Capítulo V

Hércules Poirot se detuvo en el descansillo un momento, inclinando la cabeza con expresión atenta. No llegó a sus oídos ningún ruido procedente de la parte baja de la casa. Acercóse a una ventanilla lateral, por la que asomó la cabeza. Mary Restarick se encontraba en la terraza, ocupada con sus labores de jardinería. Poirot sonrió, satisfecho.

Se deslizó a lo largo de un pasillo. Una tras otra, fue abriendo las puertas. Un cuarto de baño, un armario guardarropa, una pieza de dos camas, una habitación individual, un dormitorio femenino con una cama de matrimonio (¿de Mary Restarick?), etcétera. La habitación contigua debía de pertenecer a Andrew Restarick. Poirot cambió de orientación… La primera puerta que abrió correspondía a otro cuarto individual. Se figuraba que éste no era ocupado continuamente sino en los fines de semana, quizás. Encima de la cómoda había unos cepillos. Poirot volvió a quedarse inmóvil, escuchando atentamente. Luego, comenzó a avanzar de puntillas. Abrió un armario. Contenía algunas ropas, prendas adecuadas para el campo.

Había una mesita-escritorio sin nada encima. Abrió los cajones con infinitas precauciones. Halló diversas cosas, entre ellas un par de cartas. Pero su autor se refería en estos papeles, a asuntos triviales y la fecha quedaba ya bastante atrás. Cerró los cajones con el mismo cuidado con que los abriera. Poirot se encaminó hacia la puerta, saliendo del edificio para despedirse de la señora Restarick. Rechazó cortésmente su ofrecimiento de una taza de té. Tenía que tomar un tren que partía del lugar poco más tarde.

—¿No quiere usted servirse de un taxi? Podría hacer venir uno llamando por teléfono. ¿Quiere que le acerque en mi automóvil?

—No, no, señora, ¡por Dios! Es usted muy amable.

Poirot regresó al poblado y bajó por la calle situada junto a la iglesia. Después cruzó un pequeño puente por debajo del cual discurría una corriente de agua sin importancia. Bajo un árbol vio un gran coche y su chófer al volante… El hombre le abrió la portezuela. Poirot se acomodó en su asiento, apresurándose a quitarse los zapatos, no sin suspirar, aliviado.

—Ahora ya podemos volver a Londres —dijo.

El chófer cerró la portezuela, regresó a su sitio y puso el motor en marcha. La visión de un joven apostado junto a la carretera, extendiendo expresivamente el pulgar de su mano derecha en el sentido de la marcha, no era nada extraña. Los ojos de Poirot descansaron con indiferencia casi en aquel miembro de la moderna humanidad, un muchacho vestido con ropas chillonas, de largas y exóticas melenas. Poirot se irguió rápidamente al quedar a su altura, hablando entonces al conductor.

—Pare usted un momento, por favor. Dé marcha atrás… Allí hay alguien que desea subir a nuestro coche.

El chófer volvió la cabeza, mirando a Poirot, incrédulo. No habría esperado nunca una petición semejante de labios de aquél. Pero Poirot hacía repetidas señales afirmativas, moviendo la cabeza, de manera que tuvo que obedecer.

El joven llamado David avanzó hacia la portezuela.

—Creí que no pensaba detenerse —dijo, risueño—. Muchas gracias, ¿eh?

Una vez sentado desprendió de sus hombros un paquete que llevaba sujeto a ellos deslizándose hasta el piso del vehículo. Seguidamente, se alisó los cabellos, que tenían el mismo color que el cobre.

—Así pues, me reconoció.

—Va usted vestido de una manera tan especial…

—Es verdad. Pero sólo soy uno más entre los nuestros.

—Me recuerdan la escuela de Van Dyck. Son muy vistosas sus prendas.

—¡Oh! Jamás me ha preocupado eso. Pues sí es posible que haya bastante de verdad en lo que me dice.

—Debiera complementar su atuendo con un sombrero de ala ancha —opinó Poirot—. Y un cuello de encajes. No tome a mal, sin embargo, estos consejos.

—No creo que lleguemos tan lejos —el joven se echó a reír—. ¡Hay que ver! ¡Y qué mal encaja la señora Restarick mis cosas! Yo también siento por ella una profunda antipatía. Claro que esa gente me tiene sin cuidado. Existe algo particularmente repulsivo en las personas y bienes de los magnates industriales, ¿no cree?

—Depende del punto de vista aceptado. Según tengo entendido usted, por ejemplo, ha hecho objeto de muchas atenciones a la hija…

—Una bonita frase, sí, señor —dijo David—. Pero en esas atenciones sólo hay que ver el cincuenta por ciento de las intercambiadas por nosotros. Yo no le soy indiferente a la chica…

—¿Dónde para ahora esa señorita?

David volvió el rostro con fijeza hacia su interlocutor.

—¿Y por qué razón me hace esa pregunta?

—Me gustaría conocerla, hablar con ella —repuso Poirot, encogiéndose de hombros.

—No creo que ella pueda agradarle mucho más que yo. Norma está en Londres…

—Pero usted le dijo a su madrastra…

—¡Oh! A las madrastras no se les cuenta todo siempre.

—¿En qué parte de Londres?

—Trabaja como decoradora de interiores en «King’s Road», por Chelsea. No acierto a recordar el nombre del establecimiento en estos instantes. No estoy seguro si es «Supan Phelps»…

—Pero ella no vive allí, supongo. ¿No tiene usted sus señas?

—Sí que las tengo. Habita en un gran bloque de pisos. No acierto a entender que le lleva a interesarse por…

—¡Hay tantas cosas que suscitan mí interés!

—¿Qué quiere decirme con eso?

—¿Qué es lo que le llevó a usted a esa casa hoy? Se llama «Crosshedges», ¿no? Una vez ante la vivienda penetró en ella procurando que nadie le viese, echando a andar luego escaleras arriba…

—Admito que utilicé la puerta posterior para entrar.

—¿Qué buscaba en el piso?

—Eso era cosa mía. No quisiera mostrarme brusco, pero… ¿no estará usted profundizando demasiado?

—Sí. Intento satisfacer mi curiosidad. Desearla saber dónde para la muchacha concretamente.

—Me hago cargo. Los buenos de Andrew y Mary (que Dios confunda), han contratado sus servicios, ¿verdad? ¿Es que intentan localizar a la chica?

—Me parece que todavía no la echan de menos.

—Alguien le ha hablado para que se ocupe de eso.

—Es usted una persona extraordinariamente observadora —murmuró Poirot.

Éste se recostó tranquilamente en su asiento.

—Me he estado preguntando qué se proponía —manifestó David—. Por tal motivo me aposté en la cuneta, haciéndole señas. Esperaba que se detuviese para conseguir algunas explicaciones. Norma es mi novia. Me imagino que usted lo sabe.

—Di por descontado tal hecho —contestó Poirot cautelosamente—. En ese caso, usted tiene que conocer su paradero. De no ser así… Ahora caigo en la cuenta de que sólo conozco su nombre de pila: David.

—Baker es mi apellido.

—Señor Baker: ¿no habrán reñido ustedes?

—No. No hemos reñido. ¿Por qué ha de pensar usted eso?

—¿Cuándo salió Norma Restarick de «Crosshedges»? ¿El domingo por la noche o el lunes por la mañana?

—Depende… Hay un autobús a primera hora. En él se llega a Londres poco después de las diez. Ese medio de comunicación le haría llegar tarde al trabajo. El retraso no sería considerable, sin embargo. Lo habitual es que ella emprenda el regreso en la noche del domingo.

—Norma salió el domingo por la noche, pero no ha llegado todavía a Borodene Mansions.

—Por lo visto no. Es lo que Claudia asegura.

—Y esa señorita… La señorita Reece-Holland… (así se llama, ¿verdad?) ¿se mostró sorprendida o preocupada?

—¡Santo Dios! No. ¿Por qué había de estar sorprendida o preocupada? Esas chicas no tienen costumbre de espiarse mutuamente.

—Pero usted pensó que volvería allí, ¿no?

—Es que tampoco hizo acto de presencia en su trabajo.

—¿Está usted preocupado señor Baker?

—No. Naturalmente… Bueno, ¡que me aspen si lo sé! No acierto a ver razón alguna por la cual yo deba estar preocupado… El tiempo pasa, sin embargo. ¿Qué es hoy? ¿Jueves?

—¿No han tenido ustedes ningún disgusto?

—No. No hemos reñido.

—Pero a usted le preocupa Norma, ¿verdad señor Baker?

—¿Y qué le importa a usted eso?

—No es que me importe. Ahora bien, en la casa se ha promovido un conflicto. Ella no siente la menor simpatía por su madrastra.

—Cierto. Esa mujer es una bruja. Es dura como una piedra. A su vez, no quiere a Norma.

—Ha estado enferma, ¿no? Tuvo que ir a un hospital…

—¿De quién me habla? ¿De Norma?

—No. Le estoy hablando de la señora Restarick.

—Creo que ha visitado una clínica. Podía habérselo ahorrado. Tiene la fortaleza de un caballo.

—Y la señorita Restarick odia a su madrastra.

—A Norma le he notado en ocasiones una indudable falta de equilibrio. Le diré que lo corriente es que las chicas odien a sus madrastras.

—Las cuales, invariablemente, se sienten trastornadas. ¿Hasta el punto de verse obligadas a recluirse en un hospital?

—¿A dónde diablos quiere usted ir a parar?

—Al arte de la jardinería, quizá deteniéndome en la utilización de los herbicidas…

—¿Qué quiere dar a entender? ¿Sugiere que Norma… qué pensó en…?

—Habladurías de la gente —dijo Poirot—. Ya sabe usted lo que pasa… Los vecinos observan… murmuran…

—¿Sugiere que alguien ha dicho que Norma intentó envenenar a su madrastra? ¡Eso es absurdo! ¡Totalmente absurdo!

—Convengo que es muy improbable —anunció Poirot—. En realidad, la gente no hace afirmaciones de esa clase.

—¡Oh! Lo siento. He entendido mal… Pero, bueno, ¿qué ha pretendido significar?

—Mi querido señor Baker: ha de saber que circulan por ahí rumores y éstos se refieren casi siempre a la misma persona: a un esposo.

—¿Qué? ¿A Andrew? ¿A ese pobre viejo? Menos probable todavía que lo anterior.

—Sí, sí. Yo soy de la misma opinión.

—Perfectamente. ¿Qué hacía usted allí entonces? Usted es un detective, ¿verdad?

—Sí, sí.

—¿Entonces?

—Yo no fui allí con el propósito de efectuar indagaciones sobre un caso probable de envenenamiento. Habrá de perdonarme, ya que no me es posible responder a su pregunta. Todo es muy reservado, comprenda.

—No consigo entenderle una palabra de lo que me dice.

—Fui allí con el fin de ver a sir Roderick Horsefield.

—¿A ese viejo? Es un chiflado, prácticamente.

—Es un hombre que conoce muchos y grandes secretos —aclaró Poirot—. No es que yo sostenga que en la actualidad tome parte activa de esas cosas. Sabe mucho, sin embargo. Durante la pasada guerra tuvo relación directa con acontecimientos de enorme trascendencia. Conoció a muchas personas…

—Ya ha llovido desde entonces.

—Sí, conforme. Su actuación pertenece al pasado. Ahora bien, existen detalles que, de ser conocidos, serían sumamente útiles.

—¿Qué clase de detalles?

—Unos rasgos faciales, por ejemplo —dijo Poirot—. Una faz que sir Roderick fuese capaz de identificar… Quien habla de pronunciar, de andar, de hacer demasiados gestos. Hay que apreciar en lo que vale la memoria de los viejos. Éstos no recuerdan bien lo que ha sucedido la semana pasada, el último mes o año… Suelen recordar lo ocurrido… veinte años atrás, digamos. Y a su memoria puede acudir la imagen de alguien que no desea ser recordado. Así es como se encuentran en condiciones de aludir a cierto hombre, o a cierta mujer, o algo en que anduvieron mezclados… Ya ve: me expreso de una manera muy vaga. Fui a él en busca de información.

—¿Que usted fue a verle con el propósito de obtener una información? Ese viejo chiflado dando… ¿Y qué? ¿La obtuvo?

—Me limitaré a señalar que me siento completamente satisfecho.

David no apartaba los ojos del rostro de Poirot.

—Veamos, veamos… ¿De veras deseaba usted entrevistarse con el viejo? ¿No pretendería más bien echar una ojeada a la muchachita que le acompaña a todas horas? ¿Quería averiguar qué hacía ella concretamente en la casa? Una o dos veces me lo he preguntado yo mismo… ¿Cree usted que se colocó en casa para sacarle informaciones al anciano?

—Me parece que no vamos a llegar a ninguna conclusión positiva discutiendo estas cosas. Es, sin duda, una criatura muy adicta y atenta… ¿Qué puesto desempeña? ¿El de secretaria, quizá?

—Viene a ser una mezcla de enfermera, secretaria, señorita de compañía y simple servidora. Su cargo ofrece muchas facetas. El viejo la quiere muchísimo. ¿No lo ha notado?

—Es muy natural, tal como está planteado todo —contestó Poirot, muy serio.

—Puedo señalarle una persona a la que la muchacha no hace la menor gracia: nuestra amada Mary.

—La chica sentirá idéntica antipatía por ella.

—Así, pues, eso es lo que piensa, ¿eh? —inquirió David—. Usted se figura que Sonia siente aversión por Mary Restarick… Es posible que haya llegado a imaginarse que la joven realizó algunas averiguaciones con el fin de saber dónde era guardado el herbicida. ¡Bah! Todo eso es ridículo. Bien. Gracias por haberme recogido. Voy a quedarme aquí, si me lo permite.

—¡Aja! ¿A este punto se dirige usted? Nos encontramos a once kilómetros, aproximadamente, de Londres, todavía.

—Voy a apearme aquí, no obstante. Adiós, señor Poirot.

—Adiós.

Poirot se recostó cómodamente en su asiento en el momento en que David cerraba la portezuela del automóvil.


* * *

La señora Oliver iba de un lado a otro de su cuarto de estar. Se sentía muy excitada. Una hora atrás había empaquetado un original mecanografiado que terminara de corregir. Disponíase a enviárselo a su editor, quien hacía tiempo que lo esperaba ansiosamente, cosa que ponía de manifiesto cada tres o cuatro días, con sus llamadas telefónicas o escritos a modo de recordatorios.

—Ahí tiene usted —dijo Ariadne, dirigiéndose al vacío, viendo en éste con los ojos de la imaginación la figura de su editor—. Ahí lo tiene… Espero que le guste. A mí me hace muy poca gracia. Hay más: ¡se me antoja detestable! Yo creo que usted todavía no sabe si lo que yo escribo es bueno o malo. Ya está advertido. Le dije que no valía nada. Y usted me respondió: «¡Oh, no! No puedo creer eso ni por un momento».

«Espere… Ya verá… —añadió la señora Oliver con aire vengativo—. Espere y verá…»

Abrió la puerta llamando a Edith, su doncella, en cuyas manos puso el paquete, diciéndole que tenía que ser entregado en la estafeta de correos inmediatamente.

«Y ahora —se preguntó la señora Oliver—, ¿qué voy a hacer? ¿Cómo voy a matar el tiempo?»

Empezó a ir de un lado para otro de nuevo.

«Sí —pensó—. Me gustaría ver en el empapelado pájaros tropicales y otras cosas semejantes en lugar de las cerezas de éste… Con los otros dibujos yo me sentía en ocasiones en medio de un bosque de los trópicos. ¡Me sentía leona, o tigresa, o la hembra del leopardo y el orangután! ¿Qué sensación puedo experimentar entre esas cerezas? Todo lo más, en medio de este huerto artificioso, puedo llegar a creerme una especie de espantapájaros».

Tornó a mirar a su alrededor.

«Debiera comenzar a lanzar gorjeos, como cualquier avecilla. Sí. Eso es lo que debiera estar haciendo ya —se dijo sombríamente—. Comiendo cerezas… Me gustaría que fuese la época adecuada del año para comer cerezas. Me pregunto si…»

Descolgó el teléfono.

—Me aseguraré de ello, señora —contestó al otro extremo del hilo telefónico George, correspondiendo a su pregunta.

Luego escuchó otra voz.

—Hércules Poirot a sus órdenes, señora Oliver.

—¿Dónde ha estado usted? Estuvo por ahí durante todo el día. Supongo que visitaría a los Restarick. ¿Ha sido así? ¿Vio usted a sir Roderick? ¿Qué averiguó concretamente?

—Nada —respondió Hércules Poirot.

—¡Oh! ¡Qué aburrimiento!

—Pues no, señora Oliver. No creo que la cosa tenga nada de aburrida. Estimo, en cambio, muy sorprendente que yo no consiguiera descubrir nada de particular.

—Sorprendente… ¿Por qué? No comprendo…

—Tal conclusión, mi querida amiga, no se halla de acuerdo con el planteamiento de los hechos. Puede ser que haya algo inteligentemente ocultado. He aquí otro detalle de sumo interés. A propósito, la señora Restarick no sabía que la muchacha estaba siendo echada de menos.

—Quiere usted significar entonces que no tiene nada que ver con la desaparición de la chica, ¿verdad?

—Así es, por lo visto. Hablé con el joven.

—¿Se refiere usted a ése que cae mal a todo el mundo?

—En efecto, estoy aludiendo a ese desagradable muchacho.

—¿Le juzga usted, personalmente, desagradable?

—¿Desde qué punto de vista?

—Desde el que puede adoptar una chica, no, por supuesto.

—Estoy seguro de que la que vino a verme se habría sentido encantada con él.

—¿No se puede calificar a ese sujeto de horroroso?

—Por el contrario; su rostro podría calificarse de bello —respondió Hércules Poirot.

—¿Sí? —inquirió la señora Oliver—. A mí los hombres bellos no me han gustado jamás.

—Las jovencitas no piensan como usted.

—Tiene usted razón. A ellas no les llaman la atención los hombres de rasgos faciales correctos, de aspecto cuidado, bien vestidos y aseados. Ahora sus preferencias se inclinan por los tipos de aspecto semejante a los que aparecen en las comedias de la época de la Restauración, de ser posible, muy sucios, como si se dispusieran a aceptar cualquier trabajo repulsivo…

—Al parecer, tampoco él conocía el paradero de la muchacha.

—O no quiso admitir su desaparición.

—Quizá. Se presentó allí en la casa, penetrando en la misma sin que nadie le viera. ¿Por qué razón procedió así? ¿Buscaba a la muchacha? ¿Iba detrás de alguna cosa?

—¿Usted cree que buscaba alguna cosa?

—Algo buscaba dentro de la habitación de la joven.

—¿Cómo lo sabe? ¿Le vio usted allí?

—No. Yo solamente le vi bajar las escaleras. Pero encontré una mancha de cieno en el cuarto de la muchacha, mancha que podía proceder de uno de sus zapatos. Es posible que la misma Norma le encargara que recogiese cualquier objeto… Cabe tal posibilidad, sí. Hay otra chica en esa casa, una chica muy linda, por cierto… Es probable que fuera a verla. Sí. Hay que pensar en eso también.

—¿Qué se propone ahora? —inquirió la señora Oliver.

—Nada —contestó Poirot.

—Eso es bien poco —manifestó Ariadne en tono de reproche.

—Me va a ser facilitada una información, tal vez. Hice un encargo. Ahora bien, es posible que este paso resulte infructuoso.

—Pero… ¿de veras que no piensa hacer nada?

—Hasta el momento oportuno, no.

—Yo sí me propongo actuar —anunció la señora Oliver.

—Por favor, sea prudente.

—¡Qué tontería! ¿Qué puede sucederme?

—Cuando se ha cometido un crimen puede salirnos al paso lo más inesperado. Eso se lo digo yo, señora Oliver. Hércules Poirot.

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