Había un teléfono de pago frente al puesto de enfermería del pabellón penitenciario del hospital Jackson Memorial, y Espy Martínez se detuvo ante él. Marcó deprisa el número del departamento de Homicidios de Miami Beach. Por tercera vez esa tarde, tuvo que dejar un mensaje para Walter Robinson. Colgó el auricular con un movimiento brusco de la muñeca. Luego inspiró hondo y observó el pasillo que conducía a la habitación de Leroy Jefferson.
Se preguntó si estaba cerca de la verdad o a punto de perderla de vista. A continuación, recorrió el pasillo escuchando el repiqueteo de sus tacones en el suelo de linóleo encerado. Había alguien llorando en una de las habitaciones frente a las que pasó, pero no pudo ver quién era. Los sollozos parecían seguir el ritmo de sus pasos rápidos pasillo abajo.
El guardia de prisiones que vigilaba la reja metálica era mayor. Lo había visto muchas veces en las salas de justicia; tenía una mata de pelo gris que llevaba cortada al uno, y unos antebrazos adornados con tatuajes intrincados. Al verla acercarse, le dirigió un breve saludo con la mano y una sonrisa torcida.
– Hola, Mike -dijo ella-. Me imagino que esto será más fácil que transportar gente de la cárcel al Palacio de Justicia, y viceversa.
– Bueno -contestó el guardia-, lo único que tengo que hacer aquí es procurar no pillar nada y sentarme a leer el periódico.
– ¿Alguna buena noticia?
– Nunca la hay.
– ¿Se encuentra bien?
– Perfectamente.
– Pues me da la impresión que le va bien el turno.
– Ya lo creo, señorita Martínez.
– ¿Está Alter dentro?
– Desde hace un par de minutos. Entró con el médico.
Cuando empezaba a firmar en una hoja de registro sujeta a una tablilla, el guardia susurró:
– Creo que hoy el pobre Leroy está teniendo problemas con el dolor, ¿sabe, letrada? Se ha pasado toda la mañana tocando el timbre para llamar a la enfermera. Puede que el disparo que le pegó en la pierna y el hecho de no poder tomar crack le haya puesto un poco tenso. No sé si me entiende, señorita Martínez.
– Ajá -asintió ésta con la cabeza.
– Quiero decir que a lo mejor hoy está algo vulnerable -prosiguió el guardia con una sonrisa enorme-. Podría presionarlo un poquito si tiene ocasión, ¿sabe a qué me refiero?
Espy consiguió sonreír, a pesar de tener la sensación de que la presionada iba a ser ella y no Leroy Jefferson. Se llevó la mano a la sien para efectuar un saludo militar. Pensó que los guardias de prisiones lo sabían todo y tenían la extraordinaria habilidad de notar la dirección en que soplaba cualquier viento que recorriera el sistema de justicia.
Cuando iba a entrar en la habitación del hospital, oyó unas arcadas, seguidas de un largo y quejumbroso «jooooder». Adoptó una expresión irónica, burlona e inquisitiva, y cruzó la puerta. Miró de inmediato a Jefferson, que seguía con la pierna inmovilizada en tracción, y vio que se esforzaba por incorporarse en la cama.
Una vez que lo consiguió, se volvió hacia ella y se secó los labios con el dorso de la mano.
– ¿No nos encontramos bien, señor Jefferson? -preguntó al observar que el acusado tenía la frente sudada.
Jefferson frunció el ceño, se inclinó hacia delante y escupió a una papelera que había junto a la cama.
– La puta que me disparó se interesa por mi salud -masculló.
– Está bien -terció Thomas Alter tras levantarse de una silla plegable-. ¿Verdad, doctor?
Había un médico joven de pie junto a Jefferson.
– Las molestias son normales.
– Y una mierda, normales -se quejó Jefferson-. Quiero otra inyección.
El médico echó un vistazo a su reloj y después a los datos clínicos del paciente, y negó con la cabeza.
– No hasta dentro de una hora y media o dos -dijo con frialdad.
Martínez vio una oleada de dolor y náuseas reflejada en el rostro de Jefferson. Éste empezó a inclinarse hacia la papelera, pero Consiguió contenerse y se dejó caer de nuevo hacia atrás, como exhausto.
– No me queda nada dentro -murmuró.
El catéter que tenía en el antebrazo desde un gotero vibró. Espy apartó la mirada un momento y observó lo austera que era la habitación. Paredes blancas; una gruesa cortina en una ventana sucia, de modo que la luz del sol parecía borrosa al colarse en la habitación; una cama individual y una mesilla de noche; un vaso y una jarra de plástico para el agua. Tan lúgubre como la celda de la cárcel que lo esperaba a una manzana de distancia.
Alter miró irritado al joven médico, que dejó la tablilla del paciente a los pies de su cama.
– Tendrían que darle algo -sugirió.
El médico alzó los ojos.
– Usted es el abogado, ¿verdad?
– Así es.
– Pues cíñase a las leyes -dijo en voz baja, y se dirigió a Espy-: Mi cuñado es policía. -Señaló con el dedo a Jefferson-. Está bien. La pierna le duele muchísimo y tiene síndrome de abstinencia. Así que se encuentra muy mal, y cada vez que se mueve hacia la papelera, debe sentirse como si alguien le hurgara la rodilla con un cuchillo. Pero no es algo que vaya a matarlo. Es sólo que no le hace feliz. Pero mi trabajo no consiste exactamente en hacerlo feliz, sino en mantenerlo con vida.
Y salió de la habitación.
Leroy Jefferson había cerrado los puños.
– Por su culpa jamás volveré a andar bien -le espetó a Martínez.
– Se me parte el alma -contestó ella sacudiendo la cabeza-. Te ordené que te detuvieras. Y tú me disparaste. Jódete.
Jefferson frunció otra vez el ceño y empezó a hablar, pero Alter lo interrumpió.
– Ésta no es la finalidad de esta reunión -dijo.
– Cierto -corroboró la ayudante del fiscal-. Su finalidad es decidir si creo o no que el acusado puede decir la verdad, lo que de momento dudo mucho.
Alter movió el brazo aparatosamente, como un actor sobreactuando en el escenario.
– De acuerdo, pues, llévalo a juicio. Haz lo que quieras, pero no obtendréis su ayuda, y tengo la impresión de que la vais a necesitar.
Espy logró controlarse, y habló con tranquilidad.
– Mira, la prueba del polígrafo resulta convincente, pero no es concluyente.
– ¿Meterá a un inocente en la cárcel? -preguntó Jefferson, incrédulo, pero Martínez no le prestó atención.
– ¿Y la huella dactilar? -quiso saber Alter-. ¿Qué vais a hacer con eso?
– Bueno, puede que no fueran sus manos las que rodearon el cuello de Sophie Millstein. Pero tenemos pruebas claras de que estuvo en la habitación de Sophie y de que robó varias cosas. Así que tal vez tenía un cómplice, quizás eran dos esa noche. De modo que sigue siendo culpable de homicidio preterintencional. -Miró a Jefferson-. Por si no lo sabes, en este estado la pena por homicidio preterintencional es la silla eléctrica.
– Mierda -masculló Jefferson-. Yo no maté a nadie y no había nadie conmigo.
Alter fulminó con la mirada a su cliente.
– Cállate -ordenó-. Deja que la ayudante del fiscal y yo hablemos. ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que antes de seguir quiero saber a qué te refieres cuando hablas de ayuda. Dime cuál es la oferta de tu cliente.
– No sin una garantía.
– ¿Qué clase de garantía?
– De que le ofreceréis un trato. No irá a la cárcel.
– Olvídalo.
– Pues idos al infierno. Encontrad al asesino de esa anciana sin su ayuda.
– Lo haremos.
– Claro que sí. Buena suerte. ¿Tenéis alguna idea de quién le dejó esa huella parcial en el cuello?
– No responderé a esa clase de pregunta.
– Ya me imaginaba que no lo harías -dijo Alter con una sonrisa, relajado. Se volvió hacia su cliente-. Mantén la boca cerrada, Leroy. Tratar con la fiscalía es como esperar que te inyecten un calmante. Duele, te encuentras mal, pero al final llega. Y entonces todo vuelve a estar bien.
Jefferson estaba pálido. Asintió.
– Le vi -soltó.
– ¿A quién vio? -saltó Espy.
– ¡Te dije que tuvieras la bocaza cerrada! -se soliviantó Alter.
Leroy Jefferson se recostó en una almohada. Unas gotas de sudor le resbalaron por la mejilla, pero dirigió una sonrisa burlona a Espy Martínez.
– Va a necesitarme, señora ayudante del fiscal -dijo-. No van a encontrar al asesino si no les enseño quién es. Le vi bien. Le vi matar a esa anciana.
– He presentado cargos en tu contra como para que te encierren mil años en la prisión de Raiford, ¿sabes? -comentó ella-. Diez mil años. Toda la vida. Hasta que te pudras. Y es allí donde vas a estar.
Jefferson sacudió la cabeza y repitió:
– Van a necesitar a Leroy. Pregúnteselo al inspector; él se lo dirá.
Ella se volvió hacia Alter, que se encogió de hombros.
– ¿Qué puedo decir, Espy? Te está diciendo lo que hay.
– ¿De veras? ¿Por qué, entonces, me resulta difícil creer al señor Jefferson? Puede que sea porque tiene el mono y es un mentiroso que…
– Vas a tener que creerle, Espy, porque estaba allí.
– Sí, con uno de sus amigos toxicómanos. El único trato que haré con él será el de cadena perpetua. Podrá salvar el pellejo si declara en contra de ese amigo suyo que mató a Sophie Millstein.
– No era amigo mío, ya se lo dije -replicó Jefferson, y su resentimiento pudo con el dolor-. Era un hombre blanco. Un viejo blanco.
– Creo que ya hemos ayudado bastante a la señorita Martínez -sonrió de nuevo el abogado.
– Estáis diciendo que…
– Mi cliente estaba allí. Vio el asesinato y vio huir al asesino. ¿Qué más necesitas saber, Espy? Ahí tienes tu maldita oferta.
– ¿Quieres decir que este desgraciado fue testigo de un asesinato y después robó a la víctima antes de que llegaran los vecinos? ¿Es eso lo que me estás diciendo? -No pudo ocultar el asombro en su voz.
– Ya lo ves -contestó Alter encogiéndose de hombros-. Qué cosas tiene la vida.
Hubo un tenso silencio.
– Ha sido un placer verte, letrada -dijo al fin el abogado-. Ya me dirás algo, ¿de acuerdo? Y ahora ya sabes cómo está la cosa.
Espy lo miró con dureza hasta que él finalmente borró su sonrisa de autosuficiencia.
– ¿Crees que haré un trato con este cerdo después de que casi matara a un policía y a mí misma? ¿Crees que quedará impune de esos cargos?
Alter se sentó con tranquilidad exasperante en la silla, como si sopesara tanto lo que había dicho como lo furiosa que estaba.
– No creo nada, Espy. Lo único que creo es que el señor Jefferson sabe algo que necesitáis saber, y que el precio de esta información es alto. Pero, claro, el coste del conocimiento siempre es elevado. ¿Has visto? Puedo ser un filósofo cuando quiero.
– Exacto. El precio es así de alto. ¿Lo ve? Yo también soy un puto filósofo -se mofó Jefferson, aunque torció el gesto debido a una punzada de dolor.
– Es mejor no valorarse por encima del mercado, Tommy -aconsejó la ayudante del fiscal.
– Por favor, cierra la puerta cuando salgas -respondió el abogado.
Como de costumbre, la nota para que fuera a la oficina de Abe Lasser estaba escrita con tinta roja para subrayar la urgencia de la petición. Pensó que todas las llamadas de Lasser eran urgentes, tanto si lo eran realmente como si no. Repasó deprisa los demás mensajes, con la esperanza de encontrar uno de Walter Robinson, pero no había ninguno. Logró distanciarse lo suficiente para preguntarse si estaba ansiosa por tener noticias de su amante o del inspector que trabajaba en el caso. No supo responderse, pero sospechaba que cada uno de estos dos deseos vibraba como un diapasón en su interior, cada uno en un tono distinto pero igual de insistente.
Cuando entró en su despacho, Lasser estaba de pie junto a la ventana contemplando la ciudad.
– ¿Sabes que durante los disturbios estaba aquí, en esta misma ventana, y podía verlo todo hasta la tienda de neumáticos, la de saldos de la Vigésima Primera Avenida? Tenía unos prismáticos y vi incluso a los hombres que la incendiaron. Corrieron hacia un lado del local, amontonaron unos escombros, y vi cómo les vertían gasolina encima. Como una especie de grupo de malvados boy scouts urbanos. -Señaló en esa dirección con el dedo y se rió, aunque no de nada que fuera particularmente gracioso-. Pasó a cuatro manzanas de aquí y era como si lo estuviera viendo por televisión.
Se giró hacia ella.
– Hay que joderse -prosiguió-. Esas figuras que vistas desde aquí parecían hormiguitas incendiaron el viejo almacén. El local ardió casi dos días. Y yo, el jefe de la fiscalía, estaba aquí, viéndolo todo desde mi puñetera ventana sin poder hacer nada al respecto.
La joven asintió, segura de que esa historia llevaría a alguna parte.
– Fue como ver pasar un accidente, pero peor, porque esto no fue ningún accidente, fue un delito. Mucho peor. Deliberado, destructivo. No fue obra de Dios sino del hombre.
Se alejó de la ventana.
– Dejamos las obras de Dios en manos de autoridades más elevadas, Espy. Pero las obras del hombre son, precisamente, el motivo de que estemos aquí. Constituyen nuestro trabajo. -Sonrió-. Parezco un filósofo -soltó.
– Tommy Alter me dijo lo mismo hace apenas una hora.
– ¿De verdad? -Su sonrisa se volvió burlona-. Supongo que es lógico.
Se situó detrás de su mesa. Se había quitado la chaqueta del traje, y Martínez vio, por lo entallada que le quedaba, que la camisa blanca que llevaba tenía que estar hecha a medida. Guardó silencio mientras Lasser levantaba la copia de la prueba del polígrafo.
– No soporto estos malditos trastos -comentó antes de dejarlo caer sobre la mesa como si fuera contagioso. Las páginas se agitaron un momento-. Dime, Espy, ¿cómo te sientes cuando estás en una ventana a punto de ver cometer un crimen y no puedes hacer nada al respecto? Si ese desgraciado de Leroy Jefferson queda impune, será un crimen. Como me llamo Abraham Lasser que será como un incendio provocado. Será como acercar una cerilla a un material inflamable. Puede arder sin llama y humear cierto tiempo claro. Una semana, un mes, puede que seis meses. Pero entonces irá y hará exactamente lo que esta jodida prueba dice que no hizo: matará a alguna anciana inocente. ¿Lo captas, Espy?
– Sí, señor.
– Has conocido al señor Jefferson. ¿Qué posibilidades tiene de convertirse en un miembro útil a la sociedad? -Pronunció estas últimas palabras con un sarcasmo extremo.
– Muy pocas, señor.
– Muy pocas -sonrió Abe Lasser-. Sí. Diría que más bien ninguna. -Se sentó de repente e inclinó la silla hacia atrás-. A lo mejor tenemos suerte, Espy. A lo mejor, ese cabrón de Leroy Jefferson mata a otro desgraciado como él en lugar de a un miembro inocente y temeroso de Dios de nuestra comunidad, aunque lo dudo, porque al muy canalla parece gustarle robar a las ancianas, e imagino que volverá a ejercer esa actividad en cuanto pueda. -Vaciló un momento antes de añadir-: Aunque cojee gracias a tu detención del calibre veinticinco. Dime, pues, Espy, ¿eres afortunada? ¿Hay algún duende hispano que guíe el destino de la familia Martínez y se dedique a enviar buena suerte en tu dirección? ¿O quizás un hada madrina que cante bidibi-bidibi, agite su varita mágica y mande a Leroy Jefferson a matar a uno de su propia calaña en lugar de a una pobre abuelita?
– Creo que no, señor.
– ¡Oh, qué pena! -exclamó Lasser mientras hacía girar la silla. -Se detuvo y se inclinó hacia la mesa para golpear con un dedo la prueba del polígrafo-. Tengo que admitir que Tommy Alter sabe lo que hace. Pidió a nuestro propio hombre que le haga la jodida prueba, desde luego un buen detalle. Tengo que recordarlo, ¿sabes? Para que el día que Tommy entre aquí humildemente, se la cobremos. Será algo entre filósofos.
Se recostó, echó la silla hacia atrás y se puso las manos en la nuca.
– Muy bien, ¿qué vas a hacer, Espy? -preguntó.
– Perdón, ¿qué voy a…?
– Sí. ¿Qué vas a hacer? El caso es tuyo. Tú decides. Yo sólo estoy aquí para… ayudarte.
Espy notó que se ruborizaba.
– Yo creía… -empezó.
– ¿Creías que yo decidiría qué hacer?
– Pues sí.
– No -replicó él meneando la cabeza-. El caso es tuyo y tú decides. Yo sólo te presento ciertas directrices. Como ésta: Jefferson está acusado de dos cargos de intento de homicidio por dispararte a ti y a ese inspector de policía. En mi opinión, eso no tiene nada que ver con el asesinato de Sophie Millstein.
– No.
– Pero, por otra parte, un asesinato consumado, especialmente cuando es tan atroz como el de Sophie Millstein, bueno, tiene una precedencia considerable sobre un tiroteo, aunque sea tan desafortunado como el que efectuó el señor Jefferson.
– Entiendo.
– ¿De veras, Espy?
La joven notaba una rabia creciente y no le pareció que fuera a poder evitar exteriorizarla.
– Sí, veo que mi silla peligra -afirmó.
– Es una manera poco elegante, aunque acertada, de decirlo -asintió Lasser.
Ella inspiró con fuerza. Era como si, de repente, hiciera mucho calor en aquel despacho.
– Si Jefferson nos conduce al asesino de Sophie…
– Eres una heroína, con titulares incluidos.
– Pero si todo es una triquiñuela y cierro un trato con él, y después sale y mata a alguien…
– Entonces los periódicos no serán tan elogiosos, ¿verdad?
– No. No lo serán.
– Sería mejor que Robinson pudiera cerrar el caso sin Jefferson -dijo Lasser, que seguía balanceando la silla-. ¿Alguna posibilidad de que lo haga?
– No lo sé. Es como empezar de cero. No creo que tenga una pista siquiera. Teníamos todo preparado para llevar a Jefferson a la silla eléctrica cuando esta prueba lo desbarató todo.
– Un aparato asqueroso, el polígrafo. Lo vuelve todo vago y confuso, no claro y nítido.
– Así que no sé qué podrá conseguir Walter.
– El caso ya se ha enfriado. ¿Has visto alguna vez las estadísticas sobre resolución de homicidios? Cada día que pasa sin una detención…
El fiscal jefe levantó la mano y empezó a describir una línea descendente, como si mostrara la caída desde un acantilado.
– ¿Quizás esa huella parcial de un pulgar que dejó el asesino? -prosiguió.
– Creo que ya la ha pasado por el ordenador sin resultado. Creo que fue lo primero que hizo.
– Mala señal. Parece que el asesino de la señora Millstein no es un delincuente al que se le hayan tomado las huellas dactilares hace poco.
– Parece que no.
– Pues la cosa está difícil. Alter y Jefferson están de parabienes, claro. Pero si Robinson consigue de algún modo, mágicamente, tomar la dirección adecuada, el valor del testimonio de ese toxicómano homicida disminuirá rápidamente.
– Ya.
– Me gustaría ver eso -comentó Lasser, y echó la cabeza hacia atrás como si soñara despierto mientras repasaba el techo con la mirada-. Me gustaría ver la cara del engreído de Tommy cuando le dijéramos que no necesitamos al señor Leroy Jefferson. Eso me encantaría.
– Jefferson asegura ser testigo del asesinato.
– ¿Ah, sí? Vaya. Ojalá todos los testigos del mundo fueran santos, vírgenes o boy scouts. Esto lo complica, ¿verdad?
– ¿Por qué?
– Bueno, será difícil explicarlo a la familia Millstein y a alguna reporterilla metomentodo del Miami Herald que lo averigüe y nos telefonee con un montón de preguntas puñeteras. Habrá que admitir que la fiscalía rechazó la declaración de un testigo porque, cómo podríamos decirlo… ¿no era de nuestro agrado? Y no creo que esta explicación suene bien una vez publicada.
– No, señor. Yo tampoco.
– Lo averiguarán, Espy. Lo sabes, ¿verdad? El Herald lo averiguará. Esos cabrones se enteran de todo. -Carraspeó-. Es una situación peliaguda, Espy. Muy peliaguda. -Bajó los ojos hacia un expediente que tenía en la mesa. Lo tomó y lo hojeó al azar, como distraído-. Me informarás de lo que decidas, ¿verdad?
– Sí, señor -respondió Espy Martínez controlando su enfado-. En cuanto tome una decisión.
– No vaciles.
– No, señor.
– Y, Espy, ten en cuenta una cosa mientras cruzas el campo de minas. Una prioridad…
– ¿Cuál, señor?
– Vamos a encontrar, procesar y condenar al asesino de Sophie Millstein. Lo prometí a un rabino, nada más y nada menos. ¿En qué estaría yo pensando? Toma nota, Espy. Si vas a prometer algo que pueda ser casi imposible, más vale que se lo prometas a alguien que no cuente demasiado ni en esta vida ni, especialmente, en la otra. Así que, por inoportuno que parezca, tengo intención de cumplir esta promesa. -Levantó la mirada de los papeles y la señaló con un dedo-. Tú la cumplirás por mí.
Espy Martínez asintió, aunque sentía que estaba ante una resbaladiza capa de hielo invisible.
Lasser soltó una carcajada que redujo ligeramente la tensión de la habitación.
– Anímate, Espy -dijo, aunque no había ningún motivo para ello-. Esto es lo que hace que el derecho penal sea tan fascinante. -Sonrió-. Tiene algo de existencial. A mí me gusta llamarlo «apuestas de la vida». Es como si jugáramos a ver quién es el gallina en una de esas carreras con coches trucados en las que hay que apostar por quién se rajará primero, sólo que disputada con traje y corbata, en salas de justicia con entarimados de madera, con normas y jueces, y con todo lo que conlleva la civilización, pero en realidad se trata de algo casi primitivo y ancestral.
– ¿Qué cosa? -preguntó Martínez con amargura. Se sentía completamente sola.
– La justicia -contestó Lasser con brusquedad.