Capítulo VI
El señor Goby se sentó en una silla. Era un hombre menudo y encogido, de traza muy corriente.
Había fijado la mirada en una de las patas en forma de garra de una mesa muy antigua, a la que dirigía sus observaciones. Nunca concentraba su atención directamente en sus interlocutores.
—Me alegro de que consiguiera los nombres, señor Poirot —declaro—. De otro modo, ya se lo puede imaginar, habría necesitado más tiempo. En realidad, me he hecho de los datos principales, captando habladurías, expresivas por otro lado. Las murmuraciones son útiles para el informador. Comenzaré por Borodene Mansions, ¿le parece bien?
Poirot inclinó la cabeza, complacido.
—Hay muchos porteros allí —dijo el señor Goby, dirigiéndose ahora al reloj que ocupaba el centro de la repisa de la chimenea—. Empezando por allí, utilicé a dos jóvenes. Me resultaron caros, pero valía la pena. Disimulé por todos los medios la presencia del investigador empeñado en averiguar cosas muy concretas. ¿Uso las iniciales o menciono los nombres completos?
—Entre estas paredes, puede usted mencionar los nombres completos —respondió Poirot.
—La señorita Claudia Reece-Holland es una encantadora joven. Su padre es uno de los miembros del Parlamento. Un hombre ambicioso. Aparece en las páginas de los periódicos con frecuencia. No tiene otra hija. Trabaja como secretaria. Una muchacha seria. Nada de reuniones estrambóticas, ni bebidas, ni compañías dudosas… Comparte el piso con otras dos chicas. La segunda trabaja para la «Wedderburn Gallery», en la calle Bond. Un tipo cursi. Alterna con la gente de Chelsea. Va de un sitio para otro, organizando exposiciones de arte.
»La tercera es la suya. No hace mucho tiempo que reside allí. Se opina, en general que anda algo despistada. No se insinúa nada grave. Pero se la tiene por persona un tanto vaga, indefinida. Uno de los porteros es extraordinariamente parlanchín. Una copa o dos y uno se queda sorprendido al observar la cantidad de cosas que es capaz de referir. Sabe quiénes son los que beben, los que toman drogas, los que pasan apuros a la hora de pagar el impuesto estatal sobre la renta, los que ocultan su dinero debajo de cualquier losa suelta… Desde luego, no puede tomarse todo lo que afirma como artículo de fe. El caso es que circuló cierta historia acerca de un revólver disparado una noche…
—¿Un revólver? ¿Resultó alguien herido?
—Hay dudas a ese respecto. Ese hombre cuenta que una noche oyó el estruendo de un disparo. Salió para ver qué pasaba y se encontró con la chica, la que a usted le interesa, plantada, inmóvil y con el revólver en la mano. Parecía hallarse aturdida. Después acudió corriendo una de sus amigas… Mejor dicho, no; se presentaron ambas. Y la señorita Cary (la cursi, ¿eh?) inquirió: «Norma, ¿qué demonios has hecho?» La señorita Reece-Holland intervino con gran viveza, para decirle: «Cállate, Frances. ¿Es que no sabes cerrar el pico? Vamos, no seas tonta». Quitando el arma a la muchacha («Dame eso»), la metió en el bolso… A continuación advirtió la presencia de este mozo, Micky, y dirigiéndose a él, riendo, agregó: «Usted debe de haberse llevado un buen susto, ¿eh?» Luego, la joven agregó: «Que no le preocupe este incidente. La verdad es que no teníamos la menor idea de que esta, arma estuviera cargada. Por manosearla ya ve usted lo que pasa…» Guardó silencio un instante, para recomendarle después. «Si alguien hace preguntas sobre lo sucedido diga que no es nada, que no tiene importancia…» Norma se dejó conducir por su amiga al ascensor y las tres subieron al piso de nuevo. Pero Micky seguía dudando. Entonces salió a dar una vuelta por el patio.
El señor Goby bajó los ojos. Ahora leía lo escrito en una de las páginas de su libro de notas:
—«Le diré… Encontré algo… ¡Sí! Hallé unos rastros húmedos. Seguro. Eran gotas de sangre. Las toqué con mis dedos. Voy a decirle lo que pensé… Habían disparado sobre alguien… Y el hombre había huido. Subí al piso, preguntando si podía hablar con la señorita Holland. Voy y le digo: “Creo que alguien ha sido herido ahí abajo, señorita. He descubierto unas gotas de sangre en el patio.” La muchacha me contestó: “¡Santo Dios! ¡Qué tontería! Eso a que usted alude procede quizá de una de las palomas que vuelan constantemente por el recinto.” En seguida añadió: “Lamento que se haya asustado una vez más. Olvídelo.” Inmediatamente, deslizó en mi mano un billete de cinco libras. ¡Cinco libras, nada menos! Naturalmente, tras aquello guardé silencio».
»Otro whisky más y surge el informe complementario: «¿Quiere que le dé mi opinión? Yo creo que esa chica le pegó un tiro al joven que la acompañaba siempre. Reñirían, seguramente y ella utilizó el revólver. Vamos, eso es lo que yo me figuro, ¿eh? Y se lo digo a usted solamente… Si otra persona me insinuara algo le diría que no sé de qué me habla…»
El señor Goby hizo una pausa.
—Muy interesante —comentó Poirot.
—Si. Pero existen muchas probabilidades también de que todo sea mentira. Parece ser que no hay ninguna otra persona que esté enterada de ese episodio. Se ha hablado, asimismo, de un puñado de gamberros que penetraron en el patio una noche, armando una verdadera trifulca, durante la cual salieron a relucir varias navajas…
—Me hago cargo —manifestó Poirot—. Otro posible origen de las manchas de sangre encontradas…
—Es posible, desde luego, que la chica riñera con el joven, amenazándole con disparar sobre él. Puede ser que Micky oyese algo o interpretara mal las cosas, especialmente si en aquel preciso instante fue puesto en marcha el motor de un vehículo.
Hércules Poirot suspiró.
—Eso podría explicar lo sucedido bastante bien.
El señor Goby pasó una de las hojas de su libro de notas, seleccionando su nuevo confidente. Esta vez optó por dirigirse a uno de los radiadores eléctricos.
—«Joshua Restarick Ltd». Una firma perteneciente a la familia. Cuenta ya más de un siglo. Está bien conceptuada en la City. Siempre al tanto de sus obligaciones. No presenta nada espectacular. Fundada por Joshua Restarick en 1850. Comenzó a actuar después de la primera guerra mundial en el extranjero efectuando considerables inversiones, principalmente en África del Sur, África Occidental y Australia. Simon y Andrew Restarick… Los últimos miembros de la familia. Simon, el hermano mayor, murió hace cosa de un año, sin dejar ningún hijo. Su esposa había fallecido varios años antes. Andrew Restarick parece haber sido un individuo muy inquieto. No se entregó nunca de lleno al negocio, pese a poseer habilidad sobrada para llevarlo. Finalmente, huyó con una mujer, abandonando a su esposa y una hija que contaba entonces cinco años de edad. Trasladóse a África del Sur, Kenya, visitando otros lugares. No hubo divorcio. Su mujer falleció hace un par de años. Vivió como una inválida durante algún tiempo. Andrew Restarick viajó mucho y parece ser que siempre ganó dinero. Concesiones mineras, principalmente. Todo lo que tocaba comenzaba a prosperar.
»Tras la muerte de su hermano decidió, seguramente, que había llegado la hora de sentar la cabeza. Contrajo matrimonio de nuevo y creyó que lo más oportuno era volver y formar un hogar para su hija. Con ellos vive su tío (parentesco nacido del primer enlace), sir Roderick Horsefield. Su domicilio de ahora es provisional. La esposa busca una casa adecuada en Londres. Lo de menos es el gasto que esto pueda implicar. Nadan en oro.
Otro suspiro de Poirot.
—Ya veo —dijo—. Me está usted contando una especie de cuento de hadas. ¡Todo el mundo gana dinero! ¡Todos pertenecen a familias excelentes, muy respetables! Los parientes son personas distinguidas en extremo. En los círculos financieros poseen un prestigio indiscutible…
»No hay más que una nube en ese despejado firmamento: una chica a la que no se considera completa, una chica que gusta demasiado de la compañía de cierto dudoso joven, una chica, en fin, que muy probablemente, ha intentado envenenar a su madrastra, y que sufre alucinaciones, ¡si no es verdad que ha cometido un crimen! He de decirle señor Goby, que esto último no encaja en esta novela rosa que acaba usted de referirme.
El señor Goby movió la cabeza, entristecido, manifestando ambiguamente:
—En todas las familias hay siempre un punto oscuro…
—La señora Restarick es una mujer joven. Supongo que no es aquella con quien Andrew huyó del país…
—¡Oh, no! Esa unión se quebrantó en seguida. Ella era una buena pieza en todos sentidos. Dominante, gruñona, el hombre fue un necio al ponerse en sus manos —el señor Goby cerró su libro de notas, mirando inquisitivamente a Poirot—. ¿Desea usted hacerme algún otro encargo?
—Sí. Quiero que haga unas averiguaciones más acerca de la difunta señora Restarick. Era una inválida y frecuentaba las clínicas… ¿Qué clase de clínicas? ¿Las dedicadas al tratamiento de las enfermedades mentales?
—Comprendo su punto de vista, señor Poirot.
—A ver si hay dementes en la familia… Estudie este detalle en las dos ramas.
—Me ocuparé de ello, señor Poirot. El señor Goby se puso en pie.
—He de marcharme ya. Buenas noches.
Una vez solo, Poirot adoptó una actitud reflexiva. Sus cejas subían y bajaban… Se formulaban preguntas y más preguntas. A continuación, telefoneó a la señora Oliver.
—Le dije que se mostrara prudente. Voy a repetírselo: prudencia, prudencia…
—Prudencia, ¿por qué concretamente?
—Creo en la existencia de un peligro. El peligro, sí, se cierne sobre todo aquella persona que husmea donde nadie le llama. Flota el crimen en el aire… No quisiera que la víctima fuese usted.
—¿Tiene ya toda la información que, según me dijo, le iban a facilitar?
—Sí —respondió Poirot—. Me he hecho con una pequeña información, en efecto, integrada casi exclusivamente por rumores, simples habladurías… No obstante, algo raro parece estar en marcha en Borodene Mansions.
—¿Qué es lo que le hace pensar así?
—Se han visto huellas de sangre en el patio —declaró Poirot.
—¿De veras? —inquirió la señora Oliver—. «Huellas de sangre». He aquí el título de una vieja historia detectivesca fundida en los moldes de la antigua escuela.
—Cabe la posibilidad también de que no hayan existido nunca dichas huellas. Es probable que todo sea fruto de la imaginación de un portero irlandés.
—¡Bah! Alguien que derramaría sin querer el contenido de una botella de leche —opinó la señora Oliver—. De noche, no pudo ver tal detalle.
¿Qué fue lo sucedido?
Poirot no contestó directamente.
—La chica pensaba que «quizás hubiese cometido un crimen». ¿Se refería a éste?
—¿Quiere usted decir que hizo fuego sobre alguien?
—Uno puede suponer que disparó contra alguna persona, pero hay que pensar que erró el tiro. Unas cuantas gotas de sangre… Eso fue todo. No se encontró ningún cadáver.
—¡Válgame Dios! —exclamó la señora Oliver—. ¡Y qué embrollado está todo! Naturalmente, de una persona que es capaz de salir corriendo de un sitio como el patio de Borodene Mansions, usted no diría que ha sido asesinada, ¿verdad?
—C’est difficile —replicó Poirot, cortando la comunicación.
* * *
—Estoy preocupada —dijo Claudia Reece-Holland.
Sirvióse otra taza de café. Frances Cary dio un enorme bostezo. Las dos muchachas estaban desayunándose en la pequeña copina del piso. Claudia se hallaba vestida y preparada para iniciar su trabajo de todos los días. Frances habíase limitado a echarse encima del pijama una bata. Un negro mechón de cabello le caía sobre una mejilla.
—Norma me preocupa, sí —insistió Claudia.
Frances tornó a bostezar.
—En tu lugar, yo estaría tan tranquila. Cuando menos te lo esperes acabará telefoneando o presentándose aquí, supongo.
—¿Tú crees? Mira, Fran, no puedo evitar…
—No te entiendo —manifestó Frances, sirviéndose a su vez más café. Con gesto vacilante, tomó un sorbo—. Verás… No vamos a vivir pendientes de lo que haga Norma, ¿verdad? ¿Hemos contraído acaso la obligación de cuidar de ella, de llevarla de la mano? Comparte con nosotros el piso, eso es todo. ¿A qué viene tu maternal solicitud? He de serte sincera: a mí no me preocupa.
—Ya lo veo, ya… Para ti nada constituye un motivo de preocupación. Sin embargo tu posición es distinta…
—¿Por qué es distinta? ¡Ah, bueno! Te refieres a que tú eres la auténtica inquilina del piso o algo así, ¿eh?
—Mi situación, Fran, es más delicada.
Frances volvió a bostezar.
—Anoche me acosté demasiado tarde —dijo—. Estuve en la reunión de Basil. Me siento terriblemente fatigada. ¡Oh! Supongo que el café me ayudará a levantar el ánimo. Basil se empeñó en que probáramos unas pastillas nuevas… «Sueños de Esmeralda», se llamaban. Considero una estupidez tomar esos potingues.
—Llegarás tarde a tu trabajo en la galería de arte —anunció Claudia.
—¡Bah! Es igual. ¿Qué más da esto o lo otro?
Una pausa y Frances agregó:
—Anoche vi a David. Iba vestido de tiros largos y me pareció un muchacho maravilloso.
—No me digas que te estás enamorando de él, Fran. Ofrece un aspecto triste, en realidad.
—Yo sé muy bien cómo piensas, Claudia. Eres una mujer perteneciente al tipo convencional, querida.
—Te equivocas. Sí es cierto, en cambio, que no paso por lo que vosotros hacéis. ¿A qué viene probar esas drogas? ¿Por qué ese gran afán de aturdirse, de perder la cabeza?
Frances parecía sentirse divertida.
—No estás hablando con ninguna toxicómana, querida. Simplemente me gusta satisfacer mi curiosidad y ver cómo son esas cosas. Y en nuestra pandilla hay gente que vale. David sabe pintar, cuando quiere.
—David quiere muy raras veces, realmente, ¿verdad?
—Siempre has de zaherirle, Claudia. No vacilas nunca a la hora de hundir tu cuchillo en su delicada carne… Te fastidia que venga aquí para hablar con Norma. ¡Oh! A propósito de lo del cuchillo.
—¿Qué?
—Me he estado preguntando qué era mejor: si callarme o decírtelo —declaró Frances, pronunciando muy despacio las palabras.
Claudia consultó su reloj de pulsera.
—Ahora no dispongo de tiempo ya —replicó—. Déjalo para la noche, si es que quieres confiarme algo. Además, mira, chica, no estoy de humor. ¡Dios mío! —suspiró Claudia—. Lo que daría yo por saber qué hacer.
—¿Te refieres a Norma?
—Sí, claro. Nosotras ignoramos dónde para. ¿Tú crees que tenemos la obligación de dar cuenta de este hecho a sus padres?
—Le haríamos un flaco favor, sin duda. ¡Pobre Norma! ¿Por qué no ha de campar un poco por sus respetos si ése es su gusto?
—Bueno. Norma no es, exactamente…
Claudia se interrumpió de pronto.
—No, por supuesto. Non compos mentis. He aquí lo que tú has querido significar. ¿Has telefoneado a ese terrible lugar en que trabaja? ¿Cómo demonios se llama? ¡Ah, sí! Claro que telefoneaste. Ahora me acuerdo.
—¿Dónde se encuentra entonces? —inquirió Claudia—. ¿Te dijo algo David anoche sobre el particular?
—David no parecía saber nada. De veras, Claudia: ¿qué importancia tiene eso?
—Para mí sí que la tiene, por darse la coincidencia de ser su padre mi jefe. Antes o después, de sucederle algo, me preguntará por qué razón no le comuniqué que no se había presentado en el piso.
—Sí. Ya me figuro que ese hombre terminará por dirigirse a ti. Ahora bien, ¿tiene Norma la obligación de decirnos dónde ha estado cada vez que se ausenta de aquí por un día o dos? Tú sabes que en algunas ocasiones no ha venido a dormir en unas cuantas noches. No es, entre nosotras, una huésped de pago, ni nada semejante. Tú no eres la encargada de velar por esa muchacha.
—Cierto, pero no puedo olvidar que el señor Restarick me comunicó que le alegraba que compartiera este piso con nosotras.
—¿Y eso te autoriza a ir en su busca cada vez que se ausente sin previo aviso de nadie? Lo más probable es que se haya enamorado de otro amigo.
—Es de David de quien está enamorada —opinó Claudia—. ¿Estás segura de que no se ha refugiado en su casa?
—No creo, no creo… A él, Norma le tiene sin cuidado, ¿sabes?
—Tú te sientes complacida pensando en eso —manifestó Claudia—. Y es que David te tiene sorbido el seso.
—Te equivocas —contestó Frances con viveza—. No hay nada de lo que tú te imaginas.
—Creo que David se interesa muy a fondo por Norma —añadió Claudia—. ¿Cómo te explicas sino su presencia el otro día?
—Tú te las arreglaste magníficamente para que se fuera enseguida, por cierto —señaló Frances—. Yo me inclino a pensar —Frances contempló en este momento su rostro en el pequeño espejo de la cocina, muy poco halagador—, que vino a verme a mí…
—¡Qué tonta eres! Vino en busca de Norma.
—Esa chica no está bien de la cabeza —observó Frances.
—Es lo que yo me digo, en ciertas ocasiones.
—Yo estoy segura de ello. Mira, Claudia… No voy a dejar para luego lo que deseaba decirte. Es preciso que estés informada. El otro día se me rompió una de las cintas del sostén cuando tenía más prisa… Sé perfectamente que no te agrada que nadie husmee en tus cosas.
—Es verdad —afirmó Claudia.
—…pero a Norma eso no le importa, o bien no se da cuenta. El caso es que entré en su habitación, procediendo a abrir uno de los cajones de su cómoda… En él hallé un objeto: un cuchillo.
—¡Un cuchillo! —exclamó Claudia sorprendida—. ¿De qué clase?
—¿Te acuerdas de la trapatiesta que tuvimos en el patio? Un grupo de jovencitos armó camorra y durante la riña salieron las navajas a relucir… Norma entró aquí poco después…
—Si, sí, ya me acuerdo.
—Uno de los muchachos resultó apuñalado (eso me dijo un portero), y huyó. El cuchillo que Norma guardaba en el cajón de su cómoda era de esos de pulsador, como algunas de las armas empleadas en la pelea. Presentaba una mancha… Parecía sangre reseca…
—¡Frances! Estás dramatizando de una manera absurda. Un incidente tan simple…
—Quizá tengas razón. Pero estoy segura de que se trata de una mancha de sangre. ¿Y qué demonios hacía eso escondido en el mueble de Norma? Me gustaría mucho saberlo, querida.
—Supongo… que se lo encontraría, optando por cogerlo.
—¿A modo de recuerdo? ¿Por qué lo escondió sin decirnos una palabra?
—¿Qué hiciste luego con el cuchillo?
—Lo dejé donde estaba —repuso Frances—. No se me ocurrió otra cosa… No sabía qué hacer: si decírtelo o callarme. Finalmente, ayer torné a mirar en la cómoda. El arma había desaparecido, Claudia, no vi el menor rastro de ella.
—¿Crees a Norma capaz de haber enviado a David aquí para conseguirla?
—Es una posibilidad que no descarto… Voy a decirte una cosa, Claudia: en el futuro pienso encerrarme en mi habitación bajo llave todas las noches.