Capítulo VIII
Hércules Poirot dictaba a su secretaria, la señorita Lemon.
—Y aunque aprecio en lo que vale el honor que usted me dispensa, lamento tener que informarle…
Sonó el timbre del teléfono. La señorita Lemon extendió un brazo, descolgando el micro.
—Diga. ¿Quién? —alargando aquél a Poirot, declaró—: La señora Oliver.
—¡Ah…! La señora Oliver —no le agradaba mucho que le interrumpieran en aquellos instantes, pero Poirot se dispuso a atender la llamada de su amiga—. Hércules Poirot al habla.
—¡Señor Poirot! ¡Cuánto me alegra estar en comunicación con usted! ¡Ya la he encontrado!
—No comprendo, señora Oliver.
—¡Ya la he encontrado! Me refiero a su chica: la que cometió el crimen o cree haberlo cometido. La he oído hablar de ese asunto un buen rato, por añadidura. Me parece que la muchacha no está muy bien de la cabeza. Pero, bueno, dejemos eso ahora. ¿Quiere venir a verla?
—¿Desde dónde me habla, chère madame?
—Desde un establecimiento situado entre la catedral de San Pablo y el teatro Mermaid, aproximadamente: desde la calle Calthorpe —al pronunciar estas palabras, la señora Oliver miró más allá de los cristales de la cabina telefónica que ocupaba—. ¿Podrá presentarse aquí rápidamente? Están en un restaurante…
—¿Están? ¿Quiénes?
—¡Oh! La chica en cuestión y su amigo, el joven que su familia ve con bastante desagrado. La verdad es que el muchacho no tiene nada de repulsivo y parece estar muy enamorado de ella. No sé por qué… Hay gente la mar de rara. Bueno. No quiero entretenerme más… Entré por casualidad en el local y di con ellos.
—Vaya. Ha demostrado ser usted muy inteligente, señora Oliver.
—No. Nada de eso. Ha sido una cosa puramente fortuita.
—Cuestión de suerte, entonces. Se necesita suerte para todo en esta vida, señora Oliver. De ahí su importancia.
—Logré sentarme junto a la mesa que la pareja ocupaba, a espaldas de la chica. Creo que aunque hubiese vuelto la cabeza para mirarme no me habría reconocido. Cambié mi peinado a tal efecto. Los dos estuvieron hablando como si se hubiesen encontrado solos en el mundo y cuando pidieron otro plato… habas cocidas… (No soporto las habas cocidas y me choca que la gente las pida…)
—Olvídese, pues de ellas. Siga. Entonces se separó de ellos para telefonearme, ¿eh?
—Exacto. Decidí dedicar a esto el tiempo que tardaban en servirles el nuevo plato. He de volver a mi sitio ya. Puede que me vea usted frente al establecimiento. Bien, haga lo posible por llegar aquí cuanto antes.
—¿Cómo se llama ese local?
—«El Alegre Trébol Blanco»… Sólo que de alegre tiene esto muy poco. He observado cierta sordidez a mi alrededor. Sin embargo, hacen un café magnífico.
—No diga una palabra más. Vuélvase a su sitio. No tardaré en presentarme ahí.
—¡Magnífico! —exclamó la señora Oliver.
* * *
La señorita Lemon, siempre eficiente, le había precedido y se hallaba en la calle, aguardándole junto a un taxi. No hizo ninguna pregunta. Sabía contener su curiosidad. No dijo a Poirot en qué ocuparía su tiempo durante las horas que estuviese ausente. No era necesario. La señorita Lemon tenía siempre algo entre manos y ello venía a ser, normalmente, lo más oportuno.
Poirot no tardó mucho en llegar a la esquina de la calle Calthorpe. Se apeó, pagó al taxista y echó un vistazo a su alrededor. Descubrió la entrada de «El Alegre Trébol Blanco», pero no vio frente al establecimiento ninguna persona que le hiciese pensar en la señora Oliver. Pensaba en su disfraz… Echó a andar hacia el final de la calle y volvió sobre sus pasos. Nada. Ariadne no se encontraba por allí. Podía ser que la pareja que a ellos les interesaba hubiese abandonado el lugar, lanzándose ella en su seguimiento… Finalmente decidió penetrar en el local. Primero se acercó a la puerta. No se veía muy bien lo que había al otro lado de los cristales por el vaho que empañaba éstos. Luego, empujó una de las hojas…
No tardó más que unos segundos en encontrar a la muchacha que la había visitado en su casa a la hora del desayuno. La mesa que ocupaba se hallaba adosada a una de las paredes. Fumaba un cigarrillo, mirando al frente… parecía hallarse ensimismada, absorta en sus pensamientos. Poirot se dijo que quizá no fuese esto último. No era el suyo un gesto reflexivo. Resultaba más bien de olvido. La chica, prácticamente, se encontraba en aquellos momentos en otra parte.
Cruzó la sala lentamente y se sentó en la silla situada enfrente de la joven. Ésta levantó la vista. Poirot se dio cuenta inmediatamente de que acababa de ser reconocido.
—Así pues, señorita, nos encontramos reunidos de nuevo —dijo él—. Sabe usted quién soy, ¿verdad?
—Sí, sí, claro.
Resultaba halagador siempre ser reconocido por una muchacha. Sobre todo si se piensa que ella nos ha visto una sola vez y por breves minutos.
Norma Restarick escrutó su rostro en silencio.
—Vamos a ver… ¿Qué detalle de mi persona especialmente le ha permitido reconocerme, señorita?
—Su bigote —contestó Norma sin vacilar—. Sólo podía ser el de Hércules Poirot.
A éste le agradó la observación. Vanidosamente, se pasó dos dedos de la mano derecha por el labio superior, su gesto de siempre en tales ocasiones.
—¡Oh, sí! Cierto. Hay pocos bigotes por ahí como el mío. Es bonito, ¿verdad?
—Sí… Pues sí… Supongo que lo es.
—Es muy posible que usted no sea precisamente una experta en materia de bigotes. Reconozca, sin embargo, que éste, señorita Restarick (señorita Norma Restarick, ¿eh?), es de los mejores perfilados que haya podido contemplar.
Deliberadamente, había hecho hincapié en el nombre. Había observado en la chica un aire tan ausente que Poirot se preguntó si ella se había dado cuenta de aquello. Pero sí que lo había advertido. Lo notó en su sobresaltada reacción.
—¿Cómo ha llegado a saber mi nombre? —inquirió.
—Es verdad. Usted no llegó a dárselo a mi servidor cuando fue a verme a casa…
—¿Quién le ha informado?
Poirot estudió la expresión de alarma, de temor, en el femenino rostro.
—Un amigo. Los amigos son, con frecuencia, muy útiles.
—¿Quién?
—Señorita Restarick, usted pretende sustraerme uno de sus secretos. ¿Por qué he de confesarle los míos?
—Es que no comprendo cómo ha podido enterarse…
—Está usted hablando con Hércules Poirot. ¿Necesito recordárselo? —repuso él, solemne.
Decidió cederle la iniciativa en el diálogo, creyendo lograrlo con el simple hecho de permanecer callado, contemplándola sonriente.
—Yo… —comenzó a decir Norma para interrumpirse inmediatamente—. Quisiera…
Otra pausa.
—La mañana de su visita no hicimos muchos progresos en nuestra conversación —señaló Hércules Poirot—. Sólo llegó a decirme que usted había cometido un crimen.
—¡Oh! Desea hablarme de eso…
—Sí, señorita: de eso…
—Pero… yo no hablaba en serio. Fue… una broma.
—Vraiment? Se presentó usted en mi casa temprano, a la hora del desayuno. Y dijo a mi criado que quería hablar conmigo urgentemente. Creía haber cometido un crimen… De ahí procedían sus prisas. ¿Es ésa la idea que usted tiene de lo que debe ser una broma?
Una de las camareras del establecimiento danzaba por los alrededores de la mesa, mirando atentamente a Poirot. Repentinamente, se acercó a él, alargándole una especie de barquichuelo de papel, como los que se confeccionan los niños para hacerlos flotar en el agua del baño.
—¿Es esto para usted? —preguntó la mujer—. ¿El señor Porrit? Una señora que estuvo aquí me encargó que se lo entregara.
—¡Ah, sí! ¿Cómo ha podido identificarme?
—La señora me dijo que le localizaría fijándome en su bigote. Aseguró que yo no había visto un bigote como el suyo en toda mi vida. Y no se equivocaba —añadió la camarera, sin perderlo de vista.
—Muchísimas gracias.
Poirot deshizo, pliegue por pliegue, el barquichuelo de papel, alisándolo a continuación. Leyó luego lo que la señora Oliver había escrito apresuradamente con un lápiz en la cuartilla: «Él se marcha. La chica se queda aquí. Ocúpese de la muchacha mientras yo me dedico a seguir a su acompañante. Ariadne».
—Está bien —murmuró con toda naturalidad Hércules Poirot al tiempo que se guardaba la hoja en un bolsillo—. ¿De qué hablábamos? ¡Ah! Nos referíamos a su sentido del humor, señorita Restarick.
—¿Conoce mi nombre tan sólo o está al tanto también de mis circunstancias personales?
—Conozco unos cuantos hechos en relación con su persona. Usted se llama Norma Restarick. Sus señas en Londres: Borodene Mansions, número sesenta y siete. Hogar de sus padres: «Crosshedges», en Long Basing. Usted vive o ha vivido en compañía de su padre, su madrastra, un tío abuelo y… ¡oh, sí…! una joven au pair. Como verá, estoy bien informado.
—Me ha seguido, ¿eh?
—No, no —contestó Poirot—. Nada de eso. Por lo que a tal punto respecta puedo darle mi palabra de honor.
—Pero usted no es un policía, ¿eh? No me dijo que lo fuera…
—No lo soy, en efecto.
Norma Restarick pareció deshacerse de su aire de desconfianza y desafío a un tiempo.
—No sé qué hacer —confeso.
—Mire, joven… No estoy dedicándome a apremiarla para que utilice mis servicios. Ya me comunicó oportunamente que yo le parecía demasiado viejo para eso. Es posible que esté en lo cierto. Pero puesto que sé quién es usted y conozco algunos detalles relativos a su persona, ¿por qué no hemos de hablar en tono amistoso de los problemas que la afligen? Recuerde que los viejos no somos muy aptos para la acción pura, cosa que se halla compensada por el hecho de habernos procurado una experiencia de la que muchas veces se puede sacar un partido sumamente beneficioso…
Norma continuó mirándole, indecisa. Poirot se había sentido desasosegado ya antes, al ser objeto de la atención de aquellos grandes ojos. La chica tenía que sentirse como atrapada. O bien se hallaba un momento ideal para la confidencia. Por otro lado, Poirot siempre había sabido suscitar la locuacidad en sus interlocutores.
—Me toman por una loca —dijo ella bruscamente—. Y en ocasiones me figuro que los que tal piensan están en lo cierto…
—He aquí un punto de gran interés —repuso Hércules Poirot, animoso—. Para las cosas del cerebro existen muy variados nombres. Todos ellos impresionantes. Los psicólogos, los psiquiatras, los tienen en los labios constantemente. Ha aludido usted a la locura. Muy bien. La gente ordinaria, las personas con quienes nos encontramos a cada paso, la padecen en mayor o menor grado. Eh bien! Puede que esté usted loca, o que lo parezca, o que se crea así… Le diré que no se trata de nada grave: es algo muy corriente. Tal desequilibrio se cura con facilidad, siempre y cuando se recurra al oportuno tratamiento. La perturbación procede de los esfuerzos exagerados de tipo mental. Hay demasiadas preocupaciones; la gente joven estudia con exceso ante la perspectiva de los exámenes; uno se recrea exageradamente en sus emociones; se es demasiado religioso o se carece, lamentablemente, de creencias religiosas; padres y madres dan motivo para que los hijos les miren con recelo, ¡les odien incluso! La causa puede ser también, lógicamente, una contrariedad de tipo amoroso.
—Yo tengo madrastra. La odio. Y creo odiar a mi padre también. Ahí hay cosas de sobra, ¿no?
—Reconozcamos que no es su caso de los que se dan con más frecuencia —dijo Poirot—. Supongo que usted ha querido mucho a su madre. ¿Se divorció de su marido? ¿Murió?
—Murió hace dos o tres años.
—¿Y sintió mucho su desaparición?
—Sí. Me parece que sí… Desde luego que lo sentí. Estaba inválida… Paso por diversas clínicas en los últimos años de su vida.
—¿Qué fue de su padre?
—Mi padre se había marchado al extranjero mucho tiempo antes. Se trasladó a África del Sur teniendo yo cinco o seis años. Creo que quiso divorciarse de mi madre, pero ella no accedió. En África del Sur anduvo metido en negocios de minas o algo así. Tenía la costumbre de escribirme al llegar la Navidad, enviándome un regalo. A eso quedaron reducidos nuestros contactos. Por tal motivo, nunca me pareció una persona real. Volvió hace cosa de un año porque tuvo que liquidar los negocios de mi tío y solventar algunos problemas financieros… Se presentó aquí en compañía de su nueva esposa.
—Y a usted le disgustó su proceder…
—En efecto.
—Tenga en cuenta que él era viudo ya. Nada tiene de extraordinario que un hombre contraiga matrimonio por segunda vez. Especialmente, cuando ha habido una separación de muchos años. ¿Se trataba de la misma mujer con quien deseó casarse por la época en que solicitó de su madre el divorcio?
—¡Oh, no! Ésta de ahora es muy joven. Y hermosa, además. Se conduce en casa como si allí no hubiese más voluntad que la suya.
Norma guardó silencio unos instantes. Luego, agregó en un tono de voz diferente saturado de infantiles inflexiones:
—Me figuré que cuando volviera mi padre viviría pendiente de mí… Ella ha impedido que pudiera suceder tal cosa. Se puso desde el primer momento en contra mía. Me ha acorralado materialmente, hasta arrojarme a la calle…
—Bueno ¿y qué más da eso a su edad, Norma? No necesita de nadie que cuide de usted, al fin y al cabo. Es independiente, vive de su trabajo, goza de la vida, escoge sus amigos…
—¡Cómo se ve que no conoce la manera de pensar de mis familiares! Me refiero, sobre todo, al tema de la elección de amigos.
—La mayor parte de las chicas de hoy en día tienen que, soportar las duras críticas de los mayores cuando se habla de los muchachos que suelen acompañarlas —afirmó Poirot.
—¡Cambió tanto todo! —exclamó Norma—. Mi padre no era ya el que yo recordaba de cuando tenía cinco años. Entonces gustaba de jugar conmigo, a todas horas y se mostraba muy alegre. Actualmente, tiene bien poco de esto. Siempre le veo preocupado, irritado, más bien… ¡Oh, sí! ¡Qué diferente!
—Han transcurrido, según mis cálculos, unos quince años. Las personas cambian a medida que avanzan en la vida, Norma.
—¿Tanto, tanto como mi padre?
—¿Ha cambiado de aspecto?
—¡No, no! Hay un cuadro que le hicieron siendo todavía muy joven… Físicamente, mi padre es en la actualidad como aparece en aquél. Es su manera de ser, de comportarse, lo que determina la diferencia a que aludo.
—Escuche, Norma —dijo Poirot, muy atento—: los hombres y las mujeres no son nunca igual que se les recuerda. A medida que transcurren los años, modelamos aquéllos según nuestros deseos, según quisiéramos que fuesen, de acuerdo también con los recuerdos que alberga nuestra mente. Si usted les quiere agradables, alegres y bellos empieza, inconscientemente, a amontonar cualidades sobre las personas que añora, forjando en realidad otras distintas.
—¿Usted cree? ¿Piensa así de veras? —Norma calló de pronto, inquiriendo a continuación con forzosa brusquedad—: ¿A qué atribuye que yo sienta deseos de matar?
La pregunta salió de sus labios con entera naturalidad. Allí quedaba, como flotando entre ellos… Poirot pensó que habían llegado al instante crucial de la conversación.
—He aquí una pregunta muy interesante. También la causa puede encerrar un interés innegable. Existe una persona idónea a la hora de contestarla: el médico.
La reacción de Norma se produjo rápidamente.
—No iré a ver a ningún médico. Eso era lo que ellos querían. Después me habrían encerrado en cualquier hospital para perturbados mentales, de donde no hubiera vuelto a salir. No. Por supuesto que no voy a hacer lo que usted acaba de indicarme.
La joven se agitó, inquieta, disponiéndose, quizás, a levantarse.
—Yo no he pensado ni por un momento en mandarla a ningún médico, señorita. ¿Por qué ha de alarmarse? Visite al doctor que le plazca. Proceda espontáneamente. Déle todas las explicaciones que me ha dado a mi y luego formule su pregunta. Es muy posible que el médico sea capaz de facilitarle la respuesta oportuna.
—Eso mismo es lo que David viene diciéndome. Sí. Eso es lo que me ha dicho en varias ocasiones… Pero creo que no sería comprendida. Tendría que decirle al doctor que yo… que yo he intentado hacer ciertas cosas…
—¿Qué es o qué la hace pensar que ha procedido así?
—Es que… Verá… Yo no siempre recuerdo mis últimas acciones, ni sé en todo momento dónde he estado… Hay paréntesis en mi vida de una hora… o de dos… que no consigo llenar. Una vez estuve en un corredor… al que daba una puerta, su puerta… Llevaba, algo en la mano… No sé cómo me hice con aquello… Ella se me acerco. Pero al aproximarse a mí su faz cambió. Ya no era ella. En absoluto. Se había transformado en otra persona.
—Es probable que esté usted recordando una extraña pesadilla…
—No se trataba de una pesadilla. Cogió el revólver… Estaba junto a mis pies…
—¿En un pasillo?
—No. En un patio. Ella se me acercó, quitándomelo.
—¿Quién procedió así?
—Claudia. Me llevó escaleras arriba obligándome a beber un líquido amargo.
—¿Dónde se encontraba su madrastra entonces?
—Allí también… No. No estaba allí… Se hallaba en «Crosshedges». O en el hospital. Aquí averiguaron que estaba siendo envenenada… Y que era yo…
—Pudo no haber sido usted… ¿Por qué no pensar en otra persona?
—¿Qué otra persona?
—El… esposo de esa mujer, quizá.
—¿Mi padre? ¿Por qué ha de querer mi padre envenenar a Mary? Está perdidamente enamorado de ella. ¡Ve por sus ojos!
—Hay más gente en la casa, ¿verdad?
—¿El tío Roderick? ¡Qué disparate!
—Nunca se sabe… —contestó Poirot—. Podría sufrir cualquier perturbación de tipo cerebral. ¿Y si se le había metido en la cabeza la idea de que era su deber envenenar a una mujer que pudiera ser, según él, una hermosa espía? Quien dice esto, dice otra cosa semejante.
—Muy interesante —replicó Norma, momentáneamente divertida, expresándose ahora con toda naturalidad—. Durante la última guerra, tío Roderick anduvo metido entre espías. ¿Quién hay más? ¿Sonia? También podría ser una bella espía, pero no responde al concepto que yo me he formado de tales personajes.
—No. Además, ¿qué motivos podría tener para desear envenenar a su madrastra, Norma? Bueno… Habrá servidores, jardineros, por ejemplo.
—Los que hacen tareas allí no están fijos. A mi juicio, no existe ni uno solo al que se le pueda asignar un móvil razonable.
—¿Y si todo fue obra de la propia Mary?
—¿Sugiere usted un intento de suicidio?
—Es una posibilidad.
—No me imagino a Mary tomando esa resolución. Es una mujer demasiado sensata. ¿Por qué había de querer suicidarse, además?
—Ya veo lo que piensa. En tal caso, ella optaría por meter la cabeza en el horno de gas, o se tendería en un lecho artísticamente adornado para ingerir una dosis exagerada de pastillas somníferas. ¿Me equivoco?
—Podría haber sido algo más sencillo la causa… Pude haber sido yo, simplemente —dijo Norma con toda formalidad.
—¡Ah! —exclamó Poirot—. Eso me interesa. Al parecer, prefiere haber sido usted, ¿eh? Le atrae la idea de ser la administradora de la dosis fatal. Sí. Le complace tal pensamiento.
—¿Cómo se atreve a decir eso? ¿Cómo puede…?
—Porque creo que es la verdad —manifestó Poirot—. ¿Por qué se siente excitada ante el pensamiento de haber cometido un crimen? ¿Por qué se complace en idear tal cosa?
—No hay nada de verdad en lo que afirma.
—Me limitaba a plantearme unas preguntas.
Norma alcanzó su bolso, tanteándolo con nerviosos dedos.
—No estoy dispuesta a seguir aquí, consintiéndole que me diga cuanto se le antoje.
La muchacha hizo una seña a la camarera, quien se aproximó a la mesa. Hizo su cuenta en el bloc de que era portadora, arrancó la hoja y la depositó en el plato que la chica tenía delante.
—Por favor, permítame… —medió Hércules Poirot.
Ella cogió rápidamente el papel, abriendo su billetero. Se había adelantado al movimiento de su acompañante.
—No quiero que pague usted.
—Como guste, señorita Restarick.
Poirot vio todo lo que había querido ver. La cuenta se refería a dos personas. David, pese a sus finas maneras, no creía que estuviese mal que su enamorada amiga corriese con todos los gastos.
—Así, pues, es usted quien invita cuando está con un amigo.
—¿Quién le ha dicho que yo estaba aquí con alguien?
—Yo sé más cosas de las que usted se figura, señorita.
Norma dejó sobre la mesa unas monedas, poniéndose en pie.
—Me voy, señor Poirot —declaró—. Y le prohíbo que me siga.
—¿Podría hacerlo? Recuerde mi avanzada edad. Si una vez en la calle echara a correr no sería capaz de alcanzarla.
Norma se encaminó a la puerta.
—¿Ha oído bien? Absténgase de seguirme.
—Permítame al menos que le abra la puerta —Poirot hizo esto con un caballeresco ademán, no carente de ironía—. Au revoir, mademoiselle.
Norma le miró recelosa. Echó a andar por la acera con rápidos pasos. De cuando en cuando volvía la cabeza. Poirot se quedó junto a la entrada del establecimiento observándola. No llevó a cabo el menor intento de lanzarse sobre sus pasos, ni mucho menos de alcanzarla. Cuando hubo perdido de vista la gentil figura de Norma Restarick penetró de nuevo en el local.
«¿Y qué diablos significa todo esto?, se preguntó Poirot».
La camarera avanzaba en dirección a él, con un gesto de evidente desagrado en el rostro. Poirot tornó a ocupar su sitio frente a la misma mesa, aplacando sus contenidas iras con la petición de una taza de café. «Hay en todo este asunto algo muy curioso —pensó—. Muy curioso, si, señor». Una taza llena de un liquido color beige pálido fue colocada al poco sobre la mesa. Poirot tomó un sorbo e hizo una mueca.
Se preguntó dónde estaría la señora Oliver en aquellos momentos…