20 El hombre liberado

Espy dejó a Walter dormido en su cama. Este había pasado toda la noche dando vueltas, y en una ocasión había pronunciado en voz alta un nombre que ella no reconoció, antes de volver a sumirse en un sueño profundo. Se apartó de su lado sin hacer ruido, se vistió en silencio a la tenue luz matinal y acto seguido salió con los zapatos en la mano al pasillo del edificio. El hecho de abandonarlo así, como si fuera una ladrona halconera que le había robado una noche de pasión, le produjo la sensación de haber conseguido un logro, se sintió impredecible y tal vez un poquito misteriosa, y eso le gustó.

Pero para cuando llegó al Palacio de Justicia, situado en el centro de la ciudad, ya había abandonado aquellas sensaciones en favor de la actitud de dureza que iba a necesitar para la audiencia de aquella mañana. Aparcó el coche y cruzó el estacionamiento presurosa, los tacones resonando con determinación en el asfalto, con pasos decididos y orientados, lo cual le daba el aire de quien no sólo sabe adónde va, sino que además no piensa tolerar ninguna desviación de su ruta. Saludó con la cabeza a otros abogados y personal del juzgado y se dirigió al interior del edificio; si no estaba exactamente deseosa de enfrentarse a la tarea que la aguardaba, por lo menos sí estaba preparada para aceptarla y seguir adelante.

La escalera mecánica la dejó en el centro de la cuarta planta, en medio de una multitud que esperaba frente a las puertas de entrada de las ocho salas de tribunal. De vez en cuando asomaba por una de ellas un alguacil para llamar a alguien con voz exasperada. Había diversos letrados rodeados por corros de personas; acusados acompañados de sus familiares que lucían expresiones de ansiedad o preocupación; policías uniformados y policías de paisano bebiendo café en vasos de plástico, aguardando su turno. El pasillo era un mar de gente que había acudido a diferentes casos, individuos llenos de miedo, dudas, asco, rabia, una cacofonía de emociones. Oyó risas y sollozos, a menudo provenientes de grupos opuestos. Los abogados de su bufete comparaban esas llamadas a la sala con los rodeos de ganado, sin faltar los típicos mugidos en tono ronco. Captó por lo menos media docena de idiomas: español, francés haitiano, patois jamaicano, alemán de turistas y diversas variantes del inglés, desde el acento cansino del Sur profundo hasta el de Nueva York. Se abrió paso entre la multitud hasta la sala que le correspondía, y luego dudó unos instantes antes de pasar al interior. Durante esa pausa oyó una voz que decía:

– ¡Ahí está, ahí está! Ya te lo dije, te lo dije. Venga, veamos si conseguimos asiento.

Se dio la vuelta y vio a una anciana entre dos hombres de pelo blanco. Éstos iban vestidos con el atuendo básico de los jubilados radicados en Miami: bermudas, camisa a cuadros y sombrero de copa achatada. La mujer llevaba un vestido floreado y un jersey a rayas. Uno de los hombres empuñaba un bastón.

«Buitres», pensó, y les sonrió. Todos los tribunales atraen un buen número de personas mayores, las cuales se aposentan en la sala y siguen los diversos casos con el mismo empeño que los adictos a los culebrones. Llegan a conocer al personal del calabozo y el juzgado, expresan opiniones sobre los casos, observan la actuación de los fiscales y los abogados defensores, critican las decisiones del jurado y lanzan vítores cuando los malos acaban siendo condenados. En su mayor parte resultan inofensivos, elementos fijos que de vez en cuando hacen alguna que otra observación sagaz. No era infrecuente que se quedaran dormidos durante las vistas largas, y en ocasiones había que interrumpir sus ronquidos mediante una rápida sacudida en el hombro por parte de un alguacil. Algunos llevaban años paseándose por el Palacio de Justicia, lo bastante para ver a algunos acusados más de una vez. Tal como indicaba su cruel apodo, llegaban temprano, se acomodaban en las filas y desaparecían por la noche. Espy siempre había intentado mostrarse amable con ellos y los llamaba por su nombre de pila cuando lo sabía, lo cual la volvió popular entre un grupo que no parecía interesado en los torpes alegatos que hacían muchos abogados jóvenes, menos experimentados.

– Hola, Espy -dijo la mujer-. Todo este barullo es por usted, querida.

– ¿Qué? -repuso ella.

– Su caso ha salido esta mañana en el periódico -continuó la anciana-. Justo en la primera página de la sección local. Eso es lo que ha atraído a toda esta gente.

– Aquí lo tengo -dijo el del bastón, y empezó a pasar las hojas de un manoseado periódico-. ¿Lo ve?

Le acercó el diario a la cara, y ella centró la mirada en el titular que aparecía en mitad de la página: ACUSADO ABSUELTO EN UN HOMICIDIO: SE SOSPECHA UN ACUERDO EN EL CASO DEL TIROTEO DE UN POLICÍA.

– ¡Joder! -La exclamación le salió espontáneamente.

– ¿Algún problema, querida? -preguntó la anciana.

Ella negó con la cabeza, pero mentía.

– ¿Puedo quedármelo? -pidió.

El anciano asintió con un gesto, tocándose el ala del sombrero con el dedo índice.

– Tenemos que entrar -dijo el otro anciano-. De lo contrario, todos los asientos estarán ocupados.

– ¿Es cierto, querida? -inquirió la anciana-. El periódico dice que ese hombre va a ayudarla en otro caso, que por eso va a conseguir un acuerdo. ¿Es verdad? No me agrada que esos individuos tan horrendos obtengan acuerdos. Ojalá usted los hubiera metido en la cárcel, Espy, querida. Aunque él vaya a ayudarla, aun así preferiría que lo mandara a prisión, porque no me parece que sea un hombre muy bueno, ¿no? Ése precisamente, no. Es un hombre malo. ¿Está segura de tener que hacer esto?

Espy no contestó y se centró en leer el artículo. Había pocos detalles, aparte del esencial de que Leroy Jefferson había sido absuelto del asesinato de Sophie Millstein y se esperaba que asistiera a juicio aquella mañana. El reportero no relacionaba directamente su cooperación con la investigación de la muerte, pero era algo que se infería de manera obvia. Había una afirmación ya previsible por parte de Abe Lasser acerca de que prefería que los testigos fueran hombres santos pero que a veces tenía que valerse de lo que había disponible. Reconoció en aquel comentario lo que Lasser denominaba «citas de medianoche», que eran perogrulladas bellamente expresadas que saciaban a cierto reportero del Herald que llamaba a altas horas de la noche, mucho después del horario de oficina.

Hizo una mueca. El reportaje no se extendía mucho, pero era más que suficiente para llamar la atención sobre un asunto que ella deseaba llevar con discreción.

– Maldita sea -dijo otra vez-. Malditos sean tus ojos, Tommy Alter. No has podido quedarte con la boca cerrada. -Miró a los tres ancianos-. ¿Han visto al reportero del Herald? ¿O a alguien de la televisión…?

Los tres asintieron.

– Ya está dentro -informó la mujer.

– Vamos. -El anciano le tiró de la manga-. O nos quedaremos sin asientos. La sala se está llenando y quiero sentarme.

El trío de buitres cruzó el pasillo a toda prisa y la dejó a ella apretando el periódico en las manos. Lo estrujó con fuerza, con la esperanza de expulsar por los dedos una parte de la furia que la invadía y recuperar la compostura. A continuación, se giró bruscamente y entró en la sala detrás de los ancianos.

Había una sola cámara de televisión, acechante en un rincón. El técnico se giró en redondo y la enfocó de lleno como un francotirador mientras ella avanzaba por el pasillo central. La sala era oscura, una especie de híbrido entre el estilo de iglesia antigua que tenían algunos tribunales, con bancos de madera y pasamanos de roble marrón, y una iluminación indirecta y ultramoderna, tipo teatro, que cada vez iba volviéndose más ubicua. El efecto era el de un recinto de techo alto con una luz límpida y mate, ni un auditorio ni un salón. Era como si aquella sala se hubiera diseñado para que todos los que se sentaban en ella se sintieran incómodos, obligados a hacer un esfuerzo para ver bien bajo aquella tenue luz y a inclinarse hacia delante para captar lo que se decía en medio de la mala acústica. Comprendió que en Florida aquello pretendía demostrar que en cualquier obra pública resulta más lógico entregar el inevitable soborno a constructores competentes de verdad y no malgastarlo en pagar al vasto número de contratistas ineptos, con independencia de con cuántos concejales estén conchabados.

Vio a Tommy Alter sentado detrás de la mesa de la defensa junto con otros dos abogados de oficio. Se situó a su espalda.

– Eres un bastardo -le dijo-. Se suponía que esto no iba a ser un maldito circo.

Él se giró para mirarla.

– Vaya, yo también te deseo buenos días, Espy.

– Me lo prometiste -le espetó ella con resentimiento-. No se iba a desvelar nada de esto hasta que hubiéramos terminado con Jefferson. Estoy medio decidida a abandonar el acuerdo completo. Vuelve a presentar los cargos, cabrón. Deja que tu preciado cliente pase un poco más de tiempo esperando en el calabozo. ¿Qué te parece? Podrías dejarlo encerrado unos seis meses mientras yo voy por ahí dando palos de ciego con este caso. ¿Le gustaría eso a él?

Alter la miró con los ojos entornados.

– Como siempre, sacas conclusiones precipitadas, y no es cierto.

– ¿Qué no es cierto?

– Yo no llamé al jodido Herald, Espy. Y cuando me llamaron ellos, no quise hablar.

– Entonces ¿quién habló? ¿Quién estaba enterado?

Tommy Alter sonrió lentamente.

– Bueno, tengo una sospecha. Es tu hombre, Espy.

– ¿Walter? No digas tonterías, él jamás…

– No, no me refiero a Walter Robinson, sino a nuestro mutuo amigo el Leñador. El periódico lo cita a él diciendo que no está nada contento con todo esto. ¿Crees que quizás hizo él la llamada? ¿Crees que quizá no le importa si jode algo o no, mientras consiga dar su opinión a conocer?

Ella se detuvo, todavía estrujando el periódico en la mano.

La sonrisa de Alter se ensanchó.

– Está bien pensado, ¿a que sí?

Espy se irguió y asintió con la cabeza.

– De acuerdo -dijo-. Vamos a por ello. Pero no quiero comentarios a la prensa después. ¿Lo has entendido, Tommy? Hasta ahora lo has hecho muy bien evitando irte de la lengua de forma descontrolada, así que intentemos seguir así, ¿vale?

Alter perdió la sonrisa y se sonrojó. Fue a contestar enfadado, pero se contuvo.

– Dejemos simplemente que se sepa -dijo al cabo de un instante.

A su espalda el alguacil estaba entonando el «Todos en pie», y sin responder, Espy se dirigió a la mesa de la acusación. Observó cómo el juez, un hombre menudo y fibroso dotado de una calva estilo monje y de un labio superior que parecía fijado quirúrgicamente en una sonrisa torcida, irrumpió en la sala como un emperador con prisas. Tras tomar asiento, lanzó una mirada al cámara alzando una ceja y seguidamente recorrió la abarrotada sala con la vista. La ceja levantada demudó en un ceño de irritación. Hizo una seña al alguacil, le susurró algo y acto seguido indicó con la mano a Alter y Martínez que se acercasen, con el mismo gesto que uno emplearía para un cachorro mal adiestrado que acabara de causar un estropicio sobre una alfombra oriental.

Ellos se aproximaron solícitos al estrado.

– Bien -dijo el juez-, hoy tengo una agenda muy apretada y quiero terminarla deprisa porque después de comer tengo un juicio importante. Ustedes dos son la atracción principal. Vamos a empezar con el señor Jefferson. Si no he entendido mal, existe un acuerdo.

Martínez asintió.

– Sí, señoría. Un acuerdo que dependerá de que coopere con los investigadores. Se suponía que iba a mantenerse en secreto.

– Entiendo, señorita Martínez. Usted preferiría no desvelar demasiados detalles de su investigación para que no queden registrados en las ávidas libretas de nuestros defensores locales de la Primera Enmienda. ¿Correcto?

– Correcto.

– Muy bien. Entonces, si le parece bien, señor Alter, limitaremos el coloquio sobre el acuerdo a lo que necesite hacerse público. Yo pronunciaré mi frase habitual de «Si no coopera, lo enviaré a Raiford o al infierno», y después continuaré con mis asuntos y ustedes podrán llevarse el circo al pasillo para darse el gusto de mentir, engañar o llevar a error a la prensa sin que yo esté presente.

– Conforme, señoría -dijo Alter.

– Aplazaré toda sentencia sobre el acuerdo hasta que reciba informes de ustedes que detallen el grado de colaboración del señor Jefferson. Ésa es la espada que usted le pondrá en el cuello, señorita Martínez. Pero, asimismo, entiendo que a cambio de dicha colaboración el señor Jefferson podrá beneficiarse de una irrisoria fianza en efectivo y después de una de esas preciosas tarjetas que lo sacan a uno del calabozo, ¿no es así, señor Alter?

– Ése es el arreglo.

El juez soltó un resoplido.

– Espero que lo merezca, señorita Martínez.

El magistrado se reclinó en su sillón de cuero mientras el alguacil entonaba:

– El Estado contra Leroy Jefferson.

Espy se volvió para regresar a la mesa de la acusación y vio que un funcionario de prisiones entraba a Jefferson en una silla de ruedas por una puerta lateral. Jefferson la miró ceñudo, pero a Tommy Alter lo saludó con un apretón de manos.

– ¿Tenemos acuerdo? -preguntó el juez.

– Así es, señoría -respondió Espy Martínez-. Debido a que el señor Jefferson ha aceptado prestar una cooperación sustancial en varios casos no relacionados con éste, y debido a que la acusación ha reunido información que indica que él no fue el responsable del homicidio del que se le acusó inicialmente, se ha elaborado un acuerdo.

– ¿Así lo entiende usted, señor Alter?

– Sí, señoría.

– Muy bien, señorita Martínez. Haga el favor de leer los cargos.

Espy leyó deprisa, pasando apresuradamente por la agresión, el robo, resistencia a la autoridad con violencia y varias acusaciones más, cargos secundarios preparados para meter paja en el alegato pero que no iban a cambiar la verdadera índole del acuerdo. La idea era que él se declarase culpable repetidas veces hasta que el significado auténtico del arreglo quedara confuso. Observó cómo volaban los dedos de la estenógrafa del tribunal. Cuando terminó, el juez hizo un gesto a Leroy Jefferson. Alter maniobró con la silla de ruedas para situarla en el centro de la sala.

– Muy bien, señor Jefferson. Para que conste, haga el favor de decir su nombre y su dirección.

– Leroy Jefferson. Apartamentos King. Número trece.

– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo ahí?

– Un par de años.

– Señor Jefferson, ¿está tomando actualmente alguna sustancia narcótica?

– Sólo la que me dan para el dolor de la pierna.

– ¿Qué estudios tiene?

– Fui al instituto.

– ¿Hasta qué curso?

– Obtuve el diploma.

– No me diga. ¿Sufre alguna discapacidad o atrofia mental que le impida comprender el arreglo que ha firmado su abogado con el Estado?

– ¿A qué se refiere?

– Que si está usted enfermo, señor Jefferson. ¿Tiene alguna tara en la cabeza? ¿Entiende el acuerdo?

– Ya he hecho otros acuerdos, señoría. Sé lo que son.

– Bien. ¿Entiende que si no cumple su parte del trato puedo rescindir ese acuerdo y condenarlo a pasar más de cien años en prisión? Quiero que no le quede ninguna duda de que eso es lo que pienso hacer.

– Voy a ayudarles lo mejor que pueda.

– Bien. Pero entenderá que para obtener beneficio de ese acuerdo, la fiscalía debe quedar satisfecha de su colaboración.

– Quedará satisfecha, lo prometo.

– Bien. Se declara culpable porque es culpable, ¿correcto, señor Jefferson?

– Sí. Pero yo no hice lo que ellos dijeron que había hecho cuando me detuvieron. No tuve nada que ver con ese asesinato…

– Entiendo.

– Debería demandarlos por haberme disparado.

– Hable con su abogado, señor Jefferson. Pero, personalmente, soy de la opinión de que tiene usted suerte de estar de pie hoy aquí.

– No estoy de pie, señoría.

El juez sonrió, pillado en la paradoja.

– Muy cierto. De acuerdo, señor Jefferson. Cuando la oficial lea los cargos, usted debe decir la palabra «culpable». Señorita Martínez, imagino que tendrá planes para el señor Jefferson.

– Sí, señoría.

– Bien, puede sacarlo del calabozo cuando crea conveniente. Funcionaria, comience a leer. Y usted, señor Jefferson, una cosa…

– ¿Sí, señoría?

– No quiero volver a verlo. No la cague. Ahora tiene una oportunidad, no la desaproveche. Porque la alternativa es pasar un período muy largo en un lugar muy desagradable, y pienso enviarlo a él sin vacilar. ¿Entiende eso, señor Jefferson?

El otro afirmó con la cabeza.

– Bien, oigamos cómo se declara culpable.

La funcionaria empezó a leer, y Leroy empezó a contestar. Espy lanzó una breve mirada a su espalda, hacia la sala atestada de gente. Sus ojos se posaron en el trío de ancianos y vio que estaban rodeados por una docena de jubilados más, todos con la vista clavada en ella o en Leroy Jefferson, pendientes de todo lo que se decía. Recorrió la sala con la mirada y se detuvo en otros acusados, testigos, policías y abogados, sentados o apoyados contra la pared, todos aguardando a que ella terminara con su caso para poder empezar ellos con los suyos. Espy pensó que el sistema judicial era como el mar: su pequeña ola había crecido y había roto contra la playa, y ahora comenzaba a disolverse y regresar rápidamente hacia el océano mientras otra olita iba tomando forma para atacar la costa a su vez. Oyó el último «culpable», se volvió y vio que procedían a llevarse a Jefferson de la sala. Recogió los papeles y los metió en su maletín, consciente de que la cámara había vuelto a enfocarla y experimentando una sensación extraña, como si no fueran aquéllos los únicos ojos que la seguían. Pero no hizo caso de dicha sensación.

Robinson y Espy iban sentados en el asiento delantero del monovolumen sin distintivos, mientras que Jefferson y Alter ocupaban el trasero. El sol de mediodía llenaba el habitáculo, rebotado en el blanco capó. El aire acondicionado se esforzaba por superar el calor. La bahía se extendía a uno y otro lado reflejando el sol. Robinson miró un momento por el retrovisor y vio que Jefferson se revolvía incómodo en el asiento. Disponía de poco espacio para estirar la pierna, que aún llevaba envuelta en gruesos vendajes; la silla de ruedas viajaba en el maletero.

Robinson sabía que en el carril derecho de la calle Julia Tuttle había un socavón enorme, de modo que lo enfiló directamente. Los gastados amortiguadores sufrieron un golpetazo cuando el neumático derecho se hundió en el agujero. Leroy Jefferson hizo una mueca de dolor.

– Eh, Leroy -dijo Robinson en tono jovial-. ¿Qué número de autobús pasa por la calle que lleva a Liberty City?

– El G-75.

– Exacto. Ése es el que tomaste aquella noche, ¿verdad? Después de ver cómo mataban a Sophie Millstein, ¿eh, Leroy? Lo tomaste para volver a Liberty City. Con todo lo robado en las manos. ¿En qué ibas pensando, Leroy? ¿Qué pensaste de lo que viste?

– No contestes a eso -se apresuró a decir Tommy Alter.

– Va a tener que contestar. Ése es el trato.

Alter titubeó.

– Está bien -resopló-. Adelante.

– No pensé nada -repuso Jefferson.

– No es suficiente, abogado. Me parece que vas a tener que informar a tu cliente de que tiene que ser comunicativo. Expansivo. Descriptivo. Un verdadero poeta, un artesano de la palabra en lo que respecta al asesinato de Sophie Millstein y todo lo que vio aquella noche. Díselo, Tommy. No quiero tener que regresar a la sala del juez.

– Te dirá lo que quieras saber. Cuando lleguemos.

Espy Martínez no dijo nada, pero observó el semblante de Robinson. El inspector afirmó con la cabeza.

– Vale. Puedo esperar unos minutos. Bueno, ¿y qué se siente al ser libre, Leroy? ¿Tienes planes para esta noche? ¿Una pequeña celebración, quizá? ¿Tus amigos vendrán a verte para montar una fiestecita?

– No tengo amigos ni monto fiestas.

– Eh, venga, Leroy. No hay mucha gente lo bastante hábil para salir bien librado después de haberle disparado a un policía. Vas a ser un tío importante en tu barrio. Seguro que serás la admiración de todos. Estoy seguro de que habrá algún tipo de celebración.

El cinismo de Robinson se esparció por el interior del coche. Jefferson se limitó a encogerse de hombros.

– Venga, Leroy. ¿Ni siquiera una fiestecita pequeña? Podrás invitar a tus amigos de la beneficencia.

– Ya se lo he dicho, no son amigos míos.

– Bueno, ¿y qué me dices de una fiesta para uno?

– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a que sé que tienes un pequeño alijo tan bien escondido que no logramos encontrarlo cuando estuvimos registrando tu apartamento. Debajo de una tabla suelta o detrás de un ladrillo flojo. Está en ese apartamento, ¿verdad, Leroy? Está allí quietecito, esperando pacientemente, como un amigo de confianza, ¿eh? Quiero decir, ¿para qué necesita uno amigos teniendo ese alijo? Por eso estabas tan ansioso de salir, ¿eh? Vas a colocarte otra vez. Eso te quitará el dolor, seguro.

– Está loco.

– Puede ser, puede ser. Tenlo en cuenta, Leroy. Puede que esté un poco loco.

De repente Robinson dio un brusco volantazo hacia la derecha y se salió al tosco arcén que bordeaba la carretera levantando una rociada de tierra y polvo. Los cuatro pasajeros dieron un violento bote y gritaron al tiempo que el monovolumen derrapaba. El conductor aceleró pisando el arcén de grava y coral. La grava del firme hizo que el coche se bamboleara y cabeceara, lanzando pedruscos como balas. Martínez apretó los labios y se agarró con fuerza mientras Robinson zigzagueaba entre dos coches y regresaba a la carretera. A su espalda un conductor demostró su irritación y susto con la mano pegada al claxon.

– Venga, Walter, ¿qué intentas demostrar? -exigió Alter-. Limítate a conducir.

Robinson no contestó. Jefferson tenía algo que simplemente lo ponía furioso; quizá fuera la sensación de que aquel sospechoso se estaba burlando de todos, o quizá la manera satisfecha y frustrante en que Jefferson le sonreía. Robinson tuvo una idea grotesca: Jefferson estaba preparado para matar a Sophie Millstein. Había cometido muchos robos con allanamiento, pese a que no se podían probar. Estaba preparado para empezar una escalada de violencia, para dar el salto del robo al robo a mano armada, y de ahí al homicidio. A la anciana la habría matado, sin duda, pero no tuvo que hacerlo porque allí había otro que se le adelantó. Aquello parecía una especie de gran broma cósmica, lo más gracioso que había visto en su vida. Robinson exhaló el aire despacio, hizo rechinar los dientes y dirigió el coche hacia la rampa de salida haciendo rugir el motor para enfilar hacia la jefatura central.

Tomaron asiento en una de las ubicuas salas de interrogatorios y comenzaron despacio, deteniéndose en los detalles, demorándose en todos los elementos de la noche en que murió Sophie Millstein. El planteamiento de Robinson era simple: quería obligar a Jefferson a que hiciera memoria y, al mismo tiempo, quería relajarlo y agotarlo. Incluso con la presencia de Tommy Alter, el cual vigilaba sin mucha atención las respuestas de su cliente, Robinson pensaba que tal vez cometería un desliz en alguna pregunta, que tal vez lograra extraerle una respuesta que pudiera, de forma inadvertida, vincular a Jefferson con todos los allanamientos sin resolver que precedieron al asesinato de Sophie Millstein. O por lo menos algo que él pudiera desarrollar más tarde hasta convertirlo en una prueba para apoyar una acusación. Sería estupendo, pensó, presentarse una mañana en la casa de Jefferson con una orden de detención nuevecita por unos delitos que no formaban parte del acuerdo.

Por consiguiente, el inspector adoptó un estilo tedioso, meticuloso, pensado para aburrir a todos los presentes en la sala. Le preguntó por el tiempo, le preguntó por los autobuses. Le pidió que describiera la ropa que llevaba puesta y que recordara dónde había comprado las zapatillas deportivas y por qué había comprado aquella marca, y por qué lo apodaban Hightops, y cómo se había introducido en el negocio de la cocaína, y todas las preguntas que se le ocurrieron que sólo ocasionalmente guardaban alguna peregrina relación con el caso en cuestión.

Prolongó aquello durante horas, dejando que el dibujante de la policía permaneciera sentado en un rincón, esperando su turno. El dibujante era un veterano y sabía muy bien lo que estaba pasando, así que se lo tomó con calma. De vez en cuando Tommy Alter interrumpía, impacientado a medida que transcurrían las horas, marcadas por el reloj de pared que había en la sala de interrogatorios. Al final se levantó y dijo que iba por un café y un periódico, y preguntó si alguien necesitaba algo.

– Yo quiero comer algo -dijo Jefferson.

Robinson se sacó la cartera y dijo:

– Tommy, ¿por qué no le traes a tu cliente un emparedado y un refresco de la cafetería que hay al otro lado de la calle? Mira, mejor trae un emparedado para cada uno. Señorita Martínez, a lo mejor le apetece acompañarle y echarle una mano.

Espy hizo ademán de protestar, pero comprendió que probablemente Robinson tenía un motivo para pedirle que acompañara a Alter, y que dicho motivo seguramente era retrasar su vuelta lo más posible, de modo que asintió.

– ¿Vas a continuar con el mismo rollo? -preguntó Alter.

– Sí. Quiero repasarlo todo despacio.

– Bien. Volvemos dentro de unos minutos. Leroy, no contestes a ninguna pregunta con la que no te sientas cómodo.

– Vale.

Alter salió, seguido por Espy Martínez. Al cabo de unos segundos de silencio, Robinson empezó a formular preguntas más contundentes.

– Dime, Leroy, cuando cometías un allanamiento, ¿siempre te subías al autobús?

Jefferson se echó atrás en la silla, ligeramente distraído, jugueteando con un paquete de cigarrillos. Era obvio que se sentía bastante seguro y un tanto aburrido. Se encogió de hombros.

– No tenía coche.

– ¿El mismo autobús todas las veces?

– Me llevaba adonde quería ir.

– ¿No tenías miedo de que pudiera reconocerte el conductor?

– Qué va. Cambian mucho de conductores. Y yo lo cogía en noches distintas. Y siempre tenía mucho cuidado, ¿sabe?, de salir cuando conducía el del turno de noche y marcharme cuando llegaba el del turno siguiente.

– Eso es muy inteligente.

– No soy tan idiota como algunos drogatas.

– ¿Por qué el mismo vecindario todas las veces?

– Porque allí viven viejos. Las casas son viejas. Las cerraduras son viejas. No había nadie que pudiera tener una pistola y darme un susto. Yo ni siquiera llevaba la mía.

Robinson asintió comprensivo.

– Claro. Tiene su lógica. Bien, cuéntame cómo es que escogiste la casa de Sophie Millstein.

– Ah, eso fue muy fácil. Me había fijado en ella en otro viaje. Bajé por el callejón que había detrás. No tenía mucha luz. Con esas puertas correderas, lo único que hay que hacer es sacarlas de las guías, y da igual la cerradura que tengan. Y entras.

– Bien, háblame de aquella noche.

– No era demasiado tarde, ¿sabe? Puede que las doce. Yo estaba justo en la parte de atrás, escondido al lado de los cubos de basura. Todo estaba tranquilo y en silencio. No había luces encendidas excepto en la planta de arriba, y estaban viendo la televisión con el volumen muy alto, lo cual iba a servirme para amortiguar cualquier ruido que hiciera.

– ¿Sabías que ella estaba dentro?

Jefferson negó con la cabeza.

– No había luces, ni ruidos ni nada. Pensé que la casa estaba vacía.

Robinson asintió de nuevo. «Ya -se dijo-. Claro que pensaste que estaba vacía. ¡Y una mierda!» Pero se limitó a tomar nota mentalmente de aquella mentira y prosiguió.

– Así que estabas en la parte de atrás. ¿Cuánto tiempo te quedaste allí?

– Una media hora, quizás un poco más. Con esas cosas no me daba ninguna prisa. Hay muchos tíos, sabe, que se lanzan rompiéndolo todo y entran sin más. Yo era más cuidadoso, no quería que me pillaran.

– ¿Y qué ocurrió?

– Tío, apareció un tipo que me dio un susto de muerte. Justo estaba empezando a prepararme, ya sabe, fisgando un poco, cuando capté un movimiento a un lado. Me quedé petrificado. No moví ni un pelo. Ya estaba agachado, ¿sabe?, teniendo cuidado. El tipo ese debía de estar observando, como a unos tres metros de mí. No sé cuánto tiempo llevaría allí, porque era tan silencioso que ni siquiera le oí respirar. Pensé que tenía que haberme visto, pero luego supuse que no porque estaba vigilando el apartamento y no esperaba que hubiera nadie más haciendo lo mismo. Donde estaba yo era como un agujero negro, sin ninguna luz, muy bien escondido.

– ¿Así que no lo viste llegar?

– No, tío. Aquel tipo se movía como una aparición. Igual que un jodido fantasma, del poco ruido que hacía. No sé cuánto tiempo llevaba allí. Pudo ser un par de minutos o una hora. Por lo menos tanto como yo.

– Cuéntame qué viste.

– El tipo cruzó el patio y fue directo a la casa de la vieja. Era un tío de lo más hábil, se lo juro. No hizo nada de ruido. No era como esos que van a trompicones y manotazos, ya sabe. Aquel tipo no era la primera vez que hacía aquello, estoy seguro. Joder, abrió la puerta corredera tan deprisa que parecía que no estaba cerrada con llave. Sólo hizo un ruidito cuando rompió la cerradura, y luego entró.

– ¿Qué hiciste tú?

– Bueno, lo primero que pensé fue largarme de allí, ¿sabe? Buscar otro sitio, porque imaginé que aquel tipo iba a dejar limpio el apartamento. Era un profesional, se le notaba, y no iba a dejarme nada a mí. Pero sentí curiosidad, ¿sabe? Me apetecía ver qué pasaba.

– Claro. Es lógico.

– Quiero decir que casi me dio por pensar que a lo mejor aprendía algo. -Jefferson rio brevemente-. Tío, vaya si aprendí.

– ¿Y qué hiciste?

– Atravesé el jardín y fui hasta la puerta. No vi una mierda, así que entré sin hacer ruido. Era la cocina.

– ¿Porque querías aprender?

– Eso es.

Robinson pensó para sí: «No porque pensaras que a lo mejor podías cargarte a ese tipo después de que él te hiciera el trabajo. Ibas a liquidarlo, allí mismo. Menos mal que no lo intentaste, porque la Sombra te habría matado tan rápido que ni siquiera te habrías dado cuenta.» Pero dijo:

– Continúa. ¿Qué sucedió después?

– Que los oí. El ruido venía del dormitorio. No era mucho, pero, tío, entendí lo que estaba pasando. Aquel tipo estaba matando a la vieja. No parecía que hubiera pelea, ni siquiera un poco de resistencia. Fue todo muy rápido, como si el tipo supiera lo que estaba haciendo. Oí que la vieja soltaba como un gritito, pero no chillaba de verdad, y se acabó. Y también oí un gato, ya sabe, el típico maullido. Eso también lo oí. Me escondí en un rincón procurando permanecer oculto, ya sabe. Y pensé: «Mierda, está matando a alguien, hay que largarse de aquí.» Pero antes de que pudiera echar a correr, el tipo estaba sólo a un metro de mí, tío, y se movía muy rápido, pero tan silencioso como antes. Salió por la puerta y se fue.

– ¿Qué hiciste tú?

– Pues asomé rápidamente la cabeza y vi a la vieja entre las sábanas revueltas. No había mucha luz, sólo la de las farolas de la calle, ya sabe, que entraba por la ventana, pero suficiente para ver un joyero, así que cogí unas cuantas cosas.

– ¿Tenías prisa?

– Claro. Tío, lo único que quería era salir de allí. Pero aquel tipo me lo había puesto fácil, y al fin y al cabo para aquello había ido yo a aquella casa, así que, qué diablos, quise aprovechar la oportunidad. Pero debí de hacer mucho ruido con los cajones y demás, porque se abrió una puerta en el piso de arriba y luego unos pasos, y alguien llamó a la puerta de la casa. Así que cogí todo lo que pude, ya sabe, todo lo que cupiera en una funda de almohada, y salí de allí. No debería haber sido tan avaricioso, ¿sabe? Si me hubiera largado enseguida, cuando oí llamar a la puerta, no me habría visto nadie. Pero tío, cuando uno anda buscando dinero, a veces no piensa bien las cosas.

– ¿El collar?

– Sí. Lo vi cuando ya me marchaba. Vi aquellos diamantes. Tío, incluso a oscuras relucían. Pensé que algo me darían por ellos, así que le arranqué el collar del cuello a la vieja.

Robinson pensó: «Así se explica el arañazo post mórtem.»

– ¿Y qué pasó después?

– Que un jodido viejo me vio huir, me vio de lleno. Y llamó a la policía. Eso es todo, lo demás ya lo sabe.

– Regresemos al hombre al que viste cometer el crimen…

– Era un tipo frío. Me dio escalofríos. No quiero volver a verlo. Entra en aquella casa y estrangula a una vieja sin razón, a mi modo de ver. Ni siquiera se lleva nada. Era un tipo frío.

Robinson hizo una pausa. Jefferson había cambiado de postura en la silla, se había erguido y había apoyado los brazos en la mesa, y en su voz se percibía una nerviosa tensión al describir el asesinato. Su actitud relajada y segura había cambiado, y notó una cierta expresión de miedo en su rostro.

– Cuando pensaba en ello, más tarde, ya sabe, después de recibir el dinero de Reggie, cuando me colocaba un poco, me entraba miedo, tío. Aquel tipo era un asesino.

Robinson se dio cuenta de que en el mundo grotesco en que vivía Leroy Jefferson, un asesinato que no llevara aparejado un beneficio obvio resultaba inquietante. Probablemente había decenas de homicidios en los que Leroy no habría vuelto a pensar nunca. Pero aquél lo ponía nervioso.

– No quisiera tropezarme con ese tipo en una noche oscura. -bromeó Jefferson, reclinándose en su silla-. Y a usted más le vale pensar lo mismo, inspector. Ese tipo era un asesino frío como el hielo.

– ¿En algún momento le oíste decir algo?

– No. Era silencioso. Se movía con habilidad.

– De acuerdo, pero ¿lo reconocerías si volvieras a verlo?

– Claro. Lo vi con toda claridad. Joder, mejor de lo que el viejo me vio a mí cuando huía. Ese tipo no se movía a toda leche, ¿comprende? Actuaba con parsimonia, sin prisas, para hacerlo todo bien. Así que lo vi con total claridad. Primero fuera, y luego cuando pasó por mi lado para entrar en el apartamento. Menos mal que él no me vio a mí. Supongo que no esperaba tener a un negro pisándole los talones.

Robinson asintió otra vez. «Todavía tiene a un negro pisándole los talones, y no lo sabe.» Hizo una seña al dibujante, el cual se estiró igual que un perro que acaba de despertarse cerca de la chimenea y se acercó con su maleta.

– Es todo suyo -dijo Robinson.

– Muy bien, señor Jefferson -dijo el hombre-. Vamos a proceder muy despacio. Hágase una imagen mental del hombre que vio. Yo voy a mostrarle una serie de formas de cara distintas, y muy pronto tendremos un retrato de ese individuo.

Jefferson hizo un pequeño gesto con la mano.

– Por mí, vale.

El dibujante sacó una serie de transparencias sobre unas hojas de plástico translúcidas.

– Empezaremos con la barbilla. Voy a enseñarle varias formas, y usted ha de concentrarse en lo que recuerda. Mándeme parar cuando dé con la forma buena.

– Oiga, detective -dijo Jefferson-. Si detiene a ese tipo, ¿pedirá la pena de muerte, igual que ha hecho conmigo?

– Desde luego.

Leroy asintió con la cabeza y arrugó la frente en un gesto de concentración. Volvió la vista a las láminas de plástico.

– Jamás hubiera imaginado que iba a ayudar a la poli a freír a alguien -comentó-. Pero ese tipo era un asesino. -Señaló una de las formas esparcidas en la mesa frente a él-. Vamos a empezar con ésa -dijo.

Robinson cambió de postura y observó el meticuloso proceso de ponerle cara a la Sombra.

Tommy Alter se rindió al cabo de unas horas y se marchó después de haberle sacado a Robinson la promesa de que Leroy Jefferson sería devuelto a su casa y de que el viaje sería directo y sin tropiezos. El dibujante era concienzudo y se negaba a darse prisa, un hombre que disfrutaba de su trabajo del mismo modo que disfruta un artista al ver cómo las formas van materializándose sobre el lienzo.

Ya era tarde cuando Espy Martínez y Walter Robinson tuvieron un momento a solas en el pasillo fuera de la sala de interrogatorios.

– Estoy agotada -dijo ella.

– ¿Por qué no te vas a casa?

Ella sonrió.

– Para mí, la casa representa dos cosas: aburrimiento o frustración. Aburrimiento porque vivo sola y allí no hay nada que me haga sentir la persona que realmente quiero ser, y frustración porque en cuanto cierre la puerta empezará a sonar el teléfono, y serán mis padres llamándome desde su mitad del dúplex. Mi madre querrá saber qué estoy haciendo y con quién, y me hará otra docena de preguntas a las que no quiero contestar. -Sacudió la cabeza-. Estoy demasiado cansada para solucionar estas cosas, Walter. Pero estar contigo es, no sé, una aventura. Algo muy alejado de todo lo que he hecho siempre. Siempre he hecho lo que se esperaba de mí. Y esto no lo es, y me gusta. Me gusta mucho. -Alargó el brazo y rozó la mano de él con los dedos-. ¿Hay algo de malo en ello?

– No lo sé. No estoy seguro de lo que pienso, si es que pienso algo.

– Lo siento -dijo ella-. Podríamos hablar en otro momento, cuando no estemos tan cansados.

– Sí -repuso él-. Es lo más sensato.

– Quiero hacer que esto funcione -dijo ella.

– Yo también.

Espy Martínez hizo una pausa.

– Esta noche no quiero ir a casa.

Él asintió. Estaba preocupado, pero el deseo superó todas las dudas que tenía. Apenas lo reconoció, se consideró ligeramente débil y luego pensó que era una estupidez, porque reflexionar demasiado sobre una relación era casi como condenarla, y con Espy Martínez quedaban todavía muchas cosas que él deseaba que ocurrieran. De manera que se metió la mano en el bolsillo y extrajo el juego de llaves. Separó la del apartamento y se la entregó a ella.

– Tengo que hacer de chófer con nuestro Leroy. Ve a mi casa y espérame allí, ¿vale?

– ¿Quieres que te acompañe?

– No. -Sonrió-. Así tendré la oportunidad de fastidiar a ese cabrón sin sentirme culpable de violar el espíritu del acuerdo que ha firmado con el estado de Florida.

– Está bien -sonrió ella-. Pero no lo fastidies tanto como para que le entren ganas de escaparse.

– No va a escaparse a ninguna parte.

– ¿Y mañana qué haremos?

– Empezaremos con el plan de Simon Winter. Iremos a verlo a él y a los dos ancianos llevando el retrato.

En ese momento se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y apareció el dibujante. Sostenía una hoja y la observaba con ojo clínico. Vio que los dos volvían la vista hacia él, y les dijo:

– A Jefferson no se le ha dado bien lo de los ojos, creo que es porque no llegó a tener una visión de frente de ese hombre. Según lo que ha contado, las más de las veces lo vio de perfil, o quizá de tres cuartos. En ningún momento lo miró a los ojos, lo cual probablemente lo favorecerá. Aparte de eso, opino que el retrato ha salido bastante bien. ¿Qué les parece?

Robinson cogió el dibujo y lo sostuvo en alto para que pudieran verlo los dos. Lo que vieron fue el retrato de un hombre mayor, alto y de pecho corpulento, que llevaba la edad que tenía con el aspecto de una persona bastante más joven. Mostraba un mentón fuerte, como de boxeador, con la piel tensa. Tenía los pómulos altos y la frente ancha, lo cual le daba el aspecto de un hombre que mirara a lo lejos. El pelo era blanco, de corte militar pero tupido.

– Está muy bien -dijo en voz baja.

– Diablos, Walter, tú podrías hacerlo mejor. -El dibujante sabía de la afición de Robinson.

– Así que éste es la Sombra -dijo Espy.

– No creo que los ojos sean éstos -repitió el dibujante-. No lo he logrado.

Los ojos del retrato eran inexpresivos, vacíos.

– Ya -replicó el inspector-. Éstos podrían ser los de cualquiera, no los de un asesino.

«Ojos como cuchillas», pensó. Robinson sostuvo el retrato y se preguntó qué dirían el rabino y Frieda Kroner cuando lo vieran.

Los Apartamentos King ofrecían un aspecto muy parecido al que tenían la noche en que Robinson había ido a detener a Jefferson. Acercó el vehículo al bordillo haciendo crujir varios cristales rotos. A lo lejos se oían ruidos nocturnos, acompañados de la sirena distante de un camión de bomberos que cruzaba aullando el centro de la ciudad.

– Hogar, dulce hogar -dijo Robinson.

Jefferson gruñó:

– No es gran cosa.

– No puedo decir que lo sea.

– Puede que me mude a otro sitio. Ahora éste está muy relacionado con la mala suerte.

– ¿Qué mala suerte, Leroy?

– Es mala suerte que lo detengan a uno -respondió con una ancha sonrisa-. Aunque encuentre una salida.

Robinson se apeó del coche, sacó la silla de ruedas del maletero y abrió la portezuela de atrás para que Jefferson bajara por sí solo y se sentase en la silla. Y así lo hizo, con una agilidad que hizo pensar a Robinson que el dolor de la pierna había disminuido bastante. O era eso, o era que estaba deseoso de ver lo que le estaba esperando.

– ¿Te ayudo a subir las escaleras?

Jefferson negó con la cabeza sin dejar de sonreír.

– No me apetece que mis vecinos sepan que he estado ayudando a la poli. No opinan que sea algo demasiado bueno, ya sabe.

– No forma parte de la idea que se tiene por aquí del buen ciudadano, ¿eh?

– Ha acertado.

– ¿Y cómo vas a subir las escaleras?

– Puede que hayan arreglado el ascensor. Si no, ya me las ingeniaré. Sea como sea, no es asunto suyo.

Jefferson dio un empujón a las ruedas y éstas avanzaron unos metros, hasta el camino de entrada. A continuación giró en redondo y miró de nuevo al inspector.

– Ya he hecho lo que me pidió, ¿no?

– Sí. Hasta ahora, todo bien.

– Ya le dije que cumpliría con mi parte.

– Pues sigue cumpliéndola.

– No tiene suficiente confianza en el género humano, detective -rió Jefferson-. Ni siquiera distingue cuándo le están ayudando. Si no fuera por mí, no tendría nada que presentar contra ese asesino.

– Tú sigue colaborando, Leroy. No te vayas a ninguna parte y no te metas en líos. ¿Entendido?

– Claro, jefe.

Jefferson soltó una carcajada que resonó calle abajo. Retrocedió un poco en su silla y añadió:

– Mire, usted no es tan ajeno a todo esto, detective. Se pone ese traje y actúa como todo un tío, pero lo cierto es que podría ser que usted estuviera aquí y yo ahí.

Robinson sacudió la cabeza.

– No. Te equivocas.

Pero no lo sabía a ciencia cierta. Sin embargo, sí sabía que Espy Martínez lo estaba esperando, y se dijo que, más que ninguna otra cosa, en ese momento deseaba marcharse de Liberty City, alejarse de los Apartamentos King y regresar al mundo en que vivía.

Leroy rio otra vez, burlón. Sintió una súbita sensación de optimismo y, por primera vez, al medir la distancia que mediaba entre el inspector y él, creyó de verdad que había logrado vencer al sistema.

– Uno se siente realmente bien siendo libre -dijo-. Viéndolo a usted.

Y acto seguido dio vuelta a la silla y empezó a girar las ruedas con entusiasmo en dirección al edificio. No miró atrás, y no vio a Robinson, que, irritado pero conforme, se subió al monovolumen metió la marcha y aceleró para perderse en la negra noche.

Para su sorpresa, el ascensor funcionaba.

Mientras las sórdidas puertas de acero se juntaban para cerrarse, Leroy Jefferson se dijo que era buena señal. Hubo una pausa momentánea, después una fricción y luego la cabina comenzó a elevarse. La iluminación interior se atenuó un instante al llegar al segundo piso, y las puertas parecieron extrañamente reacias a abrirse, pero finalmente se abrieron, y se empujó a sí mismo hasta el rellano pensando que todo lo que le rodeaba funcionaba prácticamente igual de bien que siempre.

Maniobró por el rellano para dirigirse a su apartamento, con la respiración agitada por el esfuerzo de empujar la silla de ruedas. Sentía el sudor pegajoso en las axilas, goteándole por la frente y resbalándole por las mejillas para finalmente ir a caer de la barbilla al pecho. Era un sudor irritante, provocado por el cansancio y el aire húmedo y quieto, no el sudor genuino del movimiento atlético. Apretó los dientes y se dijo: «No podré volver a jugar al baloncesto como antes», y maldijo para sus adentros a Espy Martínez y su infortunado disparo, que le había dejado aquel incómodo dolor. Dio un golpe a la silla de ruedas y se recordó que los médicos habían estimado que le desaparecería al cabo de un mes, lo cual estaba deseando que ocurriera porque hasta que recuperara el movimiento no veía muchas oportunidades de obtener ingresos.

Sabía que durante un tiempo estaría bien. Sonrió para sí. Aquel jodido poli tenía razón. Guardaba un alijo particular detrás de una baldosa suelta del cuarto de baño, doscientos dólares y una cantidad similar en gramos de cocaína en bruto en una bolsa de plástico, metida entre las tuberías de modo que resultaba imposible de ver a menos que uno diera con la baldosa indicada. Había que introducir el brazo muy abajo y saber lo que se estaba buscando. Pensó: «Puede que pruebe un poquito y venda el resto. Estaré bien otra vez en cuanto pueda sostenerme en pie, aunque sea cojeando. Todo va a salir bien. Siempre sale bien.»

Levantó una mano y se secó el sudor de la frente, concentrado en el alijo.

«Sólo probaré una pizca», se repitió.

Se detuvo un momento delante de la puerta de su apartamento. Los deshilachados restos de cinta policial amarilla colgaban lacios del marco agrietado y astillado. La puerta en sí la habían cambiado, pero de manera poco eficaz. Alargó el brazo y la empujó, y se abrió. No estaba cerrada con llave.

– Malditos drogatas, probablemente me lo han robado todo -masculló.

Se revolvió en el asiento y bramó por encima del hombro:

– ¡Sois unos cabrones! ¡No tenéis respeto por las cosas ajenas!

De una habitación distante le llegó un grito: «¡Jódete!», y desde el otro extremo del pasillo alguien vociferó: «¡Cállate ya, puto negro!»

Aguardó un momento para ver si había alguna respuesta más, pero el pasillo quedó sumido en el silencio. No había visto a nadie en la calle y tampoco en los rellanos. Se sintió solo, lo cual no le molestó porque no tenía ninguna gana de compartir lo que le aguardaba debajo de aquella baldosa suelta.

Se acordó de lo que había dicho Walter Robinson: «Hogar, dulce hogar.»

Empujó la puerta para abrirla de par en par y pasó al interior con la silla de ruedas.

En el apartamento hacía calor y el aire estaba denso, como si las paredes acumularan un mes entero de días opresivos. Cerró de un portazo a su espalda y buscó el interruptor.

Pero su mano no llegó a tocar la pared, porque fue detenida por una garra que le aferró el antebrazo.

En el mismo instante una voz gélida dijo:

– De momento no vamos a necesitar luz, señor Jefferson.

El miedo lo recorrió de arriba abajo.

– ¿Quién es usted? -boqueó.

La voz se había situado a su espalda, y exhaló una breve risa antes de contestar:

– Pero si ya lo sabe, ¿no es así, señor Jefferson? -El hombre hizo una pausa y luego preguntó-: Dígamelo usted. ¿Quién soy?

Al mismo tiempo que aquellas palabras se esparcían en la oscuridad del apartamento, Jefferson se vio súbitamente lanzado hacia atrás cuando el hombre, soltándole el brazo, pasó a sujetarlo apretando un musculoso antebrazo contra la frente, un movimiento que le echó la cabeza atrás y le dejó el cuello al descubierto. Jefferson lanzó una exclamación ahogada y alzó las manos al sentir el frío helado de un cuchillo contra la garganta.

– No, señor Jefferson, baje las manos. No me obligue a matarlo antes de que hayamos tenido oportunidad de hablar.

Sus manos, con los dedos en tensión hacia el cuchillo, se quedaron inmóviles en el aire. Poco a poco las fue bajando hacia los costados, a las ruedas de la silla. Ahora su cerebro trabajaba a toda velocidad, más allá del miedo, intentando saber qué hacer. Abrió la boca para pedir socorro, pero volvió a cerrarla de golpe. «No acudirá nadie, grites lo que grites», se recordó. Y es muy posible que este tipo te rebane el cuello antes de que puedas pronunciar la segunda palabra. Se acordó del grito sofocado de Sophie Millstein antes de morir, y eso le provocó un escalofrío; el miedo le estaba aflojando el intestino, pero luchó contra él haciendo inspiraciones rápidas y profundas, controlando el temblor de las manos y el hormigueo en los párpados. «Convéncele para que te suelte -se dijo-. Sigue hablando. Intenta alcanzar un trato.»

– Así está mejor -dijo la voz-. Ahora, ponga las manos muy despacio detrás de la silla, con las muñecas juntas.

– No hace falta que haga esto, estoy dispuesto a decirle todo lo que quiera saber.

– Excelente, señor Jefferson. Eso me resulta muy tranquilizador. Ahora, mueva las manos muy despacio. Piénselo de esta manera: cualquier nudo que ate, siempre puedo desatarlo. Alejandro Magno lo demostró. ¿Usted sabe quién fue Alejandro Magno, señor Jefferson? ¿No? Eso me parecía. Pero sí que sabrá que siempre es más sensato complacer a un hombre que le ha puesto un cuchillo en la garganta.

La inexpresiva voz parecía paciente, fría, con un leve matiz de urgencia. Pero la hoja del cuchillo le estaba mordiendo la piel y su exigencia resultaba obvia. La presión se incrementó ligeramente, lo suficiente para hacer brotar un fino hilo de sangre. Jefferson puso las manos a la espalda tal como se le pedía. Sintió el cuchillo resbalar por el cuello en dirección al oído, a la nuca, y por fin apartarse.

Entonces experimentó un impulso momentáneo de saltar, de contraatacar, pero se disipó tan rápido como había llegado. Se dijo: «Conserva la sangre fría. No puedes huir ni puedes luchar.» De pronto se oyó el ruido de algo que se desgarraba y sintió que le sujetaban las manos con cinta aislante.

Cuando tuvo los brazos inmovilizados, la silla fue empujada hasta el centro de la habitación. Esperó, jadeando igual que un corredor que intenta alcanzar a los que van en cabeza.

– ¿Quién eres, tío? ¿Qué quieres? ¿Para qué me atas? No voy a irme a ninguna parte.

– Así es, señor Jefferson.

– ¿Quién eres? ¿Qué buscas?

– No, señor Jefferson. Ésa es la pregunta que quiero hacerle yo: ¿quién soy?

– Tío, no tengo ni idea. Algún blanco loco, eso serás.

La voz rió otra vez.

– No ha empezado bien, señor Jefferson. ¿Por qué me miente?

El hombre se inclinó y pinchó con el cuchillo en los vendajes de la destrozada rodilla de Jefferson. Aquello le provocó un relámpago de dolor que le recorrió todo el cuerpo.

– ¡Joder! ¿Pero qué hace? ¡No sé una mierda!

– ¿Quién soy, señor Jefferson?

– No lo sé. No lo he visto en mi vida.

– No me gustan las mentiras. Una vez más: ¿quién soy, señor Jefferson?

– No lo sé, no lo sé. Dios, ¿por qué me hace esto? -gimió Leroy con ansiedad.

El indeseado visitante suspiró. Jefferson sintió el cuchillo en la pierna; tensó los músculos del estómago para contrarrestar el dolor que vendría a continuación, pero en cambio la voz siguió hablando.

– Le he visto hoy, señor Jefferson. En la sala del tribunal, declarándose culpable de todos aquellos fingidos cargos. Abrigaba grandes esperanzas para usted cuando me enteré de su detención. Imagine la sorpresa que me llevé esta mañana al ver en el periódico que lo habían absuelto del asesinato de la señora Millstein y que iba a ayudar a la policía en sus investigaciones. Por supuesto, el periódico no decía qué investigaciones eran ésas, pero pensé que era mejor pecar de precavido. Así que fui a la sala del tribunal y me senté entre el público de las filas del fondo y esperé a que apareciera usted. Tenía cara de estar absorto en algo, señor Jefferson. Deseoso de dedicarse a lo suyo y sin prestar atención a su entorno. Ésa es una mala costumbre para toda persona de tendencias delictivas ¿no cree? Hay que ser más listo para estar al tanto de quién es quién y qué es qué, incluso en una sala de tribunal atestada. Debería haberse tomado la molestia de estudiar todas y cada una de las caras que había allí. Pero usted no hizo tal cosa, ¿verdad, señor Jefferson? En vez de eso, me proporcionó cómodamente su domicilio. Así que vine aquí y decidí esperarle. Porque tenía unas preguntas y ciertas dudas, y odio la incertidumbre. Usted es un delincuente profesional, señor Jefferson. ¿No cree que lo más inteligente siempre es asumir lo peor, asumir que existe un problema, y si al fin no existe uno se lleva una sorpresa de lo más agradable? ¿No es verdad, señor Jefferson?

– Oiga, no sé de qué diablos me está hablando… -Pero lo interrumpió un dolor agudo, provocado por el cuchillo que se hundió de nuevo en los vendajes. Y jadeó en tono áspero-: Maldita sea, eso duele, tío. Yo no sé nada, está loco, déjeme en paz…

– ¿Quién soy, señor Jefferson?

Leroy no respondió. Las lágrimas de dolor que le resbalaban por las mejillas le humedecían el rostro. Muy poco de lo que decía resultaba inteligible. Lo único que notaba era un sabor ácido y seco en la boca.

– Usted es un asesino -dijo al fin.

El hombre dudó, y Leroy lo oyó aspirar profundamente.

– No está mal para empezar -dijo el hombre-. He aquí una pregunta sencilla: ¿Quién es Simon Winter?

Leroy se sintió confuso y se lamió el sudor de los labios.

– No conozco ese nombre.

Una punzada de dolor lo recorrió como un rayo y lo hizo lanzar una exclamación en la oscuridad, un grito que surgió desde lo más profundo, sólo para acabar en forma de un gorgoteo gutural cuando el hombre le ordenó:

– ¡No haga ruido!

Tenía la pierna en llamas. El cuchillo había penetrado los vendajes y herido la carne. Leroy intentó inclinarse hacia delante, retorciéndose contra el confinamiento que suponían la cinta aislante y la silla de ruedas.

– Dios mío -dijo-. No me haga esto. Por favor, no lo haga.

– ¿Quién soy, señor Jefferson?

– Por favor, por favor, haré lo que sea, pero no vuelva a hacer eso…

– No he hecho más que empezar, señor Jefferson. Vamos a probar otra vez. ¿Quién es Simon Winter y qué sabe de mí?

Leroy dejó que las palabras le salieran impulsivamente de la boca, un torrente de pánico, casi como si ya estuviera sintiendo la quemazón en la pierna mientras el cuchillo iba seccionando tendones y nervios.

– ¡Oiga, no lo sé! ¡No he oído ese nombre en mi vida!

Por un momento el hombre guardó silencio, y Leroy buscó el cuchillo en la oscuridad. Sintió al hombre moverse a su lado, tocando la pierna lesionada, y se apresuró a añadir:

– Es la verdad. No tengo ni idea… ¡No me haga más daño!

– Está bien -dijo la voz tras una pausa-. No pensé que tuviera necesariamente que conocer la respuesta a esa pregunta. -Hubo otro silencio-. Señor Jefferson, debe usted de tener la paciencia de una araña. Teje su tela y espera a que su presa se entregue ella sola. -La voz titubeó y añadió-: ¿No es así, señor Jefferson?

Él respondió al punto:

– Sí. Exacto. Lo que usted diga.

Una risita leve y cortante surcó la oscuridad.

– ¿Quién soy, señor Jefferson?

– Por favor, no lo sé. No quiero saberlo, y aunque lo supiera, no se lo diría a nadie.

– ¿Cree que soy un delincuente como usted, señor Jefferson?

– No, sí, no lo sé…

– ¿Cree que soy una especie de parásito que mata y roba para pagarse una asquerosa adicción a las drogas? ¿Cree que soy como usted?

– No, no he querido decir eso.

– Entonces, ¿quién soy, señor Jefferson?

Leroy respondió con un sollozo, una súplica lastimera mezclada con el dolor que le subía en oleadas desde la pierna martirizada.

– No lo sé, no lo sé…

El hombre empezó a moverse por el apartamento, trazando círculos a su alrededor, y Leroy giró la cabeza intentando seguir aquella forma como si se desplazase a través de las sombras del cuarto de estar. Al cabo de un momento la voz preguntó, en un tono sereno, de ligera curiosidad:

– Dígame, si fuera a morir esta noche, aquí mismo, dentro de los dos próximos segundos, señor Jefferson, ¿se detendría el mundo siquiera un instante para dar cuenta de su desaparición?

– Oiga, por favor, le diré lo que quiera, pero no sé de qué me está hablando. Está diciendo cosas absurdas. No le entiendo, no entiendo nada.

– Yo he formado parte de grandes cosas, señor Jefferson. He estado en algunos de los momentos más grandiosos que ha presenciado el siglo veinte. Acontecimientos inolvidables. Ocasiones increíbles.

La voz vació la habitación de todo su contenido salvo el miedo. Leroy distinguió la silueta del hombre cuando éste pasó por delante de la luz débil y difusa que se colaba al azar por una ventana de la habitación, procedente de alguna farola.

– ¿Quién soy, señor Jefferson?

Él negó con la cabeza en la oscuridad.

– ¡Por favor, no me pregunte eso! ¡No sé quién es usted!

Una vez más, la voz emitió una risita ronca en la densa atmósfera de la habitación. Parecía provenir de varios sitios al mismo tiempo, y Leroy giró la cabeza a un lado y a otro, intentando distinguir dónde se encontraba el hombre. De nuevo le entraron ganas de gritar, pero no serviría de nada. Se sentía confuso y muy asustado. Apenas entendía lo que le preguntaba aquel hombre, utilizaba un lenguaje que superaba su experiencia. Pero claro, lo mismo sucedía con el dolor de la pierna, que palpitaba y lo acuciaba, a la par que los latidos de su corazón y el miedo que lo embargaba.

– Está bien -dijo el hombre.

Continuó moviéndose de un lado al otro, deteniéndose a veces detrás de la silla de ruedas. Leroy se giraba nervioso.

– Vamos a hablar de su acuerdo con el estado de Florida. ¿Qué clase de acuerdo es, señor Jefferson?

– Tengo que contarles lo que sé sobre varios delitos.

– Bien. Muy útil. ¿Qué delitos, señor Jefferson?

– Allanamientos, robos. En Miami Beach se cometen muchos.

– Bien. Continúe.

– ¡Eso es todo! Un montón de delitos menores, unos cuantos robos, ya le digo. Puede que también delatar a algún que otro traficante de coca, eso es lo que quieren de mí.

La voz pasó por detrás de él.

– No, eso no tiene mucho sentido, señor Jefferson.

– Le estoy diciendo la verdad…

El hombre lanzó una carcajada.

– Me insulta usted, señor Jefferson. Insulta a la verdad.

De pronto sintió la presión del cuchillo contra la mejilla y le entraron ganas de chillar. Pero el hombre le susurró al oído:

– No grite. Ni chille. No haga nada que pueda incitarme a poner fin a esto.

Leroy se tragó el terror y afirmó con la cabeza.

Transcurrió un segundo antes de que el hombre volviera a hablar.

– ¿Es usted muy fuerte, señor Jefferson? Recuerde, no grite. Lo recuerda, ¿verdad?

Leroy asintió.

– Bien -repuso el hombre. Y acto seguido le pasó la punta del cuchillo por la mejilla abriendo un profundo surco en la piel.

Leroy se mordió el labio con fuerza para no gritar. Por la comisura se le coló el sabor salado de la sangre.

– No me mienta, señor Jefferson. Desprecio profundamente que me mientan.

La voz no elevó el tono en ningún momento, permaneció grave y fría.

Jefferson pensó que debería decir algo, pero estaba absorto en la hoja del cuchillo, que le hacía cosquillas en la otra mejilla.

– Uno siempre debería emplear su rabia de modo constructivo, señor Jefferson.

La punta del cuchillo se le hundió de nuevo en la piel y fue atravesando la mejilla lentamente, separando la carne. El dolor se multiplicó, y por un instante creyó que iba a desmayarse.

El hombre suspiró y se situó a un costado de la silla de ruedas. Durante un momento su perfil quedó recortado por un débil haz de luz aleatorio. Su cabello blanco brilló, casi como si fuera eléctrico.

– Existe una gran diferencia entre ser viejo y ser una persona con experiencia, señor Jefferson. -El hombre se inclinó sobre él-. Ahora recapacite sobre lo que ha ocurrido. He tenido mucha paciencia con usted. No le estoy pidiendo algo que no pueda darme. Lo único que exijo es un poco de información sincera.

– Lo estoy intentando, por favor, lo estoy intentando…

– A mí no me parece que lo esté intentando con suficiente ahínco, señor Jefferson.

– Lo haré. Se lo prometo.

– ¿Quién está informado acerca de Der Schattenmann, señor Jefferson?

– Por favor, no conozco ese nombre.

– ¿Quién lo está buscando? ¿Es la policía, señor Jefferson? ¿O esa fiscal joven y atractiva? A los viejos ya los conozco; ¿pero quién más? ¿Cómo es que usted está implicado en todo esto? ¿Me vio aquella noche, señor Jefferson? Quiero saberlo, y quiero saberlo ahora. No son preguntas irrazonables, pero aun así usted persiste en eludirlas. Debido a eso, me ha obligado a hacerle un par de cicatrices, una en cada mejilla. Las heridas se le curarán, pero las cicatrices quedarán ahí para recordarle los males de la obstinación. Y también me ha obligado a pincharle en la rodilla herida. ¿Acaso cree que no podría destrozársela del todo, señor Jefferson? Quizá podría empezar a hurgar con la hoja del cuchillo en todas esas suturas que están curándose. ¿Qué sensación le produciría eso?

– Por favor, estoy intentando ayudar…

– ¿De veras, señor Jefferson? No me siento impresionado. El señor Silver no mintió cuando hablé con él en circunstancias similares, aunque yo no definiría su comportamiento como totalmente extrovertido. Pero es que tenía amigos a los que deseaba proteger, de manera que su actitud reacia era comprensible. Igual que su muerte. Y el señor Stein, bueno, ésa fue una entrevista condenada al fracaso desde el principio, desde el instante mismo en que me vio, igual que con la señora Millstein. Eran personas a las que yo ya conocía, señor Jefferson, personas a las que conocía desde hacía décadas, desde que era más joven que usted. Y murieron, señor Jefferson, igual que siempre. En silencio y obedientemente.

– No sé qué está diciendo. Por favor, suélteme.

– A ellos les hice la misma pregunta, señor Jefferson. Y sabían la respuesta.

– Lo siento. Por favor, lo siento…

– ¿Quién soy, señor Jefferson?

Sollozó una vez más, con la voz apagada a causa del dolor y del miedo. No contestó. Al cabo de un momento oyó a su espalda:

– Tengo más preguntas. Verá, señor Jefferson, sé que, habiendo disparado a un policía, el estado de Florida no estaría dispuesto a proponerle ningún acuerdo a no ser que hubiera una persona realmente especial a la que estuvieran buscando. Alguien que importara de verdad, lo suficiente para empujarlos a hacer algo que seguramente les resulta sumamente desagradable y repugnante. Es decir: dejarlo a usted en libertad. Una tarea antipática, la verdad, dejar libre a un drogadicto que ha estado a punto de asesinar a un policía. Debe de ser un mal trago para cualquier policía y fiscal. Así que me da en la nariz que no va a ayudarlos para resolver unos cuantos delitos insignificantes. No, seguro que se trata de alguien mucho más importante, ¿no es así?

– Por favor.

– Mucho más importante, ¿correcto?

– ¡Sí, lo que usted diga!

– Y ese alguien, naturalmente, soy yo. He sido yo siempre, pero ellos no lo sabían.

El hombre pareció hacer una inspiración profunda.

– Y bien, señor Jefferson, ahora quiero la verdad. ¿Sabe?, nadie ha conseguido nunca rechazarme, en todos los años que llevo haciendo preguntas. Nadie al que haya preguntado, ¡nadie!, ha dejado de contestarme. Un récord notable, ¿no le parece? Siempre me ha resultado muy fácil. La gente es muy vulnerable. Quieren vivir, y cuando uno puede quitarles eso, tiene en sus manos todo el poder que necesita. ¿Sabe una cosa, señor Jefferson? Siempre me han contestado. En aquella época, a altas horas de la noche. A lo lejos se oían las sirenas de los ataques aéreos y las calles eran bombardeadas. Una ciudad de muerte. No se diferenciaba tanto del barrio en el que vive usted, lo cual resulta curioso e interesante, ¿no cree? Lo lejos que hemos llegado, y en cambio no ha sido tanto, ¿verdad? Sea como sea, señor Jefferson, siempre me han dicho lo que yo quería saber. ¿Dónde estaba el dinero? ¿Y las joyas? ¿Y dónde estaban sus parientes? ¿Y sus vecinos? ¿Y sus amigos? ¿Dónde estaban escondidos los demás? Siempre me dijeron algo que yo necesitaba saber, y eso que eran personas inteligentes, señor Jefferson. Más inteligentes que usted. Cultas. Con recursos. Pero yo las atrapé, igual que lo he atrapado a usted. Y me dijeron lo que yo quería, igual que va a hacer usted.

Leroy oyó su propia respiración rasposa.

– Examine su situación durante un segundo… -siguió diciendo la voz. Parecía venir de todas partes a la vez, y Leroy se sintió tremendamente desorientado, a la deriva, como si no se encontrara en su propia casa, en la parte de la ciudad que reclamaba como suya, en la que se había hecho mayor y en la que había pasado casi todo el tiempo, y aquél fuera otro lugar, un lugar alejado de la orilla en el que se estaba ahogando-. Ya está lisiado, y ahora yo lo he desfigurado con cicatrices. ¿Qué le queda? -Le apretó el cuchillo contra los labios-. ¿O quizá preferiría quedarse ciego, señor Jefferson? Podría sacarle los ojos. Ya lo he hecho otras veces. ¿Está dispuesto a pasar el resto de su vida siendo un lisiado ciego y mudo? ¿Qué clase de vida sería ésa, señor Jefferson. Sobre todo para una persona de, digamos, su nivel económico y social? Puedo hacerle eso, se lo aseguro…

Leroy vio la hoja del cuchillo delante de su cara, reflejando la tenue luz que entraba en la habitación.

– O quizás otra cosa, algo importante…

De repente el hombre bajó el cuchillo y apretó con fuerza la hoja contra la entrepierna de Leroy.

– ¿No es notable que haya tantas maneras distintas de causar dolor a un hombre? Físicamente. Mentalmente. Emocionalmente… -El cuchillo presionó más, y Leroy creyó que iba a vomitar-. Y hay heridas que provocan esos tres tipos de dolor. ¿No es así, señor Jefferson?

Leroy no se permitió contestar aquella pregunta. El miedo le nublaba el entendimiento. Se sentía atrapado en una red que amenazaba con asfixiarlo por mucho que él se retorciera o se debatiera. Intentó obligarse a pensar con claridad, pero le resultaba difícil con la voz serena y fría de aquel hombre resonando en sus oídos y el cuchillo bailando alrededor de su cuerpo. Leroy Jefferson se sintió atrapado en un torbellino de dolor y terror; sabía muy poco, excepto que si le decía la verdad a aquel hombre, si le decía que sí le había visto, y que le había visto matar a Sophie Millstein, y que les había contado esas cosas a Walter Robinson y a Espy Martínez, y que les había proporcionado un retrato suyo, y que había accedido a testificar contra él en un juicio, aquel hombre lo mataría sin ninguna duda. Y después, probablemente, mataría al detective y a la ayudante del fiscal y a todo el que le había amenazado. Eso lo sabía con una certeza que desafiaba todo el dolor que le recorría el cuerpo de arriba abajo, lo sabía porque reconocía que si fuera él quien intimidase a algún testigo similar con un cuchillo suyo, la rabia, el miedo y la amenaza de la detención lo obligarían a hacer lo mismo, y eso le proporcionaba una certeza que resultaba tan poco grata en aquella habitación pequeña y calurosa como aquel desconocido.

Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas que comenzaban a resbalar y mezclarse con la sangre de las mejillas.

– Y bien, señor Jefferson, ¿quién soy?

Aquella pregunta le resonó en el oído, urgente, aterradora. Aspiró una bocanada de aire entrecortada, procurando contenerse. En aquel segundo supo que nada que dijera iba a cambiar un ápice las cosas. Su visitante iba a matarlo. No había nada que él pudiera decir o hacer para salvar la vida. Lo único que podía conseguir, diciéndole a aquel hombre lo que quería saber, era prolongar su vida tal vez unos pocos minutos. Tal vez unos pocos segundos.

Aquella idea lo sumió en el pánico. Tironeó de la cinta aislante que le sujetaba las manos, pero no pudo romperla. En el silencio de la habitación, notó que el hombre maniobraba a su alrededor, igual que una ráfaga perdida de viento frío en un día caluroso. Tragó saliva. La sequedad que sentía en la boca era como si tuviera un carbón ardiendo en la lengua. Y en aquel segundo, de repente, de manera sorpresiva, una sensación completamente distinta le inundó el corazón.

Leroy sintió una súbita calma, absoluta, que se apoderaba de él.

Comprendió que no tenía escapatoria.

No podía luchar. Sabía que nadie iba a responder a su llamada de auxilio. Y sabía que ninguna mentira y ninguna verdad podrían salvarlo.

Se dijo que debería estar aterrado, pero en cambio se sintió lleno de un sentimiento de aceptación que rayaba en el desafío. En aquel instante comprendió que en su vida había hecho muy pocas cosas que pudieran considerarse buenas o valientes, o siquiera sinceras, y que, ahora que se enfrentaba a la muerte, le entristecía darse cuenta de que nadie iba a ver cómo superaba esas cosas. Le habría gustado que alguien como Walter Robinson o quizás Espy Martínez lo hubiera visto cambiar, en aquel momento, y que se dieran cuenta de que había luchado por protegerlos y hasta incluso les había salvado la vida. Entonces abrigó la esperanza de que cuando lo encontraran entendieran que había muerto siendo algo que no había sido nunca.

– ¿Quién soy, señor Jefferson?

Por fin supo cuál era la respuesta a aquella pregunta: la muerte.

Pero decidió que no iba a dar a aquel hombre y su cuchillo la satisfacción de responder. En vez de eso, Leroy Jefferson habló con una voz firme que traspasó la barrera del miedo:

– Amigo, no conozco a toda esa gente. Puede que le dijeran lo que usted quería saber. Puede que no. Eso era asunto de ellos. Pero sí sé una cosa: que yo no voy a decirle una mierda.

Y a continuación, en silencio, se rindió al implacable dolor que acabaría con su vida.

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