Capítulo XXIII
El inspector jefe Neele cogió una hoja de papel, haciendo en ella un par de anotaciones. Su mirada se paseó luego por los rostros de las cinco personas que había en la habitación. Hablaba en tono solemne, muy formal.
—¿La señorita Jacobs? —preguntó.
Neele miró al policía apostado junto a la puerta, agregando:
—Ya sé, sargento Conolly, que se le ha tomado declaración. Ahora, no obstante, me agradaría hacerle yo unas preguntas.
Unos minutos después entraba en el cuarto la señorita Jacobs. Neele se puso en pie cortésmente para saludarla.
—Soy el inspector jefe Neele —dijo al estrechar su mano—. Lamento verme obligado a molestarla por segunda vez. Quisiera que me refiriese detalladamente todo lo que vio usted y oyó. Temo que le resulte doloroso…
—No. Doloroso, no. La impresión, eso sí, fue tremenda —manifestó la señorita Jacobs, aceptando la silla que se le ofrecía. Seguidamente, añadió—: Al parecer, usted ha aclarado un poco esto.
Él supuso que se estaba refiriendo a la retirada del cadáver.
La señorita Jacobs paseó la mirada por los rostros de los presentes, descubriendo con franco asombro a Poirot («¿Qué diablos significa esto?»); la nada disimulada curiosidad de la señora Oliver; el aire expectante del doctor Stillingfleet, con su roja cabeza vuelta a un lado; la sonrisa de reconocimiento de Claudia (a la que correspondió con un gesto afirmativo), y la mueca contrita de Andrew Restarick…
—Usted debe ser el padre de la muchacha —le dijo—. Soy una desconocida y las palabras de condolencia no vienen muy a menudo a mis labios. Será mejor callar, en este sentido… Nos ha tocado vivir en un mundo lleno de cosas tristes… Eso es lo que yo opino, al menos. Creo que actualmente las chicas estudian demasiado.
La señorita Jacobs se volvió a continuación hacia Neele.
—Usted dirá, inspector.
—Deseo, señorita Jacobs, como ya le he indicado antes, que nos cuente todo lo que vio y oyó.
—Supongo que lo que declare ahora diferirá en algo de lo que manifesté anteriormente —contestó la señorita Jacobs, de modo inesperado—. Suele pasar… Una intenta hacer una descripción más completa e, inevitablemente, se vale de más palabras. Creo que no voy a ser más precisa, sin embargo. En estos casos, se dice siempre lo que una piensa que debió ver aparte de lo que tuvo ante los ojos. Bueno. Me esforzaré por ajustarme a la realidad con el máximo rigor.
»Todo empezó con unos gritos. Experimenté un gran sobresalto. Pensé que alguien acababa de sufrir algún accidente. Me acercaba ya a la puerta de mi apartamento cuando oí unos golpes en ella. Los gritos continuaban. La abrí, viendo que se trataba de una de mis vecinas, de una de las tres chicas que ocupaban el apartamento número sesenta y siete. Ignoro su nombre, si bien la conozco de vista.
—Frances Cary —dijo Claudia.
—Murmuró unas palabras incoherentes, unas frases confusas, sin sentido… Alguien había muerto… Una persona a quien ella conocía… Un tal David… no sé qué más. No logré enterarme de su apellido. La muchacha sollozaba. Su cuerpo era sacudido por fuertes estremecimientos. La hice pasar al apartamento, dándole un poco de coñac, tras lo cual salí a dar un vistazo.
Todos pensaron que la señorita Jacobs había pasado por la vida igual que por aquel episodio: impertérrita.
—¿Es necesario que describa lo que encontré? Usted lo sabe, inspector.
—Refiérase a ello brevemente.
—Vi a un hombre joven, uno de estos jóvenes de hoy en día, que visten ropas chillonas y llevan los cabellos largos. Estaba tendido en el suelo, muerto, evidentemente. La tela de la camisa se notaba rígida, a causa de la sangre.
Stillingfleet hizo un movimiento. Volvió la cabeza, mirando atentamente a la señorita Jacobs.
—Luego, me di cuenta de que en la habitación había una muchacha y que ésta tenía en las manos un cuchillo de cocina. Parecía muy segura, muy dueña de sí… Verdaderamente, su actitud me chocó.
—¿Qué le dijo ella? —preguntó el doctor Stillingfleet.
—Me dijo que había entrado en el cuarto de baño con el propósito de lavarse las manos y quitarse la sangre. Después, añadió: «Claro que esto no se quita así como así».
—¿No dijo, por ejemplo, «¡Fuera, mancha maldita!»?
—No puedo señalar que ella me hiciera recordar especialmente a lady Macbeth. Estaba… ¿cómo diría yo esto?… la mar de tranquila. Después de dejar el cuchillo encima de la mesa tomó asiento en una silla.
—¿Qué más dijo? —inquirió el inspector jefe Neele, leyendo un papel en el que habían sido garabateadas unas palabras.
—Algo relativo al odio… Señaló que el odio que podía sentir una persona por otra no acarreaba nada bueno al final.
—¿No lanzó ninguna exclamación? Ésta quizá: «¡Pobre David!»… Es lo que usted contó al sargento Conolly. Y la muchacha agregó que deseaba librarse de él.
—No me acordaba ya de ese detalle. Sí. La joven habló de que la había hecho ir allí… Mencionó también a una tal… Louise…
—¿Cuáles fueron sus manifestaciones acerca de Louise?
Fue Poirot el autor de esta pregunta. Se había inclinado hacia delante, vivamente interesado. La señorita Jacobs contempló su rostro vacilando.
—«Como Louise», dijo solamente… Y se interrumpió. Eso ocurrió después de haber declarado que el odio no acarreaba nada bueno nunca.
—¿Qué más?
—Muy calmosa, me señaló después la conveniencia de llamar a la policía. Así lo hice… Permanecimos sentadas, hasta que llegaron los agentes. Creí mi deber no dejarla sola… No cruzamos una palabra. Parecía hallarse absorta en sus pensamientos y yo… yo, con franqueza, estaba asombrada, no sabía qué decirle…
—Usted apreciaría en seguida, tal vez, que era una perturbada mental —manifestó Andrew Restarick—. Advertiría que no se daba cuenta de lo que había hecho, ¿no? ¡Pobre criatura!
Andrew Restarick hablaba en tono de súplica y como si abrigara una secreta esperanza…
—¿Es una señal de perturbación obrar con frialdad después de haber cometido un crimen?
La señorita Jacobs se enfrentó con él. No se hallaba dispuesta, por lo que se veía, a mostrarse de acuerdo con Restarick.
Medió Stillingfleet:
—Señorita Jacobs: ¿admitió la chica en algún momento que había matado a David?
—¡Oh, sí! Debo de haber mencionado eso antes… Fue lo primero que dijo… Como si hubiese estado contestando a alguna pregunta. «Sí, le he matado», declaró. Y luego habló de su visita al cuarto de baño para lavarse las manos.
Restarick lanzó un gemido, escondiendo el rostro entre las manos. Claudia dejó caer una de las suyas sobre su brazo más próximo.
Terció Poirot en la conversación.
—Usted, señorita Jacobs, ha indicado que la chica dejó el cuchillo sobre esa mesa. ¿Estaba usted cerca de ella? ¿Lo vio todo claramente? ¿Pudo apreciar si el cuchillo había sido lavado también?
La señorita Jacobs miró, dudosa, al inspector jefe Neele. Bien se notaba lo qué estaba pensando… Poirot era para ella un extraño, algo aparte en aquella encuesta oficial.
—¿Tiene usted la bondad de contestar a esa pregunta, señorita Jacob? —dijo Neele.
—Pues no… No creo que el cuchillo hubiese sido lavado o secado con algo. Hallábase manchado… Las manchas eran de una sustancia espesa y pegajosa, sin duda.
—Ya —respondió Poirot, echándose atrás en su asiento.
—Yo me inclinaba a pensar que ustedes sabían cuanto se podía saber acerca de ese cuchillo —manifestó la señorita Jacobs a Neele en tono acusador—. ¿Acaso no lo examinó la policía detenidamente? A mí se me antoja que ha habido algo de abandono, de no ser así…
—Desde luego, señorita, la policía lo examinó —se apresuró a aclarar Neele—. Ahora bien, nosotros… ¡ejem!… necesitamos siempre que nuestras afirmaciones se vean corroboradas.
La señorita Jacobs correspondió a las palabras de Neele con una astuta mirada.
—Supongo que lo que quiere usted decir es que necesitan calibrar la precisión de las declaraciones de los testigos. La policía, es lógico, querrá saber qué han podido inventar, qué es lo que vieron realmente o creen haber visto.
El inspector jefe sonrió.
—Sobre sus palabras no hay duda alguna, señorita Jacobs. Usted hará una testigo excelente.
—No me agrada este papel, sinceramente. Pero ya me figuro que estas cosas son cosas por las que una no tiene más remedio que pasar en determinadas circunstancias.
—Así es. Gracias, señorita —Neele miró a su alrededor—. ¿Desean ustedes formular alguna pregunta?
Poirot hizo una seña. La señorita Jacobs se detuvo junto a la puerta, nada complacida.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—Quería referirme a la mención de una persona llamada Louise. ¿Sabía usted a quién aludía la muchacha?
—¿Cómo iba a saberlo?
—¿No es posible que se refiera a Louise Charpentier? Usted conocía a esta señora, ¿no?
—No.
—¿Ignora que hace poco se arrojó por una de las ventanas de ese inmueble?
—Estoy enterada de eso, naturalmente. No sabía que su nombre de pila fuese Louise y personalmente no me hallaba relacionada con ella.
—Ni era ése tampoco su deseo, ¿verdad?
—No debiera hablar de esa mujer puesto que ya ha muerto… Sin embargo, admito que ha identificado exactamente mi posición. Era una inquilina indeseable y yo y otros vecinos nos hemos quejado más de una vez a la dirección de la casa.
—¿Qué alegaban?
—Le hablaré con franqueza: la señora Charpentier bebía. Su apartamento quedaba por encima del mío y en él se celebraban continuamente reuniones de gente alborotadora. Rompían botellas, golpeaban los muebles, cantaban, daban gritos… En fin; no paraban con sus entradas y salidas.
—Sería, simplemente, una mujer que se sentía muy sola —sugirió Poirot.
—No era tal la impresión que daba —manifestó la señorita Jacobs acremente—. Se señaló en la encuesta judicial que se hallaba deprimida por su falta de salud. Todo era producto de su imaginación. Parece ser que no le pasaba absolutamente nada.
Habiendo terminado de hablar de la señora Charpentier sin la menor simpatía, la señorita Jacobs se apresuró a retirarse.
Poirot concentró su atención en Andrew Restarick, al que preguntó en tono afable:
—¿Es cierto, señor Restarick, que usted se relacionó en otro tiempo con la señora Charpentier?
Restarick guardó silencio unos segundos. Luego, suspiró profundamente, fijando la vista en Poirot.
—Sí. Hace muchos años de eso… La conocí bien, sí. Pero no bajo el apellido Charpentier. Cuando empezamos a tratarnos se llamaba Louise Birell.
—Estuvo usted enamorado de ella…
—En efecto. Locamente enamorado. Hasta el punto de abandonar a mi esposa y a mi hija por su culpa. Nos trasladamos a África del Sur. Al cabo de un año todo se fue abajó. Ella regresó a Inglaterra. No volví a saber de Louise. Nunca supe qué suerte había corrido.
—¿Y su hija? ¿Conocía su hija también a Louise Birell?
—Seguramente no se acordaría de ella. Tenía cinco años cuando…
—Pero, ¿la conocía? —insistió Poirot.
—Sí —repuso Restarick—. Es que Louise venía a nuestra casa. Solía jugar con la niña.
—Entonces es posible que la recordara al cabo de los años, ¿no es así?
—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Ignoro qué aspecto tenía; no sé si había cambiado mucho. No volví a verla, como ya le he dicho.
Poirot insinuó tozudamente:
—Pero sí tuvo noticias de ella, ¿verdad? Es decir, a raíz de su regreso a Inglaterra, ¿eh, señor Restarick?
Otra pausa. Y un nuevo suspiro, que revelaba cierto desasosiego.
—Efectivamente. Tuve noticias de ella… —manifestó Restarick. A continuación, asaltado por una repentina curiosidad, añadió—: ¿Cómo se ha enterado de eso, monsieur Poirot?
De uno de los bolsillos, Poirot extrajo un papel cuidadosamente plegado. Después de desdoblarlo, lo puso en manos de Andrew.
Éste procedió a leerlo, frunciendo el ceño.
Mi querido Andy:
Me he enterado por la prensa que has regresado a Inglaterra. Debiéramos vernos para hablar de lo que los dos hemos hecho a lo largo de estos últimos años…
El texto quedaba interrumpido aquí… Para seguir más adelante:
Andy. Piensa en quién es la que te dirige estas líneas. Soy Louise. No te atreverás a decirme que me has olvidado, ¿verdad?
Mi querido Andy:
Como verás por el membrete de esta carta, vivo en el mismo bloque de pisos que tu secretaria. ¡El mundo es un pañuelo, querido! Tenemos que vernos. Te invito a beber lo que te apetezca más, el lunes o el martes de la semana que viene… ¿Puede ser?
Andy querido: Tengo que verte de nuevo… Nadie me ha importado nunca tanto como tú… No me habrás olvidado, ¿verdad?
—¿Cómo ha ido a parar a sus manos esto? —inquirió Restarick mirando inquisitivamente a Poirot y señalando la carta.
—Salió de un camión de mudanzas y llegó a mi poder gracias a una excelente amiga mía —contestó Poirot volviendo la cabeza hacia la señora Oliver.
Restarick miró a aquélla sin la menor simpatía.
—Fue algo inevitable —declaró la señora Oliver, interpretando correctamente su mirada—. Supongo que era su mobiliario el que era trasladado. A los hombres que realizaban aquel trabajo se les fue una mesa. Uno de los cajones de la misma se abrió, quedando esparcidas por el suelo un montón de cosas. El viento arrastró hasta mis pies ese papel, que cogí. Quise entregarlo a los mozos del camión, pero los dos estaban muy irritados y no quisieron saber nada, procediendo yo a guardarme el escrito en un bolsillo del abrigo, sin fijarme siquiera en lo que hacía. Ya no me volví a acordar de él, hasta esta tarde, cuando me encontraba ocupada vaciando los bolsillos, pues me proponía enviar a aquella prenda a la tintorería. En consecuencia, no se me puede echar nada en cara.
La señora Oliver guardó silencio. Se había quedado casi sin aliento con su largo discurso.
—Esto es un borrador —dijo Poirot—. ¿Llegó la carta original a su poder al fin?
—Sí… Recibí la más seria de las versiones. Pero no la contesté. Creí que era lo más prudente.
—¿No quería volver a enfrentarse con ella?
—¡Se trataba de la última persona a quien hubiera querido ver en este mundo! Louise siempre fue una mujer particularmente difícil. Y yo había oído contar algunas cosas de ella… Entre otras, que se hallaba entregada por completo al alcohol. Había otras… más graves.
—¿Conservó usted la carta?
—¡No! ¡La rompí!
El doctor Stillingfleet formuló bruscamente una pregunta.
—¿Le habló su hija de esa mujer en alguna ocasión?
Restarick no parecía dispuesto a contestar a aquélla.
El doctor Stillingfleet le apremió.
—Podría ser muy significativo si procedió así, ¿sabe?
—¡Vaya con los médicos y sus raras salidas! Pues sí: me habló de ella en una ocasión.
—¿Qué le dijo la chica exactamente?
—Sin previa preparación, me notificó: «El otro día vi a Louise, papá». Experimenté un tremendo sobresalto. Le pregunté: «¿Dónde la viste?» Y mi hija me contestó: «En el restaurante del inmueble». Me agité inquieto. «Jamás me imaginé que te acordaras de esa mujer». Norma me dijo entonces: «No la he olvidado. Mamá no habría tolerado que la olvidara. Aunque yo hubiese querido».
—Sí —corroboró el doctor Stillingfleet—. Eso, ciertamente, es expresivo.
—Su turno, mademoiselle —dijo Poirot, volviéndose repentinamente hacia Claudia—. ¿Le habló Norma alguna vez de Louise Charpentier?
—Sí… Tras su suicidio. Creo que me indicó que había sido una mujer perversa.
—¿Se hallaba usted en el inmueble aquella noche… mejor dicho, a primera hora de la mañana, el día en que se suicidó la señora Charpentier?
—Aquella noche no estaba yo aquí, no. Me encontraba ausente. Recuerdo que llegué al día siguiente, enterándome entonces del suceso.
Claudia miró a Restarick.
—¿Se acuerda usted…? Hablo del día veintitrés. Me había desplazado a Liverpool.
—Sí, sí, desde luego. Tenía usted que representarme en la reunión del Henver Trust.
Poirot inquirió:
—Pero Norma durmió aquella noche aquí, ¿verdad?
—Sí.
Claudia no acertaba a estarse quieta.
—¡Claudia! —Restarick dejó caer una mano sobre el brazo de la joven—. ¿Qué es lo que usted sabe acerca de Norma? Debe de haber algo, algo que usted me oculta.
—Nada. ¿Qué voy a saber?
—Usted cree que está loca, ¿eh? —dijo el doctor Stillingfleet en un tono de voz normal—. Lo mismo le ocurre a la chica de los cabellos negros. Y también a usted —añadió volviéndose rápidamente hacia Restarick—. Y todos se andan con buenos modales, ¡nos andamos!, evitando el motivo principal, pero pensando en la misma cosa. Con la excepción, hay que señalarlo, del inspector jefe. Él no opina nada. Él recoge los datos, resume el hecho: locura o delito. ¿Y usted qué dice de la señorita Norma, señora?
—¿Yo? —inquirió dando un salto en su asiento la señora Oliver—. No sé…
—Se reserva su juicio, ¿eh? No se lo reprocho. Todo esto es difícil. ¿Hay en realidad aquí una persona que piense que la muchacha está cuerda? Aquí o fuera de aquí.
—La señorita Battersby —manifestó Poirot.
—¿Y quién diablos es la señorita Battersby?
—Una profesora.
—Pues si yo tuviera alguna vez una hija la enviaría a su colegio… Naturalmente, el caso mío, la situación mía, es distinta a la de ustedes. Yo hablo con conocimiento de causa. ¡Yo sé todo lo que se puede saber acerca de la muchacha!
El padre de Norma clavó con fijeza los ojos en el doctor.
—¿Quién es este hombre? —preguntó a Neele—. ¿Qué desea darnos a entender manifestando que sabe todo lo que se puede saber acerca de mi hija?
—Puedo hablarle de la chica porque ha estado bajo mi personal cuidado estos diez últimos días.
—El doctor Stillingfleet —aclaró el inspector jefe Neele—, es un famoso psiquiatra.
—¿Y cómo fue a parar Norma a sus manos? ¿Quién solicitó mi consentimiento para que se ocupara de ella?
—Pregúnteselo al hombre del bigote —contestó Stillingfleet.
—¿Usted? ¿Usted?
Restarick estaba tan indignado, que apenas podía hablar. Poirot le contestó plácidamente:
—Me atuve a sus instrucciones. Usted deseaba que su hija recibiese cuidados y que fuese protegida una vez localizada. Yo la encontré y conseguí que el doctor Stillingfleet se interesara por este caso. Se enfrentaba con un peligro, señor Restarick, con un peligro muy grande.
—¿Y era eso peor que lo que le ocurre ahora? No olvide que Norma se encuentra detenida bajo la acusación de asesinato.
—Técnicamente hablando, no se le acusa todavía de tal cosa —manifestó Neele.
Tras una breve pausa el inspector jefe prosiguió diciendo:
—Doctor Stillingfleet: tengo entendido que está usted dispuesto a dar su opinión como profesional sobre la señorita Restarick y a indicarnos, por tanto, si se halla en condiciones de valorar la naturaleza y el significado de sus actos.
—¿Qué es lo que ustedes quieren saber? Simplemente: Si la chica está loca o es una persona cuerda, ¿no? De acuerdo. Les contestaré con la misma sencillez: Norma Restarick es una persona cuerda… ¡Tanto como pueda serlo cualquiera de los que se encuentran en esta habitación ahora!