Capítulo IV

Hércules Poirot caminaba a lo largo de la calle principal de Long Basing. Calle principal y única, en verdad, ya que Long Basing era uno de esos poblados que van creciendo en longitud, sin ensancharse apenas. Contaba con una iglesia impresionante, dotada de un elevado campanario. Plantado en el atrio había un viejo árbol, un tejo, concretamente, de digno porte. En los escaparates de las tiendas, numerosas, se advertía una gran variedad de artículos. Había dos establecimientos dedicados a la venta de antigüedades, uno de los cuales se hallaba especializado, evidentemente, en elementos para chimenea; en el otro se amontonaban mapas que tenían ya muchos años, porcelanas, casi todas con algún defecto, piezas de vajillas victorianas, armarios de roble carcomidos, vidrios, etc. Todo ello ofrecía un aspecto algo desordenado por falta material de espacio.

Los dos cafés de la localidad resultaban desagradables por igual. Había una cestería, llena de una gran diversidad de objetos de confección doméstica; una estafeta de correos que era a la vez tienda de ultramarinos, y una tienda de tejidos en la que se vendían sombreros, contando también con una sección dedicada al calzado infantil y otra de camisería y mercería. En la papelería del poblado se vendían periódicos al tiempo que caramelos y tabaco. Había un establecimiento dedicado a las lanas que era el comercio aristócrata del poblado. Dos mujeres de aire severo y blancos cabellos se hallaban apostadas frente a unas estanterías en donde se mostraba todo lo habido y por haber en lo concerniente a las labores de aguja. En uno de los mostradores se almacenaban los patrones necesarios para aquéllas. Lo que había sido el establecimiento de comestibles más caracterizado era ya un «supermercado», lleno de cestas de alambre, con géneros del ramo de la alimentación y del de limpieza en paquetes y cajas de deslumbrantes colores. Encima de una pequeña tienda había un rótulo hecho con caprichosas letras… El «Lillah» era un local destinado a recoger las últimas modas femeninas. En su escaparate una mano más bien descuidada había colocado una blusa francesa («lo más chic»), al lado de una falda azul marino y una prenda a rayas de color púrpura, entre cuyas piezas campeaban dos vocablos:

«Por separado».

Todo esto iba observando Poirot con superficial interés. Dentro de los límites de Long Basing, dando a aquella calle, se encontraban algunas viviendas de reducidas dimensiones y anticuadas fachadas, de estilo georgiano unas veces, con detalles victorianos otras, tales como terrazas, ventanas en saledizo y diminutos invernaderos. Ciertas casas habían sufrido reformas, tenían aire de nuevas y parecían hallarse orgullosas de ellas. Veíanse, asimismo, villas decrépitas, pertenecientes a una época ya distante, pretendiendo en ocasiones ser más viejas de lo que realmente eran. A muchas de ellos habían sido incorporadas modernas comodidades, ocultas por los dueños a las miradas impertinentes de los curiosos.

Poirot avanzaba lentamente, empeñado en asimilar plácidamente cuanto iba viendo. De haberse encontrado junto a él la señora Oliver, su impaciente amiga, aquélla se habría preguntado inmediatamente por qué razón perdía el tiempo de aquella forma, ya que la casa a la cual se dirigía encontrábase medio kilómetro más allá de los límites de la localidad. Poirot, de ser interrogado, hubiera respondido que intentaba respirar el ambiente del poblado, agregando que tales cosas eran a veces importantes.

Al final de Long Basing se producía una brusca transición. A un lado, respaldada por la carretera, había una fila de edificios levantados poco tiempo atrás. Daban alegría a aquel punto las notas verdes del césped y la sinfonía en color de las puertas, todas pintadas en diferentes tonalidades. Más allá se prolongaba el panorama normal por aquéllos parajes, moteado de trecho en trecho por los anuncios de los agentes de la propiedad inmobiliaria. Las residencias aisladas contaban con sus árboles propios y sus jardines, poseyendo cierto aire de reserva. Carretera abajo, Poirot descubrió una casa cuya nota más característica y extraña era su abombado techo. Evidentemente, algo había sido modificado en ella no muchos años atrás. Ésta, sin duda, era la Meca a la cual se encaminaba.

Llegó a una puerta. «Crosshedges», leyó en la placa de la entrada. Inspeccionó atentamente la construcción. Se trataba de un edificio convencional, que databa, quizá, de comienzos de siglo. No era feo. Ni bonito. En él coincidían los lugares comunes de una arquitectura ni moderna ni antigua. El jardín era más atractivo que la casa. Se veía claramente que había sido objeto de grandes cuidados en otra época, cayendo luego en el abandono. Todavía había en las zonas de césped macizos de flores y matorrales desplegados para producir determinado efecto campestre. Poirot se dijo que allí había, con todo, unas manos que se ocupaban del jardín. No tardó en descubrir cerca de una de las esquinas de la casa la figura de una mujer que se inclinaba sobre uno de los macizos de flores, haciendo unos ramilletes de dalias, según creía. Su cabeza venía a ser un brillante círculo de oro puro. Era alta, esbelta, pero de ancha espalda. Poirot soltó la aldabilla de la puerta del jardín y pasó al interior, dirigiéndose hacia la entrada del edificio. La mujer volvió la cabeza, irguiéndose al tiempo que le acogía con una inquisitiva mirada.

Esperó a que él le hablara. De la mano izquierda de la mujer colgaban unos trozos de hilo… Poirot la notó un poco desconcertada.

—¿Deseaba usted algo? —preguntó.

Poirot se quitó el sombrero con ceremonioso ademán, haciendo una ligera reverencia. La mirada de ella, como fascinada, se fijó en el bigote del hombre que tenía delante.

—¿La señora Restarick?

—Sí, yo…

—Espero no haberla asustado, señora.

Una débil sonrisa floreció en los labios de ella.

—En absoluto. Usted es…

—Perdone que me haya permitido visitarles. Una amiga mía, la señora Ariadne Oliver…

—Claro, usted es… monsieur Poiros.

—Monsieur Poirot —corrigió él, forzando la última sílaba del apellido—. Hércules Poirot, para lo que guste. Pasaba por la localidad y decidí acercarme a esta casa por si se me autorizaba a presentar mis respetos a sir Roderick Horsefield.

—No faltaba más. Noami Lorrimer nos dijo que vendría usted.

—¿No hay inconveniente alguno, entonces?

—¿Qué inconveniente va a haber? Ariadne Oliver estuvo aquí el último fin de semana. Apareció en compañía de los Lorrimer. Escribe unos libros muy entretenidos, ¿verdad? Bueno. A lo mejor a usted se le antojan aburridas las novelas detectivescas. Usted mismo es un detective, ¿no? ¿Un detective auténtico?

—De lo más real que he conocido —manifestó, zumbón, Hércules Poirot.

Éste observó que la señora Restarick reprimía una sonrisa. La estudió ahora más detenidamente. Era una mujer bella, pero había en su físico no poco de artificioso. Sus rubios cabellos habían sido peinados con excesiva rigidez. Poirot se hizo algunas preguntas… Secretamente, ¿no se sentiría la señora Restarick poco segura de sí misma? Los cuidados que prodigaba a su jardín, ¿no habrían sido dictados por su deseo de imitar a la clásica ama de casa inglesa? Hubiera dado cualquier cosa por saber en qué medio social había crecido.

—Todo es muy bonito —comentó él.

—¿Le agradan los jardines?

—Me gustan, sí, pero no de la misma forma que a los ingleses. Para estos menesteres, ustedes poseen un talento especial. Los jardines encierran para ustedes un significado que no tiene nada que ver con el que nosotros advertimos.

—Con este «nosotros» alude usted a los franceses, ¿no?

—Yo no soy francés. Soy belga.

—¡Ah, sí! Creo haber oído decir a la señora Oliver que usted, en otro tiempo, perteneció a las fuerzas policíacas belgas.

—Así es. En efecto, soy un viejo sabueso belga. —Poirot rió discretamente, añadiendo con un expresivo movimiento de manos—: Siempre admiré los jardines ingleses. ¡Oh, sí! Tengo que rendirme ante ustedes. A las razas latinas les agrada el jardín clásico, formal, los jardines del castillo, el Castillo de Versalles en miniatura… ¡Ah! No hay que olvidar que inventaron el potager. Muy importante, mucho, el potager. Ustedes los tienen aquí, en Inglaterra, pero porque los sacaron de Francia. No lo quieren como nosotros, sin embargo… Prefieren sus flores. ¿Qué tal? ¿Es verdad eso o no?

—Sí. Me parece que tiene usted razón —dijo Mary Restarick—. ¿No quiere entrar, monsieur Poirot? Ha venido a ver a mi tío…

—He venido aquí a presentar mis respetos a sir Roderick, pero antes haré lo mismo con usted, señora, si me lo permite. Siempre procedo de la misma manera ante la belleza, cuando tropiezo con ella.

Poirot hizo una reverencia.

La señora Restarick se echó a reír, un tanto nerviosa.

—No debe usted ser tan cumplido, señor Poirot.

La mujer echó a andar y él la siguió.

—Conocí a su tío en 1944. Claro que la nuestra fue una relación bastante superficial…

—¡Pobrecillo! Se está haciendo muy viejo. No oye nada casi, ¿sabe?

—Ha transcurrido mucho tiempo desde el día en que nos conocimos. Lo más probable es que no recuerde nada acerca del episodio. Fue un asunto de espionaje en el que tuvo que ver mucho cierto invento y sus posteriores aplicaciones. Debido ese invento al ingenio de sir Roderick. Espero que me recibirá de buena gana.

—¡Oh! Estoy segura de que sí… En determinados aspectos, el pobre lleva una vida muy aburrida actualmente. Tengo que ir tantas veces a Londres. Estamos buscando allí una casa que nos convenga —la señora Restarick suspiró, añadiendo—. La gente vieja es difícil de barajar, en ocasiones.

—Me consta —declaró Poirot—. Con harta frecuencia, yo también resulto difícil, señora.

Ella sonrió.

—¡Oh, no! ¿Pretende usted ser una persona de edad?

—Eso me han dicho, alguna que otra vez —Poirot suspiró—. Las chicas, ¿sabe? —añadió con lúgubre expresión.

—Pues eso es una descortesía. No me extraña, sin embargo. A nuestra hija no le costaría ningún trabajo tener una salida de ese tipo.

—¡Ah! Tiene usted una hija…

—Sí. Bueno, es hijastra.

—Me alegrará mucho conocerla —dijo Poirot cortésmente.

—¡Oh! No se encuentra aquí ahora. Está en Londres. Trabaja allí.

—Hoy la mayoría de las jóvenes se colocan.

—Ésa es la tendencia general, sí —dijo la señora Restarick—. Incluso después de casadas, las mujeres de esta generación acaban volviendo a sus empleos en las empresas industriales o en los colegios o institutos.

—¿A usted no han conseguido convencerla en este sentido, señora?

—No. Yo me crié en África del Sur. Vine a este lugar con mi esposo hace tiempo… Este ambiente todavía me resulta algo extraño.

La señora Restarick dispensó a los alrededores una mirada de la que estaba ausente toda huella de entusiasmo. Habían penetrado en una habitación provista de muebles caros, pero de tipo convencional, carentes de personalidad. Colgaban de los muros dos grandes retratos, el único toque individual. En el primero se veía a una mujer de finos labios, embutida en un vestido de noche de terciopelo gris. En la pared opuesta se descubría a un hombre de treinta y tantos años de edad, dotado de un aire de contenida energía.

—Supongo que a su hija le parece aburrido el campo.

—Sí. A ella le va mejor Londres. No le gusta esto, desde luego… —la señora Restarick hizo una pausa brusca, añadiendo, como si le estuvieran sacando las palabras—: Tampoco le gusto yo…

—Eso es imposible —manifestó Poirot, galante.

—Está usted en un error. Antes bien, es lo que sucede normalmente en situaciones familiares como la nuestra. A las muchachas les suele costar trabajo aceptar la autoridad de una madrastra.

—¿Quería mucho a su madre, la chica?

—Es lógico pensar que sí. Resulta difícil entenderse con ella. Claro que ya me imagino que con cualquier otra me habría pasado lo mismo.

Poirot suspiró antes de contestar.

—Actualmente, se nota un gran descenso de la autoridad paternal. No ocurre lo que en otros tiempos.

—Así es.

—No me agrada hablar de este modo, señora, pero… ¿verdad que las muchachas modernas no se muestran muy exigentes a la hora de escoger sus amistades masculinas?

—En este aspecto, Norma ha sido una gran preocupación para su padre. Sin embargo, yo creo que quejándonos no hacemos nada. Todos hemos de vivir nuestros personales desengaños para ir adquiriendo experiencia. Bueno… He de llevarle a donde está tío Roddy… Ocupa una habitación de las de la planta superior.

Salieron de la habitación. Poirot, que seguía a la dueña de la casa, volvió la cabeza. Un cuarto que no decía nada, que carecía de carácter, si no pensaba en los dos retratos. Guiándose por el vestido de la dama, Poirot se figuró que ya tenía algunos años. ¿Sería aquélla la primera señora Restarick? A Poirot su figura no le pareció muy agradable…

—Esos retratos son magníficos, señora.

—Sí. Son obras de Lansberger.

Lansberger había estado de moda como retratista veinte años atrás, siendo entonces un artista caro. Su meticuloso naturalismo ya no gustaba y después de su muerte dejóse casi de hablar de él. Se hablaba desdeñosamente de sus modelos tal como Lansberger los viera, pero Poirot no se había dejado llevar de los juicios de última moda, sospechando que detrás de los sencillos rasgos exteriores que el pintor fijaba con extrema facilidad había una buena dosis de ironía cuidadosamente disimulada.

Al empezar a subir las escaleras, siempre delante de Poirot, la señora Restarick dijo:

—Hace poco que fueron desembaladas… Se procedió a una primera limpieza, pero…

Guardó silencio de pronto, quedándose inmóvil, con una mano apoyada en la barandilla.

En lo alto de la escalera se había movido algo… Tenían ahora delante una figura extraña, incongruente. Parecía alguien que se hubiese echado encima un disfraz, una persona que ciertamente, no le iba a la casa.

Sin embargo, la figura en cuestión tenía bastante de familiar para Poirot. Habíase encontrado con ella a menudo por las calles de Londres e incluso en algunas reuniones. Tratábase de un representante de la última generación. Vestía chaqueta negra, un complicado chaleco de terciopelo, pantalones ajustados… Sobre la nuca le caían unos rizos de cabellos castaños. Era una persona exótica y bella… Se necesitaban unos segundos de inspección para determinar su sexo.

—¡David! —exclamó Mary Restarick, muy seria—. ¿Qué demonios haces aquí?

El joven no se quedó desconcertado por la pregunta, ni mucho menos.

—¿La he asustado? —inquirió—. Lo siento.

—¿Qué haces aquí, en esta casa? ¿Has venido con Norma?

—¿Con Norma? No. Esperaba encontrarla aquí.

—¿Que esperabas encontrarla aquí? ¿Qué quieres decir? Norma está en Londres.

—¡Oh, no! No está en Londres. Al menos no se halla en el número sesenta y siete de Borodene Mansions.

—¿Quieres explicarme qué significa eso?

—De acuerdo. Al ver que no había regresado, después de su fin de semana, me imaginé que lo más seguro era que se hubiese quedado. Vine para ver qué era lo que le había sucedido.

—Salió de aquí el domingo por la noche, como de costumbre —la señora Restarick añadió, muy enfadada—: ¿Por qué no tocaste el timbre? ¿Por qué no nos hiciste saber que te encontrabas aquí? ¿Qué haces vagando por la casa?

—Señora: usted está pensando en estos momentos que yo me proponía robarle los cubiertos o algo semejante. Nada tiene de particular esto de entrar en una casa en pleno día. ¿Qué es lo que hay de sorprendente en eso?

—Bien… Nosotros somos gentes anticuadas y nos desagradan tales hábitos.

—¡Santo Dios! —suspiró David—. ¡Cuántas palabras por nada! Señora Restarick: como veo que usted no me da la bienvenida precisamente y que además ignora el paradero de su hijastra, creo que lo mejor será que me marche. ¿Quiere que me vuelva los bolsillos del revés antes de salir?

—No digas tonterías, David.

—Adiós, entonces.

El joven bajó unos peldaños, agitando una velluda mano en señal de despedida. Seguidamente, se encaminó hacia la puerta de la entrada, que estaba abierta.

—Es una criatura horrible ese David —comentó Mary Restarick con un dejo rencoroso que sobresaltó a Poirot—. No puedo soportarlo. Es que no lo aguanto. ¿Por qué razón está Inglaterra llena de tipos de esa clase?

—¡Bah! No haga caso, señora. Se trata de una simple moda… Y siempre ha habido modas. En el campo apenas se aprecia la evolución de estas. Tales fenómenos son más perceptibles en Londres.

—Es espantoso, verdaderamente espantoso —dijo Mary—. Veo a esos individuos exóticos, afeminados…

—¿No ha caído en la cuenta de que recuerda mucho a las figuras de Van Dyck? De la cabeza de David, en un dorado marco, con un cuello de encaje, no se atrevería a decir que es algo afeminado o exótico…

—No sé como se ha atrevido a presentarse aquí de esta manera. Andrew se habría puesto furioso. Se siente inquieto. Las hijas traen innumerables preocupaciones. Es probable que Andrew no conozca a Norma muy bien. Siendo ella una niña se fue al extranjero. La madre se encargó de su educación y ahora se encuentra frente a un auténtico rompecabezas. A mí me ocurre lo mismo. Tengo que pensar forzosamente que es una muchacha sumamente extraña. Sobre estas chicas, hoy en día las madres no ejercen la menor autoridad. Norma siente pasión por David Baker. No se puede hacer nada. Andrew le prohibió que pusiera los pies en esta casa y ya ve lo que ocurre: se planta aquí dentro tranquilamente. Me parece… Me parece que lo mejor será evitar que Andrew se entere de su visita. No quiero verle más preocupado. Creo que esa chica anda con él por Londres. Indudablemente habrá otros jóvenes por el estilo… Claro, los hay peores todavía. Estoy pensando en los que no se lavan, en los que se dejan la barba y visten sucios y raros trajes.

Poirot dijo, animoso:

—Por Dios, señora. No dé tanta importancia a esas cosas. Las tonterías de la primera edad acaban quedándose atrás.

—Eso espero. De todos modos, Norma es una chica auténticamente difícil de gobernar. Yo opino que no está muy bien de la cabeza. ¡Es un carácter tan especial! Sus aversiones, sus antipatías…

—¿Qué me dice?

—Norma me odia. Es verdad, me odia. ¿Por qué ha de ser así? Ya me imagino que querría mucho a su madre, pero, ¿qué tiene de particular que su padre volviese a casarse?

—¿Está usted convencida de que la odia?

—Naturalmente que sí. Tengo pruebas de ello. Cuando decidió marcharse a Londres sentí un gran descanso. Yo no quería que hubiese disgustos por mi causa…

La señora Restarick se calló de pronto. Parecía haberse dado cuenta por vez primera de que estaba hablando con un desconocido, con un extraño.

Poirot poseía la cualidad de suscitar confidencias. Sus interlocutores, en estos casos, hablaban y hablaban como si le hubiesen conocido toda la vida…

Ella dejó oír ahora una breve risita.

—¡Dios mío! —exclamó luego—. No sé por qué le estoy contando todo esto. En todas las familias hay problemas. ¡Pobres madrastras! Nosotras no solemos pasarlo bien en el plano de las relaciones con los hijos del marido. ¡Ah! Ya hemos llegado…

Llamó con las nudillos a una puerta.

—¡Adelante, adelante!

Aquello fue un rugido estentóreo.

—Tiene usted una visita, tío —dijo Mary Restarick, al entrar en la habitación.

Poirot la seguía.

Un hombre ya anciano, de ancha espalda y cuadrada faz, muy roja y de expresión irritada, que había estado paseando por el cuarto, se plantó frente a ellos. Detrás de él había una mesa. Una chica, sentada a la misma, clasificaba cartas y otros papeles. Inclinaba sobre ellos su menuda y morena cabeza…

—Le presento a monsieur Hércules Poirot, tío Roddy —dijo Mary Restarick.

Poirot avanzó con naturalidad.

—¡Ah, sir Roderick! Han transcurrido muchos años desde la última vez que nos vimos… Hay que volver al pasado y detenernos en la última guerra. Yo me encontraba en Normandía… Recuerdo que allí estaban también el coronel Race, el general Abercromby, el mariscal del aire, sir Edmund Collingsby… ¡Y qué decisiones nos vimos obligados a tomar! ¡Cuantos obstáculos hubimos de vencer! ¡Ah! Ya no tenemos por qué ser reservados. Me acuerdo de cuando fue desenmascarado aquel agente secreto que tanto trabajo nos dio por espacio de mucho tiempo… ¿No se acuerda? Le hablo del capitán Henderson.

—¡Oh, claro! ¡El capitán Henderson! ¡Maldito cerdo! ¡Desenmascarado!

—Puede que usted no se acuerde de mí, de Hércules Poirot.

—¿No voy a acordarme? Sí, sí, hombre… Qué a punto estuvimos ahí de… Usted era el representante francés, ¿verdad? ¿No había dos? Ahora no logro recordar el nombre del otro. Siéntese, siéntese… No hay nada tan grato como hablar de los viejos tiempos.

—Temía que no se acordase de mí o de mi colega: monseñor Giraud.

—Pues se equivoca: me acuerdo de los dos. ¡Ah! Aquello era vivir, sí, señor.

La joven de la mesa se levantó. Cortésmente, acercó una silla a Poirot.

—Eso es, Sonia, eso es —dijo sir Roderick—. Permítame que le presente a mi encantadora secretaria. No puede usted imaginarse lo que esta muchacha representa para mí. Me ayuda constantemente, ordena y archiva mis papeles… Sin ella no sabría qué hacer.

Poirot se inclinó en una ceremoniosa reverencia.

Enchanté, señorita —murmuró.

A modo de réplica, la chica susurró unas palabras. Era una menuda persona, de negros y abundantes cabellos. Parecía tímida. Sus ojos, de un matiz azul oscuro, se hallaban casi siempre fijos en el suelo. Sonrió dulcemente al oír las palabras de sir Roderick.

Éste le dio varias palmaditas en un hombro.

—No sabría qué hacer sin ella —repitió—. De veras.

—Sir Roderick exagera —protestó la muchacha—. Como secretaria no soy tan eficiente como él afirma. Por ejemplo: no soy capaz de escribir a mucha velocidad en la máquina.

—Tu velocidad me basta, querida. Además, eres mi memoria también. Y asimismo, mis ojos y oídos, y una gran cantidad de cosas más.

Sonia sonrió nuevamente.

—Yo me acuerdo ahora —dijo Poirot—, de algunos hechos sobresalientes de aquel tiempo. En realidad, no sé si la gente exagera o no. Así, el día que le robaron a usted el coche.

Poirot prosiguió fluidamente con aquella historia.

Sir Roderick estaba encantado.

—Sí, sí. Siempre hubo tendencia hacia la exageración. Pero en el fondo el incidente sé desarrolló tal cual usted acaba de referirlo. Es fantástico que usted se acuerde de él habiendo transcurrido tanto tiempo. Yo podría referirle ahora otro mucho más sabroso…

Ni corto ni perezoso, sir Roderick se lanzó a contarle otra historia.

Poirot le escuchaba atentamente. Al final hizo un simulacro de aplauso cariñoso. Luego se puso en pie.

—No debo entretenerle más, sir Roderick —manifestó—. Veo que está usted entregado a un trabajo importante… Es que pasé casualmente por aquí y estimé que debía presentarse mis respetos. Los años pasan sí, pero usted no ha perdido su antiguo vigor, su gusto por la vida.

—Pues sí… Es posible que tenga usted razón, amigo mío. Ahora, no se exceda en sus cumplidos, por favor…, me figuro que me aceptará una taza de té. Mary no tendrá inconveniente en preparárnoslo, quizás —el anciano miró a su alrededor—. ¡Oh! Se ha marchado. Buenísima muchacha.

—Sí. Y muy bella. Por espacio de muchos años ella habrá sido un gran consuelo para usted.

—¡Oh! La boda tuvo lugar recientemente. Se trata de la segunda esposa de mi sobrino. Voy a serle franco. De este sobrino mío, de Andrew, nunca hice mucho caso… No le veía un hombre sentado. Se me antoja demasiado inquieto. Mi sobrino favorito era su hermano Simon, mayor que él. Claro que tampoco le conocía muy bien…

»Por lo que a Andrew respecta he de señalar que se portó muy mal con su primera mujer. Se fue, se ausentó, ¿sabe? Se marchó con una compañía nada recomendable. Todo el mundo sabía de ella. Sin embargo, él estaba enamorado. Todo terminó en un año o dos. El muy necio… De esta esposa no se puede afirmar nada desfavorable, por lo que hasta el momento he visto. Bueno. Simon era un individuo de más peso. Un tanto sombrío y aburrido, no obstante, para mi gusto. No puedo decir que me sintiera satisfecho cuando mi hermana entró a formar parte de la familia. Un matrimonio de conveniencia, ¿sabe? Gente rica… Pero el dinero no lo es todo… Todos los míos se han ido casando con personas afectas a los servicios. Nunca supe nada de los Restarick.

—Tienen una hija, según me han informado. Una amiga mía la conoció casualmente la semana pasada.

—¡Oh! Usted habla de Norma. Una estúpida. Anda por ahí embutida en unas ropas terribles, en compañía de un joven que nada más verlo repugna. Si. Ahora estos tipos se prodigan. Los muchachos se dejan crecer el pelo. Se dejan llamar de varias maneras también: «beatles» gamberros, etcétera. No puedo entenderme con ellos. Prácticamente, hablan un lenguaje extranjero. Pero nadie se molesta en escuchar las críticas de los que poseemos más edad y experiencia. Así vamos todos… Incluso Mary… Pienso, sin embargo, que terminará siendo víctima del histerismo… Su salud… Se ha hablado de que la visita al hospital es siempre conveniente, tanto para someterse a observación como para otra cosa similar. ¿Y si bebiéramos algo? ¿Un whisky? ¿No? Espérese unos minutos y tomaremos té.

—Gracias, pero estoy en casa de unos amigos y…

—Bueno. He de decirle que su visita me ha resultado muy grata. Uno disfruta recordando ciertas cosas ocurridas hace tantos años. Sonia, querida, ten la amabilidad de acompañar a monsieur… Lo siento. No recuerdo su nombre… Se me ha vuelto a olvidar. ¡Ah, sí! Poirot. Acompáñalo hasta donde esté Mary, ¿quieres?

—No, no —Hércules Poirot se apresuró a desechar su ofrecimiento—. Ya he molestado bastante a la señora Restarick. Descuide… Sabré dar con la salida perfectamente. Ha sido para mí un gran placer volver a verle.

Poirot abandonó con estas palabras la habitación.

Sir Roderick, una vez hubo salido él dijo:

—No tengo la menor idea de quién puede ser este hombre…

—¿Que no sabe quién es? —inquirió Sonia, mirándole sobresaltada.

—La verdad es que no recuerdo a la mitad de las personas que vienen a verme y que hablan conmigo actualmente. Desde luego, tengo que aparentar lo contrario muchas veces. Uno ha aprendido a salir de esos trances… Es lo que suele suceder en muchas reuniones. Llega una persona y dice: «Es posible que usted no se acuerde de mí ya… Nos vimos por última vez en el año 1939». Y yo contesto: «Naturalmente que le recuerdo», pero es mentira. Estar medio ciego y sordo supone una desventaja considerable. Hacia el final de la guerra tuve que trabar relación con numerosos personajillos de distintas procedencias. Se me han olvidado los nombres y las caras de más de la mitad de esos individuos. ¡Oh claro! Aquí no cuenta eso… Este hombre me conocía y yo he recordado a la gente que estuvo mencionando. La historia del coche robado no es ninguna invención, sí; eso sí hubo alguna exageración al aludir al tema en aquella época. Bien. Espero que no se haya dado cuenta de que no le he reconocido. Yo diría que es un sujeto inteligente. Me ha parecido, sin embargo, excesivamente remilgado. Habla haciendo demasiados aspavientos y reverencias… ¿Dónde habíamos quedado, Sonia?

Sonia cogió una carta, entregándosela. Con gesto tímido, le ofreció las gafas, que él rechazó de plano inmediatamente.

—¿Y para qué quiero yo esto? ¡Si veo perfectamente sin ellas!

Entornó los párpados, mirando con atención el papel que tenía delante. Finalmente, se dio por vencido, devolviendo a la joven el escrito…

—Tal vez sea mejor que me lo leas…

Sonia obedeció. Su voz era clara y suave.

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