Capítulo III

La señora Oliver penetró en el patio interior de Borodene Mansions. En la zona destinada al estacionamiento de automóviles había seis coches. Cuando Ariadne Oliver comenzaba a vacilar, uno de los vehículos dio marcha atrás, saliendo de la zona acotada. La señora Oliver se apresuró a ocupar el sitio que había quedado vacío.

Se apeó, cerró la portezuela y levantó la cabeza, observando el firmamento. Se hallaba ante una construcción recientemente terminada. Ocupaba aquélla un espacio devastado por las minas durante la guerra. Los pisos parecían funcionales en extremo. Evidentemente, los hombres que levantaron el edificio no habían pensado ni por un momento en adiciones de carácter ornamental.

Era aquélla una hora movida… Los coches entraban y salían del patio, lo mismo que algunas personas a pie. Se aproximaba el fin de la jornada de trabajo.

La señora Oliver echó un vistazo a su reloj de pulsera. Eran las siete menos diez minutos. La hora más oportuna, en su opinión. Era la hora en que las chicas que trabajaban volvían a sus casas, unas veces para dar un repaso a su maquillaje y otras para cambiarse de ropas, trocando sus faldas por unos exóticos pantalones al salir. Había también quien ya no se movía de su piso, dedicada a lavarse sus pequeñas prendas, sus medias… Bueno. Lo esencial era que había obrado sensatamente yendo allí a aquella hora del día. El bloque era lo mismo hacia el este que por el oeste. En el centro contaba con unas grandes puertas giratorias. La señora Oliver decidió avanzar en dirección a la izquierda, pero descubrió inmediatamente que iba mal. Los números, por aquel lado, iban del 100 al 200. Cruzó, camino de la otra parte.

El número 67 quedaba en la sexta planta. La señora Oliver oprimió un botón del ascensor. Las puertas se abrieron como una boca bostezante, acompañándose con una amenazador crujido. Ariadne se coló en aquella caverna. Los ascensores modernos siempre le habían inspirado un gran temor.

Otro fuerte crujido. Las puertas se cerraron. El ascensor se puso en marcha. Detúvose casi inmediatamente… ¡Aquello era para tener miedo también! La señora Oliver asomó la cabeza igual que un conejo espantado que husmea a un lado y a otro la presencia de un cazador.

Empezó a caminar por un pasillo que quedaba a la derecha. Llegó así a una puerta en cuyo centro vio dos números metálicos que formaban el 67. Nada más plantarse delante, la segunda cifra, el 7, se soltó del elemento que la sujetaba a la madera, cayéndole a los pies.

«Esta Casa no me gusta nada», se dijo la señora Oliver, al tiempo que se agachaba para recoger el número, que colocó al lado del otro. Ambos colgaban de sendos y casi invisibles clavitos.

Oprimió el botón del timbre. Quizá no hubiera nadie…

La puerta, sin embargo, se abrió casi en el acto. Una alta y hermosa joven se plantó en el umbral. Llevaba un traje muy bien cortado, con una falda breve y camisa de seda blanca. Sus zapatos eran muy elegantes. Tenía los cabellos oscuros y recogidos hacia atrás. Su maquillaje era más bien discreto. Por una razón u otra, su presencia produjo cierta alarma en la señora Oliver.

—¡Oh! —exclamó ésta, procurando serenarse para decir lo que era procedente en aquel caso—. ¿Es usted por casualidad, la señorita Restarick?

—No. Lo siento. La señorita Restarick ha salido ¿Quiere que le dé algún recado?

—¡Oh! —volvió a exclamar la señora Oliver, antes de proseguir. Mostró a la chica un paquete descuidadamente envuelto en papel castaño—. Le prometí un libro —explicó—. Uno de los míos que todavía no ha leído. Espero no haberme confundido al cogerlo… Tardará en volver seguramente, ¿no?

—No le puedo decir. Ignoro qué es lo que tiene que hacer esta noche.

—¡Ah! Usted es la señorita Reece-Holland, ¿no?

La chica pareció ligeramente sorprendida.

—Sí, desde luego.

—Conozco a su padre —declaró la señora Oliver—. Soy Ariadne Oliver. Escribo libros… —añadió, adoptando el tono culpable que empleaba siempre mecánicamente al hacer tal confesión.

—¿No quiere pasar?

La señora Oliver aceptó la invitación y Claudia Reece-Holland la condujo hasta un cuarto de estar. El empapelado era igual en todas las habitaciones del piso: esbozos de bosques. Los inquilinos podían colgar de las paredes los cuadros que poseyeran, modernos o antiguos, y montar una decoración personal si ése era su gusto. La base de la misma estaba constituida por unos muebles de línea avanzada, armarios, librerías y otros elementos por el estilo, aparte de un gran sofá y una mesa extensible. Todo admitía sus complementos. Observábanse señales individualistas: un gigantesco Arlequín, que adornaba una pared, y un estilizado mono encuadrado por frondosa arboleda, que ocupaba la opuesta.

—Seguro que a Norma le encantará recibir su libro, señora Oliver. ¿Qué desea beber? ¿Una copita de jerez? ¿Le sirvo ginebra?

Aquella chica tenía los mismos modales de la secretaria eficiente.

La señora Oliver no quiso tomar nada.

—Disfrutan ustedes de una excelente vista aquí —señaló, mirando por la ventana parpadeando al alcanzarle los últimos rayos de sol en los ojos.

—Pues, sí. La verdad es que el piso nos resulta menos agradable cuando se estropea el ascensor.

—Nunca me hubiera atrevido a afirmar que un ascensor como ése se estropeara también, igual que los demás… Es… una especie de robot.

—Hace poco que lo instalaron, pero no crea, no es ninguna cosa del otro mundo —declaró Claudia—. Tienen que someterlo a periódicos ajustes… Siempre lo están manoseando.

Entró en el cuarto una chica que venía hablando desde fuera.

—¿Tú sabes, Claudia, dónde he podido poner…?

Guardó silencio, mirando a la señora Oliver.

Claudia las presentó rápidamente.

—Frances Cary… La señora Oliver, Ariadne Oliver.

—¡Oh, qué interesante! —exclamó Frances.

Era una muchacha alta y de ondulante silueta, largos y negros cabellos. Su pálida faz se hallaba intensamente maquillada. Las cejas y las pestañas apuntaban hacia arriba… La cosmética realzaba dicho efecto. Se había embutido en unos pantalones de terciopelo muy ajustados y vestía un grueso jersey. Su figura ofrecía un contraste muy brusco con la de la viva y eficiente Claudia.

—Le había prometido un libro a Norma Restarick y se lo he traído —explicó la señora Oliver.

—¡Oh! ¡Qué lástima que esté todavía en el campo!

—¿No ha regresado?

Hubo una pausa. La señora Oliver creyó ver que las dos muchachas intercambiaban una mirada.

—Yo creí que se había colocado en Londres —repuso aquélla, esforzándose para dar la impresión de que estaba un tanto sorprendida.

—Y así es —manifestó Claudia—. Se dedica a la decoración de interiores. De cuando en cuando la mandan por ahí con muestras —la chica sonrió—. Vivimos juntas, pero nuestras vidas discurren separadas. Salimos y entramos a nuestro antojo y lo más corriente es que no nos molestemos dejando escritos. Descuide: no se me olvidará dar a Norma su libro cuando vuelva.

Nada más natural ni elocuente que aquella explicación…

La señora Oliver se puso en pie.

—Muchas gracias por todo.

Claudia la acompañó hasta la puerta.

—Contaré a mi padre mi encuentro con usted —dijo la joven—. Es un gran lector de historias detectivescas.

Después de cerrar la puerta, la muchacha regresó al cuarto.

Frances se había apoyado en el antepecho de la ventana.

—Lo siento —declaró—. ¿He cometido alguna torpeza?

—Yo me limité a indicar a esa mujer que Norma había salido.

Frances se encogió de hombros.

—Bueno, Claudia, ¿y dónde para ella? ¿Por qué no se presentó aquí de nuevo el lunes? ¿A dónde se proponía ir?

—No acierto a imaginármelo.

—¿No estará en casa de sus familiares? Fue a pasar con ellos el fin de semana…

—No. Ya telefoneé para averiguar qué podía haber sucedido.

—Supongo que la cosa no tiene mayor importancia… No obstante, esa muchacha es… Hay que reconocer que resulta algo extraña.

—¡Bah! En la medida que tantas otras personas.

Claudia no parecía estar muy convencida de lo que acababa de decir sin embargo.

—Sí que es rara, sí. No se puede negar —insistió Frances—. En ocasiones, me asusta. No es una muchacha normal, y tú lo sabes.

De pronto, la joven se echó a reír.

—¡Norma no es normal! Sabes que no lo es, Claudia, aunque no quieras admitirlo. Fidelidad a la patrona, se llama, a mi entender, esa figura.

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