quimera.
– Y todos sabíamos -dijo el rabino fríamente- que si te encontraba, entonces no podrías esconderte.
– ¿Pero no podían sobornarle?
– Sí y no -dijo Irving-. Tal vez escuchabas una voz en algún callejón oscuro y le prometías tu dinero, y tenías que entregárselo a él. Pero luego la Gestapo venía de todas formas, y la persona que creía haber comprado a Der Schattenmann era llevada a los sótanos y su familia metida en el siguiente tren a los campos. Él cubría sus pistas. Si te encontraba, eras hombre muerto.
Frieda Kroner lanzó una exclamación al recordar algo, pero levantó la mano y no habló cuando los demás se volvieron hacia ella.
– Pero Sophie. Ustedes tres. El señor Stein. Ustedes sugieren que…
– Errores. Errores -dijo el rabino-. Se suponía que no iba a sobrevivir nadie, pero algunos lo hicimos. Somos un error. Y ahora, cincuenta años después, ese error va a ser enmendado.
Irving se estremeció y Frieda se secó los ojos.
Simon asintió. Le costaba entender aquel miedo casi palpable, pero sabía que llenaba la habitación. Miró alrededor y se fijó en todas las cosas simples y cotidianas que había en el apartamento del rabino: una gran menorah de latón, fotografías de amigos y familia, un mantel de elegante bordado… Pero todos esos objetos parecían oscurecidos por un turbio recuerdo, y el aire impregnado por un hedor tóxico.
El rabino se reclinó pesadamente.
– Es muy duro ser viejo y tener que recordar estas cosas -dijo-. Es como descubrir una nueva dolencia… Había olvidado lo que era sentirse cazado.
Los otros asintieron con pesadumbre.
Simon quiso tocar el brazo del rabino para confortarlo un poco, pero no lo hizo.
– Hay algo más que no comprendo -dijo entonces-. ¿Por qué ha venido aquí? En Miami Beach hay muchos supervivientes del horror nazi, es el lugar donde hay más probabilidades de que alguien lo reconozca. ¿Por qué no está en Argentina o en Rumania u otro lugar más seguro?
Irving Silver negó con la cabeza.
– Es aquí donde él se siente más seguro.
– ¿Pero cómo?
– Usted no lo entiende -dijo Rubinstein, empezando lentamente pero acelerando sus palabras mientras hablaba-. ¡Der Schattenmann no era un nazi! ¡No era de la Gestapo ni de las SS! ¡Era un judío como nosotros! ¡No había ninguna organización Odessa ni ningún grupo Cruz de Hierro que le ayudase a llegar a un lugar seguro después de la guerra! ¡Sólo se tenía a sí mismo!
– Pero, ciertamente, hubo organizaciones. La Cruz Roja. Grupos que ayudaron a personas desplazadas…
– ¡Por supuesto! ¡Así es como yo llegué aquí!
– Y yo -dijo Frieda.
– Yo no. Yo tenía parientes lejanos que me ayudaron -dijo Irving-. Pero ¿quién ayudó a Der Schattenmann? No fueron los rusos. Ellos le habrían fusilado sin juicio. Entonces ¿quién?
– Díganmelo ustedes -dijo Winter.
– Su propia gente. La misma gente a la que había traicionado -dijo Silver.
– Pero no si sabían quién era él, ¿verdad?
– Por supuesto. ¿Acaso los Kapos de los campos no fueron entregados a las autoridades? -replicó Silver.
Rubinstein asintió dándole la razón.
– Pero él habría sido consciente de aquel peligro -añadió.
– ¿Entonces qué me están diciendo que hizo?
Los tres ancianos se removieron en sus asientos y se miraron entre sí. Por un momento Winter pudo escuchar sus respiraciones. Era como si estuviesen debatiendo y evaluando su pregunta, pero sin palabras ni gestos. Simplemente dejando que sus pensamientos se mezclaran y resultase una única conclusión.
El rabino se pasó una mano por el mentón.
– Se hizo pasar por uno de nosotros. Un superviviente.
Frieda Kroner asintió con la cabeza.
– Por supuesto. Era su única escapatoria.
– ¿Pero cómo podía fingir eso?
Irving Silver frunció el ceño.
– ¡Él era Der Schattenmann! ¡Podía hacer lo que quisiera!
– Pero… -Winter dudó- seguro que había otros como él. ¿Les capturaron?
– ¿Usted cree? No como él, desde luego.
– ¿Pero por qué aquí?
– Porque nosotros somos su gente.
– Nadie nos conoce mejor que él. Por esa razón tuvo tanto éxito. ¿Por qué habría de temernos?
El rabino se levantó y cogió La destrucción de los judíos europeos de la mesa. La carta de Stein cayó al suelo, pero nadie se movió para recogerla. El pesado libro se balanceó en sus manos. No lo abrió, y Winter se dio cuenta de que el anciano rabino podía recordar de memoria todo lo que se contaba en aquel libro.
– Si recuerdas aquellos tiempos… -empezó- recuerdas confusión y depravación. El Holocausto, detective, era como una gran maquinaría dedicada al exterminio de judíos. Pero para que los nazis pudieran llevar a cabo esta tarea (seguían hablando en todos sus discursos, propaganda y escritos acerca de la tarea «monumental» que llevaban a cabo) necesitaban ayuda. Y recibieron todo tipo de ayuda, desde todos los ámbitos…
– Empezando por el Papa, que no les condenó… -dijo Irving Silver.
– Y siguiendo por los Aliados, que no bombardearon los campos ni las líneas ferroviarias de Dachau y Auschwitz… -añadió Frieda Kroner.
– Y también de la gente no judía, los polacos, checos y rumanos, italianos, franceses y alemanes que observaban todo aquello. Realmente, de todo el mundo, detective; de una forma u otra, todos ayudaron. Inclusive algunos del mismo pueblo que intentaban exterminar.
Simon Winter permaneció sentado en silencio, escuchando.
– Así que considere Auschwitz, detective. Después de que los nazis hacían la selección, alguien tenía que cerrar las puertas de las cámaras de gas, y después alguien tenía que sacar los cadáveres. Alguien tenía que alimentar los hornos y alguien tenía que dirigir el trabajo de toda esa gente para que funcionase. Y a menudo, algunos de ellos éramos nosotros mismos.
El rabino se sentó pesadamente, con el libro apoyado en el regazo.
– Ayudamos, ya ve. Sólo para sobrevivir, haciendo lo que fuese para conservar la vida, y así ayudábamos perversamente a que aquel infierno funcionara… -Miró a la señora Kroner y al señor Silver-. ¿Habría sido más correcto, más ético, simplemente morir frente a tanta maldad, detective? Éstas son preguntas que aún quitan el sueño a los filósofos, y yo soy sencillamente un viejo rabino.
Calló y movió apesadumbrado la cabeza, respirando trabajosamente antes de proseguir.
– Todo es una locura, todo, detective. Mire el mundo en que vivimos. Algunos días piensas que todo aquello está tan lejano y tan atrás que puede que en realidad nunca haya sucedido, pero otros días, bueno, entonces sabes que todo está aquí mismo, aún vivo, igual de malvado y terrible, y esperando alzarse de nuevo… Der Schattenmann era el peor de todos nosotros -prosiguió el rabino-. Era peor que los nazis. Peor incluso que esas extrañas cosas malignas que a Stephen King le gusta pergeñar en su fantasía.
– Y ahora está aquí, entre nosotros. Como una infección -dijo Silver.
– ¿Acaso no ha habido siempre alguien como Der Schattenmann entre nosotros? -preguntó en voz baja el rabino. Nadie respondió.
– ¿Podrá encontrarle, detective? -suplicó Frieda Kroner suavemente.
– No lo sé.
– ¿Lo intentará?
– Si él está aquí. Si lo que ustedes sugieren es cierto…
– ¿Le buscará, señor Winter?
Simon sintió un vasto eco de tristeza en su interior. Y la respuesta pareció brotar a través de aquella oscuridad personal.
– Sí. Lo intentaré.
– Bien. Entonces le ayudaré, señor Winter -dijo Frieda.
– Yo también -dijo Irving.
– Y por supuesto yo también -dijo el rabino-. Haremos lo que podamos.
Frieda Kroner asintió, se inclinó hacia delante y se sirvió otra taza de café. Simon la observó beber un largo sorbo de la oscura infusión. Ella sonrió, aunque fríamente.
– Muy bien. Y cuando le encuentre, detective, con nuestra ayuda, entonces le matará.
– ¡Frieda! -exclamó Rubinstein-. ¡Piensa en lo que dices! ¡Nuestra religión habla de perdón y comprensión! ¡Ésta ha sido siempre nuestra forma de ser!
– Tal vez sea así, rabino. Pero mi corazón habla por todos los que él traicionó y murieron por su culpa. Piense primero en ellos, y luego hábleme de perdón. -Se dirigió a Simon-. Preferiría hablar de justicia. Encuéntrele y mátelo -pidió.
Irving se inclinó hacia delante.
– Yo le ayudaré y haré lo que sea. Todos lo haremos. Pero Frieda tiene razón. Encuéntrele y mátelo, señor Winter. -Inspiró hondo y añadió-: Por mi querido hermano Martin y mis padres y todos mis primos…
Frieda Kroner añadió su propia enumeración:
– Y mi hermana, su marido, mis dos sobrinas y los abuelos y mi madre, que intentó con todas sus fuerzas salvarme a mí y a los demás…
Simon no respondió. Miró al rabino, que estaba observando a los otros dos, y vio que su mano parecía temblar mientras sujetaba el libro en su regazo.
Irving Silver habló sin rodeos:
– Mátelo, detective. Y entonces habrá una pesadilla menos en el mundo. Mátelo.
Y el rabino asintió con la cabeza.