Capítulo XVIII
Poirot se detuvo en la entrada de la «Wedderburn Gallery» para contemplar un cuadro en el que aparecían tres vacas de aspecto agresivo y alargados cuerpos que sombreaban los colosales molinos de la complicada composición. A consecuencia del colorido, sin embargo, la mitad del tema parecía no guardar relación con la otra mitad.
—Muy bien, ¿verdad? —dijo a su lado alguien con voz baja y ronroneante.
Poirot volvió la cabeza para contemplar el rostro de un hombre de mediana edad, quien exhibía un número excesivo de blancos y bellos dientes.
—¡Qué frescura, qué impulso juvenil del artista!, ¿eh?
El hombre movía sus carnosas e inmaculadas manos en el aire, dibujando complicados e invisibles arabescos.
—Una exposición inteligente. Se clausuró la semana pasada. Anteayer colgó sus cuadros Claude Raphael. La exposición marcha bien, muy bien, francamente.
—¿Sí? —preguntó Poirot.
Su acompañante apartó unas cortinas verdes de terciopelo para que él pudiera penetrar en una larga estancia.
Poirot formuló unas cuantas observaciones. El hombre de las manos gordezuelas, notando sus vacilaciones, decidió hacerse cargo del visitante. Pensaba, evidentemente, que había que hacer lo posible para no «espantar» a aquel probable cliente. Era un hombre muy experto en el arte de la venta. Todos los que entraban en aquel local experimentaban la impresión de que podían deambular libremente por aquél sin hacer una compra siquiera. No había nadie que al penetrar en el establecimiento pensara que los cuadros que colgaban de los muros merecían, por ejemplo, el calificativo de deliciosos… Luego era cuando se juzgaba el vocablo apropiado. Tras aprovechar algunas de las tímidas observaciones del aficionado para explayarse sobre el tema de la pintura, en el momento en que el cliente en potencia decía: «A mí me gusta mucho más ése», el señor Boscombe, muy vivaz, respondía, más o menos con las mismas palabras, en los siguientes términos:
—Encuentro sumamente interesante su elección. Demuestra una gran perspicacia. Desde luego, la suya no es la elección corriente en el aficionado. La mayor parte de la gente prefiere uno como éste… —el señor Boscombe señalaba un lienzo en que predominaban las tonalidades azules y verdes—. Esto, en cambio… Sí. Está claro: usted se ha dado cuenta de que aquí hay calidad. Yo diría… Bueno. Se trata de una opinión muy personal, ¿eh? Yo diría que aquí tenemos una de las obras maestras de Raphael.
Poirot y su amable acompañante contemplaron en silencio durante unos momentos un diamante de anaranjado tono, del que pendían dos ojos humanos mediante una especie de tela de araña. Formalizada la conversación entre los dos, acordada tácitamente la inexistencia de ingratas prisas, Hércules Poirot preguntó:
—Tengo entendido que trabaja para usted una señorita llamada Frances Cary. ¿Es eso cierto?
—¡Ah, sí!, Frances… Una chica inteligente. Muy capaz… Acaba de regresar de Portugal, donde ha organizado una exposición por nuestra cuenta. Trabaja muy bien. Es ella misma una artista… Compréndame. No hay que buscar en esa chica al artista creador. Donde se desenvuelve perfectamente es dentro del sector comercial. Me imagino que Frances hace tiempo que descubrió en si misma lo que le estoy diciendo.
—Me han dicho que en la medida de sus fuerzas es una especie de mecenas del arte…
—¡Oh, sí! Se interesa por les jeunes. Estimula a los talentos prometedores… La primavera pasada me convenció para que organizase una exposición colectiva a la que aportaron sus trabajos los miembros de un grupo juvenil. Fue un éxito… Así lo dijeron los periódicos. Claro que tampoco se pretendía nada de resonancia nacional, ¿me comprende? Pues sí, Frances tiene sus protegidos.
—He de confesarle que soy un hombre algo anticuado… Esos jóvenes, amigo mío… Vraiment!
Poirot levantó ambas manos, en un elocuente gesto de aprensión.
—¡Ah! —exclamó el señor Boscombe, indulgente—. No se guíe usted por su aspecto. Se trata de una moda a base de barbas, pantalones ajustados, telas brillantes y cabellos largos. Pasará, como todas.
—Estaba pensando en David… ¡Vaya! Se me ha olvidado el apellido —declaró Poirot—. La señorita Cary parece tener un gran concepto de él.
—¿Seguro que no se refiere usted a Peter Cardiff? Éste es su protegido actual. Debo confesarle que a mí no me convence como a ella. No es tan avant garde… A veces resulta positivamente ¡reaccionario! ¡Lo mismo, lo mismo que Burne-Jones en otras! Claro que nunca se sabe… La muchacha actúa también de modelo.
—David Baker… Éste era el nombre que yo intentaba recordar.
—No es mal pintor —contestó el señor Boscombe, sin entusiasmo—. No hay mucha originalidad en sus obras, a mi juicio. Formó parte del grupo de artistas a qué me he referido antes, pero no causó ninguna impresión particular en la crítica, ni en el público. Pintará bien, bastante bien, pero, es de suponer que, no dará lugar a una revolución precisamente.
Poirot regresó a su casa. La señorita Lemon le puso delante unas cartas que tenía que firmar y se fue. George le sirvió una omelette fines herbes, desplegando la discreción y cordialidad de siempre, característica de él. Después de la comida, cuando Poirot se había recostado en un cómodo sillón, con el café al lado, sonó el timbre del teléfono.
—La señora Oliver, señor —dijo George, alargándole el micro.
Poirot lo cogió de mala gana. No le apetecía en aquellos instantes hablar con la señora Oliver. Pensaba que podía apremiarle, inducirle a hacer algo contrario a su voluntad.
—¿Monsieur Poirot?
—C’est moi.
—¿Qué está usted haciendo? ¿Qué ha hecho?
—Estoy sentado en un amplio sillón. Pensando.
—¿Y no se le ocurre nada más?
—Lo importante, de momento, es que me entregue a la meditación. Ignoro si mis reflexiones terminarán proporcionándome un nuevo éxito.
—Pero… ¿no se acuerda ya? Tiene que localizar a esa chica. Lo más probable es que haya sido secuestrada.
—No le digo que no —dijo Poirot—. En el correo del mediodía me ha llegado precisamente una carta del padre. Quiere que vaya a verle y le expliqué qué progresos he hecho en el asunto de la desaparición de su hija.
—Bien… ¿Qué progresos ha hecho usted?
—Ninguno, por el momento —manifestó Poirot, muy a su pesar.
—¡Monsieur Poirot! Entiendo que ha sonado ya la hora de que ponga en marcha su voluntad…
—¡Vaya! ¿Usted también?
—¿Yo también? ¿Por qué me dice eso?
—Usted también me apremia.
—¿Por qué no va usted a Chelsea y visita el lugar en que fui atacada?
—¿Para qué? ¿Para que me golpeen a mí asimismo en la cabeza?
—No le comprendo, hombre… Es que no le comprendo. Le di una pista magnífica para que localizase a la joven en aquel establecimiento que usted sabe. ¡Y la encontró! Es lo que me dijo, al menos…
—Desde luego…
—¡Para después perderla de vista!
—Sí.
—¿Qué me dice sobre la mujer que se arrojó por una de las ventanas de Borodene Mansions? ¿Ha sacado algo en limpio de ese asunto?
—He hecho indagaciones, sí.
—¿Con qué resultado?
—Con ninguno positivo. Es una historia repetida hasta la saciedad… Son muchas las mujeres que, atractivas de jóvenes, ganan dinero, se divierten y cambian de amigo frecuentemente… Después comienza el descenso. Se sienten desgraciadas, beben con exceso, se ponen a pensar que están enfermas, que padecen cáncer o cualquier otra grave enfermedad… Por último, sobreviene la desesperación y agobiadas por su terrible soledad terminan arrojándose por una de las ventanas de su piso.
—Usted dijo que la muerte de esa mujer constituía un hecho importante, que significa algo concreto…
—Tenía que sucederle eso, forzosamente.
—¿Qué me dice?
Perpleja incapaz de formular un comentario más, la señora Oliver colgó.
Poirot se recostó en su sillón todo lo que pudo, que no era mucho, a causa de la natural conformación de su figura muy derecha. Luego, hizo una seña a George para que se llevara el servicio de café y también el teléfono, entregándose seguidamente a la meditación, a pensar en lo que sabía y en lo que aún ignoraba. A fin de aclarar mejor sus ideas, hablaba en voz alta. Se planteó tres filosóficas preguntas:
—¿Qué es lo que sé? ¿Qué espero averiguar? ¿Qué debiera hacer?
No estaba seguro de habérselas planteado en el orden lógico. Tampoco sabía si eran las procedentes en aquella etapa. Sin embargo, se puso a pensar en todo lo que sugerían.
—Quizá sea ya demasiado viejo —dijo Poirot, profundamente desanimado—. ¿Qué es lo que sé?
Al cabo de unos minutos se dijo ¡que sabía demasiado! Dejó aquella pregunta a un lado, de momento.
—¿Qué espero averiguar? Hombre… Hay que ser ambicioso. Espero averiguarlo todo, merced a mi cerebro, gracias a Dios eficientemente organizado. Tarde o temprano acabaré dando con la solución del problema que ahora se me antoja intrincado e incomprensible.
—¿Qué debiera hacer?
Bien. Eso estaba claro. Debía entrevistarse con Andrew Restarick, evidentemente afectado por la desaparición de su hija. Aquél estaría irritado. Lo más seguro era que le echase en cara su ineficacia. Poirot comprendía, se hacía cargo de cuál era su estado de ánimo. Tal situación no le era nada favorable. Aparte de eso no podía hacer otra cosa que telefonear a cierta persona para inquirir qué había sucedido últimamente…
Pero antes volvió a ocuparse de la pregunta que había dejado a un lado.
—¿Qué es lo que sé?
Sabía que se recelaba de las actividades comerciales de la «Wedderburn Gallery»… Hasta aquel día se había mantenido la firma dentro de la ley. Los que la regían, sin embargo, no vacilaron en seducir a millonarios ignorantes que se prestasen a comprar cuadros de dudosa procedencia.
Se acordó del señor Boscombe con sus gruesas y pequeñas manos, muy blancas, tanto como sus dientes. Poirot decidió que aquel individuo no le hacia la menor gracia. Era un tipo que casi con absoluta certeza se prestaría al juego sucio, si bien sabría ponerse a salvo de cualquier contingencia desagradable, perfectamente. Había aquí un hecho útil porque podía tener relación con David Baker.
David Baker, «el pavo real» ¿Qué sabía acerca de él? Le había conocido, había charlado con el joven, concibiendo una opinión sobre su persona. Por dinero aceptaría lo que fuese… No vacilaría, quizás, en casarse con una rica heredera, por su dinero exclusivamente, que no por amor. Y era una persona que se podía comprar, ¿tal vez? sí. Esto era lo más probable. Andrew Restarick, por ejemplo, estaba convencido de ello. A menos que…
Su pensamiento se detuvo en Andrew, considerando más el cuadro que colgaba de la pared, a su espalda. Recordó los firmes rasgos, el prominente mentón, su aire resuelto, decidido… Luego, pensó en su mujer, en la difunta señora Restarick. Vio las arrugas de su boca, denotadoras de una gran amargura. Algún día se acercaría, quizás, a «Crosshedges» de nuevo para echar otro vistazo a aquel retrato. Probablemente, existía allí una pista conducente a Norma. Norma… No debía pensar en ella todavía. ¿Qué más había allí?
Mary Restarick… De esta mujer había afirmado Sonia que tenía un amante, porque se desplazaba con frecuencia a Londres. Examinó este punto. Pero no creía que la joven estuviese en lo cierto. Lo más seguro era que la señora Restarick visitase Londres con el exclusivo fin de estudiar la posibilidad de adquirir algunas propiedades: pisos de lujo, viviendas en Mayfair, todo cuanto proporcionaba el dinero en la gran ciudad.
Dinero…
Poirot se inclinaba a pensar que todos los elementos que había estado clasificando mentalmente terminaban en aquél.
Dinero.
El dinero era un factor importante. Y en aquel caso era lo que más abundaba. De una manera u otra, en una forma que no resultaba evidente, el dinero pesaba lo suyo en aquella historia. Sí. Estaba representando su papel.
Hasta aquel punto no había surgido nada que justificara su creencia de que la muerte de la señora Charpentier había sido una consecuencia de las actividades de Norma. No apreciaba pruebas, no veía móviles. Y, sin embargo, se figuraba que allí existía otro innegable eslabón.
«Quizás he cometido un crimen». Tal había sido, aproximadamente, la expresión de la joven. Un día o dos antes, tan sólo, alguien había muerto violentamente. La víctima vivía en el mismo edificio… ¿Y no sería demasiada coincidencia que aquella muerte no estuviese relacionada con la joven de algún modo? Poirot volvió a pensar en la misteriosa enfermedad de Mary Restarick. El incidente era tan simple que por sus trazas resultaba clásico. Un caso de envenenamiento… El culpable era —tenía que ser—, uno de los habitantes de la casa. ¿Habría intentado Mary Restarick envenenarse a sí misma? ¿Sería Norma la culpable de aquello? ¿Tendría que ver algo Sonia con el suceso? ¿Habría sido todo obra de Andrew…? Poirot tuvo que confesarse que todos los razonamientos señalaban a su hija como autora lógica del intento.
—Tout de même —dijo Poirot—, puesto que no doy con nada. Et bien… Entonces la lógica se derrumba… por la ventana.
Suspiró una vez más, diciéndole a George que le buscara un taxi. Tenía que atender a su cita con Andrew Restarick.