1 Una muerte interrumpida

A primera hora del atardecer de lo que promet ía ser una noche sofocantemente calurosa de pleno verano en Miami Beach, Simon Winter, un anciano cuya profesión durante años había estado relacionada con la muerte, decidió que ya era hora de acabar con su vida. Por un instante no le agradó ser la causa del sucio trabajo que iba a dejar a los demás; aun así, se dirigió sin prisa hacia el armario de su habitación y sacó un revólver detective special calibre 38 de cañón recortado, lleno de rasguños y rozaduras, de una pistolera de piel marrón, ajada y manchada de sudor. Abrió con un chasquido el tambor y sacó cinco de las seis balas, que a continuación metió en un bolsillo. Estaba convencido de que, con este acto, despejaría todas las dudas que cualquiera pudiera plantearse respecto a cuáles habían sido sus intenciones.

Con la pistola en la mano, empezó a buscar papel y bolígrafo para escribir una nota de suicidio. Esto le llevó varios frustrantes minutos, puesto que tuvo que apartar sábanas, estrujar pañuelos y revolver corbatas y gemelos en un cajón de la cómoda. Finalmente, encontró una única hoja pautada que quedaba en un cuaderno de notas y un bolígrafo barato. «Muy bien -se dijo-, sea lo que sea lo que tengas que decir, tendrá que ser breve.»

Intentó pensar si necesitaba algo más y, mientras lo hacía, se detuvo ante el espejo para examinar su aspecto. No estaba mal. La camisa a cuadros que vestía estaba limpia, como el pantalón caqui, los calcetines y la ropa interior. Consideró si debía afeitarse y se frotó la mejilla con el reverso de la mano que sostenía el arma, sintiendo a contrapelo la barba incipiente, aunque al final decidió que no era necesario. Necesitaba un corte de pelo, pero se encogió de hombros mientras se mesaba su mata de cabello blanca. «No tengo tiempo», se dijo. De pronto, recordó que cuando era joven le habían comentado que el pelo de la gente continúa creciendo aun después de muerto. El pelo y las uñas. Era aquel tipo de información que se transmitía entre cuchicheos de un niño a otro con absoluta autoridad y que, invariablemente, conducía a historias de fantasmas contadas en habitaciones a oscuras entre murmullos. «Parte del problema de crecer y hacerse mayor es que los mitos de la infancia desaparecen», pensó Simon Winter.

Se apartó del espejo y echó un rápido vistazo al dormitorio: la cama estaba hecha y no había ropa sucia amontonada en los rincones; sus lecturas nocturnas, novelas baratas de crímenes y relatos de aventuras, estaban apiladas junto a la mesilla de noche; aunque no estaba exactamente limpio, al menos estaba presentable, lo mismo que se podía decir, más o menos, de su propio aspecto. Ciertamente, no había más desorden del que sería normal en un solterón o, en realidad, un niño, observación que momentáneamente le interesó y le confirió un abrupto sentido de plenitud.

Asomó la cabeza en el baño, vio un frasco de somníferos y por un breve instante consideró utilizarlos en lugar de su vieja arma reglamentaria, pero decidió que sería una forma cobarde de hacerlo. Se dijo: «Debes ser suficientemente valiente para mirar sin temor el cañón de tu arma y no simplemente tragar un puñado de píldoras y abandonarte suavemente al sueño eterno.» Se dirigió a la cocina. Vio los platos sucios del día en el fregadero. Mientras los miraba, una gran cucaracha broncínea que se arrastraba por el borde de un plato se detuvo, como a la espera de ver lo que haría Simon Winter.

– Bichos asquerosos. Eres una cucaracha con pretensiones -le espetó. Alzó la pistola y apuntó a la cucaracha-. ¡Bang! Un disparo. ¿Sabías, bicho, que siempre obtuve la categoría de tirador experto?

Eso le hizo suspirar hondo mientras colocaba el arma y el papel sobre la encimera de linóleo blanco. Vertió un poco de lavavajillas y empezó a lavar los platos.

– Esperemos que la limpieza me acerque a la santidad -dijo.

Era bastante ridículo que uno de sus últimos actos en este mundo fuese lavar los platos, pero no quería cargar con esa tarea a nadie. Esta forma de obrar formaba parte de su naturaleza. Nunca dejaba cosas por hacer para cargárselas a los demás.

La cucaracha, captando una vaharada de jabón, reconoció que estaba en peligro y huyó a toda prisa por la encimera mientras el anciano intentaba con desgana aplastarla con la esponja.

– Muy bien. Puedes correr cuanto quieras pero no puedes esconderte.

Se agachó bajo el fregadero y encontró un bote de insecticida, que agitó antes de rociar la zona por donde la cucaracha había desaparecido.

– Sospecho que pronto nos reuniremos, bicho.

Recordó que los antiguos vikingos solían matar a un perro y lo colocaban a los pies del hombre que iba a ser enterrado; pensaban que así el guerrero tendría un compañero en el camino al Valhalla, y qué mejor camarada que un perro fiel, que seguramente ignoraría el hecho de que su vida había sido segada por una costumbre bárbara. «Así pues -pensó-, si yo tuviera perro, tendría que matarlo primero, pero no lo tengo y tampoco lo haría si lo tuviera, por lo que mi compañero de viaje será una cucaracha.»

Rió para sus adentros, preguntándose de qué hablarían él y la cucaracha, y sospechó que, en cierta extraña manera, sus vidas no habían sido tan distintas, ambos dedicados a husmear en los restos que dejaba la vida cotidiana. Dejó el fregadero completamente limpio haciendo una última floritura, colocó la esponja en un rincón y recogió la pistola y el papel. Regresó al modesto salón del pequeño apartamento. Se sentó en un raído sofá y depositó el revólver en una mesilla auxiliar delante de él. Luego cogió el papel y el bolígrafo y, tras pensar un momento, escribió:


A quien pueda interesar:

Esto me lo he hecho yo.

Soy viejo y estoy cansado. Hace años que no hago nada útil. No creo que el mundo me eche demasiado de menos.


«Bien -se dijo-, eso es cierto, pero el mundo parece que se las apaña bastante bien sin importarle quién muere; por lo tanto, en realidad no has dicho nada.» Se dio unos golpecitos en los dientes con la punta del bolígrafo.

«Di lo que en realidad quieres decir», se insistió, como si fuese un maestro de colegio frustrado con las redacciones de sus estudiantes. Entonces garabateó rápidamente:


Me siento como un huésped que se ha quedado más de la cuenta.


«Eso está mejor -pensó y sonrió-. Ahora los negocios.»


Tengo algo más de 5.000 dólares en una cuenta de ahorros en el banco First Federal, parte de los cuales deberían usarse para freír estos viejos huesos. Si alguien fuese tan amable de recoger mis cenizas y lanzarlas a las aguas del Government Cut cuando la marea las expulse por el canal, se lo agradecería mucho.


Hizo una pausa y pensó: «Estaría bien si lo hicieran cuando los grandes bancos de tarpones que viven en el canal empiezan a saltar por la superficie, resoplando, tragando aire y alcanzando velocidad mientras se preparan para alimentarse de besugos y caballas pequeñas. Son animales bellos, con enormes escamas plateadas como una armadura sobre sus flancos que las hacen parecer caballeros medievales errantes del mar, con unas colas grandes, poderosas como guadañas, que las impulsan por el agua. Pertenecen a una antigua tribu que ha permanecido intacta, inalterada por ningún cambio evolutivo durante siglos, y algunos de ellos probablemente son tan ancianos como yo.» Se preguntó si un tarpón alguna vez se cansa de nadar y, en caso afirmativo, entonces qué hace. «Tal vez simplemente nada más despacio y no huye tan rápido cuando un gran pez martillo acecha el banco. No estaría del todo mal regresar como un tarpón.» Continuó escribiendo:


El dinero sobrante deberá entregarse al fondo de viudas del Departamento de Policía de Miami Beach o comoquiera que se llame actualmente. No tengo parientes a quien llamar. Tenía un hermano, pero murió y no sé nada de sus hijos desde hace años.

He disfrutado de la vida y he logrado hacer algunas cosas buenas. Si alguien está interesado, en el dormitorio hay un álbum con algunos recortes de prensa sobre mis antiguos casos.


Decidió permitirse un pequeño punto de engreimiento y una disculpa:


Hubo un tiempo en que fui de los mejores.

Siento causar tantas molestias.


Hizo una pausa, examinó la nota y luego la firmó con una floritura: «Simon Winter. Detective retirado.»

Respiró hondo y alzó la mano delante de sus ojos. Estaba firme. Miró de reojo la nota manuscrita. «Ni un temblor en la letra tampoco -pensó-. Muy bien. Te has enfrentado a cosas mucho peores. No hay razón para esperar más.»

Sujetó el arma y colocó el dedo en el gatillo. Podía sentir todas y cada una de las acciones que realizaba, como si de pronto cada movimiento cobrara un significado especial por sí mismo. La presión del dedo alrededor del gatillo tensaba el tendón del reverso de la mano. Sentía el músculo del brazo trabajando mientras alzaba el revólver, reforzando su muñeca para que pudiera sostener el arma inmóvil. Su corazón se aceleró y su mente se llenó de recuerdos. Ordenó a sus ojos que se cerrasen, intentando eliminar cualquier duda residual.

– Muy bien -dijo-. Muy bien. Ya es hora.

Simon Winter introdujo el cañón en su boca, contra el paladar, y se preguntó si sentiría el disparo que le mataría. Y durante aquel breve instante de duda, aquella única y momentánea demora, el silencio a su alrededor fue bruscamente alterado por una fuerte e insistente llamada a la puerta de su apartamento.

El sonido estalló a través de su determinación suicida, sobresaltándole.

Al mismo tiempo, fue consciente de docenas de pequeñas sensaciones, como si el mundo hubiese requerido bruscamente su presencia. La presión sobre el gatillo parecía lastimarle el dedo; allí donde había esperado una rápida mortaja de abrasadora inconsciencia, ahora notaba el sabor de la dureza metálica del revólver y se atragantó con el intenso olor aceitoso de los líquidos con que limpiaba el arma. Su lengua se deslizó por el suave acero helado del seguro del gatillo y oyó el vaho de su aliento.

A lo lejos, el motor diesel de un autobús pasó zumbando. Se preguntó si sería el A-30 que se dirigía a Ocean Drive o el A-42 de camino a Collins Avenue. Una mosca atrapada aleteaba frenéticamente en la ventana y recordó que había una persiana que tenía un listón suelto. Abrió los ojos y bajó la pistola.

Llamaron de nuevo a la puerta, esta vez con más insistencia.

El apremio de aquel ruido acabó con su determinación. Dejó el revólver en la mesilla auxiliar, encima de su nota de suicidio, y se levantó del sofá.

Escuchó una voz:

– Por favor, señor Winter…

Era una voz aguda y asustada, y le pareció familiar.

«Ya ha anochecido -se dijo-. Nadie ha llamado a mi puerta después de la puesta de sol en veinte años.» Moviéndose rápidamente y olvidando por un momento la lentitud que la edad imponía a sus extremidades, corrió hacia el sonido.

– ¡Ya voy, ya voy! -gritó, y llegó a la puerta sin saber exactamente con qué se encontraría, pero tuvo la vaga esperanza de que fuese algo de importancia para su vida.

El miedo iluminaba como un halo de luz a la anciana que había delante de la puerta. Su rostro estaba rígido, pálido, tenso como un nudo, y miró a Simon Winter con tal desesperación que éste retrocedió como si le hubiese golpeado una repentina y fuerte ráfaga de viento. Le costó un momento reconocer a su vecina de al menos diez años.

– Señora Millstein, ¿qué sucede?

La mujer alargó la mano y sujetó a Simon por el brazo sacudiendo la cabeza, como dando a entender que no podía hablar sin sentirse aterrada.

– ¿Se encuentra usted bien?

– Señor Winter -dijo la anciana lentamente, las palabras rechinando entre sus labios apretados-. ¡Gracias a Dios que está en casa! Estoy sola y no sé qué hacer…

– Pase, pase, por favor. Pero ¿qué ocurre?

Sophie Millstein entró temblorosa. Sus uñas se hincaron en el brazo de Simon Winter, su presa como la de un escalador a punto de caerse por un profundo precipicio.

– No puedo creerlo, señor Winter… -empezó vacilante, pero de pronto sus palabras cobraron velocidad y habló en un torrente de ansiedad-: Pienso que ninguno de nosotros lo creía de verdad. Parecía algo tan lejano… Tan imposible… ¿Cómo es posible que él esté aquí? ¿Aquí? No, simplemente parecía una locura, ninguno de nosotros lo creía. Ni el rabino ni el señor Silver ni Frieda Kroner. Pero estábamos equivocados, señor Winter. Él está aquí. Yo lo he visto hoy. Esta noche. Justo delante de la tienda de helados del Lincoln Road Mall. Salí y allí estaba él. Él simplemente me miró y, créame, le reconocí al instante. Sus ojos son como cuchillas, señor Winter. No sé qué hacer. Leo sí lo habría sabido, habría dicho: «Sophie, tenemos que llamar a alguien», y entonces habría encontrado el número enseguida, lo tendría a mano. Pero Leo se ha ido y yo estoy sola y él está aquí.

Miró desesperada a su vecino.

– Él también me matará a mí -añadió entrecortadamente.

Simon la acompañó hasta la salita del pequeño apartamento e hizo que se sentase en el vencido sofá.

– Nadie va a matar a nadie, señora Millstein. Ahora le serviré una bebida fría y luego me explicará por qué está tan asustada.

La mujer le miró como una posesa:

– ¡Tengo que avisar a los demás!

– Está bien, está bien. La ayudaré, pero por favor, beba algo y luego cuénteme qué sucede.

Abrió la boca para responder, pero pareció quedarse sin habla y no salió ningún sonido. Se puso la mano en la frente, como si se tomase la temperatura, y por fin dijo:

– Sí, sí, gracias, té helado, si tiene. Hace tanto calor… Algunas veces en verano parece que el aire vaya a arder.

Simon apartó la nota de suicidio y el arma de la mesilla auxiliar que había delante de la anciana y corrió a la cocina. Cogió un vaso y lo llenó de agua, cubitos y una mezcla de té instantáneo. Dejó la nota en la encimera, pero antes de llevar el vaso se detuvo y cargó de nuevo el revólver con las cinco balas que llevaba en el bolsillo. Alzó la vista y vio a la anciana mirando al frente con la mirada perdida, como si contemplase algún recuerdo. Sintió una extraña excitación, unida a un sentido de urgencia. El miedo de Sophie Millstein parecía algo físico, espeso y asfixiante, llenaba la habitación como si fuera humo. Respiró hondo y se apresuró a ir junto a ella.

– Beba esto -dijo en el mismo tono que usaría con un niño enfermo-. Y después tómese su tiempo y explíqueme qué ha sucedido.

Sophie Millstein asintió, sujetó el vaso con ambas manos y bebió un buen sorbo del espumoso líquido marrón. Luego se apretó el vaso contra la frente. Simon Winter vio que los ojos se le humedecían.

– Me matará y yo no quiero morir -dijo de nuevo.

– Señora Millstein, por favor, ¿quién?

La anciana se estremeció y susurró en alemán:

Der Schattenmann.

– ¿Quién? ¿Es el nombre de alguien?

Ella le miró con desesperación.

– Nadie sabe su nombre, señor Winter. Al menos nadie que esté con vida.

– Pero quién…

– Era un fantasma.

– No comprendo…

– Un demonio.

– ¿Quién?

– Era malvado, señor Winter, lo más malvado que se pueda imaginar. Y ahora está aquí. No lo creíamos, pero estábamos equivocados. El señor Stein nos previno, pero no le conocíamos, así que ¿cómo podíamos creerle? -Se estremeció visiblemente-. Soy vieja. Soy vieja, pero no quiero morir -susurró.

Él tomó su mano.

– Por favor, señora Millstein, tiene que explicarse. Cuénteme quién es esta persona de la que habla y por qué está usted tan asustada.

La anciana bebió otro trago de té helado y dejó el vaso en la mesilla. Asintió lentamente, intentando recuperar la compostura. Se llevó de nuevo la mano a la frente y se acarició las cejas suavemente como si quisiera librarse de unos recuerdos terribles; luego se secó las lágrimas. Inspiró profundamente y lo miró. Él observó cómo su mano bajaba hasta su garganta y por un instante acariciaba con los dedos el collar que lucía. La joya era singular: una fina cadena de oro con la inicial de su nombre. Pero lo que distinguía aparentemente aquel colgante de los del mismo tipo que solían llevar las adolescentes era la presencia de un par de pequeños diamantes en cada extremo de la S de Sophie. Simon sabía que su difunto esposo había echado mano a los ahorros de su modesta pensión y le había regalado el collar por su cumpleaños, antes de que su corazón fallase. Igual que el anillo de boda que llevaba en su dedo, la anciana no se lo quitaba nunca.

– Es una historia muy difícil de explicar, señor Winter. Sucedió hace tanto tiempo que a veces me parece un sueño. Pero no fue un sueño, señor Winter, sino una pesadilla. Hace cincuenta años.

– Adelante, señora Millstein.

– En 1942, señor Winter, mi familia (mamá, papá, mi hermano Hansi y yo) estaba aún en Berlín. Escondidos…

– Prosiga.

– Era una vida tan terrible, señor Winter… Nunca había un momento, ni un segundo, ni siquiera el tiempo entre dos latidos de corazón, en que pudiésemos sentirnos a salvo. La comida escaseaba, siempre teníamos frío y cada mañana, al despertar, lo primero que pensábamos era que tal vez había sido la última noche que pasábamos juntos. A cada segundo que transcurría el riesgo parecía aumentar. Un vecino podría sentir curiosidad. Un policía podría pedirte tu documentación. ¿Y si subías a un tranvía y veías a alguien que te reconociese de antes de la guerra, antes de las estrellas amarillas? Tal vez dirías alguna palabra, harías algo, cualquier detalle. Un gesto, un tono de voz, algo que te mostrase ligeramente nervioso, algo que podría traicionarte. No hay gente más suspicaz en el mundo que los alemanes, señor Winter. Yo debería saberlo. En un tiempo fui una de ellos. Era lo único que bastaba, sólo una mínima vacilación, tal vez una mirada asustada, algo que indicase que estabas fuera de lugar. Y entonces sería el fin. En 1943 lo supimos, señor Winter. Me refiero a que tal vez no lo sabíamos todo pero lo sabíamos. La captura significaba la muerte, así de simple. Algunas veces por la noche solía echarme en la cama, incapaz de dormir, rezando para que algún bombardero británico dejase caer su carga directamente sobre nosotros y así podríamos partir todos juntos y acabar con el miedo. Yo temblaba, rezando por morir, y mi hermano Hansi venía y me cogía la mano hasta que me dormía. Él era fuerte y hábil. Cuando no teníamos nada que comer, encontraba patatas. Cuando no sabíamos adónde ir, buscaba un nuevo piso o un sótano en alguna parte donde no hacían preguntas y así podíamos pasar una semana más, aún juntos, aún sobreviviendo.

– ¿Qué le sucedió a…?

– Murió. Todos murieron. -Sophie Millstein respiró hondo-. Él asesinó a todos. Nos encontró y todos murieron.

Él empezó a formular otra pregunta, pero ella alzó una temblorosa mano.

– Deje que termine, señor Winter, mientras aún me queden fuerzas. Había muchísimas cosas a las que temer pero lo peor eran los cazadores.

– ¿Cazadores?

– Judíos como nosotros, señor Winter. Judíos que trabajaban para la Gestapo. Había un edificio en Iranische Strasse, uno de esos horribles edificios de piedra gris que tanto gustan a los alemanes. Lo llamaban la Oficina de Investigación Judía. Allí era donde él trabajaba, donde todos ellos trabajaban. Su libertad dependía de que nos cazasen.

– Y este hombre que cree haber visto hoy…

– Algunos eran famosos, señor Winter. Rolf Isaaksohn era joven y arrogante, y la hermosa Stella Kubler, rubia, bella y con aspecto de doncella nórdica. Entregó a su propio marido. También había otros. Se quitaban sus estrellas y se movían por la ciudad, observando como aves de presa.

– El hombre de hoy…

Der Schattenmann. Era nuestra principal pesadilla. Se decía que podía distinguirte entre una multitud, como si fuese capaz de distinguir algún brillo en tu piel, alguna mirada en tus ojos. Tal vez era nuestra forma de andar, o el olor que desprendíamos. No lo sabíamos. Lo único que sabíamos era que si él te encontraba, la muerte llamaría a tu puerta. La gente decía que estaría en la oscuridad cuando fueran a por ti y seguiría allí oculto cuando, entre las brumas matutinas, te hiciesen subir al tren de Auschwitz. Pero tú no lo sabrías, porque nadie había visto su rostro ni nadie sabía su nombre. Si veías su cara, se decía que te llevaban a los sótanos de Alexanderplatz, donde siempre era de noche, y nadie salía jamás de esos sótanos, señor Winter. Y él estaría allí, viéndote morir, de manera que los últimos ojos que verías en este mundo serían los suyos. Él era el peor. El peor con diferencia, porque se decía que disfrutaba con lo que hacía y porque era el mejor haciéndolo…

– Y hoy…

– Está aquí, en Miami Beach. Y esto no es posible, señor Winter. Tiene que ser imposible y aun así lo creo. Estoy convencida de que hoy le he visto.

– Pero…

– Fueron sólo unos segundos. Había una puerta abierta y nos estaban trasladando por las oficinas, porque había que hacer papeleo. ¡Papeleo! Los alemanes incluso hacían papeleo cuando iban a matarte. Cuando el oficinista de la Gestapo terminó con nosotros, selló los documentos y nos llevaron abajo, a las celdas, para esperar el transporte, pero pude echar un vistazo a un despacho durante una milésima de segundo, señor Winter, y él estaba allí, entre dos oficiales con aquellos horribles uniformes negros. Se estaban riendo de alguna broma y supe que era él. Llevaba el sombrero calado pero alzó la vista, me vio, gritó algo y entonces cerraron la puerta de un portazo. Yo creí que seguramente iban a dejarme en el sótano, pero sin embargo me metieron en un tren aquel mismo día. Supongo que pensó que yo moriría en el campo. Yo era muy menuda, tenía dieciséis años pero apenas abultaba más que una niña, y aun así los sorprendí a todos, señor Winter, porque sobreviví.

La anciana hizo una pausa, tomando aliento deprisa.

– No quería morir. No entonces y tampoco ahora. No aún.

Sophie Millstein era una mujer minúscula, apenas de metro cincuenta, incluso con las alzas que llevaba en sus zapatos ortopédicos, y ligeramente regordeta. Se veía muy pequeña al lado de Simon Winter, que a pesar de su edad aún medía más de metro noventa. Llevaba su blanco pelo recogido en un moño, que se añadía a su estatura, provocando un efecto que rozaba el ridículo, especialmente cuando salía de su apartamento vestida con coloridos pantalones pirata de poliéster y blusas floreadas, arrastrando su carrito de la compra camino de la tienda de comestibles. Simon Winter la conocía de saludarse con la cabeza y eludir las conversaciones demasiado prolongadas que invariablemente se centraban en alguna queja sobre la ciudad, el calor, los adolescentes y la música a todo volumen, sobre su hijo que no la llamaba con la suficiente frecuencia, sobre hacerse viejo, sobre sobrevivir a su marido, todo lo cual él prefería evitar. Pero si su actitud hacia la anciana hasta ese momento había sido la de una cortesía distante, el temor que ahora inundaba sus ojos le arrastró a algo completamente distinto.

No sabía qué creer, porque el detective que había en su interior le incitaba a dudar; nada era cierto hasta que él mismo lo confirmase. Y de momento lo único que podía confirmar era el miedo que sentía Sophie Millstein.

Cuando la miró, vio que un temblor recorría su cuerpo, arrugándolo aún más si cabe. Ella le dirigió una mirada interrogante.

– Cincuenta años. Y sólo le vi un momento. ¿Puedo haberme equivocado, señor Winter?

Decidió no responder a esta pregunta, porque según su experiencia, la probabilidad de que Sophie Millstein estuviera en lo cierto era casi inexistente. Pensó: «Ese hombre debía de ser joven, de unos veintitantos, hace cincuenta años. Y ahora debe de ser un anciano.» El pelo y la piel tendrían que haberle cambiado, así como su rostro, con las mejillas caídas y flojas. Su forma de andar sería distinta y también su voz. No sería el mismo de medio siglo atrás.

– ¿Este hombre le ha dicho algo hoy?

– No. Sólo me miró fijamente. Nuestros ojos se encontraron, era última hora de la tarde y el sol parecía brillar justo detrás de él, y se fue, como si sencillamente hubiese desaparecido entre el resplandor. Y yo corrí, señor Winter, corrí. Bueno, no como corría antes, pero sentí lo mismo, y me alegré mucho al ver las luces encendidas en su apartamento, porque tenía muchísimo miedo de estar sola en mi casa.

– ¿Él le dijo algo?

– No.

– ¿La amenazó o hizo algún gesto?

– No. Sólo me miró. Sus ojos eran como cuchillas, ya se lo he dicho.

– ¿Y qué aspecto tenía?

– Alto, pero no tanto como usted, señor Winter. Y fornido, fuerte. Los brazos y hombros de un hombre aún joven.

Simon asintió con la cabeza. Su escepticismo iba ganando terreno. El hecho de reconocer a un hombre que has visto sólo unos segundos al cabo de cincuenta años no entraba en lo que él solía denominar «los reinos de la posibilidad del detective de Homicidios», aun cuando estos reinos fuesen muy flexibles. Lo que él sospechaba era que la anciana, cuyo contacto con el mundo se había visto muy mermado desde su enviudamiento, había caminado bajo un sol de justicia en un día muy caluroso, perdida en recuerdos dolorosos, cuando alguien le llamó la atención en medio de uno de esos recuerdos y se había desorientado y asustado porque era anciana y estaba sola. Y pensó también: «¿Acaso yo soy tan diferente?»

Pero en lugar de decir lo que realmente pensaba, aseveró con firmeza:

– Señora Millstein, creo que se repondrá del mal trago. Lo que necesita es descansar un poco.

– Debo prevenir a los demás -dijo ella con súbita ansiedad-. Debo avisarles. El señor Stein tenía razón. Oh, señor Winter, deberíamos haberle creído, pero ¿qué podíamos hacer? Somos viejos. No lo sabíamos. ¿A quién podíamos llamar? ¿A quién contárselo? Ojalá Leo estuviera aquí.

– ¿Qué otros? ¿Y quién es el señor Stein?

– Él también le vio y ahora está muerto.

Simon arrugó el entrecejo.

– No comprendo lo que me está contando, señora Millstein, por favor, explíquese mejor.

Pero ella se limitó a mirar el arma.

– ¿Es su pistola? ¿Está cargada?

– Sí.

– Gracias a Dios. ¿Todos estos años de policía ha tenido la misma arma?

– Pues sí.

– Debería tenerla cerca, señor Winter. Mi Leo quería conseguir un arma, porque decía que a los negros… en realidad usaba otra palabra, no es que tuviera prejuicios, pero estaba asustado y eso hacía que usase aquella terrible palabra…, decía que a los negros les gustaría ir a la playa y robar a todos los viejos judíos que viven por allí. Y eso es lo que somos, simplemente viejos judíos, y supongo que si yo fuese un criminal, también pensaría en eso. Pero yo no le dejé tener una pistola, porque me daba miedo un arma en casa, Leo no era un hombre cuidadoso. Era un buen hombre, pero era… cómo decirlo… descuidado, sí. Y no habría sido inteligente dejarle tener una pistola, podría haberse hecho daño, así que le prohibí que la comprase. Ahora me gustaría que lo hubiese hecho, para poder protegerme. Ya no debo dudar más, señor Winter. Tengo que llamar a los demás y contarles que él está aquí y decidir qué vamos a hacer.

– Señora Millstein, por favor, cálmese. ¿Quién es el señor Stein?

– Tengo que llamar.

– Enseguida habrá tiempo para ello.

Ella no respondió. Estaba sentada rígidamente con la vista al frente, mirando el vacío. Él recordó un tiroteo en el cual se había involucrado, hacía algunos años, un robo a un banco que había derivado en un violento fuego cruzado. No fue su disparo el que detuvo al ladrón, pero había sido el primero en alcanzarlo, y luego le arrancó el arma que empuñaba de un puntapié. Entonces bajó la vista y vio los ojos de aquel hombre abiertos de par en par mientras su vida se escapaba a borbotones por un orificio en el pecho. Era un joven de poco más de veinte años, Simon no era mucho mayor, y el chico se había quedado mirándolo. En aquella mirada había implícita una cascada de preguntas desesperadas que terminaban con la única que importaba: «¿Viviré?» Y antes de que Simon pudiese responder, vio que los ojos del joven se quedaban en blanco y murió. Aquel momento preciso en que se pierde la conciencia es lo que Simon creyó estar viendo en el rostro de Sophie Millstein y no pudo evitar que algo de su pánico se le contagiara.

– Él me matará -dijo inexpresivamente, quizá con un punto de resignación-. Tengo que avisar a los demás. -Sus palabras sonaron secas, como piel tensada a punto de rasgarse.

– Señora Millstein, por favor, nadie va a matarla. Yo no lo permitiré.

Ella parecía haberse ensimismado completamente, como si Simon ya no estuviera allí. Al cabo de un instante se estremeció, como si le hubiese impactado físicamente algún recuerdo. Se volvió lentamente hacia el viejo detective y movió la cabeza apesadumbrada.

– Era tan joven y estaba tan asustada… Todos lo estábamos. Fueron tiempos terribles, señor Winter. Todos nos ocultábamos y nadie pensaba que pudiera sobrevivir más allá del minuto siguiente o poco más. Es espantoso, señor Winter, experimentar eso cuando eres joven. Después, allá donde te escondas la muerte parece seguirte.

Simon asintió con la cabeza. Necesitaba que ella siguiera hablando, porque tal vez así acabaría volviendo al presente.

– Por favor, continúe.

– Hace un año Herman Stein, un hombre que vivía en Surfside, se suicidó -continuó con tono monocorde-. Al menos eso dijo la policía, porque se había disparado con un arma…

«Igual que yo», pensó Simon.

– Después de morir, después de que la policía viniese y la funeraria y sus parientes terminaran la shivá, el duelo, y se llevasen a cabo todas esas cosas, llegó una carta al hogar del rabino Rubinstein. ¿Conoce usted al rabino, señor Winter?

– No.

– Es viejo, como yo. Está retirado. Y recibió una carta de un hombre muerto, enviada pocos días antes. Era del señor Stein, al que yo no conocía, me refiero a que él vivía en Surfside, que está a muchas manzanas de aquí, señor Winter. ¿Setenta? ¿Ochenta? Como en otro mundo. Este hombre envía una carta al rabino, al que apenas conoce, porque en una ocasión se enteró de que el rabino también procedía de Berlín, igual que él, y que asimismo era un superviviente de los campos, algo casi imposible. Y este hombre al que no conocí, Stein, dice en su carta: «He visto a Der Shattenmann.» Y el rabino conoce a este nombre, y por tanto se pone en contacto conmigo y con unos pocos más, con la señora Kroner y el señor Silver, que en otro tiempo fuimos berlineses. Somos los únicos que pudo encontrar porque ahora todos nos estamos haciendo demasiado viejos, señor Winter, quedamos muy pocos y éramos ya tan pocos los que sobrevivimos a aquellos días… Nos reunió y nos leyó la carta, pero ¿quién sabía qué hacer? No podíamos acudir a la policía. Nadie iba a ayudarnos y, por supuesto, tampoco sabíamos qué creer. ¿Quién iba a pensar que él estaba aquí, señor Winter? De todos los lugares que hay en el mundo, ¿por qué iba a venir a éste? Y así han pasado los meses; a menudo voy a casa del rabino y todos nos sentamos y hablamos, pero no son cosas que la gente quiera recordar mucho, señor Winter. Hasta hoy, porque igual que el pobre señor Stein de Surfside, al que yo no conocía y que ahora está muerto, yo también le he visto aquí, y ahora él también me matará.

Las mejillas de la anciana estaban surcadas de lágrimas y su voz era un susurro de temor.

– ¿Dónde está Leo? -dijo-. Ojalá Leo estuviese aquí.

– ¿Ese hombre, ese señor Herman Stein, se suicidó?

– Sí. No. Es lo que dijo la policía. Pero ahora, esta noche, en este momento estoy pensando algo diferente.

– Y los demás, el rabino…

– Tengo que hablar con ellos. -De pronto miró alrededor con ansiedad.

– Mi libreta. Mi agenda con todos mis números. Está en mi apartamento.

– Yo la acompañaré. Todo irá bien.

Sophie Millstein asintió con la cabeza y sorbió lo que quedaba de su té helado.

– ¿Puedo haberme equivocado, señor Winter? Usted era policía. Ocurrió hace cincuenta años y tan sólo le vi un momento antes de que cerrasen la puerta de un portazo. En cincuenta años la gente cambia mucho. ¿Puedo haberme equivocado? -Meneó la cabeza-. Quisiera estar equivocada, señor Winter. Rezo por estar equivocada.

Él no supo qué decir. Pensó: «Lo más probable es que se haya equivocado.» Pero la historia que le había contado era inquietante y no estaba seguro de qué pensar acerca del suicidio de Herman Stein. ¿Por qué un anciano se suicidaría después de enviar una carta? «Tal vez simplemente era viejo y se sentía inútil igual que yo. Tal vez estaba loco. O enfermo. Quizás estaba cansado de la vida. Podría haber un centenar de razones cuando a uno lo supera la tristeza y no se derrama ni una sola lágrima.» Él no sabía qué habría podido ser, pero de pronto quiso averiguarlo. Y experimentó una sensación que daba por desaparecida, borrada por la jubilación y el implacable paso del tiempo. Algo había espoleado lo más profundo de su alma, allí donde las palabras y la mirada de pánico de su vecina se habían convertido en factores de una ecuación. Y se sintió obligado, como un ordenador alimentado con información, a dar con la respuesta.

– Señora Millstein, si está equivocada o no ahora no es importante. Lo que importa es que se ha asustado y necesita hablar con sus amigos. Después necesita dormir toda la noche y, por la mañana, cuando todos estemos despejados, llegaremos hasta el fondo de todo esto.

– ¿Me ayudará?

– Por supuesto. Para eso están los vecinos.

La anciana asintió agradecida y alargó el brazo para coger la muñeca de Simon. Él bajó la vista y, por primera vez en todos los años que hacía que la conocía, se fijó en el tatuaje borroso que había en su antebrazo: «A-1742.» El siete estaba escrito en estilo alemán, serpentino, con una marca cruzada.

Ya era noche cerrada.

Ambos cruzaron el patio cubierto por la implacable oscuridad. El calor les envolvía como si fuese lazos de seda. En el centro del patio había una pequeña estatua de un querubín semidesnudo tocando una trompeta. En otro tiempo, el querubín había adornado una pequeña fuente, pero hacía años que estaba seca. El complejo de apartamentos era pequeño, un par de edificios gemelos de dos pisos estucados en beis y alzados uno frente al otro. Construidos durante el boom de Miami Beach en los años veinte, tenían algunos toques de art déco: una entrada arqueada, ventanas redondas y una curva casi sensual en la fachada que les confería cierta feminidad, como el suave abrazo de un antiguo amante.

La edad y un sol implacable habían tratado duramente a los apartamentos: zonas de pintura desconchada, aparatos de aire acondicionado que repiqueteaban en lugar de zumbar, puertas que chirriaban y se atascaban, las jambas hinchadas por la humedad tropical. En la entrada de la calle había un cartel borroso: «The Sunshine Arms.» Simon siempre había apreciado la metáfora y se había sentido cómodo en la familiar decrepitud de los edificios.

Sophie Millstein se detuvo delante de su puerta.

– ¿Quiere entrar primero? -preguntó.

Él cogió la llave de su mano y la encajó en la cerradura.

– ¿No debería sacar su arma?

Simon negó con la cabeza. Ella había insistido en que llevase el arma consigo y lo había hecho, pero sería una locura blandirla; tenía suficiente experiencia para saber que el miedo de la anciana también le había puesto nervioso y susceptible. Si empuñaba el revólver era probable que disparase al señor o la señora Kadosh o al viejo Harry Finkel, sus vecinos del piso de arriba.

Abrió la puerta y entró en el apartamento.

– El interruptor está en la pared -dijo ella, aunque él ya lo sabía porque aquel apartamento era un espejo del suyo. Alargó la mano y encendió las luces.

– ¡Joder! -exclamó, sorprendido por una forma gris y blanca que se escurrió entre sus piernas-. ¡Qué demonios…!

– ¡Oh, Boots, mira que eres malo!

Simon se dio la vuelta y vio a su vecina reprendiendo a un gato grande y gordo, que a su vez se frotaba contra las piernas de la anciana.

– Siento que le haya asustado, señor Winter. -Alzó al gato en brazos. El animal observó a Simon con irritante complacencia felina.

– No importa -dijo, sintiendo que el corazón se le salía del pecho.

Sophie Millstein se quedó en la entrada, acariciando al minino mientras Simon inspeccionaba el apartamento. Sin duda allí no había nadie, a excepción de un periquito en una jaula colocada en un rincón de la salita. El pájaro dejó escapar un chirriante graznido cuando él pasó por su lado.

– ¡Todo en orden, señora Millstein! -anunció.

– ¿Ha mirado en el armario? ¿Y debajo de la cama?

Simon suspiró y dijo:

– Ahora lo hago.

Se dirigió al pequeño dormitorio y observó. Sintió una extraña incomodidad al estar en la habitación que Sophie Millstein había compartido con su esposo. Vio que era una mujer ordenada; un camisón y una bata de color marfil yacían bien doblados a los pies de la cama, y la superficie de la cómoda estaba limpia. Vio un retrato de Leo Millstein en un marco negro y otra fotografía en que aparecía el hijo de la señora Millstein y su familia. Era una fotografía de estudio, todos vestían traje y corbata, las mejores prendas de domingo. Reparó en un pequeño joyero sobre la cómoda, una cajita elegante de latón labrado al que algún artesano había dedicado su tiempo. ¿Alguna reliquia familiar? Seguramente.

Abrió la puerta del armario y vio que Sophie Millstein había conservado los adustos trajes de Leo, marrón oscuro y azul marino, uno junto al otro, colgados en medio de lo que parecía un muestrario de vestidos estampados y floreados. En un extremo había un sedoso abrigo de visón marrón; Simon pensó que no era el tipo de prenda que uno llevaría en Miami Beach, pero que probablemente valía su peso en recuerdos. Los zapatos de la anciana estaban cuidadosamente colocados en el suelo, bien alineados junto a los de su difunto esposo.

Se apartó del armario, miró de nuevo el retrato de Leo Millstein y se disculpó por lo bajo:

– Perdona, Leo. Husmear no es mi intención, pero tu mujer me lo pidió…

Flexionó una rodilla artrítica que inmediatamente se quejó, y comprobó que nadie acechaba bajo la cama. Se fijó también en que no había ni una mota de polvo ni revistas viejas metidas allí debajo, como habría encontrado en su propio apartamento. Con toda probabilidad, Sophie Millstein reaccionaría ante una mota de polvo o una mancha de suciedad con el mismo rigor que un general pasando revista a un soldado desaliñado.

– Todo en orden, señora Millstein… -repitió en voz alta, y se dirigió a la cocina.

En el lado opuesto del fregadero había una puerta corredera de cristal que conducía a un pequeño patio trasero enlosado. El patio medía unos diez metros hasta el callejón trasero, donde se colocaban los cubos de la basura. Probó la puerta para asegurarse de que estaba cerrada y luego regresó a la salita.

Sophie Millstein seguía con el gato en brazos. El color había vuelto a sus mejillas.

– Señor Winter, no sabe cuánto se lo agradezco.

– No es nada, señora Millstein.

– Debería llamar a los demás ahora.

– Sí, sería lo más adecuado.

La anciana atravesó la salita, donde, entre los familiares objetos que la decoraban -las fotografías con el gato, los cojines recargados del sofá, los muebles y otras cosas-, probablemente la sensación de amenaza que la había asaltado remitiría rápidamente.

– Siempre guardo mis números de teléfono aquí -dijo mientras se dejaba caer en una gran y mullida butaca. Había un teléfono amarillo en una mesilla auxiliar junto a la butaca. Abrió su único cajón y sacó una agenda de direcciones barata forrada de plástico rojo.

De pronto él se sintió como un intruso.

– ¿Quiere que me vaya mientras hace las llamadas? -preguntó.

Ella negó con la cabeza mientras marcaba el primer número. Hizo una pausa, luego una mueca.

– Salta el contestador -murmuró, y un segundo después dijo en voz alta-: ¿Rabino? Soy Sophie. Por favor, llámeme en cuanto pueda.

Las palabras parecieron devolverle algo de ansiedad. Respiraba agitadamente cuando colgó el auricular. Miró a Simon, que seguía allí de pie, torpemente.

– ¿Dónde puede estar? Ya es de noche y debería estar en casa.

– Tal vez ha ido a comer algo.

– Sí. Debe de ser eso.

– O a ver una película.

– Ya. O a una reunión en la sinagoga. Algunas veces aún va allí para recaudar fondos.

– Seguramente.

La inocencia de estas explicaciones no pareció aliviar su ansiedad.

– ¿Va usted a llamar a los demás? -preguntó Simon.

– Tengo que esperar. Es martes, y los martes el señor Silver lleva a la señora Kroner al club de bridge del centro de la tercera edad. Lo hace desde que empezamos nuestras reuniones con el rabino.

– ¿Tal vez quiera hacer otra llamada?

– ¿A quién?

– ¿A su hijo? Quizá si habla con él se sienta mejor.

– Es usted muy amable, señor Winter. Ahora mismo lo iba a hacer.

– ¿Tiene algo que la ayude a dormir? Se ha llevado un buen susto y tal vez le sea difícil…

– Oh, sí, tengo unas píldoras. No se preocupe.

– Y debería comer algo. ¿Tiene algo preparado?

– Señor Winter, es usted demasiado cortés. Estaré bien. Me siento mucho mejor ahora que estoy en casa y a salvo.

– Ya le dije que se encontraría mejor.

– Y mañana, ¿me ayudará? A mí y a los demás a…

– … a llegar al fondo del asunto. Por supuesto.

– ¿Qué hará?

Era una buena pregunta y no precisamente de fácil respuesta.

– Bien, señora Millstein, creo que lo menos que puedo hacer es investigar las circunstancias que rodearon la muerte del señor Stein. Y también podríamos considerar qué es exactamente lo que quieren hacer. Tal vez sus amigos y yo podamos reunirnos y planear algo.

Esta perspectiva pareció animar a Sophie Millstein, que se apresuró a asentir con la cabeza.

– Leo… -dijo-. Leo era como usted. Tomaba decisiones. Pero, ya sabe, al fin y al cabo era mercero, no detective, de modo que ¿cómo podría resolver este misterio, verdad, señor Winter?

– Entonces ya la dejo. Asegúrese de cerrar con llave. Y no dude en llamarme si sigue asustada. Una buena noche de sueño reparador será lo mejor para mañana empezar con nuevas fuerzas.

– Señor Winter, es usted todo un caballero. En cuanto se vaya me tomaré una píldora.

Se levantó y le acompañó a la puerta. Él vio que el gato saltaba al sillón, enroscándose en el cojín que ella había calentado con su cuerpo.

– Cierre la puerta con llave -insistió él.

– Quizá me he equivocado. Es posible. Puedo haberme equivocado, ¿verdad?

– Todo es posible, señora Millstein. La cuestión es que lo averiguaremos.

– Hasta mañana, entonces -repuso ella, asintiendo con la cabeza con gesto agradecido.

Él salió al corredor y se dio la vuelta justo a tiempo de captar que la sonrisa de su vecina se desvanecía mientras cerraba la puerta. Esperó hasta oír el sonido del cerrojo.

Salió al patio de los apartamentos The Sunshine Arms y dejó que el pegajoso aire nocturno le cubriese. Una farola que había un poco más allá de la entrada del apartamento lanzaba un débil rayo de luz a la estatua del querubín, haciéndola brillar como si estuviese húmeda. La oscuridad era densa, espesa como el café. Tuvo un pensamiento gracioso: «Bueno, si esta noche no vas a suicidarte, será mejor que comas algo. Elige el menú: ¿muerte o pollo?»

La ocurrencia no le resultó particularmente divertida y decidió ir a algún sitio donde conseguir algo de comida. Dio unos pasos y se detuvo. Se dio la vuelta y miró el apartamento de Sophie Millstein. Las cortinas estaban echadas. Escuchó el sonido de un televisor con el volumen demasiado alto que surgía de otro apartamento. Todo eso mezclado con voces risueñas que provenían del final de la calle. Oyó una moto acelerando con un estridente ronquido desde una manzana más allá. Todo en orden, pensó. No un orden perfecto pero sí familiar. «Es una noche como cualquier otra. Hace calor. La brisa no refresca nada. El cielo estival tachonado de estrellas.»

Se obligó a pensar que no había nada fuera de lo corriente en el entorno, excepto la pesadilla de los recuerdos de una anciana. «Pero todos los tenemos», pensó. Intentó tranquilizarse con la cotidianidad del mundo que lo rodeaba, pero sólo lo logró en parte. Escrutó entre las sombras, buscando formas, escuchando ruidos reveladores, comportándose como un hombre de pronto asustado de que le estuvieran espiando o siguiendo. Sacudió la cabeza para librarse de esa sensación de temor y se reprendió por mostrar la inseguridad de la edad. Pasó andando con zancadas decididas junto al querubín de la fuente seca. Le habían entrado ganas de andar, de ponerse a prueba, y alejarse de los miedos de su vecina.

Apretó el paso, y por un instante se preguntó si la muerte, cuando llegaba, era como la noche.

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