Capítulo I
Hércules Poirot se hallaba sentado frente a la mesa donde solía desayunarse. Tenía a la derecha una humeante taza de chocolate. Siempre había sido un hombre goloso. Para acompañar al chocolate disponía de un brioche. Le iban bien a aquél… Hizo unas leves y mudas afirmaciones, unos ligeros movimientos que evidenciaban su aprobación. La pasta procedía de la cuarta tienda por él visitada. Tratábase de una confitería danesa, pero que superaba en mucho a la que se decía francesa de las inmediaciones. Un fraude, un engaño claro, era la que había venido siendo la última.
Gastronómicamente se consideraba satisfecho. En su estómago reinaba la paz. También en su mente… Bueno. Quizás así la tranquilidad fuese excesiva. Había terminado su Magnum Opus, un análisis de los grandes escritores del género detectivesco. Se había atrevido a hablar poco de Edgar Allan Poe; se lamentaba de la falta de método, de la carencia de orden en las románticas producciones de Wilkie Collins; había puesto por las nubes a dos escritores americanos que, prácticamente, eran desconocidos… En general, había honrado en aquellas páginas a quienes lo merecían, regateando severamente los elogios a los que no se hallaban en tal caso.
Había visto el volumen ya confeccionado. Hojeándolo descubrió un sinfín de errores de imprenta en sus páginas. Pero con todo, estimó que se hallaba ante una obra bien hecha. Había pasado muy buenos ratos enfrascado en aquella empresa literaria, causándole no pocas satisfacciones las sesiones de lecturas correspondientes. En ocasiones, disgustado había acabado por arrojar lejos de sí el libro de turno, cogiéndolo finalmente del suelo para acomodarlo en la papelera.
Bien. Y ahora, ¿qué? Vivía un paréntesis agradable de despreocupación, muy necesario tras la labor intelectual. Pero no se puede estar así indefinidamente. Lo normal es que, sobre la marcha, se piense en la siguiente meta. Desgraciadamente, no tenía la menor idea sobre la naturaleza y carácter de su próximo empeño. ¿Otra labor de tipo literario? Se contestó negativamente. Había que esmerarse en lo que se acometiera hasta el máximo, olvidándose luego de ello. Tal era su máxima. La verdad era que se aburría. Había desarrollado una actividad mental intensa, excesiva quizás… Este proceder le llevó poco a poco a adquirir malos hábitos, causándole un gran desasosiego.
Poirot movió la cabeza, impaciente, tomando otro sorbo de chocolate.
Abrióse la puerta de la habitación y entró en ésta George, su servidor, un hombre muy al tanto de todo siempre. Su actitud era deferente y algo así como de excusa. Tosió con discreción antes de murmurar:
—Acaba de llegar… ¡ejem!… una joven, señor.
Poirot le miró, sorprendido y levemente contrariado.
—Nunca recibo a nadie a esta hora —dijo en tono de reproche.
—No, señor —convino George.
Amo y criado se contemplaron mutuamente. La comunicación, entre ellos, era una cosa complicada a veces. Mediante una inflexión de voz, una indirecta o una selección de ciertos vocablos, George podía significar que tenía algo que decir, siempre y cuando fuese formulada la pregunta oportuna. Poirot consideró brevemente cuál era la que procedía en el presente caso.
—¿Es una joven de buen aspecto? —inquirió cuidadosamente.
—En mi opinión… no, señor. Claro que sobre gustos no hay nada escrito…
Poirot estudió esta réplica. Recordó el titubeo de George antes de pronunciar la palabra «joven». George era un hombre delicado en la cuestión del trato social. No había podido calibrar la categoría real de la visitante y prefería favorecerla con su duda.
—Usted opina que se trata de una joven mujer más bien que de una persona joven, por así decirlo, ¿no?
—Sí, señor… Naturalmente, en la actualidad no siempre es fácil concretar, dar la medida exacta —manifestó George, con pesar que se adivinaba auténtico.
—¿Le dio a conocer el motivo de su visita?
—Me dijo… —George pronunció estas palabras con evidente desagrado, excusándose anticipadamente por ellas—, me dijo que deseaba consultarle algo referente a un crimen que quizás había cometido.
Hércules Poirot miró fijamente a George. Luego, enarcó las cejas.
—¿Que quizá había cometido? ¿No está segura?
—Eso es lo que la joven me dijo, señor.
—Una declaración nada satisfactoria, pero interesante, tal vez —señaló Poirot.
—Puede que se trate de una broma, señor —anunció George, dudoso.
—Todo es posible —concedió Poirot—. A uno no se le ocurriría, sin embargo… —tomó la taza—. Hágala pasar dentro de cinco minutos.
—Sí, señor.
George se retiró.
Poirot tomó su último sorbo de chocolate por aquella mañana. Dejó la taza y se puso en pie. Acercóse a la chimenea y se arregló el bigote detenidamente, contemplándose en el espejo que había encima de la repisa. Satisfecho, regresó a su silla, aguardando la entrada de la visitante. ¿Qué esperaba ver, concretamente? No lo sabía…
Estuvo esperando, quizás, una figura femenina de rasgos semejante a la que él estimaba, para sí, el ideal. Le había pasado por la cabeza una frase: «una belleza en apuros». Quedó desconcertado cuando George hizo entrar a la muchacha. Movió la cabeza invisiblemente y suspiró. Allí no había belleza… ¿Y por qué había de pensar en unos supuestos apuros…? Se sintió poseído por una extraña perplejidad.
«¡Uf! —pensó disgustado—. ¡Estas muchachas! No quieren sacar partido de sí mismas. ¿Por qué? Esta chica, por ejemplo, atractivamente vestida, peinada por un buen peluquero, tendría pase. Pero así tal como va…»
Su visitante tendría poco más de veinte años. Sus cabellos, largos y de un matiz indeterminado, le caían desordenadamente sobre los hombros. Sus ojos, de un azul verdoso, eran grandes. Carecían de expresión, sin embargo. Vestía las prendas que han llegado a constituir el uniforme de los seres de su generación: medias blancas de lana, dudosamente limpias, una falda roñosa y un largo y sucio jersey de lana también, muy gruesa. Calzaba botas altas.
Poirot experimentó un deseo común en todas las personas de su tiempo: arrojar a la joven a la primera pila de baño que estuviese a mano, con urgencia. Caminando por las calles de la ciudad había reaccionado, en ciertas ocasiones, de una manera muy semejante. Veíanse chicas como aquélla a centenares. Se descubría a primera vista su desaseo. Y no obstante —aquí saltaba la contradicción—, la joven que tenía delante parecía haber sido sumergida recientemente en las aguas del río para ser sacada en seguida. Tales muchachas, pensó Poirot, no eran, tal vez, sucias. Simplemente, se tomaban muchos trabajos para parecerlo…
Levantóse y estrechó cortésmente la mano de ella. Luego, le mostró una silla.
—¿Deseaba usted verme, señorita? Siéntese, se lo ruego.
—¡Oh! —exclamó la chica, algo agitada.
Después dirigió una mirada en silencio al rostro de Hércules Poirot.
—¿Y bien? —inquirió aquél.
Ella vaciló.
—Creo que… Prefiero continuar de pie.
Los grandes ojos de la visitante seguían fijos en la faz de Poirot. Su dueña vacilaba, evidentemente.
—Como guste.
Poirot la miró con atención. Esperaba… La muchacha movió los pies. Fijó los ojos en las puntas de sus botas y luego de nuevo en el hombre que tenía delante.
—¿Es usted…? ¿Es usted Hércules Poirot?
—Con seguridad que sí. ¿En qué puedo servirla?
—¡Oh! Es bastante difícil de… Quiero decir que…
Poirot pensó que quizás anduviera un poco necesitada de ayuda. Servicial, manifestó:
—Mi criado acaba de decirme que deseaba usted hablar conmigo para consultarme acerca de un crimen que quizás ha cometido… ¿Es mi interpretación correcta?
La joven asintió.
—Sí.
—A mi parecer, ésa es una cuestión que no admite duda. Usted tiene que saber forzosamente, si ha cometido un crimen o no.
—Bueno… No sé cómo explicárselo… a mi entender…
—Vamos. Descanse unos instantes. Explíquese.
—No sé… ¡Oh, Dios mío! No sé cómo… Verá usted… Es muy difícil… He… he cambiado de opinión. No quisiera mostrarme brusca, pero… bueno. Creo que será mejor que me marche.
—Vamos. Tenga valor.
—No. No puedo. Creí poder… ser capaz de presentarme ante usted para preguntarle qué era lo que yo debía hacer… Pero no me es posible. Es todo tan diferente…
—Diferente… ¿por qué?
—Lo siento muchísimo y de veras se lo digo, no quisiera que me juzgase descortés, pero…
La chica suspiró, mirando a Poirot, fijando luego la vista en otro punto de la habitación, para manifestar, súbitamente:
—Es usted demasiado viejo. No hubo nadie que me dijera que era usted tan viejo. Desearía que no me considerase una persona desconsiderada, ruda, pero… Así es. Es usted demasiado viejo. Lo siento muchísimo, de veras.
Volviéndose rápidamente, la visitante echó a correr hacia la puerta, con la precipitación de un mosquito que se lanzara sobre una luz.
Poirot escuchó, boquiabierto, el portazo, procedente de la entrada.
—Nom d’un nom d’un nom…