Capítulo XIII

En muy raras ocasiones usaba Poirot la llave de su piso. Prefería siempre pulsar el botón del timbre y esperar a que su admirable factótum, George, le abriese la puerta. Esta vez sin embargo tras su visita al hospital, aquélla fue abierta por la señorita Lemon.

—Tiene usted dos visitantes —anunció la señorita Lemon en un susurro—. Uno de ellos es el señor Goby y el otro un anciano caballero: sir Roderick Horsefield. No sé a quién querrá usted ver primero.

—A sir Roderick Horsefield —murmuró Poirot.

Consideró esta última decisión un momento, con la cabeza inclinada a un lado, de modo que recordaba en tales instantes a un petirrojo. Y… ¿hasta qué punto los últimos acontecimientos afectarían al cuadro general del caso?

Apareció el señor Goby, procedente de la pequeña habitación en que frecuentemente se encerraba la señorita Lemon para trabajar a solas. Había sido ella, con toda seguridad, quien le hiciera pasar allí provisionalmente.

Poirot se quitó el abrigo que la señorita Lemon se apresuró a colgar de una percha. El señor Goby, como ya tenía por costumbre, al hablar se dirigió a la nuca de la secretaria.

—Tomaré una taza de té en la cocina con George —anunció—. Yo dispongo de tiempo. Esperaré.

El hombre se esfumó, camino de aquel lugar de la casa. Poirot entró en su cuarto de estar, por el cual se paseaba sir Roderick, derrochando vitalidad.

—Le he localizado ya, amigo mío —dijo el anciano de buen humor—. ¡Qué cosa tan maravillosa el teléfono!

—¿Recuerda usted ya mi nombre? Me alegro de…

—Bueno, no es que recuerde su nombre, exactamente —declaró sir Roderick—. Usted sabe que esto de conservar los nombres de los demás en la memoria no ha sido nunca mi punto fuerte. En cambio, jamás olvido un rostro —añadió en tono orgulloso—. No… Estuve hablando por teléfono con Scotland Yard.

—¡Oh!

Poirot parecía hallarse alarmado. Reflexionó que aquello era de esperar en un hombre como sir Roderick, no obstante.

—Me preguntaron que con quién deseaba hablar. Respondí: «Póngame con el jefe de todos los servicios». Así es cómo hay que proceder en la vida, amigo mío. Supriman los mediadores, los «segundos». Es preciso subir a la cumbre, tal es mi norma.

»Dije quién era yo… Al final me salí con la mía. Me atendió un funcionario muy cortés. Le pedí las señas de un individuo que había pertenecido a los servicios secretos aliados quien en cierta época y lugar había coincidido conmigo dentro de Francia. Mi comunicante parecía hallarse un tanto desconcertado. Insistí: “Se trata de un francés o de un belga”. ¿Usted no es belga? Añadí: “Su nombre de pila es algo así como… Achilles. No, no es Achilles, sino que se le asemeja… Un frondoso bigote…” Entonces, el otro comprendió, hizo memoria y me contestó que su nombre figuraba en la guía telefónica. Contesté que conforme, pero que no se hallaría registrado por Achilles o Hércules… ¿No podía recordar su apellido? Por fin me lo dio. Un señor muy amable, sí. He de decirlo…

—Encantado de verle —repuso Poirot, que no quería pensar en lo que hubiera podido decir a sir Roderick más adelante su comunicante.

Afortunadamente, no debía de tratarse de ningún alto jefe. Lo más seguro era que fuese alguna persona que él realmente conociese, encargado de atender con toda cortesía a los colaboradores distinguidos de otros tiempos.

—Bien. El caso es que aquí me tiene —concluyó sir Roderick.

—Es un honor para mí verle por esta casa, sir. Permítame que le ofrezca algo de beber… ¿Le apetece un té? ¿Le gustaría más, tal vez, una granadina, un whisky con soda, un sirop de cassis…?

—¡Santo Dios! No —repuso sir Roderick, espantado a la sola mención del sirop de cassis—. Prefiero un whisky. No me están permitidos los licores —añadió—, pero todos sabemos que los médicos son muy estúpidos. Todo lo resuelven prohibiéndole a uno lo que más le agrada.

Poirot tocó el timbre para llamar a George, al que facilitó en seguida las oportunas instrucciones. Al poco, sir Roderick tenía al alcance de su mano la botella de whisky y el sifón. El servidor de Poirot se retiró inmediatamente.

—Dígame ahora en qué puedo servirle —repuso Poirot.

—Tengo un trabajo para usted, amigo mío.

A medida que pasaban las horas, sir Roderick parecía más convencido de su estrecha unión con Poirot en otra época, circunstancia beneficiosa por partida doble, pensó aquél, ya que reforzaría la confianza que en sus aptitudes pudiera tener el sobrino de su visitante.

—Quiero referirme a unos papeles —declaró sir Roderick, bajando la voz—. He perdido unos papeles y no tengo más remedio que encontrarlos ¿comprende? Por mi vista no me encuentro en condiciones de ir a ninguna parte… Además, me falta la memoria. Me hallo forzado a recurrir a otra persona. Es lo mejor, ¿no? El otro día llegó usted a casa con toda oportunidad, en el momento crítico, cuando le necesitaba…

—Muy interesante —comentó Poirot—. ¿De qué se habla en esos documentos?

—Perfectamente. Si va usted a dedicarse a buscarlos, es lógico que pregunte. Le diré que son escritos muy reservados, altamente confidenciales. Bueno… Lo fueron en otro tiempo. Y todo parece indicar que van a poseer de nuevo su antiguo carácter. Un intercambio de cartas. No tuvieron una importancia particular en esa época… O, por lo menos, así se pensó. Pero… la política cambia de rumbo con frecuencia. Ya sabe lo que suele suceder en este terreno: lo de arriba se vuelve hacia abajo y viceversa. ¿Se acuerda de cuando estalló la guerra? Unas veces andábamos de pie y otras de cabeza. En una guerra fuimos amigos de los italianos; en la siguiente eran nuestros enemigos. En el primer conflicto armado los japoneses eran nuestros amados aliados; en la otra, aquéllos volaban Pearl Harbour. No sabe uno nunca a qué atenerse en realidad. Empezamos al lado de los rusos a combatir y terminamos enfrentándonos a ellos. Reconozca, amigo Poirot que nada es más difícil de aclarar hoy en día que la cuestión de los aliados. La situación, en este aspecto, suele cambiar frecuentemente y de la noche a la mañana.

—Así, pues, ha perdido usted unos papeles… —señaló Poirot con toda intención, recordando al anciano el objeto de su visita.

—Sí. Yo había procedido a guardarlos con todo cuidado. Los tenía en la caja fuerte de un banco, sacándolos posteriormente. Verá usted… Quería escribir mis memorias. Ahí tenemos a Montgomery, a Alan Brooker, a Auchinleck… ¿Qué han hecho? Principalmente, en fin de cuentas, se han dedicado a decir todo lo que pensaban de los otros generales. Tenemos, incluso, el caso de un Moran, un doctor respetado, contando cosas referentes a sus ilustres pacientes. ¿Qué va a venir después? ¡Cualquiera lo sabe! Pues sí… Pensé que me distraería mucho referir hechos concernientes a las personas que conocí.

—Tengo la seguridad de que lo que usted haga interesará a mucha gente —opinó Poirot.

—¡Oh sí! Conozco a muchas personas de fama, que son miradas por el público sencillo con infantil asombro. Soy de los pocos que están al corriente de las necesidades de aquéllas ¡Dios mío! ¡La de errores que han cometido! Si los conociera usted en detalle se quedaría aterrado. Sí. Yo estoy bien informado, amigo mío.

»Saqué, pues, mis papeles de la caja fuerte, procediendo a clasificarlos. Disponía para tal labor de la ayuda de esa jovencita ¡Qué simpática, qué inteligente! No domina el inglés a la perfección, pero resulta brillante y servicial. Deseché un sinfín de «hojarasca»… Pero avanzando en mi estudio descubría por último que los papeles que buscaba no se hallaban entre los que tan celosamente guardara.

—¿De veras?

—Como se lo digo. Al principio, creíamos haber procedido un poco a la ligera en nuestra revisión, por cuya razón repetimos la labor. Ya no hubo duda, Poirot… Me faltaban muchas cosas. Parte de los papeles sustraídos carecían de importancia. En su totalidad, realmente, no eran de gran trascendencia… Eso, al menos se había estimado, ya que de lo contrario supongo que no habría permitido que los conservara yo. Bueno, el caso es que aquellas cartas, concretamente, no estaban allí.

—No desearía que me juzgase indiscreto, sir Roderick, pero, ¿podría decirme qué carácter tenían esas misivas?

—¿Puedo hacerlo?, he de preguntarme yo. Para aludir a su contenido tengo que referirme a una persona que hoy habla mucho acerca de lo que hizo y dijo en el pasado. Pero no dice la verdad y esas cartas revelan hasta qué punto miente el individuo en cuestión. Me imagino qué ahora no serían publicadas. Nosotros le enviamos unas copias de ellas, señalándole qué fue lo que realmente manifestó en su momento y lo que nosotros íbamos a escribir. No me sorprendería que… que las cosas tomaran otro rumbo tras esto. ¿Me entiende? Creo que apenas necesito insistir sobre el tema. Usted se halla familiarizado con esa clase de chismorrerías.

—Tiene usted razón, sir Roderick. Sé muy bien por dónde va. Sin embargo, ha de comprender… Hágase cargo… ¿Cómo voy a ayudarle a recuperar algo cuya naturaleza desconozco? Unos detalles más pudieran facilitarme indicios respecto al paradero de las cartas robadas…

—Lo primero es antes: yo quiero saber quién ha sido el autor de la sustracción. Entiendo que ése es el punto capital de la cuestión. Quizás haya más documentos de importancia en mi pequeña colección y yo deseo saber quién anda metiendo las narices en ella.

—¿Tiene alguna idea sobre el particular?

—¿Cree usted que debo tenerla?

—Pues… La posibilidad principal apunta a…

—Sé lo que me va a decir. Usted quiere que señale a esa jovencita. Pues, no. No creo que haya sido ella. Sonia lo ha negado y, me inclino a pensar que la chica no miente. ¿Usted me entiende?

Poirot suspiró.

—Sí —replicó—. Lo entiendo.

—Hay una cosa, para empezar: es demasiado joven. No puede saber que esos papeles son importantes. Datan de una época anterior a ella.

—En cuanto a eso… Alguien podría haberle dado instrucciones —sugirió Poirot.

—Sí. Claro. Es verdad. Ahora bien, la treta se me antoja excesivamente simple.

Otro suspiro de Poirot. ¿A qué insistir? Sir Roderick se mostraba muy parcial, evidentemente.

—¿Quién más tenía acceso a esos papeles?

—Andrew y Mary, por supuesto. Dudo que el primero llegase a interesarse por mis documentos. Además, siempre ha sido un chico muy modesto. Siempre lo fue… No es que yo lo conociera a fondo. Solía pasar de cuando en cuando las vacaciones con su hermano y pare usted de contar… No pierdo de vista, desde luego, el hecho de su escapada (y no solo), abandonando a su mujer y a su hija… Pero, bueno, eso puede sucederle a cualquier hombre, especialmente cuando se tiene una esposa como Grace. A la que a decir verdad, tampoco conocí muy bien. Era una mujer de mirada baja, llena de buenas intenciones…

»Sea lo que fuere, es imposible imaginarse a Andrew trabajando como espía. En cuanto a Mary, nada hay que objetar. Por lo que he apreciado, su atención se encuentra exclusivamente en sus rosales. Lo demás le tiene sin cuidado. Hay en la casa un jardinero, pero ha cumplido ya los ochenta y tres años y se ha pasado la vida en el poblado. Se dispone de dos mujeres para las tareas domésticas, dos mujeres que se pasan el día haciendo ruido y corriendo de un lado para otro. No me siento capaz tampoco de asignarles el papel de espías.

»Tiene que haber sido, pues, un individuo extraño a la casa el autor de la sustracción —sir Roderick, bastante inconsecuente, agregó—: Claro… está el hecho de que Mary usa peluca… Vengo a decir esto porque existe la ingenua tendencia de relacionar a las personas que utilizan tales artificios con quienes se dedican a las labores de espionaje. Aquí no hay tal… Mary perdió sus cabellos cuando contaba dieciocho años de edad, a consecuencia de unas fiebres. Un incidente desgraciado, sobre todo tratándose de una muchacha. Yo ignoraba eso. Lo descubrí casualmente con motivo de haberse enredado ella con las ramas de un rosal… Pero, ¡qué mala suerte!, ¿eh?

—Ya me produjo cierta extrañeza su peinado —manifestó Poirot.

—De otro modo —siguió diciendo sir Roderick—, los buenos agentes secretos no han usado nunca peluca. Los pobres diablos se ven obligados a algo peor: a ponerse en manos de los doctores especializados en cirugía estética, para alterar sus rasgos faciales. Sí, amigo mío… Alguien, no sé quién pudo ser, ha estado enredando con mis papeles privados.

—¿No ha pensado que pudo haberlos colocado en otro sitio, en otra carpeta, en un cajón o archivador distinto? ¿Cuándo los vio por última vez?

—Los estuve clasificando hace cosa de un año. Fue entonces cuando me fijé en esas cartas que ahora han desaparecido. Si. Alguien se las llevó.

—No sospecha usted, de su sobrino Andrew ni de su esposa, ni de los servidores de la casa… ¿Qué opina acerca de la hija?

—¿De Norma? Bueno, Norma está un poco ida de la cabeza, diría yo. Cabe la posibilidad de que sea una cleptómana, una de esas personas que roban lo que hallan a mano sin darse cuenta de lo que hacen. No me la imagino sin embargo, revolviendo mis papeles.

—Por consiguiente, ¿qué piensa usted?

—Verá. Usted ha estado en la casa, ya la conoce. Cualquiera puede entrar y salir de allí a su antojo. Nuestras puertas no se cierran con llave. Nunca lo hemos hecho.

—Cuando va usted a Londres o a otro lugar, ¿tiene la costumbre de cerrar con llave la puerta de su propia habitación?

—Nunca consideré eso necesario. Ahora, desde luego, ya pienso de otro modo, pero, ¿de qué sirve? Ya es tarde. De todas maneras, yo poseo una llave solamente, útil para todas las cerraduras. Tuvo que entrar algún extraño… Actualmente, los robos se cometen empleando sus autores métodos muy sencillos. Los ladrones entran en las casas en pleno día, toman las escaleras y se meten en la habitación que se les antoja. Cogen la cajita de las joyas, salen de nuevo a la luz del día y se alejan tan campantes. Nadie suele verles. Y si llaman la atención de alguien, ese alguien se desentiende del delincuente, en evitación de mayores complicaciones. A esas raterías se dedican muchos de los tipos que andan por ahí con los cabellos hasta los hombros y las uñas sucias, conocidos por el público con los nombres no siempre justificados de «gamberros», «existencialistas», «beatles», etc. He visto a más de un sujeto de esa calaña rondar por los alrededores de nuestra casa. A uno le cuesta trabajo no abordar a una de tales personas y dispararle a bocajarro esta pregunta; «¿Quién diablos es usted?» Y todo porque se hace difícil, de buenas a primeras, adivinar su sexo. Créame, estas situaciones resultan embarazosas… En nuestro hogar ha hecho acto de presencia oficial esa gente. Me figuro que eran amigos de Norma. En otros tiempos no habría sido permitida una cosa como ésta. No obstante, ¡cualquiera los expulsa de la casa! Hágalo y a lo mejor después lo dejan parado, explicándole que el sujeto del incidente era el vizconde de Enderleigh o lady Charlotte Marjoribanks. No hay quien sepa a qué atenerse hoy… —sir Roderick hizo una pausa—. Si existe algún hombre capaz de profundizar en este asunto ése es usted, Poirot.

El anciano apuró su whisky, poniéndose en pie.

—Eso es todo, amigo mío. Espero ahora que acepte mi encargo.

—Haré cuando este en mi mano para que quede satisfecho —respondió.

Sonó el timbre de la puerta.

—Ésa es la pequeña Sonia —aclaró sir Roderick—. Esta muchacha es exageradamente puntual. Algo maravilloso, ¿eh? Sin ella no podría ir por Londres. Tengo menos vista que un murciélago. Sin su ayuda no soy capaz de cruzar una calzada.

—¿Y por qué no usa usted gafas?

—Las tengo, no crea. Pero se me caen de la nariz cuando me las pongo o bien las dejo olvidadas en un sitio u otro. Ocurre, además, que no me gustan. Nunca las he usado continuamente. A los sesenta y cinco años leía sin ellas… ¿Qué le parece?

George hizo pasar a Sonia. Era muy bonita la muchacha. Su expresión tímida le favorecía, decidió Poirot.

Enchanté, mademoiselle —dijo aquél al verla.

—Supongo que no me he retrasado, sir Roderick, que no le he hecho esperar.

—Como siempre, muchacha, has llegado a tu hora en punto.

Sonia parecía hallarse un tanto perpleja.

—Me imagino que habrás entrado en algún sitio para tomarte una taza de té —prosiguió diciendo sir Roderick—. Te indiqué que lo hicieras. También me figuro que te habrás hecho servir algún bollo o éclair o lo que tengáis por costumbre comer con aquél las jovencitas actuales. ¿Has obedecido mis órdenes?

—No, no, exactamente. Invertí el tiempo en comprarme unos zapatos. Son bonitos, ¿verdad?

La chica extendió un pie. Éste si que era de veras precioso.

—Bueno, muchacha, hemos de tomar el tren todavía —manifestó el anciano—. Poirot: quizá le parezco yo un individuo sumamente anticuado, pero he de confesarle que éste es el medio de locomoción que prefiero sobre todos los demás. Los trenes salen a una hora fija y llegan a su punto de destino a otra previamente conocida generalmente. Esos autobuses, en cambio, hay que hacer cola a las «horas punta» y todo el tiempo que uno se ahorra en el camino hay que invertirlo en la espera preliminar. Los autobuses ciudadanos. ¡Bah!

—¿Quiere que le diga a George que busque un taxi? —inquirió Hércules Poirot—. No le resultará difícil localizar uno.

—Nos aguarda ya uno ahí fuera —anunció Sonia.

—¿Lo ve usted, Poirot? Esta muchacha está en todo —dijo sir Roderick.

El anciano dio a la joven varias palmaditas en un hombro, mirando expresivamente al dueño de la casa. Poirot les acompañó hasta la puerta, despidiéndose cortésmente de sus visitantes. El señor Goby acababa de salir de la cocina y deambulaba por el vestíbulo. Representaba a la perfección el papel del hombre recién salido allí para inspeccionar los servicios del gas.

George cerró la puerta tan pronto como sir Roderick y la joven hubieron penetrado en la cabina del ascensor. Su mirada tropezó inmediatamente con la de Poirot.

—George, me gustaría saber qué opina usted de la chica.

En ciertas ocasiones, Hércules Poirot se valía de las informaciones que le suministraba su servidor. Había puntos en los que éste era infalible.

—Si me permite la expresión, señor, le diré que el anciano caballero está colado por la muchacha. Prácticamente, se encuentra en sus manos.

—Creo que tiene usted razón.

—La cosa no es rara tratándose de caballeros de esa edad. Me acuerdo ahora de lord Mountbryan. Su experiencia, naturalmente, era grande, pero a él sólo se le veía tan desasistido como si no hubiese tenido ninguna. Se encargaba de darle masajes una mujer joven… Fue sorprendente su manera de recompensarla por los servicios que ella le prestó. Llegó a regalarle un vestido de noche, un precioso brazalete, un «nomeolvides», exactamente, cuajado de turquesas y diamantes. Le costó lo suyo, seguramente, aunque no se tratase de una de las joyas de la corona… Luego, le tocó el turno a un abrigo de pieles. Nada de visón: armiño ruso, y un lindo bolso. No hubo nada censurable… La relación de los dos tuvo siempre un carácter platónico. Los hombres, al llegar a edades tan avanzadas, parecen perder la cabeza. Son las «pegajosas» quienes los conquistan y no las osadas.

—No digo que no estés en lo cierto, George, pero no considero tus palabras una contestación a mi pregunta. Te he preguntado qué pensabas acerca de la joven.

—¡Ah! La joven… Bien, señor. Veo en ella un tipo de mujer muy definido. No hay nada especial que señalar, ninguna llaga en que poder poner el dedo. Yo aseguraría que ambos saben lo que se hacen.

Poirot entró en el cuarto de estar y el señor Goby le siguió obediente; a una seña suya, Goby tomó asiento, adoptando su actitud de siempre. Habíanse juntado sus rodillas; las yemas de los dedos de la mano derecha buscaron las correspondientes de la izquierda. De uno de sus bolsillos sacó una pequeña libreta. Una de las hojas de la misma se encontraba doblada por una esquina. En cuanto la hubo abierto, operación que realizó con todo cuidado, procedió a una detenida inspección del sifón que tenía delante.

—Me referiré a los datos que usted indicó que debía procurarle. La familia Restarick es muy respetable y sus miembros disfrutan de una posición económica sólida. No ha habido escándalos en su seno. El padre, James Patrick Restarick, fue un hombre vivo, que sabía ver el negocio donde lo había. Tres generaciones vienen cuidando de los asuntos de la firma. Ésta fue fundada por el abuelo; el padre la amplió; Simon Restarick la mantuvo en marcha. Simon tuvo hace un par de años una «cosa» de corazón y su salud declinó. Falleció a consecuencia de una trombosis coronaria, un año atrás.

»Su hermano Andrew, más joven, entró a formar parte de la entidad recién llegado de Oxford, contrayendo matrimonio con Grace Baldwin. Hubo una hija: Norma. Andrew abandonó a su esposa, trasladándose a África del Sur. Le acompañaba una tal señorita Birell. No hubo divorcio. Grace murió hace dos años y medio. Durante algún tiempo estuvo inválida. Norma Restarick figuró como interna en el colegio de “Meadowfield Girls”. No hay nada en contra de la muchacha.

Permitiéndose ahora fijar sus ojos en el rostro de Hércules Poirot, el señor Goby observó:

—Efectivamente, dentro de la familia Restarick todo parece hallarse en orden.

—¿No ha habido ninguna oveja negra? ¿No han sufrido enfermedades de tipo mental?

—Parece ser que no.

—Es desconcertante —comentó Poirot.

El señor Goby hizo una pausa. Se aclaró la garganta, humedeciéndose un dedo con la punta de la lengua y pasó una hoja de su libreta.

—David Baker. Historial nada satisfactorio. Ha estado en libertad vigilada dos veces. La policía muestra bastante interés por él. Ha rozado varios asuntos dudosos. Se le creyó relacionado con un robo importante de objetos de arte, pero no se encontraron pruebas. Se junta con pintores, etcétera. No se le conocen medios específicos para subsistir, pero se las arregla muy bien. Prefiere las chicas que disponen de dinero. Se sospecha que vive (o poco menos) de las jóvenes que más se interesan por él. No está lejos, quizás, el día en que tome dinero de los padres a cambio de dejar en paz a sus hijas. Tiene inteligencia suficiente para evitarse determinadas complicaciones de carácter más grave.

El señor Goby miró fijamente de pronto a Poirot.

—¿Ha llegado usted a conocerlo?

—Sí.

—¿Me permite que le pregunte a qué conclusiones ha llegado con respecto a su persona?

—A las mismas que usted —manifestó Poirot—. Es un individuo muy llamativo, una criatura de relumbrón —agregó pensativamente.

—Es un sujeto que atrae a las mujeres —declaró el señor Goby—. Lo más malo de lo que sucede hoy es que las jóvenes no sienten el menor interés por los hombres serios y trabajadores. Vamos, es que no los miran dos veces. Prefieren esas malas piezas, esos pordioseros… Aquéllos son compadecidos, más bien.

—Y los últimos van por ahí, pavoneándose, orgullosos de sí mismos —concluyó Poirot.

—Tal es la situación planteada, en efecto.

—¿Le cree capaz de haber hecho uso de una cachiporra o de cualquier instrumento contundente para atacar a una persona?

El señor Goby reflexionó. Luego, muy lentamente, movió la cabeza a un lado y a otro, sin apartar la vista del radiador eléctrico.

—Nadie le ha acusado de tal cosa. Creo que una acción como ésa se sale de su norma de conducta. Es un individuo de buenos modales. No le conceptúo capaz de tal brusquedad.

—¿No pudo haber sido comprado? ¿Cuál es su opinión?

—Se desentendería de cualquier muchacha igual que si fuese una brasa que le hubiesen puesto en una mano de verse compensado económicamente por ello.

Poirot asintió. Se acordaba de algo… Andrew Restarick le había enseñado un cheque para que pudiese ver cómo era su firma. Y Poirot había visto algo más: el nombre de la persona que iba a cobrarlo. El cheque en cuestión se hallaba extendido a nombre de David Baker y la suma era importante. ¿Vacilaría David a la hora de aceptar aquel papel?, se preguntó Poirot. Se contestó que no. Evidentemente, la opinión del señor Goby coincidía con la suya. Siempre, siempre, en todos los tiempos, había habido hombres y mujeres capaces de venderse por dinero. Éste siempre tuvo y tiene un poder ilimitado. Ante Norma, David se había ofrecido… ¿Era sincero al proponerle el matrimonio? ¿Amaba realmente a la chica? En caso afirmativo, aquello no quedaría zanjado con un cheque. No había parecido estar representando ninguna comedia. Norma, indudablemente, no le juzgaba un farsante. Andrew Restarick, el señor Goby y Poirot pensaban de manera muy distinta. Y lo más probable es que fueran éstos quienes se hallaban en lo cierto.

El señor Goby torno a carraspear.

—¿La señorita Claudia Reece-Holland? Ninguna objeción. Nada hay contra ella. Nada dudoso, esto es. El padre de la joven es miembro del Parlamento. Nada de escándalos. No es como algunos de sus compañeros. Ella tiene cursados los estudios de secretariado. Trabajó primeramente con un médico en la calle Harley, pasando más adelante a la Junta Nacional del Carbón. Hace dos meses que se halla a las órdenes del señor Restarick. Posee amigos, pero no existe entre ellos ninguno preferido que haga pensar en la existencia de un noviazgo. Es buena compañera. Nada hay que pensar en una relación personal entre ella y el señor Restarick. De acuerdo. Durante estos tres últimos años ha vivido en uno de los pisos de Borodene Mansions. Paga una elevada renta. Comparte el piso habitualmente con otras dos jóvenes. Carece de amigos especiales. Frances Cary, la segunda, hace ya algún tiempo que habita allí. Primeramente trabajó en «Rada» y luego en el Slade. Actualmente está colocada en la «Wedderburn Gallery», un local muy conocido de la calle Bond. Está especializado en la organización de exposiciones en Manchester, Birmingham, y a veces en el extranjero… La chica ha estado en Suiza y Portugal. Tiene muchos amigos entre la gente del arte, como dibujantes, pintores, actores y demás.

El señor Goby guardó silencio, se aclaró la garganta y echó un vistazo a su libreta.

—En lo tocante a los informes que se relacionan con África del Sur, no es mucho lo que he conseguido. Supongo que no será difícil ampliar los que poseo. Restarick se movió bastante. Estuvo en Kenya, Uganda, Costa de Oro y África del Sur… Es un hombre inquieto. Parece ser que no existe una sola persona que le conozca a fondo. Dispuso desde un principio de dinero de sobra para dirigirse a donde se le antojase. Por añadidura, lo supo ganar. Y en cantidad. Le agradaban los sitios más remotos, los más alejados del mundo civilizado. Había nacido para vagabundo. Nunca se mantuvo en contacto con nadie. Tres veces se dio la noticia de su muerte… Afirmóse que había desaparecido en la selva… Pero, al final, siempre terminaba dando señales de vida en un punto u otro, generalmente distinto del anterior.

»El año pasado su hermano murió repentinamente, en Londres. Costó bastante trabajo localizarlo. El fallecimiento de aquél le produjo una honda impresión, parece ser. Quizá se hubiese cansado de correr ya… Tal vez fuera que había dado con la mujer que él necesitaba. Ella es mucho más joven que su marido. Profesional en la enseñanza. Eso es lo que han dicho. Una cabeza bien sentada…

»Llegado el momento indicado, Andrew Restarick, sin duda, tomó la resolución de cesar en sus vagabundeos para fijar su residencia en Inglaterra. Es un hombre rico y por si fuera poco esto es el heredero de su hermano.

—La historia de un individuo que triunfa y de una mujer desgraciada —comentó Poirot—. Quisiera conocer más detalles acerca de ella. Me ha procurado usted todos los datos que ha podido, los datos que yo precisaba. Es sumamente interesante saber qué personas han rodeado constantemente a la joven, quiénes han podido influir en su conducta e ideas, quién ha puesto, quizás, empeño en moldearla a su gusto… Yo quería saber algo acerca de su padre, de su madrastra, del joven que la acompaña, de la gente con que convive, de aquellos para quienes trabajó en Londres. ¿Está usted seguro de que no se ha producido ninguna muerte que de cerca o de lejos tenga que ver con la chica? Esto es importante…

—No sé nada sobre ese particular —contestó el señor Goby—. Ella trabajaba para una firma llamada «Homebirds», que se hallaba al borde de la quiebra. Le pagaban poco. La madrastra estuvo en un hospital recientemente para ser sometida a observación… Circulan muchos rumores por ahí, pero no se materializan en nada concreto.

—La madrastra no murió —dijo Poirot—. Y lo que yo necesito es una muerte.

El señor Goby repuso que sentía no tener nada más que informar, poniéndose en pie.

—¿Desea algo más, de momento?

—A modo de información, no.

—Perfectamente, señor —mientras se guardaba su libreta en un bolsillo, el señor Goby agregó—: Perdone… Tal vez sea inoportuno, pero esa joven que acaba de marcharse…

—Sí, sí… ¿Qué hay acerca de ella?

—Bueno… Desde luego, no creo que se trate de nada que guarde relación con esto, pero… me figuré que debía mencionarlo, señor…

—Hable. ¿No es la primera vez que la ve, quizá?

—La vi hace dos meses…

—¿Donde?

—En Kew Gardens.

—¿En Kew Gardens?

Poirot parecía hallarse un poco sorprendido.

—No la estaba siguiendo. Iba detrás de otra persona que se encontró con ella.

—¿Quién?

—Me imagino que no viene a cuento mencionarla. Se trataba de uno de los jóvenes agregados a la embajada hertzegovina.

Poirot enarcó las cejas.

—Muy interesante, hombre. Sí, muy interesante En Kew Gardens, ¿eh? —musitó—. Un lugar estupendo para una cita. Un lugar muy agradable, verdaderamente.

—Es lo que pensé yo en aquellos instantes.

—¿Hablaron?

—No, señor. Viéndolos, no habría podido afirmar nadie que se conocían. La joven era portadora de un libro. Se sentó en uno de los bancos. Estuvo leyendo unos minutos y luego colocó el libro encima de aquél a su lado. El individuo cuyos pasos iba yo siguiendo se sentó poco más tarde junto a ella. No cruzaron una sola palabra. Después, la muchacha se levantó, alejándose de allí. Él hizo lo mismo posteriormente. El libro de la chica había cambiado de manos ya. Eso fue todo, señor.

—Pues, sí, encuentro su información muy interesante.

El señor Goby fijó su mirada en la estantería, dedicándole un cortés «Buenas noches». Tras ello, salió del cuarto.

Poirot exasperado, dio un fuerte resoplido.

Enfin! —exclamó—. Esto ya es demasiado ¡Demasiado, sí señor! Ahora tenemos un pasaje de la historia a base de espionaje y contraespionaje. Y todo lo que yo busco es un crimen, un sencillo crimen. Comienzo a sospechar que ese crimen sólo tuvo lugar en la mente de una persona adicta a las drogas.

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