Capítulo IX

La señora Oliver se hallaba sentada dentro de un autobús. Su respiración era algo agitada, pero se sentía aún poseída por el celo de la caza. La «pieza» denominada por ella mentalmente el «pavo real», había estado moviéndose con bastante viveza. La señora Oliver, no tenía ninguna de las cualidades del buen andarín. Por el «Embankment» habíase deslizado detrás del muchacho estableciendo una distancia entre los dos de veinte metros, aproximadamente. En Charing Cross, él se metió bajo tierra. La señora Oliver se apresuró a perder de vista la calle. En la plaza de Sloane, David tornó a emerger y ella le imitó. Después estuvo esperando en la cola de un autobús, separándoles tres o cuatro personas de su perseguido. Éste subió al vehículo. Ariadne también. Él se sumergió en el desconcertante laberinto de calles que hay entre King Road y el río, para penetrar por fin en un patio lleno de materiales de construcción. La señora Oliver se ocultó en una entrada, manteniéndose a la expectativa. David enfiló una callejuela y ella le concedió unos segundos de ventaja, reanudando seguidamente la persecución… De pronto, perdió de vista al joven. La amiga de Poirot se apresuró a efectuar un detenido reconocimiento de sus alrededores. Todo parecía hallarse en estado de ruina por allí. Se adentró más por el pasadizo. Caminaba ya sin rumbo. Había otras insignificantes vías, muchas de ellas callejones sin salida… Se había desorientado por completo y cuando realizaba otro intento para regresar al patio de unos minutos antes, Ariadne oyó una voz a su espalda, una voz que le produjo un sobresalto tremendo:

—Espero no haber andado demasiado de prisa para usted.

Estas palabras fueron pronunciadas en un tono cortés.

Volvió la cabeza rápidamente. Súbitamente, lo que le había parecido hasta hacía poco pura diversión dejaba de serlo. Habíase lanzado despreocupadamente sobre los pasos de David, muy animada por la perspectiva de aquella experiencia. Ahora se sintió sacudida por un ramalazo de temor. Sí, en efecto, tenía miedo. Respiraba un aire cargado de amenazas. Y, sin embargo, la voz de él sonaba cortés, agradable, en sus oídos. Pero tras ella, adivinaba el peligro.

Recordó confusamente un sinfín de cosas que había leído todos los días en los periódicos. Mujeres ya ancianas habían sido atacadas por pandillas de mozalbetes. Tales mozalbetes se habían mostrado rudos, crueles, dejándose guiar por el odio y el afán de causar daño. Delante de ella tenía al joven que había estado siguiendo. Se había dado cuenta de su presencia, engañándola, llevándola hábilmente hasta la calle en que se encontraban. Le cerraba el paso… Londres y otras ciudades menores en extensión y habitantes tienen puntos muy especiales en los que sin transición se pasa de un sitio invadido por verdaderas multitudes a otro silencioso y desierto.

Existía la posibilidad de que hubiese gente en la calle vecina, en las casas cercanas… Ahora bien, lo más próximo a ella era la poderosa figura del muchacho, una figura dotada, seguramente, de fuertes y crueles manos. La señora Oliver creía que en aquellos momentos su dueño proyectaba usarlas. «El pavo real». Un tipo orgulloso, por naturaleza, con sus terciopelos, sus apretados y elegantes pantalones negros, que hablaba con ironía, la ironía que ocultaba una maldad cierta.

La señora Oliver hizo tres profundas inspiraciones seguidas. Tomó una determinación. Tenía que montar su defensa. Como fuera. Sin vacilar lo más mínimo se dejó caer sobre la tapa de un cubo de desperdicios que se encontraba adosado al muro muy cerca de ella.

—¡Dios mío! ¡Y qué susto me ha dado usted, joven! —dijo Ariadne—. ¿Cómo iba a figurarme que estaba aquí? Supongo que no se habrá enfadado.

—Así, pues me seguía, ¿eh?

—Efectivamente, le seguía. Le habré ocasionado alguna molestia quizás. Estimé que me hallaba ante una oportunidad incomparable, ¿sabe? Estoy segura de que se habrá irritado… Olvídelo. Mire… —la señora Oliver se instaló más cómodamente sobre la tapa del cubo—. Le explicaré… Yo me dedico a escribir novelas. Son historias detectivescas siempre… Esta mañana andaba preocupada. Penetré en un café, a ver si una taza de este brebaje me proporcionaba alguna idea inspirada. En el libro que tenía entre manos había llegado precisamente a una situación como la nuestra hace un rato. Yo seguía a alguien… Bien. Quiero decir que el héroe de mi novela seguía a otra persona. Reflexioné, diciéndome: «La verdad es que de estas experiencias sé muy poco. O nada». Yo lo único que dominaba en tal terreno era la teoría, lo que era fruto de mis lecturas, lo que yo misma me había inventado con motivo de cualquier relato… «¿Por qué no lo intentas?», me pregunté. «Lo que se vive se narra con más agilidad después, dando a la aventura o episodio veracidad». Miré a un lado y a otro en el café, y le vi sentado a la mesa vecina… No se enoje: pensé que usted era la persona ideal para realizar yo el experimento…

Los ojos del joven, fríamente azules, parecían haber perdido un poco de su dureza.

—¿Por qué era yo la persona ideal en ese sentido?

—No viste usted como los demás —explicó la señora Oliver—. Son las suyas unas prendas muy atractivas… Casi como las de la época de la Regencia. Simplemente, quise aprovechar la ventaja que suponía el que usted se distinguía claramente entre los demás. De manera que cuando salió del café yo dejé el establecimiento también. La experiencia, a decir verdad, ha sido una dura prueba para mí —Ariadne levantó la vista—. ¿Le importaría decirme si se dio cuenta en seguida de que yo le espiaba, o si tardó mucho?

—No, en seguida, no.

—Ya, ya —la señora Oliver se quedó pensativa—. Pero desde luego, a mí no se me ve como a usted. En resumidas cuentas, que usted apenas sería capaz de distinguirme si me hallara en un grupo de mujeres de mi edad, ya entradas en años. Mi persona ofrece escasas particularidades, ¿eh?

—¿Escribe usted libros que han sido publicados? ¿Los conozco yo?

—No lo sé… Es posible que haya leído alguno. Llevo escritos cuarenta y tres hasta el momento. Oliver es mi apellido.

—¿Ariadne Oliver?

—Así, pues, usted conoce mi nombre. Bueno, joven, esto es halagador. Pero me atrevo a afirmar que mis libros no le gustan mucho. Es muy probable que se le antojen de corte antiguo, pasados de moda, carentes de la violencia que gusta al público actual…

—¿Me conocía usted de antes?

La señora Oliver movió la cabeza, denegando.

—No… Estoy segura que no…

—¿Y qué dice de la chica que estaba conmigo?

—¿Se refiere a la… a la que comía habas cocidas con usted… en aquel local? No, creo que no la conozco tampoco. Claro que sólo llegué a ver su nuca. Me pareció… Bueno. Lo cierto es que las chicas ahora son todas iguales.

—Pues ella sí que la conocía a usted —dijo el muchacho repentinamente. Ahora su tono era más agrio—. Me indicó que habían estado hablando las dos recientemente. Hace cosa de una semana, creo.

—¿Dónde? ¿En una reunión? Es posible… ¿Cómo se llama ella? Quizá recuerde su nombre.

—Se llama Norma Restarick.

El muchacho miro con más fijeza que nunca a la señora Oliver al pronunciar estas palabras.

—Norma Restarick… ¡Oh, sí! Desde luego… Fue en una reunión celebrada en el campo, en un sitio denominado… espere, espere un momento… Long Norton. ¿No es eso? He olvidado cómo se llamaba la casa, en cambio. Me presenté en ella acompañada de varios amigos. No creo que la hubiera reconocido nunca… Sé que hizo algún comentario sobre mis libros. E incluso que le prometí regalarle uno. ¡Qué coincidencia tan extraña, verdad, que habiendo escogido al azar una persona para mi experiencia detectivesca, ésta resulte hallarse acompañada por otra más o menos conocida! Sí, señor: es muy raro. Me parece que no voy a poder aprovechar este incidente en mi novela. El público diría que es mucha casualidad…

La señora Oliver volvió a ponerse en pie.

—¡Dios mío! Pero… ¿dónde me he sentado? ¡Si es un cubo de desperdicios! ¡Vaya! Y bien sucio que está —Ariadne resopló—. ¿En qué lugar de la ciudad estaremos concretamente?

La señora Oliver experimentó de pronto la impresión de que se había equivocado por completo al sentirse atemorizada. «¡Qué absurdo! ¡Qué tonterías he llegado a pensar! —se dijo—. Imaginé que este joven era un individuo peligroso, capaz de causarme algún daño». La sonrisa del joven se le antojó encantadora. Movió la cabeza ligeramente y las puntas rizadas de sus cabellos se pasearon sobre sus hombros ¡Qué criaturas tan fantásticas venían a ser los muchachos modernos!

—Opino —dijo él—, que lo menos que puedo hacer es enseñarle el paraje a que ha llegado siguiéndome. Suba por estas escaleras.

El joven le indicaba unas de muy mal aspecto, que parecían conducir a un desván.

—¿Que suba por las escaleras?

La señora Oliver dudaba. Quizá su interlocutor hubiese desplegado su seductora sonrisa con el propósito de convencerla para que entrase allí y propinarle un fuerte golpe luego que la dejase inconsciente. «No está bien. Ariadne —se dijo—. Te has metido espontáneamente en este laberinto y habrás de arreglártelas tú sola para salir de él. De paso averigua lo que puedas. Si es que hay algo que averiguar».

—¿Cree usted que esos peldaños resistirán mi peso? Parecen hallarse carcomidos —comentó.

—Están perfectamente. Subiré yo primero.

La señora Oliver puso el pie en el primer escalón, detrás del joven. Estaba asustada, muy asustada. Le inspiraba más temor que el propio «pavo real» el lugar a donde éste podía estar conduciéndola. Bien. Pronto sabría a qué atenerse. Su acompañante empujó la puerta que había arriba del todo y los dos penetraron en una habitación. Era un cuarto grande y desnudo, el improvisado estudio de un artista. Vio distribuidas por el piso varias colchonetas y lienzos apoyados en las paredes. Y un par de caballetes de pintor. Flotaba en el aire un olor penetrante a pinturas.

En la habitación se encontraban dos personas. Frente a uno de los caballetes se había instalado un joven barbudo, pintando. Volvió la cabeza hacia ellos al oírles entrar.

—¡Hola, David! ¿Qué? ¿Nos traes compañía?

La señora Oliver pensó que no había visto nunca en su vida un hombre de aspecto más desaseado que aquél. Sus negros y aceitosos cabellos le caían tanto sobre la nuca, por detrás, como sobre los ojos, por delante. La barba era un rastrojo descuidado. En las prendas que vestía entraba en abundancia el cuero y calzaba botas de media caña. Ariadne se fijó a continuación en la muchacha que posaba como modelo. Habíase acomodado en una silla, encima de un estrado… Esto es un decir, ya que su posición no podía ser más molesta: tenía la cabeza echada hacia atrás y sus cabellos caían como una cascada hasta el suelo, casi. La señora Oliver reconoció inmediatamente a la chica. Era la segunda de las tres chicas que ocupaban el apartamento de Borodene Mansions. No se acordaba de su apellido, pero sí de su nombre de pila. Tratábase de la altamente decorativa y lánguida Frances.

—Le presento a Peter —dijo David, señalando al artista un tanto repulsivo—, uno de nuestros genios en ciernes. Y ahí tiene a Frances, posando como una muchacha desesperada que aspira a abortar.

—Cállate mono —contestó Peter.

—Nos conocemos, ¿verdad? —inquirió la señora Oliver, dirigiéndose a la muchacha en un tono alegre, pero algo vacilante—. Me parece que nos hemos visto en alguna parte antes de ahora. Y muy recientemente, tal vez.

—Usted es la señora Oliver, ¿no? —preguntó Frances.

—Eso me ha dicho —manifestó David—. Por consiguiente, no me ha engañado.

—Veamos… ¿Dónde nos vimos antes? —prosiguió diciendo Ariadne—. ¿En una reunión? No. Déjeme recordar… ¡Ya sé! Fue en Borodene Mansions.

Frances había adoptado una posición normal en su silla y se expresaba haciendo gala de sus finos modales. Peter lanzó un gemido.

—¡Ya has estropeado la pose! ¿A qué vienen todos esos alocados movimientos? ¿Es que no puedes estarte quieta?

—No soy capaz de resistirlo un momento más. Esta postura me resulta terriblemente molesta. Se me ha puesto un dolor aquí en el hombro…

—Me he estado dedicando a vivir ciertas experiencias, últimamente. Por ejemplo: he seguido a una persona —explicó la señora Oliver—. La cosa es más fácil de lo que yo me había imaginado. ¿Es esto el estudio de un artista? —añadió, mirando a su alrededor con absoluta desenvoltura.

—Eso viene a ser este desván… Y dé gracias a que el suelo no se haya hundido bajo sus pies —repuso Peter.

—Hay aquí todo lo que se necesita para trabajar, realmente: luz del norte, espacio suficiente, una colchoneta en la que poder tenderse, un apartamento para cuatro abajo y lo que se llama «derecho a cocina» —comentó David—. También suele haber una botella o dos de licor —volviéndose hacia la señora Oliver, el joven agregó—: ¿Le apetece beber algo, señora Oliver?

David pronunció las anteriores palabras haciendo un gesto amable, de extremada cortesía.

—No bebo nunca licores.

—¡Y será verdad! —exclamó David—. ¿Quién lo habría dicho?

—Encuentro su observación muy brusca, muy poco galante, pero me parece explicable —manifestó la señora Oliver—. He topado ya con muchas personas que a las primeras de cambio me han dicho, en cuanto ha habido alguna confianza: «De veras, ¿eh? Siempre pensé que bebías como una esponja».

Ariadne abrió su bolso… Inmediatamente cayeron al suelo tres mechones de grisáceos cabellos. Los cogió David, quien procedió a entregárselos a su dueña.

—¡Oh! Muchas gracias. No dispuse de mucho tiempo esta mañana. Me pregunto si llevaré aquí más horquillas…

Después de registrar a fondo el bolso comenzó a arreglar su peinado.

Peter soltó una carcajada…

«Es raro —pensó la señora Oliver—. ¿Por qué se me metería en la cabeza la idea de que me hallaba en peligro? Peligro… ¿Por qué causa? El aspecto de estos muchachos podrá ser extraño, pero la verdad es que me resultan simpáticos y cordiales. Es cierto lo que constantemente me dicen mis amistades: tengo demasiado imaginación».

Luego, anunció que tenía que irse. David, con galantes ademanes que le hicieron pensar en la caballeresca época de la Regencia, la ayudó a bajar por las desvencijadas escaleras. A continuación le facilitó detalladas instrucciones para que pudiese llegar a King’s Road de la manera más rápida posible.

—Más tarde —dijo el joven—, tome un autobús… O un taxi, si es que se siente fatigada.

—Tomaré un taxi —repuso ella—. Tengo los pies destrozados. Cuanto antes me siente, mejor. Gracias por haber sido tan indulgente conmigo. Reconozco que mi conducta ha sido algo impertinente. Pudo usted haberse molestado. Es lógico. Pienso que en fin de cuentas, no lo hice mal, ¿eh?

—Esté tranquila —dijo David, gravemente—. Salga por aquí hacia la izquierda… Tuerza luego a la derecha y coja la izquierda de nuevo hasta que vea el río. Después, diríjase hacia él en línea recta… ¿Ha comprendido?

Cosa curiosa: a los pocos minutos volvió a sentirse nerviosa, intranquila igual que al principio. «He de frenar mi imaginación a toda costa —recomendóse a sí misma. Volvió la cabeza contemplando las escaleras y la ventana del estudio. Todavía divisó la figura de David—. Tres jóvenes verdaderamente corteses, agradables, sí, señor. Muy amables, muy simpáticos… A la izquierda hasta aquí. Y luego hacia la derecha. Por el hecho de guiarse una de su aspecto exterior, tan peculiar, he llegado a concebir ridículas ideas, juzgándolos peligrosos… ¿Tenía que dirigirme hacia la derecha de nuevo o hacia la izquierda? Por la izquierda me parece. ¡Oh, Dios mío! Los pies. ¡Cómo me duelen! Y por lo que veo no tardará en llover». Su paseo se le antojo interminable. Pensó que King’s Road quedaba increíblemente lejos. Apenas oía el familiar rumor del tráfico. ¿Dónde demonios estaba el río? Ariadne comenzó a sospechar que había interpretado mal las instrucciones de David…

«Bien. No tardaré en llegar, supongo a algún sitio conocido: al río, a Putney, a Wandworth o donde sea…»

Abordó a un transeúnte, preguntándole qué camino tenía que seguir para ir a King’s Road. El hombre le hizo saber que era extranjero, que no hablaba inglés.

Muy cansada la señora Oliver dobló otra esquina. Frente a ella divisó el móvil brillo del agua. Apretó el paso… Deslizábase por una estrecha vía cuando oyó un rumor a su espalda. Alguien avanzaba tras ella. Y en el momento en que empezaba a volver la cabeza sintió que golpeaban fuertemente en ésta. El mundo se esfumó ante sus ojos con insólita rapidez, siendo sustituido por un aluvión de sorprendentes chispas.

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