13 Un tercero

Contempló las sombras en la pared encalada del pasillo del hospital; el brillo de los fluorescentes del puesto de enfermería captaba el contorno de todos los que pasaban por allí y proyectaba una silueta oscura, vagamente humana, que se deslizaba en la superficie plana delante de él. En cierto momento, levantó la mano para ver si podía sumarse a las fantasmagóricas siluetas grises, pero el ángulo de la luz no era el adecuado.

Walter Robinson se movió en su asiento para intentar encontrar una postura cómoda, aunque sabía que no había ninguna. Echó un vistazo al reloj y vio que la noche había quedado prácticamente atrás, así que supuso que no pasaría demasiado rato antes de que la luz del día penetrara en los pasillos del hospital y las sombras desaparecieran.

Estaba agotado, pero la rabia, como la adrenalina, lo mantenía despierto.

Procuró seguir concentrado en el hombre que estaba en la sala de recuperación, porque pensaba que sería más sencillo culpar a Leroy Jefferson de todo lo que había salido mal esa noche. Pero, por dentro, su rabia iba dirigida también hacia sí mismo. Repasó la secuencia de los hechos para tratar de deducir en qué momento se había torcido todo, en qué momento había cometido el error que había tenido como resultado un tiroteo. El procedimiento había sido modélico y la organización había sido perfecta. Pero que un policía acabara herido de bala en lo que debería haber sido una detención rutinaria, aunque compleja, exacerbaba su frustración. El diagnóstico inicial del Leñador no era bueno; lesiones de pronóstico reservado en el músculo y el tejido óseo. Una carrera profesional que se había evaporado en un instante. Había pasado unos minutos con la mujer del policía, pero sus palabras trilladas de disculpa habían sido ignoradas. Había informado a las autoridades policiales de South Beach y éstas habían emitido un comunicado de prensa. Había estado perdiendo el tiempo en el fondo de una sala mientras dos docenas de reporteros y cámaras hacían preguntas y, después, se había marchado despacio por el pasillo hasta el sitio donde estaba sentado entonces. No sabía qué le esperaba a Leroy Jefferson; en ese momento, deseaba que Espy Martínez le hubiera volado la cabeza. Eso habría motivado algo de papeleo molesto, pero seguramente habría sido más satisfactorio para todas las partes implicadas.

Dejó que esta idea persistiera. A pesar de todo lo que había salido mal, admitió que debería sentir cierta satisfacción. Después de todo, había resuelto el caso: Jefferson estaba acusado del homicidio en primer grado de Sophie Millstein. En el departamento de Homicidios de South Beach había una gran pizarra con una lista de los casos abiertos. El asesinato de Sophie Millstein desaparecería de la pizarra. Había hecho su trabajo.

Robinson dejó que un juramento saliera de sus labios en un susurro.

Recostó la cabeza en la pared y cerró los ojos un momento para volver a ver mentalmente el caos de los Apartamentos King como en una pantalla, pero en lugar de ello se vio a sí mismo tomando a Espy Martínez por el codo para acompañarla hacia su dúplex con la formalidad encorsetada de un cortesano del siglo XVIII. Durante el largo recorrido en coche por la ciudad, hubo momentos en los que ella había balbuceado, mostrado una gran agitación o mezclado un montón de improperios en sus palabras, y otros momentos en los que había permanecido en un silencio lúgubre. En cierta ocasión soltó: «La madre que me parió. No me lo puedo creer; le disparé a ese cabronazo. Le di en la pierna, joder. Es increíble. El muy desgraciado me disparó y yo le di, joder. Ya lo creo que le di.» Y cuando él le contestó: «Sí, le dio», se había sumido en un silencio tenso, como si el interior del coche vibrara sin emitir ningún sonido. Había intentado encontrar algo que decirle, pero había sido incapaz. Una vez, Espy había soltado un grito ahogado, y cuando él se volvió hacia ella vio que sacudía la cabeza y se quedaba mirando por la ventanilla las luces de la ciudad a su paso.

En su casa, una vez en el umbral, le preguntó: «¿Está bien?», «¿Seguro que está bien?», «¿Quiere que llame a alguien?», «¿Estará bien sola», y ella le contestó que estaba bien. Todo el rato había querido entrar con ella en su casa pero no se había atrevido. Como un maldito adolescente durante la primera cita, se recriminó. Puede que la peor primera cita de la historia de la humanidad.

Murmuró otra palabrota y abrió los ojos. Cerró el puño y lo levantó a la altura de la cara.

– ¿Vas a pegarme, o eso se lo reservas a mi cliente?

Robinson alzó los ojos, sorprendido. Era un hombre larguirucho, de cabello rizado y una sonrisa fácil que contradecía la intensidad de sus ojos. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte sin calcetines y un polo blanco con una mancha, y Robinson supo que se había levantado corriendo de la cama para venir al hospital. Pero no por ello dejaba el abogado de mostrar cierta indiferencia en la forma de apoyarse en la pared delante del inspector, justo donde sólo había habido sombras un momento antes.

– Hola, Tommy -dijo Robinson despacio-. ¿Qué haces aquí? -Conocía la respuesta, pero lo preguntó igualmente.

Thomas Alter tenía más o menos la misma edad que Walter Robinson. El inspector imaginaba que si no fuera ayudante de la Oficina del Defensor de Oficio del condado, lo que lo convertía en adversario natural de todos los inspectores de Homicidios de la policía local, probablemente serían amigos. Rara vez se aprecia demasiado a las personas cuyo trabajo consiste en destrozar, en el claustro protegido de una sala de justicia, lo que uno hace. Se las respetaba, por supuesto. A menudo se admitía a regañadientes que formaban parte del mismo proceso. Pero era imposible tenerles un afecto genuino.

– Estoy aquí para asegurarme de que nuestro señor Jefferson recibe un tratamiento médico adecuado, lo que no incluye declarar sin haber hablado antes con su abogado, quien, para bien o para mal, resulta que es un servidor.

– No es nuestro señor Jefferson…

– De acuerdo, mi señor Jefferson…

– Vamos, Tommy. Tiene que comparecer ante el juez para la lectura de cargos y hacer una declaración de insolvencia antes de que puedas verlo. Mientras tanto, si quiere hablar conmigo…

– Sí, normalmente sí, Walt. Eso es cierto. Pero esta vez no. Jefferson compareció ante el tribunal hace menos de una semana acusado de posesión, pero la fiscalía va a retirar los cargos porque pulvericé la orden de registro. Pero todavía no lo ha hecho oficialmente, de modo que Walt, amigo mío, lo sigo representando. Ya ves. No puedes hablar con él sin que yo, o alguien de mi oficina, esté presente en todo momento. ¿Entendido?

– Si él quiere…

– En todo momento. Le leíste sus derechos, y te estoy diciendo que no renuncia a ninguno de ellos. -Thomas Alter siguió sonriendo, pero su voz había perdido toda suavidad.

Robinson se encogió de hombros para ocultar la irritación que sentía.

– En todo momento -repitió Alter-. ¿Entendido, Walt?

– Entendido.

– Eso significa las veinticuatro horas del día. Los siete días de la semana.

– ¿No te fías de mí, Tommy?

– Pues no.

– Muy bien, porque yo tampoco me fío de ti.

– Ya -dijo Alter con una sonrisa lánguida-, pues supongo que estamos igual.

– No. Si hay algo que tú y yo no estaremos nunca es igual, porque yo no estaría aquí intentando proteger a un bastardo como Jefferson.

– De acuerdo. Supongo que no. Eres demasiado recto para eso, ¿eh? -La voz de Alter contenía una nota de sarcasmo burlón-. ¿Cómo te va, por lo demás? Me han dicho que la noche ha sido dura…

– Pues sí.

– Lástima lo del policía herido. ¿Es amigo tuyo?

– No.

– ¿Espy está bien?

– Sí -respondió Robinson tras dudar un instante-. Puede que algo afectada, pero bien.

– Estupendo. No es como algunos de los hijos de puta que hay en la fiscalía. Es razonable. Dura pero razonable. Y bonita, además. Me alegro de que no la palmara ahí, en la jungla. Por lo visto, estuvo a punto. Yo, personalmente, no me acercaría a los Apartamentos King. Sobre todo de noche. ¿Se puede saber qué hacía allí?

Robinson no contestó.

El joven abogado defensor lo observó.

– Vete a dormir, Walter -sugirió con una sonrisa-. Pareces cansado. Este lío esperará a que vuelvas. De hecho, durará bastante tiempo.

Robinson se levantó. Miró a Alter, que seguía apoyado en la pared. El abogado dirigió la vista pasillo abajo, hacia un par de agentes uniformados que estaban sentados junto a la puerta de la sala de recuperación. Ambos contemplaban al inspector.

– Díselo, Walt.

– Vete a la mierda, Tommy.

Alter sonrió otra vez, pero había dureza en sus ojos.

– No, vete tú a la mierda, Walter. -Y a continuación levantó la voz para advertir a los dos policías-: Escuchen. Nadie puede hablar con Jefferson salvo el personal médico autorizado y los representantes de la Oficina del Defensor de Oficio del condado de Dade. Y cuando terminen su turno, asegúrense de que sus reemplazos lo sepan. ¿Entendido?

Las palabras retumbaron en el pasillo, y los dos hombres miraron a Robinson, que asintió a regañadientes.

– Bueno, gracias, Walt -soltó Alter-. De todas formas, creo que colgaré una orden en su puerta. -Sacó un formulario que llevaba el sello de la Oficina del Defensor de Oficio-. El juez de la lectura de cargos, Espy Martínez y su jodido jefe, Lasser, recibirán el mismo formulario por la mañana -añadió.

– ¿Estás cubriendo todos los frentes, Tommy?

Alter lo fulminó con la mirada.

– ¿Crees que sería la primera vez que representamos a un desgraciado que ha creído que un inspector de Homicidios era su mejor y único amigo de verdad en todo el puñetero mundo, y enseguida ha abierto la boca y ha ido a parar al corredor de la muerte? ¿Crees que sería la primera vez que un inspector de Homicidios que quizá no tenía las mejores pruebas del mundo ha ido al juicio y, una vez en el estrado, ha dicho: «Sí, señoría, el acusado renunció verbalmente a todos sus derechos constitucionales y me confesó este asesinato. Sí, en privado, señoría, sin ningún problema…» ¿Pues sabes qué te digo, Walter?

– ¿Qué, Tommy?

– Que esta vez no pasará.

Robinson se sintió sin fuerzas. Ansiaba aire fresco, una brisa constante que lo llevara como a un marinero a la deriva hasta su casa y su cama. Se sintió de repente como un hombre que al final de una partida de póquer que ha durado toda la noche baja los ojos y ve que el dinero le ha disminuido y que las cartas que tiene delante no son más que un farol inútil.

Aun así, no pudo evitar añadir con rabia:

– ¿Sabes qué, Tommy? Este tipo es el malo de la película. Es un toxicómano, un psicópata y un mal bicho. Caerá. ¿No tienes ya un par de clientes en el corredor de la muerte? ¿Cuántos, Tommy? ¿Dos, tres?

– Sólo uno -susurró Alter con amargura.

– ¿De veras, Tommy? Habría jurado que tenías más…

– Sí, los tenía.

– Oh, claro. Ya lo recuerdo. Supongo que deberíamos decir que uno de esos clientes fue víctima de la corrosión natural, ¿no, Tommy? ¿No te parece una forma bonita, segura y razonable de describir a alguien que ha acabado en la silla eléctrica?

– Vete a la mierda, Walter.

– ¿Verdad que había matado a un policía?

– Sí.

– El sistema no tiene demasiada simpatía por los asesinos de policías, ¿verdad? Debió de resultarte difícil presentar el alegato final al jurado. Intentar que doce personas miren con buenos ojos a un cabrón que le metió una pistola en la boca a un policía después de desnudarlo y que le dio tiempo para rezar una oración. Una oración antes de morir, ¿no fue eso lo que dijo ese cabrón? Pero apretó el gatillo antes de que el policía llegara a la mitad del Padrenuestro. ¿No fue así, Tommy?

– Lo sabes muy bien.

– Bueno, supongo que ya has empezado a preparar el alegato final para el jurado de Jefferson. ¿Has pensado algo especial que explique la buena razón que tenía ese hijoputa para estrangular a una anciana? Y diría que Jefferson ha tenido suerte de que lo único que hizo esta noche fue destrozar el brazo de un policía y acabar con su carrera. Pero el resultado es el mismo, ¿no?

– ¿Qué quieres decir?

– Que va a ir a parar al mismo sitio.

– ¿Al corredor de la muerte? No estés tan seguro.

– No. Me refería al infierno.

– No estés tan seguro -repitió Thomas Alter con frialdad. Sus labios habían perdido su media sonrisa habitual y habían adoptado una dureza que Robinson reconoció de haberle visto en una docena de repreguntas. Notó que perdía el control, como un coche que patina en una carretera mojada por la lluvia. Sabía que Alter era un adversario formidable y que enfadarlo era un error. Pero dejó que el agotamiento y la frustración de la noche guiaran sus respuestas y le replicó.

– No, Tommy. Me apuesto lo que quieras. Es ahí donde irá a parar.

– Puede. Pero no por esta mierda de caso.

– ¿Ah, no? Tengo el móvil, la oportunidad, un cómplice encubridor y un testigo presencial, y te apuesto cincuenta dólares a que estás totalmente equivocado, letrado.

Robinson había tratado de morderse la lengua, pero no había podido. El cansancio y la decepción lo dominaban y le habían obligado a dejar escapar información que debería haberse guardado.

– ¿De veras, inspector? -El abogado imitó la voz de Robinson-. Así que lo tienes todo cubierto.

– Bueno, ya lo veremos, ¿no crees?

– Sí, Walter. Ya lo veremos.

Se miraron desafiantes. Alter habló primero.

– Le han salvado la pierna, ¿sabes? Pero sólo eso. Salvado y nada más. Quizá pueda andar algo, pero no volverá a moverla como antes… -Suavizó su tono como si quisiera disminuir la gravedad de lo que estaba diciendo.

– Se me parte el alma.

– Sí. Bueno, yo no esperaría que un hombre que va a pasarse el resto de la vida cojeando y con dolores cooperara demasiado con quienes le hicieron eso.

– No necesitamos su cooperación. Lo único que necesitamos es que vaya adonde debe estar: el corredor de la muerte.

– No podrías estar más equivocado, Walter -sonrió de nuevo Alter, que habló con la seguridad pomposa de un estafador.

Robinson sacudió la cabeza y se volvió, pensó que ya casi era de día y que, si tenía suerte, cuando se dirigiera en coche a su casa por la carretera, el sol estaría saliendo en South Beach y llenaría el aire a su alrededor de franjas de luz clara que disiparían la rabia acumulada durante la noche, lo que le permitiría pensar libremente en Espy Martínez.

En la fiscalía del condado todos se habían pasado dos días aclamándola. Ser dura en un juicio era una cosa; serlo en el mundo real te hacía ganar un nivel de respeto totalmente distinto. Los demás ayudantes se habían dedicado a buscarle motes (Señorita Cok, Pistola Rápida, Alégrame el Día Martínez), procurando encontrar uno que cuajara.

Hasta Abraham Lasser había hecho uno de sus escasos peregrinajes desde su oficina por el laberinto de mesas y puestos de trabajo para aplaudir a Espy Martínez por su éxito, lo que, si lo pensaba bien, era extraño: su jefe y sus compañeros de trabajo la felicitaban por estar sana y salva. Lasser había asomado su cabeza rizada por la puerta y había entonado con voz cantarina:

– Ah, la joven Annie Oakley, supongo.

Y después de estrecharle la mano y darle una palmadita en la espalda, le había levantado el brazo como si fuera un boxeador que ha ganado un combate y le había susurrado que debería asegurarse de que Leroy Jefferson recibiera la máxima condena; una pena que obstaba mencionar. Luego, ese mismo día, había hecho circular por toda la oficina un memorando en el que alababa a Espy Martínez por haber pensado con rapidez (aunque ella se preguntaba qué había pensado con rapidez) y recordaba a los demás ayudantes que ellos también eran miembros de las fuerzas de seguridad del país y deberían ir armados de forma adecuada en los momentos adecuados para poder actuar de modo adecuado en las circunstancias adecuadas tras una valoración adecuada de la situación, como ella había hecho. No aclaraba a qué se refería con «adecuado».

A Espy le gustaba toda esa atención, que la distraía de lo que estaba haciendo. Cuando Robinson la llamó, sintió una gran agitación, como si él fuera un elemento clave de lo que había ocurrido.

– ¿Cómo va todo, Espy?

– Bueno, los compañeros insisten en silbar la melodía de Solo ante el peligro cada vez que paso por su lado. Por lo demás, todo bien.

El inspector soltó una carcajada.

– Tenemos que vernos para empezar a atar el caso.

– Lo sé -contestó Espy-. Es que no he podido concentrarme.

– ¿Ha hablado con Tommy Alter?

– Aún no. Bueno, de hecho, una vez. La lectura de cargos de Jefferson se hizo in absentia. El hospital no le dará el alta para que lo transporten a la cárcel hasta dentro de una semana.

– Esta mañana le tomé las huellas dactilares. Alter estaba ahí, pero no dijo nada, se limitó a observar. Jefferson parecía sufrir fuertes dolores, lo que no está mal. Todavía tiene la pierna en tracción, pero mañana se la escayolarán. El médico dijo que con el tiempo tendrá que someterse a dos o tres operaciones más. Le comenté que sería una pérdida de tiempo, en voz muy alta para que Jefferson y Alter me oyeran.

– ¡Qué barbaridad! -exclamó la ayudante del fiscal entre risas.

– Ya sabe lo que se dice. Todo vale en el amor y en la guerra, y en este caso…

– ¿Y ahora qué?

– Bueno, voy a llevar las huellas al laboratorio. Deberíamos poder situarlo en el piso de la anciana. Le tomé una fotografía y cuando la enseñé, junto con otras, a los conductores de autobús para que lo identificaran, situaron a Jefferson en el autobús adecuado a la hora adecuada. Mañana por la mañana enseñaré las fotografías al señor Kadosh para que lo identifique también. Como ese cabrón está en el hospital, queda descartado hacer una rueda de reconocimiento. Además, está el propietario de la casa de empeños, que declarará sobre los objetos robados. Presenté un montón de cargos contra el pobre Reginald, y también contra Yolanda. La mayoría de ellos era una chorrada, pero bastó para que los dos claudicaran. De todas formas, Lion-man hará el seguimiento para asegurarse. En el registro del domicilio de Jefferson no se encontró nada procedente de la casa de la víctima. Debió de haberse deshecho de todo en el Helping Hand. Pero, aun así, me parece bastante claro.

Espy Martínez asintió, pero su tono cambió.

– Alter me pareció muy seguro.

– A mí también.

– ¿Porqué?

– No lo sé. No veo que tenga motivos para estarlo, salvo el hecho de que es un arrogante que siempre se muestra de lo más seguro hasta que se da cuenta de que no tiene defensa. Entonces corre a suplicar un trato. Eso será en un par de semanas. Déjelo que disfrute hasta entonces.

– No habrá trato. Son órdenes directas del jefe.

– Estupendo. Querrá uno, ¿sabe? Ésa será la estrategia de la defensa: encontrar algún punto débil que pueda explotar para preocuparnos de tal modo que, en lugar de arriesgarnos ante un jurado, lleguemos a un acuerdo por los veinticinco años de condena mínima.

– No creo que la fiscalía vaya a aceptar eso.

– Es lo que él intentará. Cualquier cosa que evite que Jefferson vaya al corredor de la muerte será una victoria para él.

– Ojalá hubiera confesado.

– Sí. Sería perfecto, ¿verdad? Y le habría arrancado una confesión al muy cabrón si no hubiera aparecido Alter.

– A los jurados les gusta tener una confesión en los casos de asesinato. Les da la certeza de que están haciendo lo correcto. Especialmente cuando tienen que votar por la pena de muerte.

– Ya lo sé. Pero tenemos casi todo lo demás.

– ¿Podríamos repasarlo otra vez? Quizá podamos anticiparnos a cualquier problema si lo comentamos con calma. Preferiría estar preparada para cuando Alter ataque.

Robinson aprovechó la ocasión.

– ¿Por qué no quedamos para cenar? Llevaré el expediente del caso y podemos comer algo mientras lo examinamos despacio…

Espy dudó y se ruborizó un poco.

– Walter, no sé si debemos mezclar el trabajo con…

No terminó, y Robinson se apresuró a hablar de nuevo.

– Oiga, no se preocupe por eso. Una cita de verdad sería ir al cine, al teatro, a un concierto, a un partido o a algo así. Ya me entiende, la iría a buscar a su casa con corbata, le llevaría flores y una caja de bombones, y le abriría la puerta del coche. En una cita de verdad te pones nervioso, charlas educadamente sobre temas intrascendentes y muestras buenos modales. Esto es otra cosa. Siento como si le debiera algo por lo de la otra noche. Verá, no se suponía que tuviera que terminar disparando a alguien. Me siento culpable por eso.

– No fue culpa suya -respondió ella con una sonrisa.

– Ya, pero lo cierto es que las cosas no salieron como había previsto.

– Oiga -bromeó-, ¿cree que me importa que de repente todo el mundo me considere peligrosa?

– ¿Peligrosa y decidida?

– Exacto. Resuelta a todo. Una mujer de armas tomar.

Ambos rieron.

– Muy bien -dijo-. Mañana por la noche.

– ¿Paso a recogerla por su oficina?

– No, por mi casa. ¿Recuerda cómo llegar?

Él lo recordaba.

Naturalmente, sólo hablaron del caso de forma superficial al principio de la velada, casi como si fuera un estorbo necesario. La llevó a un restaurante al aire libre que daba a la bahía de Vizcaíno, la clase de sitio en que el camarero se mueve dándose aires y sirve una comida mediocre disimulada con salsas fuertes y una vista espectacular. Mientras estaban ahí sentados, Robinson veía cómo las tonalidades azules del agua se iban oscureciendo desde alta mar hasta la costa; pasaban de un azul cielo a uno más oscuro y, finalmente, a un azul marino intenso que casi no se distinguía del negro y que anunciaba la noche veraniega. Las luces de la ciudad parpadeaban y parecían salpicar la superficie del agua como si un artista impresionista las hubiera pintado en las ondulantes olas.

Ella estaba sentada delante de él, y sabía que la situación contenía el proverbial romanticismo de los trópicos. Notaba una ligera brisa que le atravesaba los pliegues del vestido holgado que llevaba y le acariciaba lugares ocultos con la familiaridad de un viejo amante. Echó la cabeza atrás y se pasó la mano por el pelo. Miró a Robinson, pensó que era guapísimo, y pensó también que si sus padres la vieran sentada con un negro, no le hablarían en días, a no ser que se tratara exclusivamente de una reunión de trabajo. Así que, en deferencia a esta imagen y para dar por lo menos la impresión de trabajar, preguntó:

– ¿Hablamos un poco de Jefferson?

– Claro -sonrió Robinson-. Una cena de trabajo. Diría que el futuro de Leroy Jefferson se ve negro, lo que podría ser un juego de palabras, pero no mezclaremos la raza en esto.

– ¿Y qué tenemos?

– Bueno, esta tarde, antes de irme del trabajo, recibí una llamada de Harry Harrison (¿cómo es posible que alguien se llame así?), de Huellas Dactilares. ¿Adivina de quién aparecieron huellas en un cajón de la cómoda de Sophie Millstein?

– ¿De nuestro hombre?

– Exacto.

– Bueno, pues ya está, ¿no?

– Sí. Podría decirse que sí. Harry dijo que todavía tiene que comprobar las huellas del joyero y de la puerta corredera de cristal, y también la que obtuvieron del cuello de la víctima, pero pensaba que nos gustaría saber los resultados obtenidos hasta ahora.

– Jefferson está acabado.

– Y Kadosh hizo una identificación bastante buena a partir de las fotografías.

– ¿Qué quiere decir «bastante buena»?

– Eligió la fotografía de Jefferson y dijo que no podía estar completamente seguro sin ver al hombre en persona, pero que estaba bastante seguro de que era él. La clave es mantenerlo separado de su mujer. Es la clase de hombre acostumbrado a que ella le diga qué debe pensar, y tiene una opinión sobre todo.

– ¿Todo?

– Todo. Te lo aseguro.

– ¿Y?

– Y no veo el problema. Si es que lo hay.

– ¿Adónde nos lleva eso?

– Pues aquí -sonrió Robinson-. ¿Una copa de vino?

Espy asintió. Observó cómo le llenaba la copa y después bebió despacio, saboreando su aroma fresco y afrutado. Dirigió los ojos hacia la bahía y se le ocurrió que lo que estaba pensando era cómo sumergirse en las olas al anochecer.

– Dígame, Walter, ¿quién es usted?

– ¿Quién soy? -sonrió-. Soy un inspector de policía que casi se licenció en Derecho y…

– No. -Levantó una mano-. No qué es. Quién es.

A Robinson le pareció captar ansiedad en su voz, y de repente se dio cuenta de que le preguntaba más de lo que se había imaginado. Sintió una reticencia momentánea, pero empezó a hablar despacio, en voz baja, casi como si estuviera conspirando algo.

– Nado -explicó a la vez que señalaba la bahía con una mano-. Nado solo, cuando nadie me ve, lejos de la costa. En aguas profundas. A kilómetro y medio como mínimo. A veces, incluso a tres.

Se detuvo. No describió lo que le gustaba hacer, que era conducir hasta la punta del cayo Vizcaíno, donde estaba el parque nacional, en cabo Florida, a última hora de la tarde, cuando todos los turistas colorados como gambas y los adolescentes borrachos de cerveza ya habían recogido las cosas y trataban de llegar a casa antes del anochecer. Entonces se metía en el agua y, dando potentes brazadas, nadaba contra las olas hasta pasar las boyas rojas y blancas, más allá del límite, donde notaba cómo las corrientes de marea tiraban de sus brazos y sus piernas en distintas direcciones. Luego se volvía para mirar hacia el cayo y sus hileras de bloques de pisos, o hacia más allá del antiguo faro de ladrillo abandonado, donde el océano se une a la bahía. Dejaba que las aguas lo mecieran, como si quisieran convencerlo de que eran seguras, cuando sabía que no lo eran. Pasados unos instantes, inspiraba hondo y reanudaba la lucha contra los flujos y las corrientes, esquivando alguna que otra carabela portuguesa con su picadura mortal, evitando pensar en los tiburones, tentando al agotamiento y la muerte que éste conllevaba de modo inevitable, hasta que tocaba la arena con los pies y llegaba a la playa, de nuevo a salvo, respirando con dificultad.

– ¿Por qué nada? -preguntó ella en voz baja.

– Porque cuando era pequeño, en Coconut Grove, ningún niño negro aprendía a nadar. No había piscinas y la playa estaba a tres transbordos de autobús. Vivíamos en el condado con más agua de todo el país (¿sabía eso?), pero nunca aprendíamos a nadar. Recuerdo que, más o menos cada año, en el periódico salía la historia de algún niño negro que se había ahogado en un canal, donde estaba pescando o capturando ranas, o simplemente jugando. Había resbalado y se había caído en metro y medio de agua. Presa de pánico, había forcejeado y gritado, pero no había nadie y se había ahogado. Los niños blancos no se ahogaban nunca. Tenían piscinas en los patios de sus casas y les enseñaban a nadar, ¿sabes? Braza crol, espalda y mariposa. Ellos sólo se habrían mojado, y quizás habrían tenido que oír una reprimenda por llegar a casa empapados. -Dejó la copa de vino en la mesa-. Sueno enfadado, y no quiero sonar enfadado.

Ella sacudió la cabeza. Se dio cuenta de que él le había contado algo importante, casi como una pista escondida en una página de una novela de misterio y que más adelante comprendería su importancia.

– No -dijo-. Me lo hace más fácil.

– ¿Qué le hace más fácil?

Ella no contestó. Intentaba comprender lo que estaba pasando.

– Bueno, Espy, ahora quiero hacerle yo una pregunta -indicó Robinson tras un silencio.

– Dispare. -Rió un poco-. Puede que no sea una buena elección de palabras para mí.

– Dígame por qué está sola.

– ¿A qué se refiere?

Robinson hizo un pequeño gesto con la mano, como para decir: eres joven, bonita, culta e inteligente, y deberías estar rodeada de pretendientes. Lo que ella se tomó como un cumplido.

– Porque no he encontrado a nadie que…

Se detuvo, sin saber muy bien cómo seguir. Por un instante, esperó que Robinson rompiera el silencio con otra pregunta, pero comprendió que no lo haría, de modo que prosiguió con una ligera vacilación en la voz.

– Supongo que es por mi hermano. -Inspiró hondo-. Mi pobre hermano muerto. El tonto de mi pobre hermano muerto.

– No lo sabía, lo siento.

– No. No pasa nada. De eso hace casi doce años. El fin de semana del día del Trabajo. La semana siguiente iba a empezar el nuevo curso en la facultad de Derecho.

– ¿Un accidente de coche?

– No, nada tan inocente. Regresaba de un viaje para hacer snorkel en los cayos con un par de amigos de la universidad. Se estaba haciendo tarde, y se pararon en una tienda para comprar algo de comida. Ya sabe, chorradas: patatas fritas, cervezas, tentempiés y todas esas cosas que los varones de veintidós años consumen con tanto entusiasmo. El caso es que ahí estaban, en una tienda que era medio bodega, medio supermercado, a la salida de la carretera South Dixie, mucho más abajo de Kendall, cargados con todas esas chucherías. Mi hermano estaba bromeando con la señora cubana que llevaba la tienda. Le preguntaba si tenía una hija y, de no ser así, si estaba soltera. Ya sabes, todo muy amistoso. Y los dos reían y hablaban en español, y él tomaba el pelo a sus amigos porque eran anglosajones y no entendían lo que se decían la mujer y él. Entonces entró un hombre con una media en la cabeza, armado con un Magnum del cuarenta y cuatro. Gritó que todo el mundo se echara al suelo y que le dieran el dinero que había en la caja. Y todos se quedaron petrificados e hicieron lo que les ordenaba, pero el tipo estaba nervioso, ¿sabe? Supongo que porque iría colocado, o puede que tuviera malas entrañas, o que no le gustaran los latinos, no lo sé, pero cuando la mujer dudó, le golpeó la cara con el revólver. Hacía un momento que estaba bromeando y coqueteando con mi hermano, con el tonto de mi pobre hermano, y antes de darse cuenta estaba sangrando con la nariz reventada y la mandíbula rota. Y mi hermano se incorporó hasta quedarse de rodillas, nada más, y le gritó al hombre que parara, que la dejara en paz, y el hombre lo miró un segundo, soltó una carcajada como si no supiera quién estaba más loco, si mi hermano o él, y le disparó en pleno pecho. Una vez. ¡Pum! La mujer gritó y empezó a rezar, y los amigos de mi hermano se quedaron pegados al suelo imaginando que ellos irían después. Y tenían razón, porque el hombre se volvió hacia ellos, los apuntó con el Magnum y apretó el gatillo. Una vez. Dos veces. Luego se giró y apuntó a la mujer, y apretó el gatillo una tercera vez. Y tampoco nada. Clic, clic, clic. Estaban demasiado impresionados y asustados para darse cuenta de que aquel cabrón sólo tenía una bala. El hombre soltó una carcajada y se marchó de la tienda con el dinero de la caja y una bolsa de Doritos… -Volvió a inspirar hondo-. Una bala y una bolsa de Doritos.

– Lo siento… -empezó él, pero la joven levantó la mano.

– El tonto de mi pobre hermano, que debería haberse quedado callado, aunque él no era así; ni siquiera llegó con vida al hospital de South Miami.

– Está bien, si no quiere… -dijo Robinson, sin saber si quería o no que ella continuara.

– No -replicó Martínez en voz baja-. Debo sacar todo esto fuera. Tenía quince años y estaba en la cama, durmiendo. Oí que mis padres lloraban y después se fueron al hospital. Me dejaron sola en casa. Pasé la noche sentada en la oscuridad esperando su regreso. No volví a ver a mi hermano, excepto en el funeral, y entonces no parecía él, ¿sabe? Quiero decir que no sonreía ni me chinchaba como hacía siempre. Fue tres días antes de que celebrara mi decimoquinto cumpleaños. ¿Sabe qué es eso?

– Bueno, más o menos. Es una fiesta que las chicas latinas celebran cuando cumplen esa edad.

– Sí, bueno, es una fiesta, pero también es más que eso. Supongo que no es tan importante como un bar mitzvah para un niño judío, porque eso es una cuestión religiosa, pero se le acerca mucho. En esta celebración se anuncia que ya eres una mujer. Es una tradición, y tienes la sensación de formar parte de algo. Está llena de vestidos recargados, risas nerviosas, música lenta y acompañantes, ya sabes, padres que vigilan a todos esos niños que se comportan como adultos. En la comunidad cubana es un evento importante. Estás meses organizándolo. A los quince años, es lo único en que piensas durante días y días. Pero el mío se convirtió en el funeral de mi hermano.

– Debió de resultarle muy difícil -comentó Robinson, y entonces pensó que eso habría sonado estúpido porque era evidente. Así que alargó la mano sobre la mesa para tocar la de Espy, que se la sujetó con fuerza.

– Verá, en mi casa, mi hermano lo dominaba todo. Tenía que haber sido abogado. Encargarse del negocio de mi padre. Llegar a ser importante e influyente. Tener familia y ser alguien en la vida… Nunca lo dijeron, pero cuando murió todo eso recayó en mí. Pero también algo más.

– ¿Qué?

– La venganza.

– ¿Qué quiere decir?

– En la sociedad cubana, mejor dicho, en casi todas las sociedades latinas, una muerte así supone una deuda. A mis padres, este asesinato los envejeció. Y cobrar la deuda recayó en mí.

– Pero ¿qué podía hacer usted?

– Bueno, no podía coger una pistola y disparar a alguien. Tenía que encontrar otra forma de cobrar la deuda.

– ¿Y el asesino?

– Jamás lo atraparon. Por lo menos, no de modo oficial. Dos semanas después detuvieron a un hombre que encajaba con su descripción al salir de una tienda Dairy Mart en Palm Beach con lo que había en la caja, pero los amigos de mi hermano y la mujer de la tienda no lograron identificarlo en una rueda de reconocimiento. El modus operandi era el mismo, también llevaba una media en la cabeza, profirió las mismas palabras, reía igual… Encajaba. Pero no pudieron procesarlo por la muerte de mi hermano.

– ¿Qué pasó?

– Le cayeron quince años, pero cumplió cinco. Ahora vuelve a estar en la cárcel. Lo sigo de cerca. Pido a los funcionarios de la prisión que le vayan poniendo informadores en la celda para ver si habla, quizá por casualidad. Tal vez mencione qué fue de ese Magnum del cuarenta y cuatro que desapareció. O tal vez se vanaglorie de haber escapado impune de un asesinato. Tengo el expediente del caso de mi hermano en un cajón de mi mesa, al día, ¿sabe?, con direcciones y declaraciones. Cueste lo que cueste, si alguna vez puedo relacionarlo concretamente, el caso estará a punto. -Inspiró hondo-. El homicidio en primer grado no prescribe. La venganza tampoco. -Lo miró-. Supongo que parezco obsesiva, pero lo llevo en la sangre.

Se detuvo de nuevo, y Robinson trató de pensar en algo que decir. Pero cuando se le trabó la lengua con sus propias palabras, ella prosiguió:

– Así que supongo que él es la razón de que yo estudiara derecho. Lo hice en lugar de mi pobre hermano. Y él es la razón de que me hiciera fiscal, para poder ponerme algún día delante de un jurado, señalar a ese cabrón y decir que fue él quien lo mató. También mató a la propietaria de la tienda, de hecho. Tenía el corazón delicado y murió seis meses después.

– Lo siento -dijo Robinson-. No lo sabía. -Desde luego era lo más estúpido y más trillado que podía decir, pero no pudo contenerse.

Espy se tocó la frente con la mano libre.

– No, tranquilo -aseguró-. Ya ve. Nos lo estábamos pasando bien y yo voy y le suelto todo esto, y ahora tiene el aspecto de alguien a quien han pillado blasfemando en la iglesia. -Alargó la mano y bebió un largo sorbo de vino-. Me gustaría bromear sobre algo para que volviéramos a reírnos.

Robinson reflexionó un momento, se preguntó por qué tenía la impresión de que faltaba algo, y entonces se dio cuenta de lo que era. Antes de poder contenerse, hizo la pregunta:

– El sospechoso de disparar a su hermano… era negro, ¿verdad?

Martínez no respondió enseguida, pero al final asintió. Él suspiró y se reclinó en la silla pensando: «Ya está; se acabó.» Empezó a enfadarse, no con Espy ni consigo mismo ni con nada que no fuera el mundo entero, pero entonces ella alargó la mano y volvió a tomarle la suya, con fuerza, como si estuviera colgando de lo alto de un precipicio.

– No -dijo despacio-. Él era él y usted es usted.

Robinson volvió a inclinarse hacia ella, agitado.

– Mi nombre -dijo Espy con una sonrisa-. ¿Sabe qué significa?

– Sí, claro. Esperanza.

Ella fue a responder, pero llegó el camarero con la cena. Se quedó plantado a su lado con los platos de comida en equilibrio, sin poder dejarlos en la mesa porque ellos tenían los brazos extendidos sobre ella.

– Disculpen -dijo tras aclararse la garganta, y los dos alzaron la vista y rieron.

Comieron deprisa, se saltaron el postre y pasaron del café. Era como si las confesiones que se habían hecho les hubieran liberado de las poses, los rodeos, los amagos y las farsas habituales en estos casos. Ella estuvo callada mientras él la conducía a través de la ciudad hasta la puerta de su casa. Una vez ahí, detuvo el coche y apagó el motor. Ella se quedó sentada con la vista puesta en el dúplex que ocupaban sus padres. Supuso que estarían mirando.

Robinson empezó a decir algo, pero no lo escuchaba.

En lugar de eso, se volvió hacia él y le susurró con una intensidad que la sorprendió incluso a ella:

– Llévame a otro sitio, Walter. Adonde sea. A cualquier sitio. A tu casa. O a un hotel, un parque, la playa. Me da igual. Pero que sea otro sitio.

Se la quedó mirando un momento. Y entonces se abrazaron y sus labios se juntaron ardorosamente, y ella tiró de él, pensando que estaba sacudiéndose la soledad y los problemas de toda su vida, y esperaba que, de algún modo, el peso de aquel hombre apretujado contra ella estabilizara el huracán de emociones que sacudían su interior.

La llevó a su piso. Cerró la puerta tras ellos, y se aferraron el uno al otro en el suelo del salón con la urgencia escurridiza de un par de delincuentes que temen ser descubiertos. Se quitaron mutuamente la ropa con una excitación frenética que se transformó en una cópula rápida, casi como si no tuvieran tiempo para conocer el cuerpo del otro. Espy tiró de Walter para que se situara sobre ella e intentó envolverlo; él, por su parte, se sentía como un globo hinchado a punto de estallar. La curva de sus pechos pequeños, la tersura de su piel, el contorno de su sexo, el sabor de su cuello… todo eso eran informaciones y datos de los que sólo fue vagamente consciente mientras la penetraba con una avidez primaria, puramente instintiva, y que ella recibía acompasando su pelvis.

Cuando terminó, se echó a un lado y respiró jadeante, boca arriba, con el antebrazo sobre los ojos.

– Dime, Walter -dijo ella pasados unos segundos-, ¿tienes, no sé, dormitorio? ¿Cuarto de baño? ¿Cocina?

Abrió los ojos y vio que estaba a su lado, apoyada en un codo e inclinada hacia él, sonriendo abiertamente.

– Pues sí, Espy. Tengo todas las comodidades habituales de la vida moderna. Nevera, televisión por cable, aire acondicionado, moqueta…

– Sí, la moqueta ya la he encontrado -le interrumpió ella riendo y dejando que su pelo le acariciara el tórax-. La tenía justo debajo.

Le acercó los labios al tórax y luego recostó en él la mejilla, de modo que oía los rápidos latidos de su corazón.

– Es el entusiasmo -dijo Robinson.

– Dime, Walter… ¿quién eres?

En esta ocasión él no respondió, sino que le tomó la cara entre las manos y la besó despacio. Después la levantó con cuidado y se agachó para cargarla en brazos.

– Al dormitorio -anunció.

– ¡Qué romántico! -contestó ella, todavía riendo-. Procura que no me golpee la cabeza.

Esta vez se lo tomaron con calma y dejaron que sus dedos y sus labios se exploraran mutuamente.

– Tenemos tiempo -indicó el inspector-. Todo el tiempo del mundo.

Después se durmió. Pero Espy sentía una extraña inquietud. Estaba exhausta y, a la vez, saciada de la satisfacción que provoca el enamoramiento. Observó un rato cómo dormía Robinson y examinó los ángulos relajados de su rostro, iluminado por un rayo de luna que se colaba por la ventana. Le acercó una mano a la mejilla para ver cómo la luz tenue iluminaba su piel pálida y hacía brillar la piel oscura de él. Tenía la impresión de haber saltado una especie de barrera y, acto seguido, se reprendió por utilizar clichés raciales; si esperaba pasar otra noche junto a Walter Robinson, debería desprenderse de esos pensamientos del mismo modo que se había quitado la ropa: rápidamente.

Se levantó de la cama y fue con sigilo hacia el salón. Era un piso pequeño en un bloque mediocre. Tenía una bonita vista de la bahía y la ciudad. Encontró el escritorio en un rincón, situado de forma que podía ver Miami a través de las ventanas. En una esquina, había un marco con la fotografía de una mujer mayor de raza negra. En la pared, diplomas de la Academia de Policía y la Universidad Internacional de Florida. Otra foto mostraba a un Walter Robinson mucho más joven, manchado de tierra, con un hilo de sangre en una mejilla y vestido con un uniforme de fútbol americano, sujetando un balón; era del instituto Miami High. Se giró y sobre su mesa vio una mezcla desordenada de textos jurídicos, investigaciones e informes del departamento de policía. Vio sus notas sobre el asesinato de Sophie Millstein.

Siguió moviéndose con sigilo, desnuda, a la luz de la luna.

– ¿Quién eres, Walter Robinson? -susurró para sí.

Como si pudiera encontrar algún papel, algún documento, que se lo explicara. Fue hacia la cocina y sonrió al examinar el surtido de cervezas frías y fiambres típicos de un soltero que había en los estantes. Volvió al salón y se fijó por primera vez en una acuarela colgada de una pared. Se acercó y vio que el artista había dibujado una extensión de océano iluminado por el sol, pero a lo lejos había formado unos nubarrones que conferían una sensación de amenaza a todo el cuadro. Era difícil distinguir en la penumbra la firma del artista, así que se inclinó hacia la acuarela y leyó dos iniciales: «W. R.» Estaban en una esquina, medio escondidas justo donde los colores cambiaban de claros a oscuros.

Sonrió y se preguntó dónde guardaría el caballete y las pinturas.

Regresó al dormitorio y se deslizó bajo la sábana, a su lado. Respiró hondo para inhalar los olores del intercambio amoroso y cerró los ojos con la leve esperanza de que habría otras noches como la que se iba transformando en mañana a su alrededor.

Robinson dudó antes de tocarla, y después, con un solo dedo, le apartó un mechón de pelo de la frente.

– Espy -susurró mientras le movía con suavidad el hombro-, vamos a llegar tarde. Ya es de día.

– ¿Cómo de tarde? -preguntó sin abrir los ojos.

– Son las ocho y media. Tarde.

– ¿Tienes prisa, Walter? -Seguía con los ojos cerrados.

– No -respondió él con una sonrisa-. Algunas mañanas puedes tomarte las cosas con calma.

Ella alargó ambos brazos, como imitando a un ciego que tantea el aire, hasta que encontró los suyos y lo atrajo hacia ella.

– ¿Tenemos tiempo?

– Seguramente no -contesto él a la vez que retiraba la sábana y se apretujaba contra ella.

Después se ducharon y se vistieron deprisa. Él preparó café y se lo ofreció. Ella dio un sorbito e hizo una mueca.

– Dios mío, Walter. ¡Qué asco! ¿Es instantáneo?

– Pues sí. No se me da demasiado bien la cocina.

– Bueno, tendremos que pararnos a tomar un buen café cubano de camino al Palacio de Justicia.

– ¿Quieres que te lleve a tu casa para recoger tu coche?

– No. Llévame al trabajo.

Robinson vaciló y después señaló alrededor con un gesto del brazo. Fue un movimiento indefinido para expresar unas palabras que eran difíciles de pronunciar.

– Bueno -comentó por fin-. ¿Cuándo podemos…? Quiero decir que me gustaría…

– ¿Que volviéramos a vernos? -sonrió ella.

– Correcto.

– No sé, Walter. ¿Iremos a alguna parte con esto?

– Yo quiero ir más lejos -respondió Robinson.

– Yo también.

Se sonrieron como si hubieran sellado alguna clase de acuerdo.

– Mañana, pues -dijo Robinson-. Hoy tengo turno hasta tarde.

– Muy bien.

Bromearon y rieron la mayor parte del trayecto hasta la fiscalía. Se pararon a tomar un café y una pasta, lo que les pareció muy divertido. Un cormorán pasó volando bajo por delante del coche cuando circulaban por la carretera elevada, lo que les pareció divertidísimo. El tráfico de media mañana tenía un aire alegre y divertido. Cuando pararon delante del Palacio de Justicia, apenas podían contener las risitas.

Espy bajó del coche y se inclinó hacia la ventanilla.

– ¿Me llamarás?

– Por supuesto. Esta tarde. No quiero olvidarme del señor Jefferson. Ya deben de tener los resultados de las otras huellas dactilares. Te llamaré para comentarte el informe de Harry Harrison.

– Unidos por Leroy Jefferson. Si lo supiera…

– Me pregunto qué diría -comentó Robinson tras soltar una carcajada.

Se miraron un instante, sintiendo lo mismo, que estaban en la línea de salida de algo. Y en medio de ese silencio oyeron que alguien la llamaba por su nombre.

– ¡Espy!

Ella se giró y Robinson se inclinó hacia el asiento del pasajero para ver quién gritaba. Y en lo alto de la escalinata del enorme Palacio de Justicia vieron la figura larguirucha de Thomas Alter, que los saludó con la mano y bajó los peldaños de dos en dos.

– Hola, Walt, qué suerte encontrarte aquí.

– Hola, Tommy. ¿Has soltado algún asesino hoy?

– Yo también me alegro de verte. Todavía no. Pero nunca se sabe, aún es temprano. -Sonrió de oreja a oreja.

– Dime, Espy, ¿habéis preparado el caso? ¿Vais a apretarle las clavijas a Jefferson?

– Ya sabes la política de la fiscalía sobre las conversaciones, Tommy. Tienen que ser formales, con taquígrafo. Pero extraoficialmente puedo decirte que te va a costar llegar a algún acuerdo, especialmente con Lasser. No le gusta que estrangulen a ancianas, le estropea el día. Así que me da la impresión de que será imposible. Totalmente imposible.

– ¿De verdad?

– Ya me has oído.

No pareció que la noticia lo afectara.

– Bueno, imagino que no os gustará ver esto, entonces. -Sacó un fajo de papeles del maletín.

– ¿Qué es? -preguntó Robinson. Había salido del coche para ponerse al lado de la ayudante del fiscal.

– La prueba del polígrafo -respondió Alter con brusquedad.

– ¿Y?

– ¿A que no sabéis qué?

– Ve al grano, Tommy. ¿Qué quieres decirnos?

– Quiero deciros que, en esta prueba concreta, mi cliente no mostró signos de engaño. Ninguno. ¿Y sabéis qué le preguntamos?

– ¿Qué?

– Una pregunta clara y sencilla: «¿Mató usted a Sophie Millstein en su casa?» ¿Y adivináis qué? Dijo que no, y la máquina indica que respondió la verdad.

– ¡Sandeces! -explotó Robinson-. Se puede engañar a esas máquinas.

– Bueno -contestó Alter-, imaginé que dirías eso. Así que utilicé la misma empresa que utiliza la fiscalía, y también tu departamento: Vogt Investigations. ¿Cuánto tiempo hace que Bruce y su máquina mágica trabajan para vosotros?

– ¡Tonterías! Me da igual que haya pasado la prueba, sigue…

– Todavía no has pasado por el departamento, ¿verdad, chico?

– No.

– Has estado ocupado, ¿eh? -Y sonrió de oreja a oreja a Espy.

– Todo esto son tonterías, Tommy -estalló ésta, furiosa-, y tú lo sabes. ¡Pasar la prueba del polígrafo no significa nada! No sirve de prueba. No es nada. Así que deja de decir tonterías…

– Esta mañana llegó un informe interesante al departamento de Homicidios de South Beach -prosiguió Alter, sin prestar atención al enojo que reflejaban las caras de la fiscal y el inspector-. La clase de cosa que te hace pensar si podría haber algo más extraño en este mundo…

– Corta el rollo, Tommy, antes de que te dé un puñetazo.

– ¿De qué hablas, Tommy? ¿Qué informe?

El abogado sonrió de nuevo de oreja a oreja.

– Es divertido ver a dos justicieros moralistas como vosotros tan desconcertados. Quizá me permitáis disfrutar del espectáculo un momento.

– ¿Qué informe?

– El informe de las jodidas huellas, gilipollas.

– ¿Cómo has…?

– Tengo amigos en tu departamento.

– ¿Qué estás diciendo, Tommy? -saltó Martínez con voz estridente.

– Lo que estoy diciendo, Espy: que otra persona mató a Sophie. Esto es lo que estoy diciendo.

– ¡Menuda gilipollez! -intervino Robinson. Iba a abalanzarse sobre el abogado pero consiguió controlarse en el último segundo.

– ¿Un tercero? -se asombró la ayudante del fiscal-. Por Dios, Tommy, venga ya. Puedes hacer algo mejor que la vieja defensa de culpar a un tercero. ¿Crees que soy tan joven que no conozco esa artimaña? Elige algo más original, más creativo, no la vieja defensa de «lo hizo un tercero».

Alter se giró hacia ella y agachó la cabeza enojado, sin rastro de la jocosidad que había mostrado hasta entonces.

– Oh, ¿te parece aburrido? ¿Te parece poco original?

– ¡Exacto!

– Pues adivinad qué, muchachos -replicó en voz baja, con tono de conspiración pero con sarcasmo-. Resulta que, además, es verdad. -Se volvió hacia Robinson-. La huella que había en el cuerpo, justo en el cuello, procedente de los dedos que estrangularon la garganta de Sophie, esa bonita huella parcial de un pulgar que tus hombres recuperaron de su piel. Pues bien: pertenece a alguien, pero no a Leroy Jefferson. -Retrocedió-. Pensad en eso, chicos. Y echad un buen vistazo a la prueba del polígrafo. Y cuando estéis preparados para pedirnos con mucha educación ayuda para encontrar al verdadero asesino de esa anciana, ya sabéis dónde estaré esperando. -Hizo una pausa y añadió-: Y Walter, amigo, trae los cincuenta que me debes, ¿quieres?

Thomas Alter dejó caer la prueba del polígrafo en la acera, donde una ligera brisa alborotó las hojas mientras él se alejaba con paso decidido.

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