11 Un hombre preciso

Casi en el mismo instante que Walter Robinson y Espy Martínez salían de la sala de interrogatorios con el nombre del supuesto asesino de Sophie Millstein, Simon Winter estaba sentado frente al escritorio de un joven inspector de Homicidios llamado Richards, que parecía incapaz de decidirse entre ser educado con aquel hombre mayor o mostrarse impaciente con sus preguntas.

– Gracias por recibirme tan rápido, inspector -empezó Simon.

– Es un caso cerrado, señor Winter. Tuve que sacar el expediente de los archivos.

– Le agradezco que se tomara la molestia.

– Sí, bueno, no tiene importancia, pero no acabo de entender su interés por la muerte de este hombre.

Winter decidió mentir.

– Verá, Stein era pariente mío; un pariente político lejano. Y ya sabe cómo le cuesta a la gente que no ha visto a alguien en años aceptar que haya muerto, y mucho más que se haya suicidado. De modo que, como yo estoy aquí, me encomendaron comprobarlo todo, aunque ya han pasado unos meses. Ya sabe cómo es la gente. Quisquillosa, incrédula. Nunca pasa página, y finalmente acaba pidiendo a alguien que recabe información…

– Ajá.

– A veces la familia puede ser…

– Una lata. Sí, lo sé.

– Pues eso -asintió Winter con un encogimiento de hombros.

Esta mentira pareció aplacar en parte el mal humor de Richards por que un viejo metomentodo hubiera venido a interrumpirlo en su trabajo.

– Sí, supongo que sí. Bueno, en cualquier caso, es un caso cerrado, señor Winter. Fue bastante claro. Un disparo. Dejó una nota. No tuvimos que hacer gran cosa, salvo recoger el cadáver. No hubo ningún misterio.

– ¿Estuvo usted en la escena del crimen?

– Sí. El caso era mío. Sólo fue cuestión de recopilar los datos y redactar un informe. La verdad es que no lo recuerdo demasiado bien.

– ¿Quién encontró el cuerpo?

– La señora de la limpieza, creo. Puede que veinticuatro horas post mórtem. Está en mi informe.

El joven deslizó un clasificador de acordeón por la mesa hacia Simon.

– Échele un vistazo. No había nada especial ni fuera de lo corriente. Le advierto que las fotografías no son nada agradables.

– Gracias, inspector.

– Bueno, mírelo y después le contestaré cualquier pregunta, si puedo. Las muertes como ésta se confunden bastante unas con otras, ¿sabe? Es difícil recordar los detalles. ¿Quiere un café?

– No, gracias.

– Bueno, volveré en un rato.

Se levantó y dejó a Winter con el clasificador. Este vaciló un momento mientras recorría la áspera tapa de cartón marrón con los dedos, como un ciego que lee braille. Pensó en todos los expedientes que había llenado de fotografías, documentos, informes y pruebas en sus tiempos y sonrió, encantado de volver a tener uno en las manos. Lo levantó para sopesarlo. No demasiado. Luego, con un entusiasmo que consideró totalmente fuera de lugar pero aun así irreprimible, desató las cintas y lo abrió.

Empezó por las fotografías del lugar. Sólo había media docena de veinte por veinticinco, en color, quizás una décima parte de las que habría habido en la escena de un homicidio. Las dos más destacadas mostraban a un anciano echado hacia atrás en un sillón de piel marrón, los brazos extendidos hacia fuera, casi como en un gesto de sorpresa. Un reguero de sangre, procedente de una herida de bala en la frente, le había resbalado entre los ojos y manchado el cuello de la camisa. En la pared, detrás de Herman Stein, había una salpicadura con restos de masa encefálica y hueso. Tenía los ojos abiertos, bajo un orificio de entrada escarlata, ennegrecido por la pólvora, y la boca ligeramente abierta, como asombrado. Era un hombre prácticamente calvo, con sólo unos mechones de pelo blanco alrededor de las orejas. La sangre que le surcaba la cara le hacía parecer una gárgola. Simon examinó detenidamente las fotografías.

«Dime algo», le dijo mentalmente a Stein.

Pasó a otra fotografía. Esta mostraba un revólver del 38 en el suelo, debajo de la mano de Stein. Le seguía un primer plano de la cara de Stein. Y, después, una máquina de escribir eléctrica situada junto al escritorio; en el rodillo estaba la nota de suicidio. Otro primer plano mostraba que los recuerdos del rabino Rubinstein eran exactos.

Simon leyó: «Estoy cansado de vivir, echo de menos a mi querida Hanna y voy a reunirme con ella.»

Dejó a un lado las fotografías y pasó al informe del inspector. Había una breve descripción de la escena, y una lista de los vecinos que habían contado las circunstancias de la última depresión del señor Stein. También el número de teléfono del pariente más cercano de Stein, un hijo con el insólito nombre de George Washington Stein, y una dirección en una conocida universidad de Nueva Inglaterra. Hojeó el informe de la autopsia, que describía una muerte de lo más evidente. Lo que ocurre cuando se dispara una bala expansiva del 38 a quemarropa en la frente de una persona depara pocas sorpresas clínicas. El análisis toxicológico era negativo, salvo por rastros de ibuprofeno, lo que hizo pensar a Simon Winter en una artritis. Vio una breve anotación en un formulario adicional, donde se mencionaba la visita del rabino al inspector Richards, y vio una copia de la nota de Stein. No había mención de ella en las conclusiones del inspector, que eran simples: suicidio debido a una depresión y a la edad.

Pensó que habrían escrito lo mismo sobre él.

A continuación hojeó de nuevo el expediente, intentando encontrar algo. Aparte de la mención en la carta que había escrito, no había nada que relacionara a Herman Stein con Der Schattenmann.

Simon frunció el ceño y en ese momento el inspector Richards regresó con una taza de café en la mano.

– No hay gran cosa, ¿verdad? -comentó el joven.

– No, no mucho.

– En un caso como éste no investigamos demasiado. Fue un suicidio de manual. Un hombre sin enemigos conocidos; hasta sus vecinos decían que era siempre amable y educado. Tenía antecedentes de depresión desde la muerte de su esposa seis años atrás. Encontré algunos antidepresivos en el armario del cuarto de baño. Consta en el informe… -El inspector suspiró y continuó-: Y dejó una nota. Una nota y una única herida de bala en la cabeza. No hace falta ser un genio para…

– ¿El revólver era de Stein?

– Pues no. O por lo menos no constaba. No estaba registrado. Un arma ilegal más. Debe de haber millones en el condado de Dade. Anoté el número de serie…

Simon Winter copió la cifra.

– ¿Algún informe de balística? ¿Huellas dactilares?

– ¿Para qué?

– ¿Dijo la señora de la limpieza que hubiera visto alguna vez el arma? ¿O alguien la identificó como suya?

El inspector hojeó rápidamente los informes.

– No hay nada. Pero no sería tan extraño. Nadie quiere que la mujer de la limpieza sepa dónde guarda el revólver. Podría desaparecer.

– Cierto -asintió Simon, y preguntó-: ¿No le pareció un poco rara la postura del fallecido?

– ¿Y eso?

– Bueno, si vas a dispararte, supongo que lo normal es poner el revólver así… -Se llevó un dedo a la sien-. O así… -Se introdujo el índice en la boca.

– Ya. Ahora que lo dice, es lógico. Nunca he querido matarme, así que no he pensado demasiado en ello.

– Pero sujetar un pesado revólver para apuntarte a la frente, como hizo Stein, es más bien raro. Verá, tienes que sostenerlo así y, entonces, apretar el gatillo. Y puede que tengas que ayudarte con el pulgar.

– Sí, es verdad. ¿Qué insinúa?

– Nada. Sólo que es raro.

– Bueno, un suicidio es un suicidio. También podría haber saltado por la ventana; vivía en un décimo piso. O haberse ahogado en el mar; lo tenía a una manzana. O haberse lanzado delante de un autobús. Hemos tenido de todo. De modo que sí, puede que sujetar así ese revólver del treinta y ocho no fuera cómodo, pero bueno, sobre gustos…

Richards lo observó con suspicacia.

– ¿Tiene experiencia en esta clase de asuntos, señor Winter?

– Fui policía en Miami City. Me retiré hace años.

– Vaya, mi padre también lo era. Pero le dieron en la pierna a finales de los sesenta. Tuvo que retirarse también.

Winter pensó un instante y recordó a un hombre corpulento y rubicundo.

– Lo recuerdo. En un atraco a un banco, ¿verdad? Persiguió al hombre seis manzanas, sangrando todo el camino. Al final lo atrapó.

– Pues sí, oiga -se alegró el inspector-. ¡Joder! ¡Menuda memoria tiene!

– ¿Cómo está su padre ahora?

– Sigue llevando un barco de pesca en Islamorada. Mucha cerveza fría y chicas que quieren broncearse. Le va muy bien.

– Me alegro.

– Oiga, señor Winter, ¿quiere que le haga copias del expediente? Quizá de esta forma se le ocurra algo más.

– Sí, gracias. Pero me gustaría hacerle otra pregunta rápida.

– Dispare.

– El revólver lo encontraron justo debajo de la mano, ¿verdad?

– Sí. Justo debajo. Faltaba una bala. Y quedaban cinco en el tambor.

– Pero, con la fuerza del disparo y las manos que se le fueron hacia atrás… -Simon abrió despacio los brazos y se echó hacia atrás en la silla para mostrarle lo que quería decir-. Bueno, ¿no sería de esperar que el revólver hubiera caído bastante más lejos?

– Es usted muy agudo, señor Winter -comentó el otro con una sonrisa-. Sí, podría ser si hubiera sido un arma pequeña del veintidós o del veinticinco. Pero un revólver del treinta y ocho pesa una tonelada. Como una piedra. No iría demasiado lejos.

Simon asintió.

– ¿La puerta estaba cerrada con llave cuando llegó la señora de la limpieza? -quiso saber.

– Sí. Entró con una llave maestra. Como le he dicho, no hay nada raro.

– Aun así, me gustaría tener esas copias -afirmó Simon.

– Ningún problema. Pero no se las enseñe a nadie. Son documentos oficiales de la policía, ya sabe.

– Hombre, las normas no han cambiado tanto desde que yo me sentaba en una mesa como la suya.

Richards sonrió y se dirigió a la fotocopiadora mientras Winter esperaba sentado, pensando en los últimos instantes de Herman Stein. Concluyó que todo estaba en orden y totalmente claro… y también rematadamente dudoso y oscuro. Ambas cosas a la vez.

Le costó varios intentos orientarse en el laberinto telefónico de la Universidad de Massachusetts; cada vez que marcaba la extensión directa del profesor G. W. Stein, iba a parar a un limbo telefónico. No consiguió que le pasaran la llamada hasta que logró hablar con la secretaria del departamento de Literatura Inglesa. Detestaba hacer esa clase de llamadas, ya desde que era inspector de policía. Pero le alivió pensar que habían pasado unos meses desde la muerte de Herman Stein, y quizá parte de la herida causada por aquel balazo habría cicatrizado.

– ¿Profesor Stein?

– Sí. No concedo prórrogas. Los trabajos finales deben presentarse el miércoles a más tardar. ¿Con quién hablo, por favor?

– Profesor, me llamo Simon Winter…

– ¿No es estudiante?

– No. Soy investigador. Le llamo desde Miami.

– ¿Investigador? ¿Y qué está investigando?

Winter buscó una respuesta concisa para esta pregunta. No se le ocurrió ninguna.

– Profesor, le pido disculpas por llamarlo para hablar sobre un tema difícil, pero antes de su muerte, su padre escribió una carta a mis… -buscó una palabra que describiera a aquellos tres ancianos- a mis clientes.

– ¿Mi padre escribió una carta? ¿A quién?

– A un rabino que no conocía. Otro hombre que vivió en Berlín durante la guerra hasta que lo atraparon y lo enviaron a un campo de concentración.

– No me diga. ¿Una carta a un hombre que no conocía? ¿Y qué decía en ella?

– Que había reconocido a un hombre al que no había visto desde…

– La guerra.

– Exacto. Este hombre…

– La Sombra -dijo el profesor con frialdad.

Winter dio un respingo.

– Correcto -dijo.

El profesor guardó silencio un momento. Después prosiguió con sequedad:

– Mi padre solía ver a Der Schattenmann, señor Winter. Lo veía en sueños que se convertían en pesadillas, y se despertaba gritando y sudando, y mi madre tardaba horas en tranquilizarlo. Lo veía haciendo cola en el banco, entre los espectadores del cine y en el pasillo del supermercado. Veía a Der Schattenmann en los coches que nos adelantaban en la autopista y en la parada del autobús. Una vez lo llevé a un partido de béisbol en el Fenway Park, y vio a Der Schattenmann en los servicios. Otra vez lo vio en las gradas de un partido de los New York Knicks que estábamos viendo por televisión. La Sombra estaba en todas partes, señor Winter. Mi padre lo imaginaba en todas partes.

Simon se hundió en el asiento. Estaba en el salón de su casa, sentado en su raído sofá con un bloc de papel y varios lápices en la mesilla, y de repente se sintió ridículo.

– Así que si justo antes de su muerte… -dijo vacilante.

– ¿Contó a alguien que había visto a Der Schattenmann? Sólo sería ligeramente extraño, señor Winter.

– ¿Ligeramente?

– Sí. Lo único fuera de lo corriente es que casi siempre, y no se me ocurre ninguna vez que fuera distinto, me llamaba a mí, o a mi hermano o a mi hermana, para explicarnos que lo había visto. Y uno de nosotros repasaba con él las circunstancias y los recuerdos hasta que lográbamos quitarle de la cabeza lo que creía haber visto. No recuerdo que nunca se pusiera en contacto con un desconocido para hablar de ese asunto.

– ¿No cree que alguna vez viera realmente…?

– No, claro que no. Además, hablé con él un día antes de su muerte y no me mencionó nada. Estaba alterado. Más nervioso más ansioso, más deprimido que nunca. Pero todo el rato habló sobre nuestra madre, no sobre Der Schattenmann. Creo que me lo habría mencionado si lo hubiera visto.

– ¿Y usted habría podido tranquilizarlo y convencerlo de que no lo había visto en realidad?

– Exacto.

– ¿Parecía asustado?

El profesor tardó un momento en contestar.

– Quizá. Quizá pudiera añadirse miedo a la mezcla de todas las cosas que sentía. Recuerdo que me quedé preocupado y llamé a mis hermanos. Decidimos que uno de nosotros debería ir a verlo a Miami, pero, para cuando lo tuvimos todo organizado, ya era demasiado tarde.

El profesor vaciló de nuevo antes de añadir:

– ¿Le parezco frío, señor Winter? ¿Insensible?

– No -mintió Winter.

– Es extraño, señor Winter, odiar a alguien a quien amas por hacerse algo a sí mismo. Sientes muchas cosas contradictorias.

– Lamento habérselo recordado de esta forma.

– No; descuide. En cierto modo, es más fácil hablar con un desconocido que con alguien a quien conoces. ¿Conocía a mi padre, señor Winter?

– No.

– Era un hombre excepcional.

– ¿En qué sentido?

– Tenía muy presentes sus deudas. Siempre estaba intentando pagar sus deudas.

– ¿Monetarias?

– No. Deudas del alma, señor Winter. -El profesor rió, como si recordara algo divertido-. Le pondré un ejemplo. Mi nombre completo es George Washington Woodburn Stein. No es un nombre normal y corriente, ¿eh?

– Pues no.

– Le contaré cómo me pusieron este nombre, y eso le permitirá conocer un poco a mi padre. Lo atraparon, junto con mi tía, mi tío y mis abuelos, en 1942. Ellos estaban clandestinamente en Berlín…

¿Der Schattenmann?

– Sí. Reconoció a mi tío, o eso decía mi padre. Lo vio en un refugio durante un ataque aéreo.

– ¿Y?

– Llegó la Gestapo y se los llevaron. Murieron todos en los campos.

– Lo siento.

– Pero mi padre logró sobrevivir. Tenía diecisiete años cuando la guerra tocaba a su fin. En aquel momento, la situación era caótica. Los SS los llevaban de un campo a otro a medida que el frente iba cambiando. Supongo que, en cierto sentido, era tan terrible como todo lo demás que les había ocurrido hasta entonces. Después de haber sobrevivido tanto tiempo a tantas cosas, los llevaban al límite del agotamiento con las tropas aliadas a apenas unos kilómetros de distancia. Mi padre decía que muchos murieron entonces; caían desplomados en la carretera, casi como si la mera esperanza de sobrevivir pudiera matarlos.

– Él sobrevivió.

– Sí, pero a duras penas. Contaba que se desplomó en unos barracones. Era de noche y habían caminado docenas de kilómetros inútiles, absurdos. Caminado hacia la muerte. Llevaban días sin comer. El tifus, la gripe, la neumonía, todas las enfermedades habidas y por haber los estaban matando, uno tras otro. Se oía el fragor de la artillería a lo lejos, y una vez me dijo que aquel sonido era como si cientos de personas llamaran a las grandes puertas del cielo. Esperaba la muerte. Cuando se despertó por la mañana, le sorprendió ver la luz del sol. Sabiendo que sería la última vez que vería el día, se arrastró fuera de la cama (no una cama, por supuesto, sino una tabla de madera en un barracón infecto) y cruzó la puerta, sin importarle, como estaba seguro de que ocurriría, que un SS le disparara a los pocos pasos, porque habría valido la pena poder sentir el sol en la cara una última vez. Pero los guardias habían huido por la noche. El campo estaba en silencio, salvo por las exclamaciones de desconcierto. Mi padre llegó como pudo al patio central. Arbeit Macht Frei. Ese era el eslogan. Decía que decidió esperar ahí la muerte. Diecisiete años, señor Winter. Diecisiete años y esperaba la muerte al sol.

El profesor inspiró hondo.

– Yo quería a mi padre -aseguró-. Pero ¿sabe qué? A veces era como si, desde los diecisiete años, siempre hubiera estado esperando la muerte. -Vaciló, recordó otra cosa y añadió-: Fue lo que dijo cuando se trasladó a Miami Beach. Seguía queriendo morir al sol. Parecía el lugar ideal para él.

– Pero ¿y su nombre? -le recordó Simon.

– Mi padre decía que se quedó dormido mientras acababa de salir el sol. Y, pasado un rato, oyó cómo un ángel le hablaba inclinado sobre él. Siempre contaba que se sorprendió mucho, porque el ángel hablaba en inglés. Mi padre sabía inglés porque había crecido en… bueno, eso es otra historia. Pero conocía el idioma, y contaba que oyó decir al ángel: «Pero si aquí hay uno vivo…» Abrió los ojos esperando ver el cielo, pero, en cambio, se encontró con la cara del sargento George Washington Woodburn. Una cara muy negra, señor Winter. Un ángel negro. El sargento Woodburn pertenecía al 88° Batallón de Tanques norteamericano. ¿Sabe cómo se apodaban a sí mismos? «Los negros de Eleanor Roosevelt», pero eso también es otra historia. De modo que Herman Stein, mi padre, alargó la mano para tocarle la mejilla al sargento Woodburn y le preguntó: «¿Estoy muerto?», y el sargento le respondió: «No, hijo, no lo estás.» A mi padre eso siempre le resultó gracioso. El sargento le habló con el acento de Alabama más marcado que pueda imaginarse, y hacía cinco o seis años que mi padre no oía una palabra en inglés, y siempre con un refinado acento británico, ya me entiende, muy de clase alta, pero aseguraba recordar cada palabra pronunciada por el sargento. De modo que Woodburn se agachó, recogió a mi padre del suelo y lo cargó por todo el campo gritando: «¡Un médico! ¡Un médico!» Y mi padre siempre decía que lo único que recordaba eran aquellos brazos fuertes que lo llevaban (entonces sólo pesaba treinta kilos) y aquel negro grandullón que pedía a gritos un médico y decía: «No te vas a morir, chico. No señor, no te vas a morir…»

La voz del profesor parecía cargada de emoción.

– De modo que el sargento lo llevó a la enfermería sin dejar de repetir todo el tiempo: «No te vas a morir, no señor.» Y cuando se despertó de nuevo, mi padre estaba en un hospital, y así fue como sobrevivió. Y es así como yo acabé llamándome George Washington Woodburn. Cuando era pequeño, cada dos años, mis padres nos subían a todos en el coche y nos llevaban a Jefferson City, Alabama, a visitar a los Woodburn. El sargento se convirtió en jefe de bomberos. Tuvo seis hijos, y el más pequeño estudia aquí, en la universidad. Cuando nos reuníamos, mi padre y el jefe Woodburn contaban siempre la misma historia. Y bromeaban y reían, y el jefe intentaba cargar a mi padre en brazos como había hecho aquel día, pero ya no podía, y todo el mundo reía. Murió hace poco más de un año. Asistimos todos a su entierro en Jefferson City, Alabama. Hacía mucho calor y mi padre pasó horas llorando. Todos lo hicimos.

El profesor volvió a inspirar hondo. Simon captó el tono de tristeza que adquirió su voz.

– Como ve, mi padre sabía pagar las deudas, señor Winter.

Winter no supo qué decir. Pero tuvo suerte, porque el profesor no parecía haber terminado.

– Estoy divagando -dijo-. Discúlpeme.

– No, en absoluto. ¿Se dedicaba su padre a la enseñanza universitaria, como usted?

George Washington Woodburn Stein soltó una carcajada, como aliviado de cambiar de tema.

– ¡Oh no, en absoluto! Era joyero. La familia, en Berlín, comerciaba con joyas antiguas. Por eso había aprendido inglés de pequeño. Y también francés. Viajaban muchísimo, eran muy cosmopolitas. Eran de esos judíos de Alemania que no podían comprender el alcance del mal que les iban a infligir. El árbol genealógico de la familia se remontaba a siglos. Mi abuelo debía creerse más alemán que la gente que finalmente lo mandó a la muerte.

– ¿Era joyero?

– Sí. Un hombre de una precisión increíble cuando trabajaba las piedras. Mi padre tenía delicadeza, un don. Era un artista de la exactitud, señor Winter. Aseguraba que le encantaban las joyas porque duraban para siempre. Como una obra de Shakespeare (ése es mi campo), un cuadro de Rembrandt o un concierto para piano de Mozart. Inmortales. Decía que las piedras preciosas formaban parte de la Tierra y podían vivir una eternidad. Para él, las piedras preciosas tenían vida, personalidad y carácter. Hablaba con los engastes cuando los trabajaba. Tenía manos de cirujano (a eso se dedica mi hermana) y ojos de tirador experto. Incluso al final de su vida, conservaba una vista extraordinaria… -De pronto vaciló.

– ¿Pasa algo? -preguntó Simon Winter.

– Bueno, sí y no.

– ¿Le preocupa algo?

– Sí. Señor Winter, no sé si… -Se detuvo.

– ¿De qué se trata, profesor Stein?

– Pues que no lo conozco, señor Winter. -Sonó vacilante-. No puedo verle la cara. Me cuesta expresar mis dudas a un desconocido. -El tono del profesor sonaba cada vez más formal.

– Yo también soy viejo -indicó Winter-. Como su padre. Soy un hombre mayor que fue inspector de policía y a quien otras personas mayores han pedido que averigüe si ese hombre, la Sombra, está aquí, en Miami Beach. Están asustadas, y todavía no tengo una respuesta a su miedo, profesor. No saben si creer o no a su padre cuando les dijo que había visto a Der Schattenmann. No quieren creer que esté aquí, pero alguien más lo vio. Y hubo otra muerte. Por eso lo he llamado.

– ¿Otra?

– Sí. Sólo que esta vez fue un asesinato.

– ¿Mataron a alguien? ¿Cómo?

– Un robo con allanamiento. Al parecer, lo hizo un drogadicto.

– ¿Así que no fue nadie parecido a la Sombra?

– Eso creen.

– ¿Y qué relación hay con la muerte de mi padre?

– Sólo ésta: tanto su padre como la persona asesinada creían haber visto a la Sombra poco antes de morir.

El profesor dudó. Al hablar, su voz reflejó sorpresa:

– Es increíble. -Se detuvo un instante y añadió-. Es la clase de cosa que a mi padre le habría gustado, ¿sabe, señor Winter?

– ¿Gustado?

– Sí. Era un gran aficionado a las novelas de misterio. No sé exactamente cómo adquirió este gusto, pero lo hizo. Sir Arthur Conan Doyle, Agatha Christie y P. D. James. Le encantaba especialmente la serie de Harry Kemelman sobre el rabino que investiga crímenes. ¿Lo conoce?

– No, me temo que no.

– Son historias realmente interesantes. Una vez me obligó a leer algunas, más o menos cuando me doctoré. Decía que estaba en peligro inminente de volverme aburrido. Demasiados textos académicos y eruditos, demasiado estudio. Recuerdo que me dio un puñado de novelas y me dijo que estaban llenas de dilemas, elementos de suspense y pistas falsas. Tengo que admitir que son muy ingeniosas. -El profesor hizo otra pausa-. Pregúnteme lo que quiera, señor Winter -dijo por fin-. Después le explicaré lo que me preocupa.

Simon inspiró hondo.

– El revólver. Se suicidó con uno del treinta y ocho…

– Mi padre aborrecía las armas, señor Winter. Me sorprendió saber que tenía una. Era un hombre apacible. Pero estaba en Miami, que es un lugar violento, así que imaginé que, simplemente, no se lo había dicho a nadie.

– La manera en que lo hizo…

– Sí, un disparo justo sobre los ojos. Eso me inquietó, señor Winter. A mi padre le encantaban sus ojos. Eran el instrumento de su arte. Jamás pensé que haría algo que los dañara.

– Entiendo…

– Y otra cosa. La forma en que la policía de Miami Beach describió cómo sujetaba el arma.

– ¿Sí?

– Bueno, le habría costado hacerlo así. Por las manos, ¿sabe? Todos esos años trabajando con joyas finas. Todos esos grabados precisos, esos toques delicados. Al final le produjeron artritis en las manos. Apretar un gatillo, especialmente con el pulgar, le habría resultado muy doloroso.

– ¿Se lo comentó a la policía?

– Por supuesto. Pero respondieron que mi padre estaba deprimido y solo, y que los suicidas se sobreponen a sus limitaciones físicas. Imagino que es cierto.

Hubo un silencio y los dos esperaron, como pendientes de que el otro lo rompiera.

– ¿Qué más? -preguntó por fin Simon.

– Puede que no fuera nada, pero me extrañó muchísimo.

– ¿Qué?

– La policía no le dio importancia, pero los familiares ven estas cosas con otros ojos, ¿sabe?

– ¿De qué se trata, profesor?

– La nota de suicidio.

– ¿Qué pasa con ella?

– Bueno, estaba escrita en el estilo de mi padre. Directo y al grano. Como le dije, preciso. Era exactamente lo que habría escrito si hubiera decidido matarse. Estaba en paz con sus hijos desde hacía mucho tiempo. Nosotros sabíamos que nos amaba y él sabía que le amábamos. No había nada que añadir a eso, a no ser que se enrollara, y ése no era su estilo, señor Winter. No, él era directo. Directo y conciso.

– Comprendo.

– No -soltó con brusquedad el profesor-, no lo comprende. La nota… esa maldita nota… -La amargura impregnó su voz. Aun así, prosiguió-. ¿Qué es una nota de suicidio, señor Winter? Un mensaje. Una declaración final. Las últimas palabras. Puede que sólo incluya unas pocas palabras, pero son fundamentales, ¿no?

– Por supuesto.

– De modo que acepta la premisa de que mi padre intentaba decir algo. Que era su último mensaje para mí, mis hermanos y sus nietos, a quienes amaba. Y en medio de la tristeza y la soledad en que vivía a pesar de nuestros intentos de acercarlo más a nosotros, era su declaración final en este mundo.

– Sí.

– Entonces dígame por qué -preguntó despacio el profesor, que había bajado el tono de voz debido a la desesperación y la confusión renovadas-, dígame por qué después de tantos años de matrimonio, no escribió la h final en el nombre de mi madre.

– ¿Perdón?

– Es Hannah, con h final, señor Winter. No Hanna. «Mi querida Hanna»… pero mal escrito. Mal escrito por un hombre exacto y preciso. Dígame, pues, ¿qué mensaje contiene esta omisión? ¿Le dice algo a usted?

Lo hacía. Pero Simon Winter no respondió las preguntas angustiadas del profesor.

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