Sophie Millstein se asomó por detrás de las cortinas para ver cómo Simon Winter desaparecía en la oscuridad del patio. Luego se dio la vuelta y se dejó caer en su butacón. De inmediato el gran gato gris y blanco saltó a su regazo.
– ¿Me has echado de menos, Boots? -Le acarició el suave pelaje mientras el minino se acomodaba-. No deberías ponerte tan cómodo -le advirtió-, aún tengo cosas que hacer.
El gato, como todos los gatos, pasó por alto su comentario y simplemente empezó a ronronear.
La anciana descansó su mano sobre su mascota y se sintió de pronto exhausta. Se dijo que se sentiría mejor si cerraba los ojos un momento, pero cuando lo hizo se vio asaltada por una maraña de nervios, como si cerrar los ojos reavivara el temor, en lugar de brindarle descanso. Se llevó la mano a la frente y se preguntó si estaría enfermando. Pensó que tal vez tendría fiebre y se aclaró la garganta varias veces ásperamente, como buscando indicios que delatasen un constipado incipiente.
Inspiró hondo.
– Has tenido una vida fácil, Boots -dijo-. Siempre ha habido alguien que cuide de ti. Un hogar calentito y seco. Mucha comida. Diversión. Cariño. Todo lo que un gato puede desear.
Deslizó la mano por debajo del gato y lo empujó para que abandonase su regazo. Se obligó a levantarse.
Miró al gato que, a pesar de su brusca expulsión, se frotaba contra su pierna.
– Te salvé -dijo con amargura, sorprendida de sí misma-. Aquel hombre te puso a ti y al resto de la camada en aquella bolsa e iba a lanzarte al agua. No quería gatitos. Nadie quiere gatitos. Hay demasiados gatitos y todo el mundo los odia, ningún hogar os quería, así que aquel hombre iba a mataros, pero yo le detuve y te saqué de la bolsa. Pude haber escogido cualquier otro. Palpé con la mano a los demás, pero los solté porque me arañaron. Así que te saqué a ti y por eso has tenido una vida fácil mientras los demás se quedaron en el saco, y el saco fue a parar al agua y se ahogaron.
Empujó al felino con el pie.
– Gato afortunado -susurró con acritud-. El gato más afortunado del mundo.
Sophie fue a la cocina y empezó a arreglar los estantes, asegurándose de que las etiquetas de todas las latas miraran hacia delante y estuvieran alineadas por tamaños y ordenadas por grupos, de manera que una lata de aceitunas estuviese junto a una lata de sopa de tomate. Cuando todo esto estuvo correctamente colocado, hizo lo mismo con los productos perecederos, imponiendo una precisión militar en el frigorífico. Lo último que inspeccionó fue un filete de platija que había pensado asar para cenar, pero ya no tenía apetito. Por un momento dudó, por miedo a que el pescado se pasase.
Decidió que podría cocinarlo por la mañana y tenerlo listo para el almuerzo.
El gato la había seguido y maullaba. Aquello la irritó.
– Está bien. Vale. Ya voy.
Abrió una lata de comida para gatos. Manipular el abridor le costaba porque hacer fuerza le provocaba punzadas de dolor en la mano. Se dijo que por la mañana bajaría al almacén y compraría un abrelatas eléctrico. Puso la comida al gato y lo dejó comiendo.
Ya en el dormitorio, se quedó mirando fijamente el retrato de su marido.
– Deberías estar aquí. No tenías ningún derecho a dejarme sola -le reprochó.
Regresó a la salita y se sentó de nuevo. Se sentía como si los momentos previos a una tormenta la hubiesen sorprendido en la calle, como si las impetuosas y ásperas ráfagas de viento la lacerasen a través de la húmeda quietud, asaltándola sin piedad.
– Estoy cansada. Me tomaré una píldora y me iré a la cama -dijo en voz alta.
Pero en cambio fue pesadamente hasta la cocina, cogió el teléfono y marcó el número de su hijo en Long Island. Lo dejó sonar una vez y colgó. En realidad no quería hablar con su único hijo. «No hará más que insistir de nuevo en que me mude a alguna residencia de ancianos llena de desconocidos -se dijo-. Ésta es mi casa y aquí me quedaré.»
Fue al grifo, llenó un vaso de agua y bebió un trago. Sabía salobre, metálica. Hizo una mueca.
– «Miami Beach especial» -ironizó. Ojalá se hubiese acordado de comprar agua embotellada en la tienda. Vació un poco en el fregadero y con el resto llenó el recipiente del agua de la jaula del periquito, que gorjeó alegremente. Se preguntó fugazmente por qué nunca se había tomado la molestia de ponerle nombre al pájaro, como sí había hecho con el gato. Pensó que tal vez era un poco injusto, y regresó a la cocina para lavar el vaso y ponerlo a secar en la rejilla de los platos. Había una pequeña ventana sobre el fregadero y miró hacia fuera. Todas las formas y sombras que veía le eran familiares; todo estaba exactamente en el mismo lugar que había estado la noche anterior y la anterior y todas las noches desde hacía más de diez años. Aun así, continuó escudriñando la oscuridad, observando cada rincón del patio en busca de algún movimiento sospechoso, como un centinela alerta.
Cerró el grifo y aguzó el oído.
Se escuchaban esporádicos sonidos del tráfico en la distancia. En el piso de arriba, Finkel iba de un lado a otro arrastrando los pies. Un televisor tenía el volumen demasiado alto, debía de ser el de los Kadosh, pensó, porque eran demasiado testarudos para subirse el volumen del audífono.
Siguió mirando por la ventana. Dejó que sus ojos estudiasen cada rincón oscuro. Entonces se sorprendió ante la cantidad de rincones en los que alguien podría esconderse sin ser visto: el rincón del naranjo cerca de la alambrada, las sombras donde estaban los cubos de basura…
«No; todo está como siempre», se dijo.
Nada era diferente.
Nada estaba fuera de lugar.
Inspiró hondo y regresó al salón. Encendió el televisor y se acomodó en una silla. Estaban dando una comedia y, durante unos minutos, intentó seguir los chistes y se obligó a unirse a los estallidos de risas enlatadas. Apoyó la cabeza en las manos y, mientras el programa proseguía delante de ella, la recorrió un escalofrío, como en una noche invernal, pero no había ninguna razón para ello.
«Está muerto -se dijo-. No está aquí.»
Se le ocurrió si alguna vez había existido realmente. «¿Quién era la persona que vi? -se cuestionó-. Podía haber sido cualquiera, con aquel sombrero calado sobre la frente y el abrigo oscuro. Y cerraron la puerta con tanta rapidez después de que él gritase, que apenas tuve ocasión de verle.»
Pero sabía que se estaba engañando. Era él.
La inundó una furia amarga. Siempre era él. Día tras día. Hora tras hora. Había estado allí incluso cuando ellos se sentían relativamente a salvo. Pero no lo estaban. Les había acechado como cualquier cazador paciente y de sangre fría, esperando, calculando el momento adecuado. Y entonces primero les quitaba el dinero, luego la libertad y finalmente sus vidas.
El odio reverberó en su interior y dijo en voz alta:
– Tenía que haberle matado si lo hubiese sabido.
Pero no había tenido oportunidad. «Eras sólo una niña; qué sabías tú de matar», pensó. Se respondió ásperamente: «No mucho entonces. Pero aprendiste pronto lo suficiente, ¿verdad?»
En la televisión apareció un anuncio de cerveza y, por un instante, miró a unos jóvenes musculosos y unas jóvenes núbiles retozando alrededor de una piscina. «Nadie tiene ese aspecto», pensó. Cuando ella tenía la edad de las modelos del anuncio pesaba menos de treinta y dos kilos y parecía una muerta en vida.
«Pero no morí -se recordó-. Él debió de pensar que todos moriríamos, pero yo me salvé.»
Apoyó la cabeza en las manos de nuevo.
– ¿Y por qué él no murió? -se preguntó en voz alta.
¿Cómo podía haber sobrevivido a la guerra? ¿Quién le habría salvado? Desde luego no los alemanes, para los que trabajaba; cuando ya no les fuera útil, le habrían enviado también a Auschwitz. Los Aliados y los rusos tampoco, porque le habrían perseguido como un criminal de guerra. Y menos aún los judíos, a los que con tanto entusiasmo había ayudado a recorrer el camino hacia la muerte. ¿Cómo podía haber sobrevivido?
Sacudió la cabeza ante esos pensamientos angustiosos.
Él tenía que haber muerto, todos lo hicieron. Tenía que haber ocurrido así. Repitió una y otra vez:
– Tiene que estar muerto. Tiene que estar muerto…
Luego lo abrevió mentalmente: «Está muerto. Está muerto… No puede estar vivo. Aquí no. No en Miami Beach. No entre los pocos que consiguieron sobrevivir.»
Por un momento pensó que iba a enfermar.
Sophie Millstein, embargada por un antiguo y deformado terror, se puso de pie. Los personajes que aparecían en la pantalla del televisor reían y el público los imitaba.
– Leo -dijo en voz alta.
Cogió el teléfono y rápidamente marcó el número del rabino. Cuando saltó el contestador, colgó. Bajó la vista y consultó su reloj de pulsera. «Aún es demasiado temprano para encontrar al señor Silver y a Frieda Kroner. No regresarán hasta pasada la medianoche.» Su dedo dudó y luego marcó el número de Simon Winter. Esperaba que contestase enseguida e intentó pensar qué le diría, aparte de que aún estaba asustada, pero sólo podía pensar en aquel revólver y en cómo podría protegerla.
El teléfono siguió sonando hasta que se disparó un contestador: «Ha llamado a Simon Winter. Deje el mensaje después de oír la señal.»
Ella esperó y, tras la señal, dijo:
– ¿Señor Winter? Soy Sophie Millstein. Sólo quería… Oh, es sólo que… bueno, señor Winter, sólo quería darle las gracias de nuevo. Ya hablaré con usted mañana.
Colgó ligeramente aliviada. Él le daría buenos consejos, pensó. «Es un hombre muy amable, con la cabeza en su sitio y muy inteligente. Tal vez no tanto como Leo, pero él sabrá qué hacer.»
¿Adónde habría ido? Probablemente había salido a comer algo, se dijo. «Volverá enseguida. Ha salido, igual que el rabino Rubinstein. Todo es normal esta noche, igual que cualquier otra.»
De pronto pensó: «Señor Herman Stein, ¿quién era usted? ¿Por qué escribió aquella carta? ¿A quién vio en realidad?»
Inspiró hondo para mitigar su nerviosismo.
De pronto le entró pánico. «Estoy sola», se dijo. Pero al punto se repitió una y otra vez que estaba equivocada. Los Kadosh y el viejo Finkel estaban arriba, y pronto Simon Winter regresaría de cenar; todos estarían a su alrededor y ella estaría segura.
Asintió con la cabeza varias veces para convencerse de ello. Miró el televisor. El programa cómico había sido reemplazado por un sombrío drama.
– ¿Quién más podría ser si no? -se cuestionó de pronto.
La pregunta le agitó la respiración y le avivó la imaginación otra vez. Intentó tranquilizarse: «Pudo haber sido cualquiera. Otro anciano en Miami Beach, donde pululan. Además, todos se parecen. Y tal vez éste pensó que te conocía, por la forma como le miraste, y por eso te sostuvo la mirada tan fijamente. Y cuando él se dio cuenta de que no eras nadie conocido, para evitarte la vergüenza simplemente se fue. Eso pasa muchas veces. Vas por la vida conociendo a cientos de personas y, claro, cabe confundirse de vez en cuando.»
Sin embargo, ella no se sentía como si hubiese sido una mera confusión.
«¿Y por qué aquí? -se preguntó-. No lo sé. ¿Por qué vendría aquí? No lo sé. ¿Qué hará? No lo sé. ¿Quién es?» Ella sí sabía la respuesta a esta pregunta, pero no podía articularla para sí misma.
Intentó dominarse mientras se paseaba por el pequeño apartamento. Decidió que por la mañana iría al Centro del Holocausto y hablaría con alguien. Siempre eran muy amables, incluso los jóvenes, y se mostraban interesados por todo lo que ella tenía que decir. Estaba segura de que la escucharían una vez más. Ellos sabrían qué hacer.
De inmediato se sintió reconfortada.
«Es un buen plan», se dijo.
Cogió el teléfono y marcó el número del Centro del Holocausto. Esperó a que el contestador terminase de recitar las horas de funcionamiento del centro y luego, después de la señal, dijo:
– ¿Esther? Soy Sophie Millstein. Tengo que hablar contigo, por favor. Iré mañana por la mañana y te contaré algo más sobre cómo fui arrestada. Ha sucedido algo. Me he acordado…
Se detuvo, sin saber cuánto podía explicar. Mientras dudaba, la grabadora se desconectó con un pitido. La anciana mantuvo el auricular en la mano, considerando llamar otra vez y añadir otro mensaje, pero finalmente se abstuvo.
Colgó. Todo saldría bien.
Fue hasta la ventana delantera y apartó una esquina de la cortina para atisbar de nuevo, como lo había hecho cuando contempló cómo se alejaba Simon Winter. Las luces de su apartamento estaban apagadas. Observó el patio, forzando la vista para ver la calle más allá. Un coche pasó a toda velocidad. Echó un vistazo a una pareja que caminaba rápidamente acera abajo.
Abandonó la ventana delantera y fue a la puerta trasera del patio. La comprobó tal como había hecho Simon Winter, para asegurarse de que estaba cerrada. Sacudió un poco la puerta corredera. Se lamentó de que la cerradura fuese tan endeble y decidió que otra de las cosas que haría por la mañana era llamar al señor González, el propietario de The Sunshine Arms. «Soy vieja -pensó-. Todos somos viejos aquí; deberíamos instalar mejores cerrojos e incluso algunos de esos modernos sistemas de alarmas como tiene mi amiga Rhea en Bellevue. Lo único que tienes que hacer es apretar un botón y la policía acude como por ensalmo. Deberíamos tener algo así. Algo moderno.»
Miró hacia fuera otra vez y sólo vio oscuridad.
Boots estaba a sus pies.
– ¿Lo ves, gatito? No hay nada de qué preocuparse.
El gato no respondió.
Sintió que el cansancio se debatía con el temor en su interior. Por un momento se permitió pensar que la residencia de ancianos, a la que su hijo siempre intentaba convencerla para que se mudase, no era tan mala idea.
Pero, como todo lo demás, decidió que podía esperar al día siguiente. Se tranquilizó con la lista mental de cosas para hacer por la mañana: llamar al señor González, comprar un abrelatas eléctrico, llamar a su hijo, visitar el Centro del Holocausto, hablar con el rabino y el señor Silver y la señora Kroner, reunirse con Simon Winter y tomar una decisión. «Un día ajetreado», pensó. Entró en el pequeño baño y abrió el botiquín. Contenía una serie de medicamentos pulcramente ordenados. Algo para el corazón, algo para la digestión, algo para los achaques y dolores. En un pequeño recipiente en el extremo del estante había lo que necesitaba: algo que la ayudara a dormir. Echó una píldora blanca en la mano y se la tragó sin más.
– Ya está -dijo a su reflejo en el espejo-. Ahora unos diez minutos y te apagarás como una vela.
Volvió al dormitorio y se quitó la ropa, tomándose su tiempo para colgar cuidadosamente el vestido en el armario y dejar caer su ropa interior en un cesto blanco de mimbre. Se puso un camisón de rayón y se ajustó el escote; recordó que era el preferido de Leo, quien la provocaba y le decía que con esa prenda lucía sexy. Echaba de menos todo aquello. Ella nunca había pensado que fuese sexy, pero su marido la hacía sentir deseada, lo que era muy agradable. Echó un último vistazo al retrato de Leo y se deslizó entre las sábanas. Una cálida y vertiginosa sensación le recorrió el cuerpo mientras el somnífero surtía efecto.
El gato saltó sobre la cama y se acomodó a su lado. La anciana alargó la mano y lo acarició.
– He sido mala contigo; lo siento, Boots. Sólo necesito un sueño reparador. -El gato se acurrucó más cerca de ella.
Cerró los ojos. Era lo único que quería en el mundo, pensó: una sola noche de descanso confortable sin pesadillas.
La noche se cerró como una caja alrededor de Sophie Millstein. Ni siquiera se movió, horas después, cuando Boots se alzó de pronto con la espalda arqueada, resoplando y bufando ante los ásperos sonidos de una intrusión.