Capítulo X
Una voz dijo:
—Bébase esto.
Norma estaba temblando. Sus ojos denotaban la confusión que poseía. Se echó hacia atrás, encogida, en la silla que ocupaba. La orden fue repetida.
—Bébase esto.
Esta vez obedeció, dócilmente. Luego, se contuvo un poco.
—Es… es muy fuerte —objetó, abriendo la boca, angustiada.
—La pondrá buena en seguida. Se sentirá mejor dentro de unos segundos. Usted limítese a mantenerse inmóvil. Espere y verá.
El mareo se le había pasado. Sus mejillas tenían ya algún color. Los estremecimientos iban, progresivamente, a menos. Por vez primera, la joven miro a su alrededor, intentando descubrir dónde estaba. Habíala dominado una sensación de miedo, de horror a todo, pero ahora parecía regresar lentamente a la realidad. Se hallaba en una habitación de regulares dimensiones, decorada y amueblada en un estilo que le resultaba vagamente familiar. Una mesa, una litera, un armario, una silla corriente, un estetoscopio encima del pupitre y un aparato que la chica se figuró que tenía cierta relación con los ojos… Más adelante, su atención se apartó de lo general para fijarse en lo particular: el hombre que acababa de acercar a sus labios un vaso…
Tendría treinta y tantos años. Sus cabellos eran rojos. La cara del desconocido, de facciones irregulares, de trazos nada bellos, resultaba, sin embargo, muy interesante. Movió la cabeza expresivamente, como si hubiese querido terminar de tranquilizarla.
—¿A que se está recuperando ya?
—Eso creo… Yo… ¿Qué me ha sucedido?
—¿No lo recuerda?
—El tráfico… Yo… Vino corriendo hacia mí… —La muchacha miró atentamente a su interlocutor—. Fui atropellada por un coche.
—¡Oh, no! Nada de eso —el hombre movió la cabeza de nuevo, denegando ahora—. Está hablando con un testigo presencial del hecho.
—¿Quién? ¿Usted?
—Se había plantado usted en medio de la calzada y avanzaba un automóvil velozmente. Dispuse de los segundos indispensables para apartarla bruscamente a un lado… Pero, ¿en qué estaba usted pensando, criatura, para dejar la acera en aquellos momentos?
—No acierto a recordar. Yo… Sí. Me imagino que estaría pensando en otra cosa, que caminaría distraída y…
—Se le acercaba un «Jaguar» rápidamente y había un autobús al otro lado de la vía. El automóvil no iba a atropellarla…
—No, no, claro… Seguro que no. He querido decir que…
—He estado pensando en ello… Bien. Pudo haber sido otra cosa muy distinta, ¿no cree?
—¿Qué insinúa usted?
—¿No pudo haber sido todo una acción deliberada?
—Deliberada… ¿Qué quiere decir?
—He llegado a pensar que quiso usted matarse —con gran naturalidad, el hombre añadió—: ¿Me he equivocado en mi suposición?
—Yo… Sí… Bueno. Por supuesto que sí.
—¡Qué estúpido medio el elegido por usted, de hallarme yo en lo cierto! —él se expresaba ya en otro tono—. Ahora tiene que esforzarse. Es preciso que recuerde lo sucedido.
La joven comenzó a temblar de nuevo.
—Yo creí… creí que todo terminaría de este modo… Me figuré…
—En consecuencia, intentó suicidarse, ¿eh? ¿Qué le ha pasado? Hábleme con entera franqueza. ¿Cosas de novios? Los asuntos amorosos pueden acabar muy mal. Además, la presunta víctima siempre se imagina que el otro (o la otra) sufrirá al enterarse de la terrible decisión… La verdad es que no debe de confiarse mucho en semejantes reacciones por parte del prójimo. A nadie le gusta vivir apesadumbrado; nadie quiere reconocerse culpable. El causante de la tragedia opta por hacerse este comentario cuando es el novio: «Siempre la tuve por una muchacha desequilibrada. Quizás haya ganado la pobre con desaparecer del mundo de los vivos». La próxima vez que se decida a tomarla con los «Jaguar» piénselo bien. Hasta los vehículos tienen sentimientos que merecen ser tomados en consideración. ¿Qué problema la agobia? ¿Le ha hecho alguna mala jugada su novio, señorita?
—No —repuso Norma—. ¡Oh, no! Sucedió todo lo contrario —de pronto, añadió—: Quería casarse conmigo.
—¿Es eso un motivo? ¿Quiso lanzarse bajo las ruedas de un «Jaguar» por tal causa?
—Procedí así porque…
Ella se interrumpió.
—Es mejor que me lo explique todo.
—¿Cómo llegué hasta aquí? —quiso saber Norma.
—La traje a esta casa en un taxi. Me pareció que no sufría graves heridas… Unas cuantas contusiones, todo lo más, espero que se haya producido. Estaba, eso sí muy afectada emocionalmente. Le pregunté por sus señas, pero usted se limitó a mirarme fijamente, como si no entendiese lo que le decía. La gente iba agolpándose a nuestro alrededor. Llamé a un taxi, la subí a él y la traje…
—¿Es esto la consulta de un medico?
—Sí. Y el doctor soy yo; Stillingfleet es mi apellido.
—¡Yo no quiero ver a ningún médico! ¡No quiero seguir hablando con usted! Yo no…
—Cálmese, cálmese. Hace diez minutos que habla usted con un médico… ¿Ha observado algo anormal en nuestra relación?
—Tengo miedo. Tengo miedo a que usted crea…
—Vamos, vamos… No vea en mí al doctor. ¿Quiere complacerme? Míreme como a un entrometido que le ha salvado de la muerte, que le ha salvado de otra cosa peor, quizá de haber perdido un brazo, de haberse fracturado una pierna, de haber sufrido heridas que la incapacitasen para el resto de su existencia… Conviene tener en cuenta otros detalles. Antiguamente, cuando una persona intentaba suicidarse y fracasaba en su empeño, era detenida y llevada ante los tribunales. Todavía corre usted ese riesgo… No podrá decir qué no le he sido sincero. Corresponda usted a mi actitud con otra de entera franqueza. Empiece a explicarme, por ejemplo, en qué se basa para que los médicos le inspiren tanto temor. ¿Le ha hecho algo malo alguno de mis compañeros?
—No. Nada. Es que temo…
—¿Qué teme concretamente?
—Temo que me encierren en cualquier clínica.
El doctor Stillingfleet enarcó sus espesas cejas, contemplando más atentamente que nunca a la joven.
—¡Vaya! Esa cabeza suya parece albergar muy curiosas ideas en lo tocante a nuestra sufrida clase. ¿Por qué he de pretender yo encerrarla aquí o allá? ¿Le gustaría tomar una taza de té? ¿Prefiere, acaso, un tranquilizante…?
Hubo una breve pausa en el diálogo.
—Bien, señorita… ¿Por qué ha de vivir alarmada? ¿Por qué ha de sentirse abatida? Usted no es ninguna perturbada. Y los médicos no tienen el menor interés en encerrar a la gente. Los manicomios se hallan saturados ya. Es difícil encontrar sitio en ellos para los que, desgraciadamente, aguardan fuera una oportunidad para entrar y someterse a tratamiento. Lo que se hace precisamente es lo contrario, dar facilidades para que los enfermos menos graves se trasladen a sus domicilios. En este país todo está atestado de gente: las clínicas, las calles, las salas de espectáculos…
»Bueno. ¿Hacia dónde se inclinan sus preferencias? ¿Desea tomar alguno de los medicamentos de mi botiquín, que está perfectamente surtido, dicho sea de paso, o le apetece más una buena taza de té inglés?
—Me gustaría tomar té —respondió Norma.
—¿Té procedente de la India o de la China? ¿No es ésta la pregunta correcta? Aunque del de China no sé si tengo…
—Me agrada más el de la India.
—Perfectamente.
El doctor se acercó a la puerta de la habitación, diciendo:
—¡Annie! ¿Quieres traer té para dos?
Tornando a sentarse, manifestó:
—Dejemos bien sentada una cosa, joven. A propósito… ¿cómo se llama usted?
—Norma…
—Norma…, ¿qué más?
—Norma West.
—Bien, señorita West. Planteemos la situación con toda claridad. Yo no hablo con usted en plan de médico, usted no ha venido a mi consulta como paciente. Usted es, sencillamente, la víctima de un accidente callejero. Así nos referiremos al suceso y así supongo que querrá que aparezca el hecho, que tantas consecuencias desagradables habría tenido para el conductor del «Jaguar», si hubiera usted logrado su lamentable propósito.
—Primeramente pensé en arrojarme por el pretil de un puente.
—¿De veras? No vaya a creer que le habría resultado fácil. Hoy en día, los constructores de puentes cuidan bien todos sus detalles. Quiero decir que se habría visto obligada a trepar por una de las paredes laterales, cosa muy penosa. Alguien la hubiera visto a tiempo. Bien. Continuaré con mi informe… En vista de su estado, en vista de que no podía lograr que me diera sus señas, la traje a esta casa. A propósito… ¿Quiere decirme ahora cuál es su dirección?
—No tengo ninguna que dar. Yo no… no vivo en ningún sitio, concretamente.
—Muy curioso —dijo el doctor Stillingfleet—. «Sin domicilio conocido», suele indicar en estos casos la policía. ¿Dónde pasa las noches? ¿Dónde para durante el día? ¿Se dedica a vagar por las calles de la ciudad?
Ella le miró recelosa.
—Pude haber dado cuenta a la policía del accidente de que había sido testigo, aunque no era mi obligación. Preferí pensar, de momento, que abstraída en sus pensamientos cruzó la calzada sin tomar la precaución primero de mirar a la izquierda.
—Usted no responde a la idea que yo me había forjado de los médicos en general —manifestó Norma.
—¿De veras? He de confesarle que, profesionalmente, dentro de este país, me siento desilusionado. Tan es así que pienso cerrar mi consulta. Dentro de quince días, aproximadamente, me trasladaré a Australia. No tiene, pues, por qué temer nada de mí. Hábleme, en consecuencia, de lo que se le antoje. Confíeme sus más íntimos pensamientos. No crea que va a impresionarme si me dice que ha visto a unos cuantos elefantes de color rosa cruzar unos muros, o si se ha creído en peligro de morir estrangulada entre las ramas serpenteantes de varios árboles, o si ha descubierto al diablo en los ojos de ciertas personas. Escucharé esas y otras fantasías, similares con absoluta naturalidad. Permítame que le diga no obstante, que usted me parece una chica bastante cuerda.
—No creo serlo, sin embargo.
—Bueno. Es posible que tenga razón —contestó el doctor Stillingfleet, complaciente—. Veamos cómo se justifica.
—Hago cosas de tas que luego no me acuerdo… Refiero hechos míos pero más tarde no recuerdo haberlos contado.
—Con ello está indicándome que tiene muy mala memoria.
—No me comprende. Las cosas a que me refiero son… perversas.
—¿Manías de tipo religioso? He aquí un punto interesante.
—Nada de eso. Todo se refiere al odio, al que yo siento.
Alguien llamó discretamente a la puerta. Entró una mujer ya de edad, portadora de un servicio de té. Dejó la bandeja sobre la mesa y volvió a salir.
—¿Azúcar? —inquirió el doctor Stillingfleet.
—Sí, por favor.
—Una muchacha sensata. El azúcar es muy bueno cuando se ha sufrido una emoción fuerte.
El médico llenó dos tazas, colocando el azucarero entre ambos.
—Volvamos a lo nuestro —dijo luego—. ¿De qué hablábamos? ¡Ah, sí! Del odio.
—¿Es posible que una persona llegue a odiar intensamente a otra, hasta el extremo de desear matarla?
—¡Ya lo creo que es posible! —exclamó Stillingfleet—. Hasta natural, dada la frecuencia con que se da el fenómeno. Lo difícil es llegar al punto crucial incluso esforzándose. El ser humano posee un sistema de frenado peculiar, que acaba funcionando en los instantes críticos.
—Enfoca usted estas cuestiones como si fuesen algo corriente y moliente, el pan nuestro de cada día —observó Norma.
Había un leve tono de enojo en su voz.
—Lo son en realidad, amiga mía. Fíjese en lo que hacen los niños. Cuando se enfadan, se dirigen a sus padres empleando los siguientes términos, u otros parecidos: «Sois malos. Os odio. Os quisiera ver muertos». Las madres, habitualmente (personas sensatas, al fin y al cabo), no prestan atención a tales salidas de sus retoños. Son muchas las personas mayores que, desgraciadamente, sienten odio hacia otras. Pero ellas mismas eliminan la perspectiva de matar. La sombra de la prisión se alza ante esos seres, o del patíbulo, sí adoptan la actitud contraria. A propósito… No creo que estas consideraciones, señorita, tengan mucho, que ver con usted, ni siquiera de lejos…
Norma se irguió. Sus ojos, relampagueantes de ira, escrutaron el rostro del doctor.
—¿Cree usted que yo iba a mencionar cosas tan terribles si no fuesen ciertas?
—Un momento, un momento. La gente procede con frecuencia así. Hay personas que afirman cosas terribles sobre sí mismas y que incluso gozan procediendo de este modo —el doctor cogió la taza de la muchacha, ya vacía—. Será mejor que me lo cuente todo. ¿Quién o quiénes han merecido su odio? ¿Por qué tremendas pruebas haría pasar a esos seres que detesta?
—«Del amor al odio hay un paso», reza un proverbio.
—El cual, a decir verdad suena a melodrama. Tenga presente que el caso inverso es también posible. El refrán es válido en ambos sentidos. Y usted me ha dicho antes que no se trata de un escarceo amoroso con ningún muchacho. No hay nada de eso, ¿eh?
—No, no. Se trata… de mi madrastra.
—Aquí tenemos el motivo clásico de la cruel madrastra ¡Qué tontería! A su edad se está en condiciones casi siempre de apartarse de ella. ¿Qué le ha hecho, aparte de haberse casado con su padre? ¿Odia a éste también? ¿O le quiere tanto que no está decidida a compartir su cariño con ningún otro ser?
—No hay nada de lo que supone. Nada en absoluto. Amé a mí padre en otro tiempo. Le quise mucho. Era un hombre… era… maravilloso. Así pensaba yo.
—Atención ahora —dijo el doctor Stillingfleet—. Escúcheme. Voy a decirle algo… ¿Ve usted esta puerta?
Norma volvió la cabeza, fijando la vista en aquélla.
—Es una puerta corriente como tantas otras. No está cerrada con llave. Se abre y se cierra igual que otras muchas. Acérquese a ella. Haga la prueba… Ha visto a Annie entrar por ahí y salir después. Esto no ha sido una ilusión de sus sentidos. Levántese. Haga lo que le digo.
Norma abandonó su silla y con gesto vacilante obedeció. Quedóse plantada en el umbral, mirando al doctor inquisitivamente.
—Perfectamente. ¿Qué ve usted ahora? Un vestíbulo también corriente que, todo lo más, anda necesitado de unos retoques, cosa que no vale la pena ordenar ya, cuando estoy a punto de partir para Australia. Siga andando en dirección a la puerta principal y ábrala. Nada de extraño observará tampoco. Salga luego y pise la acera… Así se dará cuenta de que es usted completamente libre, de que nadie pretende encerrarla en ningún sitio. Cuando se haya convencido de que puede ir de un lado para otro fuera de esta casa, durante el tiempo que le plazca, regrese, siéntese en esta cómoda silla y cuénteme todo lo que recuerde sobre su propia persona. Seguidamente, procederé a aconsejarla. Y créame: mi consejo será de gran utilidad para usted, señorita. No es preciso que me prometa que va a seguirlo al pie de la letra —añadió el doctor para apaciguarla—. Es normal que la gente pida consejos. Lo es más todavía que no haga el menor caso de ellos. ¿Me ha comprendido? ¿Estamos de acuerdo?
La joven echó a andar lentamente, llegando a la puerta de la entrada que abrió corriendo un simple pestillo. Cuatro pasos más y empezó a caminar por la acera de una calle llena de edificios de decoroso aspecto, pero carente de interés. Permaneció quieta unos momentos, sin saber que estaba siendo observada por el doctor Stillingfleet, apostado junto a una ventana dotada de finos visillos. Transcurrieron dos minutos… Luego, con aire resuelto, giró en redondo, desanduvo el breve camino y de nuevo entró en la habitación en que se desarrollara la primera parte de su entrevista con el médico.
—¿Conforme? —inquirió aquél—. ¿Se ha convencido de que no tengo nada escondido en la manga? Todo está claro, pues. La muchacha hizo un gesto de asentimiento.
—Muy bien. Siéntese ahí. Póngase cómoda. ¿Fuma usted?
—Yo… si bien…
—Sólo cigarrillos de marihuana, ¿verdad? O algo por el estilo, ¿eh? No importa. No tiene por qué darme explicaciones.
—Desde luego que no hago uso de nada de lo que usted supone.
—¿«Desde luego»? Aquí no viene a cuento esta expresión, amiga mía. Pero, en fin, uno tiene que creer lo que el paciente dice. De acuerdo. Hábleme de usted ahora.
—No sé… qué decirle. ¿Qué podría contarle? ¿No pretende usted que me tienda en un diván?
—¡Ah! ¿Alude ahora a los recuerdos de sus sueños y todo lo demás? No me refería a eso en particular. Me gustaría conocer el ambiente en que se ha desenvuelto su existencia. Ya se lo puede usted figurar: lugar de nacimiento, si ha vivido en la ciudad o en el campo, si tiene hermanos y hermanas o si es hija única, etcétera. La muerte de su madre debió de producirle una fuerte impresión, ¿no?
—Desde luego —contestó Norma, irritada.
—Es usted muy aficionada a esa expresión, señorita West. A propósito… West es su verdadero apellido, ¿verdad? ¡Oh! No importa. No tengo mucho interés en conocer otro. Lo mismo da que se llame West que otra cosa. Eso queda a su elección. Dígame qué sucedió a raíz del fallecimiento de su madre.
—Mi madre estuvo inválida durante mucho tiempo, antes de morir. Visitó algunas clínicas. Yo me quedé a vivir con una tía, mujer de avanzada edad, en Devonshire. Era, exactamente, una prima hermana de mi madre. Más adelante, mi padre había de regresar… Esto ocurrió hace unos seis meses. Fue estupendo —la faz de Norma pareció iluminarse en aquellos instantes, repentinamente. No sorprendió la rápida y astuta mirada con que siguió sus últimos gestos su joven interlocutor, el hombre que la había salvado por casualidad… al parecer—. Apenas podía recordarlo. Se había marchado cuando yo sólo contaba cinco años de edad. Nunca había pensado volver a verle. Mi madre me habló de él en muy pocas ocasiones. Me figuré que abrigaba la esperanza de que se cansara de la otra mujer pronto, reintegrándose seguidamente al hogar.
—¿La otra mujer?
—Sí. No se fue solo. Mi madre me contó que aquélla era muy mala. Siempre que se refería a la otra mi madre lo hacía con amargura. Mi padre, naturalmente, no se libraba de sus furiosos ataques. Yo me decía muchas veces que lo más seguro era que mi padre no fuese tan perverso como ella aseguraba, que todo había sido una «cuestión de faldas»…
—¿Contrajeron matrimonio los fugitivos?
—No. Mi madre no quiso divorciarse. Pertenecía a una rama de la Iglesia anglicana de severas costumbres, semejantes a las de la Iglesia romana. No era partidaria del divorcio, ni se lo autorizaba su religión.
—¿Prosiguieron su vida en común? ¿Cómo se apellidaba la otra mujer? Bueno… Si eso no es un secreto también.
—No me acuerdo de su apellido —Norma movió la cabeza a un lado y a otro—. Creo que no vivieron juntos mucho tiempo… Sobre este punto, sin embargo, sé muy poco. Se trasladaron a África del Sur. Me parece que luego riñeron, separándose. En esto se fundamentaba mamá para pensar que mi padre no tardaría en regresar. Se equivocó. Ni siquiera escribió. En cambio, al llegar la Navidad siempre me enviaba algún obsequio.
—¿La quería entonces?
—No sé. ¿Qué puedo decirle yo sobre el particular, doctor? Nadie me hablaba de él… Solamente tío Simon, ¿sabe? Cuidaba de sus negocios en la City y se enfadó mucho al enterarse de que mi padre lo había arrojado todo por la borda. Manifestó que siempre había sido el mismo, que no tenía constancia, pero que no era un malvado, ni mucho menos… Era débil, simplemente. No crea usted que yo veía a tío Simon con frecuencia. Tenía más relación con los amigos de mamá, que en su mayor parte eran tipos muy aburridos. Toda mi vida ha sido así: aburrida.
»Pues sí… Me pareció maravilloso que mi padre regresara. Me esforcé por recordarle mejor. Intenté evocar ciertas cosas que había dicho; pensé en los ratos que habíamos pasado juntos jugando… Había sabido hacerme reír. Busque por nuestra casa un puñado de fotografías en las que aparecía él. Habían desaparecido. Me figuré que mi madre las habría roto.
—Por lo que veo, no perdonó nunca.
—Su hostilidad se dirigía principalmente contra Louise.
—¿Louise?
La postura de Norma se tornó más rígida, observó el doctor.
—No me acuerdo… Ya se lo dije… No puedo recordar bien los nombres.
—Da igual. Está usted hablando de la mujer que huyó con su padre, ¿no es eso?
—Sí. Mamá decía que bebía mucho, que tomaba drogas y que terminaría mal.
—Pero usted ignora lo que sucedió después, ¿verdad?
—Yo… no sé nada, doctor… —la muchacha estaba cada vez más agitada—. No me haga más preguntas, ¡por favor! No sé nada acerca de ella: no volví a oír hablar de ella… Yo no me acordaba de esa persona hasta que usted la mencionó. ¡Le he dicho que no sé nada!
—Está bien, está bien —dijo el doctor Stillingfleet—, no se excite. No se preocupe por lo pasado. Pensemos en el futuro. ¿Qué va a hacer ahora?
Norma suspiró.
—Lo ignoro. No tengo a dónde ir. No puedo… Será mejor… Seguro que es mejor acabar de una vez con todo… Pero…
—¿No estará pensando en un segundo intento de suicidio, eh? Cometería una grave tontería. Es una insensatez, amiga mía. De acuerdo. Convengo con usted que no tiene a dónde ir, que no puede confiar en nadie… ¿Dispone de dinero?
—Si. Mi padre me abrió una cuenta corriente en un banco. Cada quince días hace en ella un ingreso, para mis gastos. Me asigna más dinero del que en realidad preciso. No estoy segura, sin embargo… Es posible que anden buscándome por ahí. Quiero impedir que descubran mi paradero, que me encuentren.
—No la localizarán, si no quiere. Yo me ocuparé de eso. Pensaba en un sitio denominado Kenway Court. El lugar no es tan grande como suena. Se trata de un hogar para convalecientes. La gente va allí para sus curas de reposo. Nada de médicos o literas. Nadie la encerrará en ninguna habitación, se lo prometo. Podrá salir cuando lo desee. Le servirán el desayuno en la cama si le apetece; se quedará en la cama todo el día sí ése es su gusto. Descanse allí a placer. Un día de éstos le haré una visita. Ya verá cómo de común acuerdo solucionamos algunos de sus problemas ¿Le agrada mi proposición? ¿Está dispuesto a aceptar mi sugerencia?
Norma miró al doctor Stillingfleet. Sus ojos eran inexpresivos. Luego, lentamente, bajó la cabeza…
* * *
Más adelante, en las últimas horas de la tarde, el doctor Stillingfleet hizo una llamada telefónica.
—Una operación de secuestro perfecta —comentó—. Se ha dirigido a Kenway Court. Se adaptó a todo dócilmente, como una corderita. No me es posible hacer afirmaciones todavía. La chica se halla saturada de drogas. Yo diría que ha estado tomando continuamente tranquilizantes, somníferos y «L.S.D»., probablemente. Durante algún tiempo ha estado bien «cargada»; ella afirma que no. Ahora bien, yo me inclino por no dar mucho crédito a lo que cuenta.
Hubo una pausa.
—¡No me diga! Hay que ir con cuidado por lo que a eso respecta. Se torna recelosa fácilmente… Sí. Hay algo que le causa terror. Puede ser, asimismo, que se empeñe en querer dar tal impresión.
»No lo sé todavía. No puedo decir nada. Las personas habituadas al uso de las drogas tienen reacciones engañosas. No siempre se pueden tomar como artículo de fe sus declaraciones, ni mucho menos. Hemos caminado paso a paso, sin precipitaciones, y no quiero sobresaltarla.
»Un complejo maternal, de niña. Yo diría que no sentía mucho cariño por su madre, una mujer, por los detalles que conozco, sombría; el tipo de mártir clásico en estas situaciones. El padre debió de ser un individuo de carácter alegre, incapaz de soportar la monótona existencia del hogar… ¿Sabe de alguien llamada Louise…? Este nombre pareció asustarla… Yo afirmaría que fue el primer odio de la muchacha. (El primer amor a la inversa, ¿eh?) “Se llevó al padre” cuando la niña contaba cinco años. La facultad de comprensión de los chiquillos, a esa edad, es muy limitada. En cambio, son capaces de albergar graves resentimientos contra las personas que estiman responsables de cualquier hecho ingrato para ellos.
»La joven volvió a ver a su padre recientemente, hace unos meses. Se sentiría dominada por sentimentales sueños… Aspiraría, quizás, a convertirse en la compañera inseparable de él… Quería ser su juguete preferido, la “niña de sus ojos”… Al parecer, sufrió una decepción. El padre se presentó aquí con su esposa, otra mujer, joven y atractiva. No se llama Louise, ¿verdad…? ¡Oh, bien! Sólo era una pregunta. Le estoy facilitando los detalles generales del caso: estoy elaborando un cuadro a grandes trazos…
La voz procedente del otro extremo del hilo telefónico inquirió con viveza:
—¿Qué ha dicho? Repita sus últimas palabras.
—Estoy elaborando un cuadro a grandes trazos…
Otro silencio.
—A propósito… He aquí un pequeño hecho que quizá le interese conocer: la muchacha realizó un torpe intento de suicidio. ¿Le sorprende?
»¡Oh, no! No. No ingirió una dosis de aspirinas, ni metió la cabeza en el horno de gas. Se plantó en la calzada frente a un «Jaguar» que corría más de la cuenta… Puedo decirle que llegué a su lado en el crítico instante… Sí. Creo que fue un impulso espontáneo. Lo admitió. Utilizo la frase típica; “deseaba acabar de una vez con todo”.
El doctor guardó silencio, escuchando a su comunicante, que le hablaba con gran rapidez, tras lo cual repuso:
—No lo sé. Por ahora no tengo seguridad. El cuadro clínico se ve bien claro. Nos hallamos frente a una chica nerviosa, una neurótica en estado de agotamiento a consecuencia de haber ingerido drogas de distintas clases. No. Aún no me es posible especificar… Estos casos se presentan por docenas. Los efectos son diferentes. Hay fenómenos de confusión, pérdida de memoria, impulsos agresivos, desorientación, poco o ningún juicio al enfrentarse con las cuestiones cotidianas… Lo difícil estriba en señalar las reacciones reales, diferenciándolas de las producidas por las drogas.
»Se nos ofrecen dos caminos a seguir… Puede que esta joven esté representando un papel, obstinándose en presentarse a sí misma como una neurótica, con tendencias suicidas… Cabe la posibilidad de que eso sea cierto también. Ahora bien, no hay que descartar tampoco la probabilidad de que todo sea un montón de embustes. ¿Y si ella hubiese forjado esta historia impulsada por una oscura razón? Podría ser que se empeñase en dar una falsa impresión de sí misma… En tal caso, habría que reconocer que se comporta de una manera muy inteligente. De cuando en cuando, surge algo que no encaja a la perfección en la trama que nuestra amiga nos ofrece. ¿Se trata de una actriz consumada? ¿O es una persona estúpida, una presunta suicida corriente y moliente? Es posible, desde luego… ¿Cómo dice?… ¡Oh! ¡El “Jaguar”!… Sí. El automóvil corría lo suyo. ¿Usted cree que pudo no ser un intento de suicidio? ¿Opina que quizá quisiera atropellarla el individuo que conducía el “Jaguar”?
El doctor Stillingfleet reflexionó unos segundos.
—No puedo decírselo —declaró después—. Pudo ser así, naturalmente. Sí… Pero yo no había llegado a tal interpretación. Claro, también hay que contar con esa hipótesis… La complicación siempre es posible, ¿no? De todos modos, dentro de poco ella me va a ofrecer más detalles. La chica se muestra inclinada a depositar su confianza en mí. Todo saldrá perfectamente, con tal de que yo no me precipite, con tal de que no suscite en ella recelos. Nuestros lazos no tardarán en estrecharse. Yo seré el receptor de sus confidencias al final. De momento se siente atemorizada por algo…
»Sí, naturalmente… Me conducirá de la mano, hasta que demos con el porqué. Se encuentra en Kenway Court y me figuro que se quedará allí. Le sugiero la conveniencia de que designe una persona para su vigilancia por espacio de un día o dos… De esta manera, si decide marcharse podrá ser seguida. Lo más indicado es alguien que no conozca de vista, para eludir todo riesgo…