24 El historiador

Simon Winter y Walter Robinson, ligeramente separados el uno del otro, observaban cómo el rabino y Frieda Kroner examinaban el retrato robot de la Sombra. Parecían dos eruditos que escudriñaran un jeroglífico antiguo y desdibujado, hasta que de pronto ambos se reclinaron en sus asientos. La anciana estaba ligeramente demudada cuando declaró:

– Es él, excepto por la barbilla, que era más rotunda…

– Las cejas no son exactas. Deberían ser más ceñudas, como si estuviera enfadado todo el tiempo -dijo con voz rígida Rubinstein-. Eso daría a los ojos más, no sé, ¿qué, Frieda? ¿Te acuerdas de los ojos?

– Sí -dijo ella afirmando con la cabeza-. Rasgados, como los de un perro agresivo.

– ¿Y el resto? -inquirió Robinson.

– El resto es el hombre que conocimos hace cincuenta años -contestó Frieda, tajante. Se giró hacia el rabino-. Sólo que más viejo. Ha dejado de ser joven, igual que nosotros.

– Sí. Ese hombre es la Sombra -coincidió el rabino. Puso una mano en el brazo de Frieda. Luego le dijo al inspector-: Lo reconocería al momento.

– Yo también -agregó la anciana. Respiró hondo-. Y también lo habrían reconocido Irving y Sophie, los pobres. Si nuestros recuerdos nos decían que alto o bajo, gordo o flaco, claro u oscuro, era porque había tantas cosas allí que resultaba difícil acordarse. Pero ahora, al ver el retrato, puedo decir que es él. -Se estremeció, pero prosiguió con tono firme-. Así que usted, detective, y usted también, señor Winter, creen que anda por ahí esta noche -señaló con un gesto hacia la calle-, buscándonos, como hizo con los demás.

Simon asintió.

La mujer dejó escapar una risita, como si aquello resultara divertido.

– De modo que es posible que nos cueste dormir. Recuerdo haber vivido esta misma situación hace mucho tiempo.

Robinson se había controlado con dificultad hasta el momento.

– He cambiado de idea -dijo-. Ahora creo que el riesgo es demasiado grande. Ese hombre es casi un asesino profesional. Más que eso, un psicópata homicida. Pienso que lo más sensato sería que ustedes se fueran por separado a ver a algunos familiares hasta que pueda atraparlo. Así estarán a salvo y yo no tendré que preocuparme de protegerlos. Podemos sacarlos de la ciudad y tenderle una emboscada a la Sombra cuando se acerque a este apartamento o al suyo, señora Kroner. Pero lo importante es que no tengamos más muertes.

El rabino enarcó una ceja, sorprendido. Simon fue a decir algo, pero se contuvo. Frieda resopló.

– No -se adelantó Robinson levantando una mano-. Lo prioritario es velar por su seguridad.

El rabino miró al joven inspector y dijo:

– Una vez más, detective, tengo la sensación de que no está diciendo todo lo que sabe. ¿Que nos vayamos? ¿Que nos vayamos ahora? ¿Por qué se muestra tan insistente de pronto?

– Lo único que pretendo es ponerlos a salvo.

El rabino meneó la cabeza.

– No es eso -dijo.

Frieda había observado a Robinson mientras hablaba. Y de repente sonrió.

– Ajá -dijo, como el niño que adivina en qué mano se esconde el caramelo-. Ya sé por qué el detective dice estas cosas.

Robinson la miró.

– Señora Kroner, simplemente quiero…

Ella meneó la cabeza como si pretendiera reemplazar la sonrisa con una actitud inflexible.

– Ha sabido algo, ¿verdad? Ha sabido algo acerca de la Sombra, y no quiere contárnoslo para no asustarnos. ¡Como si hubiera algo más terrible de lo que ya hemos vivido! Yo he visto más muerte que usted, detective, aunque llegue a vivir doscientos años. Sigue sin entendernos, ¿verdad?

Robinson se quedó sin palabras.

Entonces tomó la palabra el rabino.

– Yo creo que a veces eso me asusta más que nada.

La anciana se mostró de acuerdo.

– Usted nos mira y ve a dos viejos porque usted es joven, y por tanto está lleno de todos los prejuicios de los jóvenes… -Alzó una mano al ver que Robinson iba a protestar-. No me interrumpa.

Él calló.

– Está bien -añadió Frieda con voz firme-. Dígalo. ¿Qué ha sabido?

Robinson se encogió de hombros antes de contestar. Pensó que, del mismo modo que era una insensatez subestimar a la Sombra, también podía ser una insensatez subestimar a aquellos dos ancianos.

– No tengo pruebas fehacientes… -empezó.

– Pero… porque hay un pero, ¿verdad? -terció el rabino con una sonrisa ligeramente sardónica-. Siempre hay un pero.

– Ya. ¿Se acuerdan del hombre que vio a la Sombra en el apartamento de Sophie?

– ¿El drogadicto? ¿El señor Jefferson?

– Lo han encontrado asesinado esta mañana en su apartamento de Liberty City.

– ¿Asesinado? ¿Cómo?

– Atado a su silla de ruedas y torturado con un cuchillo.

Ambos ancianos guardaron silencio mientras asimilaban la noticia.

– La policía no está segura aún. Pudo haber sido víctima de un ajuste de cuentas entre narcotraficantes. En esa parte de la ciudad la venganza es frecuente, y existen indicios de que Jefferson figuraba en muchas listas de personas que no paran mientes en asesinar…

– Pero usted no lo cree, ¿verdad? -dijo el rabino.

– Yo creo que todos sabemos quién lo ha matado.

– El señor Jefferson fue… -empezó Frieda, pero de nuevo fue interrumpida por el policía.

– Jefferson tuvo una muerte desagradable, señora Kroner. Desagradable y lenta, y sufrió incluso más de lo que se merecía. Lo torturaron porque alguien quería averiguar algo. Y después lo mutilaron. No pienso consentir que usted ni el rabino corran el mismo riesgo. Mírelo desde mi punto de vista: me costaría la carrera que saliera algo mal y ese hombre les hiciera daño. Y no podría perdonármelo nunca. Así que quiero que ambos estén a salvo.

Simon Winter se había quedado asombrado con la noticia de la muerte de Jefferson, pero ocultó su sorpresa bajo una cara de póquer. Observó a Robinson y vio que estaba conmocionado de verdad. De manera que intervino en tono suave:

– ¿Dices que a Jefferson lo mutilaron? ¿Cómo?

– Prefiero no entrar en detalles, Simon.

– Bueno, por alguna razón lo habrán torturado y mutilado, porque me parece que ese bastardo lo hace todo por una razón, así que todo lo que hace debería indicarnos algo que tal vez nos ayude a anticiparnos a su próximo movimiento. Así pues, insisto: ¿cómo lo mutilaron?

Robinson dudó un momento, captando la frialdad que destilaba la voz del otro.

– Le cortaron la lengua.

Frieda Kroner lanzó una exclamación y se llevó una mano a la boca. El rabino meneó la cabeza y dijo:

– Eso es horroroso.

Pero Simon había entrecerrado los ojos y pensaba con rapidez. Luego dijo:

– Vaya, vaya. -Los otros se volvieron hacia él-. Quién iba a esperar algo así de un tipo miserable como Jefferson, ¿eh? Ni en un millón de años.

– ¿Qué?

– Que no le haya dicho a la Sombra lo que quería saber.

– ¿Y qué era?

– Qué saben las autoridades, con qué grado de prioridad se le está buscando, si están cerca de dar con él, qué pruebas hay de que esté vivo… Se me ocurren muchas preguntas que harían a la Sombra aventurarse en mitad de la noche. -Winter hizo una pausa y luego negó con la cabeza-. Y eso también sugiere que Leroy Jefferson no le mencionó el retrato robot. De modo que todavía tenemos ese punto a nuestro favor.

Robinson reflexionó unos instantes y luego asintió.

– Probablemente tienes razón -dijo-. Pobre Leroy. -Dudó un segundo y añadió-: Por supuesto, la mutilación también podría significar que la Sombra estaba furioso precisamente por las revelaciones de Jefferson y que ésa fue su manera de desahogarse.

– Los asesinos de la mafia tienen una firma propia -dijo Winter en voz baja-. Hacen cosas que se supone que dejan un mensaje. Pero no es el caso de la Sombra. Sus asesinatos, al contrario, intentan ocultar una rutina. Esta vez me parece que se ha sentido frustrado. Frustrado y quizá presa de una ira racista. Para él, Leroy Jefferson no era más que un obstáculo infortunado. Opino que deberíamos actuar con rapidez, tal como hace él.

Robinson reflexionó sobre la propuesta de Winter y asintió con la cabeza.

– Simon, creo que estás en lo cierto. Debemos sacar a la señora Kroner y al rabino de Miami Beach hoy mismo. En este momento. Ahora.

Como Winter le dirigió una mirada inexpresiva, Robinson añadió con exasperación:

– ¡Maldita sea! Ellos dos son la explicación de todo esto, ¿no? Sin ellos ¿qué tenemos? Herman Stein se convierte de nuevo en un suicida, y Sophie Millstein entra en los archivos como caso no resuelto, agresor desconocido. Otra maldita estadística. Y en cuanto a Irving Silver, se queda para siempre donde esté. Se le clasifica como desaparecido, probablemente ahogado, y punto. ¿Cuántos otros hay en esa misma categoría? ¡Lo único que apunta a la Sombra en relación con varios asesinatos son estas dos personas! Sin ellos, jamás conseguiremos llevarlo ante un tribunal.

Winter tardó un momento en responder.

– Eso ya lo sé. -E iba a añadir algo más cuando Frieda Kroner lo interrumpió. Había palidecido ligeramente y sacudía la cabeza.

– Yo no pienso irme -afirmó.

Robinson la miró.

– Por favor, señora Kroner. Sé que su intención es loable, pero no es el momento. Estoy convencido de que corre usted un grave peligro, y la considero esencial para poder condenar a este asesino. Por favor, déjeme que la ayude…

– Sólo se me puede ayudar de una manera, detective: encontrando a la Sombra.

– Señora Kroner…

– ¡No! -contestó enfadada-. ¡No, no y no! Ya hemos hablado otras veces de irnos y hemos decidido que no. -Se puso en pie-. ¡No pienso huir ni esconderme! Si viene a por mí y estoy sola, le plantaré cara sola. Puede que me mate, ¡pero le presentaré batalla con uñas y dientes! ¡Una vez intenté esconderme de ese hombre y me costó mi familia entera! ¡No pienso repetirlo! ¿Lo entiende, detective? -Hizo una inspiración profunda-. Estoy asustada, sí, y también soy vieja. Pero no estoy tan débil y decrépita como para no tomar decisiones por mí misma, ¡y decido que voy a quedarme pase lo que pase! -Se giró hacia Rubinstein-. Rabino, esto sólo me concierne a mí, la vieja testaruda que le está hablando. Usted debe decidir por sí mismo…

– Y mi decisión es la misma -repuso él y le cogió la mano-, mi querida y vieja amiga. Sea cual sea la amenaza que pesa sobre nosotros, le haremos frente juntos. Prepare una o dos bolsas e instálese en la habitación de invitados de este apartamento durante una semana o el tiempo que dure esto. Entonces podremos afrontar juntos lo que venga. -Miró a Robinson-. Hemos perdido mucho por culpa de ese canalla. Familias y ahora amigos, y sólo quedamos nosotros dos. No sé si juntos seremos más fuertes que él, pero debemos intentarlo. Así que gracias, detective, por preocuparse por nuestra seguridad, pero nos quedamos aquí.

Robinson abrió la boca para decir algo, pero Winter lo cortó:

– Hazles caso, Walter.

Robinson se giró hacia el ex policía para replicar airado, pero se lo pensó mejor. Intentó conformarse pensando en la ventaja que le ofrecería contar con los dos ancianos cerca.

– Está bien -aceptó finalmente-. Pero les pondremos protección. Asignaré un agente que estará aquí las veinticuatro horas del día. -Recogió el retrato robot-. Ha llegado el momento de que esto nos sirva para algo.

El plan era sencillo. Aquella noche, en los servicios religiosos de dos docenas de templos y sinagogas se leería un mensaje breve y contundente:


Un individuo conocido como la Sombra, presunto autor de crímenes contra los nuestros en Berlín durante las grandes tinieblas, es sospechoso de encontrarse viviendo en Miami Beach. Se insta a todo el que posea alguna información acerca de esta persona a que se ponga en contacto con el rabino Chaim Rubinstein o con el inspector Walter Robinson de la policía de Miami Beach.


No se iba a mencionar nada en relación con los asesinatos. Simon pensaba que el anuncio era ya demasiado específico y que corrían el riesgo de que la Sombra se asustara y huyera, pero Walter había insistido en que el texto tenía que ser directo, y si su presa huía, ya se dedicaría él a perseguirla sin prisas allá adonde fuera, dejando a los dos ancianos a salvo. Además, no creía que la Sombra se enterase directamente de aquel mensaje; pues era muy improbable que asistiese a ningún oficio religioso. Así pues, se enteraría de aquel mensaje por terceras personas. Una conversación en un vestíbulo o un ascensor. Tal vez en un restaurante o un quiosco de periódicos. Y abrigaba la esperanza de que aquel anuncio lo incitara a dar pasos sin precaución. Eso era lo único que quería, que la Sombra actuara sin pensar, sin preparar nada. Y entonces Robinson estaría esperándolo.

Más importante aún, y en eso estaba de acuerdo con Simon, era que la Sombra seguía sin saber que su anonimato corría peligro. Era meramente una cuestión de ponerle nombre al retrato.

Winter había sugerido añadir un elemento más al plan, y a Robinson le pareció sensato. Los dos debían llevar el retrato robot de la Sombra a los presidentes de varias comunidades de vecinos, entre ellas la del difunto Herman Stein. Tal vez alguien podría orientarlos en la dirección adecuada.

Cuando Robinson regresó a su oficina se encontró con que Espy había llamado. Había dejado información sobre la llegada de su vuelo y un mensaje de lo más críptico: «Misión cumplida con cierto éxito.»

No se permitió especular con lo que podía significar, aunque se lo comunicó a Winter cuando ambos se dirigían a Miami Beach, a un mundo de rascacielos de apartamentos.

– Tal vez ha conseguido el nombre -aventuró Simon.

– Seguramente ya no usará el mismo.

– Puede que no, pero mira, si desaparece de pronto, por lo menos tendrás algo con que empezar en los registros. Registros de inmigración, de impuestos, de organizaciones de ayuda humanitaria después de la guerra. Voy a convertirte en un historiador. Lo que creo es que entró en Estados Unidos con ese nombre antes de cambiárselo. Quizás haya algo en la Seguridad Social. Nunca se sabe.

– Augura un montón de trabajo.

– Y la gente cree que ser inspector de Homicidios es todo fama y gloria, ¿eh?

Robinson rió brevemente. Había dejado a la pareja de ancianos en el apartamento del rabino, preparando un té para el agente que les habían asignado como protección. Sus órdenes eran sencillas: no dejar pasar a nadie a menos que tuviera una autorización personal de él o unas credenciales en regla. Había cogido una copia del retrato robot y la había pegado con cinta adhesiva a la puerta de entrada, al lado de la mirilla. Los bloques de pisos tienen escasas ventajas, pero una de ellas es que cuando uno cierra la puerta el apartamento tiene las mismas características de seguridad que una cueva: una única entrada y una única salida. Eso le permitió tener la sensación de que todo estaba mínimamente controlado.

– Pero -añadió Simon- no creo que vayas a encontrar a ese individuo a través de métodos convencionales. Nunca ha sido así. Pienso que él te encontrará a ti. Tenemos que adelantarnos y robarle la posición.

– Así se dice en baloncesto, ¿no?

– Exacto. Cuando uno está jugando de defensa contra un rival muy bueno, intenta calcular en qué punto de la cancha pretende situarse el otro, y simplemente se coloca allí antes que él. -Hizo una pausa y añadió-: Él nunca ha experimentado esa sensación tan fastidiosa.

– Por lo menos, que nosotros sepamos -comentó Robinson.

Entraron en los desfiladeros de hormigón de Miami Beach, una zona donde los altísimos rascacielos parecen competir con las nubes en no dejar pasar el sol. Como en cualquier ciudad, aquellos edificios daban una sensación de uniformidad. Una capa encima de otra de apartamentos similares, gente viviendo en colmenas verticales, con su identidad y su singularidad en contraposición a un mundo de formas, ángulos y tamaños idénticos.

El primer sitio que visitaron fue el piso de Herman Stein. El presidente de la comunidad, un hombre robusto y calvo, estudió el dibujo que le enseñaron y negó con la cabeza. Explicó que aquella comunidad tenía más de mil miembros en cientos de apartamentos, y que aquel retrato, hasta donde él podía distinguir, no se parecía a ninguno de ellos. Esto no sorprendió a Simon Winter, como tampoco que en los dos rascacielos siguientes les dijeran más o menos lo mismo.

– Stein dijo haber visto a la Sombra en una reunión -comentó Robinson, frustrado tras varias horas de respuestas negativas-. ¿Sabes qué podríamos hacer? Obtener listas de todos los edificios, buscar a todos los residentes que vivan solos y después ir de puerta en puerta hasta que nos abra ese cabrón en persona. En alguna lista tendrá que estar.

– Sí, yo también he pensado que es posible que figure en una o dos listas. Pero no he encontrado la que es. Podría funcionar. -Su tono de voz indicaba que no le cabía ninguna duda de que aquello no iba a funcionar.

Robinson consultó el reloj. No quería llegar tarde al aeropuerto. El día estaba muy avanzado y ya se veían franjas rojas en el cielo del oeste. Los hilos de la noche empezaban a reptar entre las sombras de los rascacielos.

– Voy a recoger a Espy -dijo-. ¿Te acerco a alguna parte?

De repente Simon tuvo una idea. Asintió y le dio una dirección a su compañero de fatigas. Seguidamente dobló una copia del retrato robot y se la guardó en el bolsillo.

Robinson detuvo el coche junto al bordillo.

– Pronto va a suceder algo -dijo-. El anuncio se lee esta noche. -Volvió a mirar el reloj-. De hecho, lo van a leer de un momento a otro. Debería provocar alguna reacción en los dos próximos días. Y tenemos que ver qué ha averiguado Espy.

– Llámame cuando sepas algo. Después de aquí me iré a casa.

– ¿Qué harás aquí?

– Bueno, dudo que consiga algo -respondió Simon alejándose del coche-. Y lo más seguro es que se hayan ido todos a casa.

El inspector se lo quedó mirando. Allá en lo alto, un avión había enfilado la aproximación final al Aeropuerto Internacional de Miami, y su ruta pasaba por encima de Miami Beach. Todavía volaba demasiado alto para que se oyera el zumbido de los motores, así que el aparato parecía flotar en el cielo cada vez más oscuro.

– ¿Por qué lo dudas? -inquirió.

Simon ya se había dado la vuelta, pero se giró e hizo un gesto con la mano como restándole importancia al asunto, como si no mereciera la pena dedicarle ni un minuto. Walter vio exactamente el efecto que aquel gesto pretendía ejercer en él, y se contuvo de reincorporarse al tráfico en dirección al aeropuerto, que era lo que deseaba una gran parte de él. En cambio, echó el freno de mano y se apeó. Simon, unos metros más adelante, se detuvo y sonrió.

– ¿Qué pasa, no te fías de mí?

– No es eso -dijo el inspector al llegar a su altura, y preguntó-: ¿Qué sitio es éste?

– El Centro del Holocausto. Es el único sitio que he visitado desde que empezó todo esto, donde el pasado se reúne con el presente. Gracias a unos cuantos cadáveres, claro.

Entró en el edificio seguido por el policía.

La recepcionista estaba recogiendo sus cosas cuando los vio entrar. Frunció el ceño con impaciencia, pero se quedó impresionada cuando Robinson le mostró la placa. Tardaron sólo unos segundos en ser conducidos al despacho de Esther Weiss, donde encontraron a la joven junto a su pequeña mesa. Saludó rápidamente a Simon Winter, con amabilidad y resignación a la vez: ella también estaba preparándose para irse.

– Señor Winter, ¿ha tenido algún éxito? ¿Sigue creyendo que ese hombre está aquí?

Simon le presentó al inspector y Esther Weiss preguntó:

– ¿También la policía cree que la Sombra anda por aquí?

– Así es -contestó Robinson.

La directora del centro se encogió ligeramente de hombros, puso su pequeño maletín sobre la mesa y se sentó.

– Es terrible. Jamás pensé que fuera posible algo así. Hay que encontrarlo y llevarlo ante la justicia. Hay tribunales en Israel y Alemania…

– Me interesan más los que están en el otro extremo de Miami -replicó Robinson.

La mujer asintió con la cabeza.

– Entiendo. Ha de ser llevado ante la justicia y…

Winter la interrumpió con una mano. No era la primera vez que tenía aquella conversación con ella, y una de las ventajas de ser viejo es que puedes interrumpir a una mujer joven sin quedar como un maleducado. Metió la mano en la chaqueta y sacó el retrato robot. Sin pronunciar palabra, lo extendió sobre la mesa para que ella lo viera. Ella lo contempló fijamente, igual que había hecho todo el mundo, pero cuando levantó la vista le vibraba ligeramente el párpado derecho y tenía un leve temblor en los labios.

– Yo conozco a este hombre -dijo despacio, como confundida. Se apartó del dibujo como si hubiera sufrido una descarga eléctrica-. Le he visto en más de una ocasión…

Espy se sorprendió de que Walter no estuviera esperándola en la sala de llegadas internacionales. Se encontraba bajo los efectos del jet lag y no estaba segura de si se sentía agotada o vigorizada. Fue directamente a un teléfono y llamó a la oficina de Robinson, pero le dijeron que no había ido por allí.

Dudó si irse a casa sola o no; la idea de darse una ducha y cambiarse de ropa, incluso echar una breve siesta, ejercía una poderosa atracción. Pero tenía la sensación de que estaban ocurriendo cosas y se sentía ligeramente al margen, lo cual la sorprendió. En un papel en el interior de su maletín había un nombre y un número que, según creía, tal vez fueran todo lo que necesitaban para encontrar a la Sombra.

Echó un último vistazo a la terminal, pero no vio al inspector. Una vez más se dijo que aquello no debería irritarla, que después de todo había prioridades más importantes que recogerla a ella en el aeropuerto, y pensó que a lo mejor Robinson no había recibido su mensaje telefónico o que no entendió bien la hora de su llegada. Se buscó docenas de excusas que la hicieran olvidarse del cansancio físico y se encaminó hacia la salida.

Con la mano levantada para parar un taxi, esperó entre la nociva combinación de humos de coche y calor empalagoso. Subió a un taxi, dio al conductor la dirección de su casa y se reclinó en el respaldo, dejando que el aire tropical corriese a su alrededor. Pero antes de que el coche llegara a la salida del aeropuerto, cambió de idea, se inclinó hacia delante y, en español, le dio al taxista las señas del apartamento del rabino en Miami Beach.

Winter tenía a Esther Weiss agarrada por el brazo. Con la mano libre descargó un golpe sobre el retrato robot.

– ¿Quién es? -exigió-. ¡Quién es!

Por su parte, Robinson la acuciaba con tono frío y duro:

– ¿Dónde ha visto a este hombre? -Sus apremiantes preguntas se mezclaban con las del viejo policía.

La mujer los miraba con los ojos desorbitados.

– ¿Es él? -preguntó en voz aguda.

– Sí -contestó Robinson-. ¿Dónde lo ha visto? Vamos, hable.

Esther Weiss abrió ligeramente la boca, atónita, y Simon percibió el miedo que traslucían sus ojos. Le soltó el brazo y ella se dejó caer en el sillón de su mesa, todavía con los ojos muy abiertos, mirando a ambos.

– Pero si está aquí -respondió lentamente-, aquí mismo…

Winter fue a decir algo, pero Robinson se le adelantó. El inspector habló con palabras medidas, lentas, teñidas de un frío agradecimiento por su buena suerte.

– Cuándo. Dónde. Dígame lo que sepa, ahora mismo. No se deje nada. Ni el más mínimo detalle. Cualquier cosa puede ayudarnos.

– ¿Este hombre es la Sombra? -volvió a preguntar la mujer.

– Sí, es él -dijo Winter.

– Pero este hombre… es un historiador. Posee unas credenciales impecables…

– No lo creo -replicó Winter-. O puede que sea ambas cosas. Pero es el hombre que estamos buscando.

– Empiece por el principio -pidió Robinson-. Denos un nombre, una dirección. ¿Cómo es que le conoce?

– Estudia las cintas de vídeo -dijo la mujer-. Dejamos que los eruditos estudien las cintas grabadas en privado. Eruditos, historiadores y sociólogos…

– Ya lo sé -se impacientó Winter-. Pero este hombre, ¿quién es?

– Tengo su nombre en el archivo -boqueó ella-. Lo tengo anotado. Y también una dirección, y me parece que también su currículum. Guardamos todas esas cosas en los archivos confidenciales. ¿Se acuerda, señor Winter? En cierta ocasión le facilité unos nombres…

– Sí, me acuerdo. ¿Figuraba él en esa lista?

– No lo recuerdo. Se la di a usted. No me acuerdo.

Robinson interrumpió suavemente:

– Pero podría mirar ahora en ese archivo, ¿no es así? Puede consultar la lista de eruditos e identificar a este hombre. ¿Lo tiene en un Rolodex? ¿En una agenda de direcciones? Ahora mismo, señorita Weiss, vamos, muévase.

– Me cuesta creer que…

– Ahora mismo, señorita Weiss.

La joven titubeó, pero terminó cediendo.

– De acuerdo.

La directora del centro fue con paso inseguro hasta un archivador negro que había en un rincón del exiguo despacho. Abrió el primer cajón y empezó a buscar entre los papeles. Al cabo de un momento musitó:

– Hay más de un centenar de personas autorizadas a examinar las grabaciones.

Mientras ella continuaba buscando, Winter le preguntó:

– ¿Existe algún procedimiento para obtener esa autorización? Quiero decir, ¿se encarga alguien de comprobar las credenciales?

– Sí y no. Si las credenciales de una persona parecen en orden, la aprobación es casi un mero trámite. El erudito ha de presentar una petición en la que exponga el motivo de su interés y describir el uso que pretende hacer del contenido de las cintas. También debe firmar una renuncia y una cláusula de confidencialidad. Somos muy estrictos en la prohibición de que se comercialicen los recuerdos que tenemos grabados en vídeo. Pero lo que nos interesa evitar principalmente son los revisionistas.

– ¿Los qué? -preguntó Robinson.

– Los que niegan que haya existido el Holocausto.

– ¿Es que están locos? -exclamó Robinson impulsivamente-. Quiero decir, ¿cómo puede alguien…?

Esther Weiss levantó la vista con una pequeña carpeta de papel manila en la mano.

– Hay muchas personas que quieren negar la existencia del mayor crimen de la Historia. Gente que afirma que las cámaras de gas eran módulos para desparasitar. Gente que diría que los hornos eran para cocer pan, no personas. Los hay que piensan que Hitler era un santo y que todos los recuerdos del horror nazi son meras conspiraciones. -Respiró hondo-. Las personas racionales dirían que opiniones como ésas son propias de locos, pero no es tan sencillo. Supongo que usted lo entenderá.

No lo entendía, pero no lo dijo.

La mujer se llevó una mano a la frente un instante, como si se protegiera los ojos de algo que no quería ver. Y a continuación entregó el expediente a Simon Winter.

– Este es el hombre que se asemeja al dibujo -dijo.

El antiguo policía lo abrió y extrajo varios papeles. El primero era un formulario en que se solicitaba acceso a las cintas. Llevaba adjuntos una carta, un currículum vitae y una renuncia, todo firmado.

En la cabecera del currículum figuraba un nombre: David Isaacson, y debajo una dirección de Miami Beach.

– ¿Qué recuerda de este hombre? -preguntó Robinson.

– Ha estado aquí muchas veces. Siempre muy silencioso y muy reservado. Sólo hablé con él una vez, la primera. Me dijo que él también era un superviviente, y yo le pedí que aportara sus propios recuerdos a las grabaciones. Él accedió, pero dijo que lo haría cuando finalizara sus memorias. En eso estaba trabajando, en sus memorias. Dijo que tenía la intención de que se publicaran en privado después de su muerte. Que sólo eran para su familia, para que siempre dispusieran de un relato por escrito que recordar. -Dudó un momento, y añadió-: Me pareció algo muy conmovedor.

– ¿Existe un libro de registro que indique el número de visitas efectuadas?

– Si reunimos a todo el personal, quizá pudiéramos juntarlo entre todos. Pero una vez que una persona tiene acceso, se le permite intimidad para consultar los materiales.

– ¿Cómo consiguió él la aprobación?

– ¿Ha visto la otra carta?

Winter y Robinson miraron la carta adjunta al expediente. Era de la organización Memorial del Holocausto, de Los Ángeles, y estaba firmada por un subdirector. En ella se solicitaba que le fueran concedidos todos los requisitos de erudito al señor Isaacson, el cual ya había realizado un trabajo similar con materiales de Los Ángeles.

– ¿Llamó usted? ¿Comprobó esta credencial?

– No -admitió Esther Weiss-. Iba firmada por el subdirector.

Robinson asintió.

– No se preocupe -dijo lentamente-. Da igual.

Winter levantó la vista.

– Así que estas otras cosas que figuran en el currículum, las titulaciones de la Universidad de Nueva York y la de Chicago, las publicaciones y todo eso, no las comprobó…

– ¡Para qué iba a hacerlo, por Dios! ¡Estaba claro que no era un revisionista! ¡Hasta me enseñó el tatuaje que lleva en el brazo! -La mujer tenía el rostro congestionado. Había palidecido y parecía al borde del pánico-. Yo no lo sabía… ¿Cómo iba a saberlo?

Winter no contestó. Sólo podía pensar en la Sombra. Un hombre educado, silencioso, que no hacía nada para llamar la atención, que examinaba una cinta tras otra, buscando a alguien que pudiera haberlo conocido.

«Cazando», pensó.

Robinson estaba pensando lo mismo, pero aun así respondió a la atribulada Esther Weiss:

– Usted no tenía por qué saberlo. -Hizo una pausa y agregó en tono firme-: Pero no se preocupe. Esto está tocando a su fin.

Leyó la dirección y cogió el teléfono. Marcó el número de la comisaría de Miami Beach, se identificó en tono enérgico y pidió hablar directamente con el capitán encargado de Operaciones Especiales.

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