Capítulo XXV
En aquella habitación de la casa de Poirot se hallaban sentadas cuatro personas. El detective, hundido en su sillón, bebía sirop de cassis. Norma y la señora Oliver se habían acomodado en el sofá. Ésta ofrecía un aire particularmente festivo con su nada apropiado vestido color verde manzana. Su figura aparecía rematada por uno de sus más esmerados peinados. El doctor Stillingfleet ocupaba una silla. Había extendido ambas piernas, de suerte que daba la impresión de ocupar la mitad del cuarto.
—Bueno. Hay un puñado de cosas que yo deseo conocer —dijo la señora Oliver en tono acusador.
Poirot se apresuró a derramar un poco de aceite en aquellas agitadas aguas.
—Reflexione, chère madame. No sé cómo agradecerle lo mucho que le debo… Mis mejores ideas me fueron sugeridas por usted.
La señora Oliver miró a Poirot haciendo un gesto de incredulidad.
—¿No fue usted acaso quien pronunció ante mí la frase «la tercera muchacha»? Pues de ahí arranca todo… Y ahí termina. Había que buscar la tercera muchacha de las tres que vivían en el mismo piso. Norma fue siempre, supongo, aquélla… Y nada más contemplar las cosas desde otro punto de vista, cada elemento encajó en el sitio que le correspondía. La respuesta que faltaba, la pieza extraviada del rompecabezas, resultó ser siempre la misma: la tercera muchacha.
»Fue siempre, ¿me comprende?, la persona que no se encontraba allí. Ella era un nombre para mí, no más.
—Me maravilla que nunca la relacionara con Mary Restarick —declaró la señora Oliver—. Yo había visto a Mary en «Crosshedges», llegando a hablar con ella. Desde luego, la primera vez que vi a Frances Cary ésta tenía sus negros cabellos caídos sobre la cara.
—Usted, madame, atrajo mi atención sobre determinado hecho también. Me hizo notar la facilidad con que cambiaba la faz de una mujer de acuerdo con sus peinados. Recuerde que Frances Cary había realizado estudios de actriz. Conocía a fondo el arte de la caracterización. Podía alterar su voz a su gusto o necesidad. Como tal Frances poseía una cabellera larga y negra, que enmarcaba su faz escondiéndola a medias. Por otro lado, acentuaba el maquillaje, se retocaba las cejas y modificaba el tono de sus párpados y el espesor de sus pestañas. Mary Restarick, con su rubia peluca, muy ondulada, con sus ropas convencionales, su leve acento extranjero y su vivacidad al hablar, venía a ser el extremo opuesto. Se notaba, sin embargo, que había bastante de artificio en su persona. ¿Qué clase de mujer era?
»No lo sabía. No reaccioné inteligentemente ante ella. Lo reconozco. Yo, Hércules Poirot, no estuve precisamente a la altura de las circunstancias.
—Conque ésas tenemos, ¿eh? —dijo el doctor Stillingfleet—. Es la primera vez que le oigo expresarse en esos términos, Poirot. Todos los días tropieza uno con cosas nuevas, sorprendentes.
—No acierto a ver por qué razón deseaba tener dos personalidades —declaró la señora Oliver—. A mí me parece eso innecesariamente confuso.
—Para ella, la maniobra era de gran valor. Le proporcionaba una coartada perpetua para cuando la precisara. ¡Pensar que lo tuve todo ante mis ojos, a todas horas, y que no acerté a verlo! Había lo de la peluca, sí… Inconscientemente, me preocupaba, sin llegar a comprender por qué. Dos mujeres… Nunca, en ningún momento, habían sido vistas juntas. Sus existencias estaban tan ordenadas que nadie advertía las grandes lagunas de tiempo cuando ellas se esfumaban. Mary visita Londres a menudo. Va de compras, habla con agentes de la propiedad inmobiliaria; pretende coger ideas para la decoración de su futuro hogar… Así se supone que pasa su tiempo. Frances se traslada a Birmingham, a Manchester; vuela incluso al extranjero; frecuenta Chelsea, donde se reúne con su pandilla de amigos bohemios, individuos de los que hace uso según sus aptitudes, que no hubieran merecido en ningún instante la aprobación de la ley. Fueron pintados cuadros especiales para la Wedderburn Gallery. Los jóvenes artistas en alza celebran allí exposiciones. Sus obras se vendieron perfectamente: otros son trasladados al extranjero… con los marcos llenos de heroína. Hay estafas a base de objetos de arte, diestras copias de viejos maestros… Frances era quien ponía en marcha todo aquel tinglado. David Baker fue uno de los pintores que empleaba. Como copista se le catalogaba magníficamente.
Norma murmuró:
—¡Pobre David! La primera vez que le vi pensé que era un muchacho maravilloso.
Poirot prosiguió diciendo, un tanto amodorradamente:
—Aquel cuadro, aquel cuadro… No conseguía olvidarme de él. ¿Por qué lo había instalado Restarick en su despacho? ¿Qué especial significación tenía para él? Enfin, cuando analizo mi comportamiento me irrita. He sido demasiado tardo, lento, torpe…
—No entiendo lo del cuadro.
—Tratábase de una idea estupenda. El lienzo venía a ser una especie de certificado de identidad. Veamos… Había un par de retratos: esposo y esposa, firmados por un artista popular en su día. David Baker reemplazó el de Restarick con uno de Orwell, en el que éste aparece veinte años más joven. Nadie hubiera podido sospechar que el retrato era una superchería. Por su estilo, por ciertos toques especiales, por muchos otros conceptos, resulta ser una obra espléndida, convincente. Cualquiera que hubiese conocido a Restarick años atrás podía decir: «¡Me ha costado trabajo reconocerle!» O bien: «¡Qué cambiado está usted!» En realidad, lo que tenía que pensar el observador era que él mismo no se acordaba del aspecto del otro hombre años atrás.
—Corrió un gran riesgo Restarick al proceder así… Orwell, mejor dicho —manifestó la señora Oliver, pensativa.
—El riesgo era menor del que usted se figura. No fue nunca un claimant en sentido de Tichborne. Era solamente un miembro de una conocida firma de la City, que se reintegraba a su patria tras el fallecimiento de su hermano. Sin más complicaciones tenía que hacerse cargo de los negocios de aquél. Se presentó aquí con su joven esposa, a la que conoció en el extranjero. Los dos se acomodaron en la casa de un pariente, de un tío, hombre distinguido y medio ciego, que nunca había tenido contacto con Andrew Restarick desde los años de la niñez. Esa persona aceptó sin discusión la presencia de la pareja. No tenía más parientes, si se exceptúa la hija, a la que viera por última vez cuando contaba cinco años de edad. Al partir Andrew para África del Sur, el personal de su oficina se reducía a dos empleados de edad avanzada, que fallecieron posteriormente. No hablo de los empleados jóvenes porque éstos duran siempre muy poco en todas partes. El abogado de la familia había muerto también. Pueden ustedes estar seguros de ello: la situación fue estudiada a fondo por Frances una vez decidida ésta a dar el golpe con la colaboración de su compañero.
»Ella le había conocido, al parecer, en Kenya, dos años antes. Eran dos granujas con diferentes metas. Él tuvo que ver con varios negocios sucios referentes a prospecciones petrolíferas… Restarick y Orwell se trasladaron, juntos, a uno de los atrasados países del continente africano, ocupados en asunto de minerales. Luego, circuló el rumor de la muerte de Restarick (probablemente cierto), noticia que más tarde fue desmentida.
—Entraba mucho dinero en el juego, ¿eh? —comentó Stillingfleet.
—Una enorme fortuna. Había que actuar manteniéndose a tono con la trascendencia del caso. Andrew Restarick era un hombre riquísimo, siendo, por añadidura, el heredero de su hermano. Nadie puso en duda su identidad. Y después… Las cosas comenzaron a marchar mal. Como llovida del cielo, cae en manos de Orwell la carta de una mujer que nada más enfrentarse con él, sin dar lugar a tal cosa, sabrá que no es Andrew Restarick. Sobreviene otra desgracia: David empieza a hacerle víctima de un chantaje.
—Eso era de esperar, naturalmente —dijo Stillingfleet.
—Ellos no lo esperaban —manifestó Poirot—. David no se había visto envuelto en un asunto de aquel tipo nunca. Se le subió a la cabeza la enorme riqueza de su amigo, supongo. La suma que le había sido abonada por falsear el retrato le parecía, seguramente, inadecuada. Quería más dinero. Restarick, entonces, comenzó a extender cheques por fuertes sumas, alegando que la culpa de aquello la tenía su hija… Él pretendía impedir que se casara con un hombre que no le convenía en absoluto. Ignoro si las intenciones de David eran honestas… Quizás. Ahora bien, sacar dinero de dos personas como Orwell y Frances era una empresa plagada de peligros.
—¿Quiere usted decir que es posible que esa pareja de delincuentes pensara en eliminar a dos personas sin más, a sangre fría…? —inquirió la señora Oliver.
Ésta parecía hallarse muy impresionada.
—Es muy probable que hubiesen añadido su nombre a la lista, madame.
—¿Mi nombre? ¿Quiere usted sugerir que fue uno de ellos el autor del ataque que sufrí? Frances, me imagino… ¿No fue el pobre «pavo real»?
—No. No creo que fuese él. Pero usted había estado ya en Borodene Mansions. Para seguir luego a Frances hasta Chelsea… Es, por lo menos, lo que ella se figura. Hay por en medio una pequeña historia que no justifica sus movimientos, señora Oliver. En consecuencia, se lanza en su busca, propinándole un golpe en la cabeza para que pierda la curiosidad temporalmente. Usted no quiso escucharme cuando le dije que había peligro…
—¿Cómo iba a figurarme que había sido ella? La veo adoptando poses de heroína de Burne-Jones en aquel raro estudio… No obstante, ¿por qué…? —Ariadne miró a Norma y luego su vista volvió a fijarse en Poirot—. Esa gente utilizó a la muchacha con la peor de las intenciones, sí… Es decir: quisieron inculcarle determinadas ideas, con el auxilio de las drogas; quisieron hacerle creer que había asesinado en dos ocasiones. Mi pregunta es ésta: ¿Por qué?
—Necesitaban una víctima… —repuso Poirot.
Éste abandonó su sillón, acercándose a Norma.
—Ha pasado usted por una terrible experiencia, mon enfant. No volverá a vivir un episodio semejante, por fortuna. Recuerde que no debe perder jamás la confianza en sí misma. Al haber conocido el mal tan de cerca se ha hecho usted de una especie de armadura que le servirá para protegerse contra los avatares de la vida.
—Creo que tiene usted razón, monsieur Poirot —contestó Norma—. Pensar que una está loca, creerlo a pies juntillas, estar convencida de eso, es horroroso… —la joven no pudo reprimir un estremecimiento—. Ni siquiera ahora comprendo por qué… por qué hubo quien creyó que no había matado a David, pese a mis continuas afirmaciones…
—Todo radica en la sangre —explicó el doctor Stillingfleet con la mayor naturalidad—. Había empezado a coagularse. La camisa de la victima aparecía rígida a causa de ella, según especificó la señorita Jacobs… Fíjate bien: rígida y no húmeda. Y había que hacer ver que tú habías matado a David Baker unos minutos antes de que Frances comenzara a dar gritos…
—¿Cómo es que…? —la señora Oliver no sabía por dónde empezar—. Ella había estado en Manchester.
—Llegó a su casa en uno de los primeros trenes, poniéndose la peluca de Mary. Durante el camino completó su maquillaje. Entró en Borodene Mansions, dirigiéndose al ascensor. Era en aquellos momentos una rubia desconocida, una de tantas visitantes del inmueble. Entró en el piso, donde David la aguardaba, tal como ella le había indicado que hiciera. El joven no sospechaba nada y Frances le apuñaló a la primera oportunidad.
»Seguidamente, se marchó, manteniéndose a la expectativa hasta ver llegar a Norma. Penetró en un guardarropa público y allí cambió de aspecto, uniéndose a una amiga, con la cual cruzó unas palabras mientras caminaban. Tras separarse de ella en Borodene Mansions subió al piso y… representó la comedia, tal como la tenía preparada. Supongo que disfrutaría lo suyo mientras se entregaba a aquel papel. Por la hora en que la policía fue llamada y se presentó allí, ella no pensaba que surgiera alguien señalando la diferencia del tiempo… He de decir, Norma, que nos hiciste pasar muy mal rato: querías convencernos a toda costa de que eras tú la autora del asesinato.
—Deseaba confesar… terminar con todo de una vez… ¿Pensó usted… pensó usted en que realmente yo podía haber hecho aquello?
—¿Quién? ¿Yo? ¿Por quién me has tomado? Yo sé en todo momento de qué son capaces mis pacientes. Me figuré únicamente que ibas a ocasionar dificultades. Ignoraba qué medidas proyectaba adoptar Neele, en definitiva. Lo que estaba viendo no me parecía corriente.
Poirot sonrió.
—Hace muchos años que nos conocemos el inspector Neele y yo. Aparte de que él había llevado a cabo ya ciertas indagaciones. Usted, Norma, no estuvo nunca en realidad frente a la puerta de Louise. Frances cambió los números. Invirtió el 6 y el 7 en su propia puerta. Los números en cuestión se hallaban sueltos: colgaban de pequeños clavos. Claudia se encontraba ausente aquella noche. Frances la drogó a usted; así el episodio se le antojaría una especie de pesadilla…
»Vi la solución repentinamente. La única persona que podía haber dado muerte a Louise era la auténtica «tercera muchacha»: Frances Cary.
Norma miró a Stillingfleet pensativamente.
—Usted se mostraba muy brusco con la gente… —murmuró. El doctor pareció desconcertarse levemente.
—¿Brusco yo?
—Hay que ver las cosas que decía a todos, cómo gritaba…
—¡Oh! Pues si, es posible que sí tengas razón… El prójimo es a veces muy irritante y yo andaba por en medio…
Stillingfleet sonrió de pronto, mirando a Poirot.
—Toda una mujer, ¿eh? —dijo.
La señora Oliver se puso en pie, suspirando.
—Tengo que volver a casa —miró a los dos hombres y después a Norma—. ¿Qué vamos a hacer con esta criatura ahora? —inquirió.
Poirot y Stillingfleet se sobresaltaron.
—Ya sé qué; de momento se queda conmigo —prosiguió diciendo la señora Oliver—. Y ella ha manifestado que eso le agrada. Ahora bien, deseaba señalar la existencia de un problema. Va a ir a parar a tus manos, hija mía, mucho dinero, mucho, el que te dejó tu padre… Me refiero al auténtico, naturalmente… Y eso acarreará complicaciones… y cartas de pedigüeños, y todo lo demás. Norma podría vivir con el viejo sir Roderick, pero eso es muy aburrido para una chica. El hombre está sordo y medio ciego. Además, es un egoísta. Sólo piensa en él. A propósito… ¿Qué hay acerca de los documentos que se le extraviaron? ¿Y Sonia? ¿En qué ha quedado lo de la visita de ésta a los jardines de Kew?
—Aparecieron en un sitio que él se figuraba que ya había registrado… Los localizó Sonia —manifestó Norma—. Tío Roddy y Sonia van a casarse, ¿no lo sabían? Sí. La semana que viene…
—Cuanto más viejo, más pellejo —declaró Stillingfleet.
—¡Aja! —exclamó Poirot—. De manera que esa damita prefiere la existencia tranquila dentro de Inglaterra antes que las complicaciones de la politique. Tal vez sea una muchacha más prudente de lo que nos figurábamos.
—Todo ha terminado, pues —dijo la señora Oliver—. No obstante (hablo pensando en Norma), creo que es preciso ser prácticos. Hay que hacer planes. La chica no puede saber por sí misma qué es exactamente lo que más le conviene. Está esperando que alguien se lo diga.
Su mirada, al estudiar los rostros de los dos hombres, era muy severa. Poirot guardó silencio, limitándose a sonreír.
—¡Oh! —exclamó el doctor Stillingfleet—. Te lo diré todo, Norma… El martes tomaré el avión para Australia. Quiero echar un vistazo por allí, ver si lo que me tienen preparado va a dar resultado y todo lo demás… Luego, te enviaré un cable para que te reúnas conmigo. Seguidamente, nos casaremos. Habrás de creerme si te digo que no es tu dinero lo que yo ansío. Yo no soy de esos médicos que sueñan con montar grandes centros de investigación… Mi interés fundamental se centra en las personas. Y pienso que los dos podremos entendernos perfectamente. En cuanto a lo de que soy brusco con los que me rodean… te diré la verdad: no lo había advertido. No olvidaré fácilmente la aventura que has vivido en el transcurso de la cual debiste de sentirte en ocasiones tan desvalida y en peligro como un indefenso mosquito que revoloteara por encima de una cuba de vino. En definitiva, por tu carácter, serás tú quien me lleve de la mano y no yo a ti…
Norma no hizo el menor movimiento. Escudriñó el rostro de John Stillingfleet cuidadosamente, como si hubiera estado considerando algo que conocía desde otro punto de vista distinto por completo.
Y luego esbozó una sonrisa. Fue la suya una sonrisa muy dulce, como la de una niña que se sintiera súbitamente feliz.
—De acuerdo, John —murmuró.
A continuación se dirigió a Hércules Poirot.
—Yo también me he mostrado brusca —declaró—. Me acuerdo del día en que me presenté en su casa, cuando usted se encontraba desayunándose. Señalé que era demasiado viejo para poder ayudarme. Fui ruda, sí. Y eso, por añadidura, no era verdad.
Norma colocó sus manos sobre los hombros de Poirot, besándole.
—Será mejor que llame usted a un taxi —dijo Poirot a Stillingfleet.
Éste asintió, saliendo de la habitación. La señora Oliver cogió el bolso y su estola de pieles. Norma se embutió en su abrigo y la siguió hasta la puerta.
—Madame, un petit moment.
La señora Oliver movió la cabeza. Poirot acababa de descubrir sobre el sofá un hermoso mechón de grisáceos cabellos.
Ariadne exclamó, ligeramente enfadada:
—Son como todas las cosas que se hacen hoy día: malas… Me refiero a las horquillas. Resbalan y a una se le cae todo…
La señora Oliver salió del cuarto frunciendo el ceño todavía. Unos segundos después, en la entrada, tornó a volver la cabeza. Ahora habló en un susurro:
—Sólo quiero que me diga… Ella ya no está ahí. No hay novedad… ¿Envió usted a la chica a ese doctor con un fin determinado previamente?
—Desde luego. Los méritos profesionales de Stillingfleet…
—Déjese de méritos profesionales. Usted sabe a qué me refiero. Él y ella… ¿Se lo pensó antes?
—Puesto que tiene tanto interés en saberlo, le diré que sí.
—Me lo figuraba. ¡Está usted en todo, monsieur Poirot!