Capítulo VII

La señora Oliver abrió los ojos, sintiéndose profundamente satisfecha. Veía extenderse ante ella todo un día sin nada que hacer. Habiéndose desprendido de su último original, se enfrentaba con una etapa de descanso. Al igual que otras veces, en situaciones parecidas, podía dedicar sus ocios a lo que más le gustara. Así, hasta que el afán creador volviese a manifestarse.

Comenzó a pasear de un lado para otro del piso, vagando sin rumbo, tocando sus cosas, examinando un objeto u otro, registrando los cajones de su mesa de trabajo… Comprendía que eran ya excesivas las cartas sin contestar que en ella se amontonaban, pero estaba convencida de que no se encontraba precisamente en la disposición de ánimo apropiada para emprender la tarea de responder a sus diversos comunicantes. Era una labor muy fatigosa… Le apetecía un trabajo interesante de veras. Quería… ¿Qué era lo que quería?

Pensó en la conversación que había sostenido con Hércules Poirot, en el consejo que éste le había dado. ¡Qué absurdo! Después de todo, ¿por qué no había de intervenir en aquel problema que llevaba a medias con Poirot? Poirot era muy dueño de tomar la decisión de sentarse en una silla, juntar las yemas de sus dedos y poner en actividad las células grises de su cerebro mientras hundía el cuerpo en cualquier sillón cómodo, encerrado entre cuatro paredes. Tales procedimientos no atraían lo más mínimo a Ariadne Oliver. Habíase dicho que por fin iba a llevar a cabo algo positivo. Haría averiguaciones relativas a aquella misteriosa muchacha. ¿Dónde se encontraba Norma Restarick? ¿Qué hacía? ¿A qué conclusiones sería capaz de llegar ella, Ariadne Oliver, en relación con la chica?

La señora Oliver seguía yendo de un lado para otro, cada vez más desconsolada. ¿Qué rumbo tomar? No era fácil decidirse. ¿Y si se encaminaba a un lugar concreto, formulando preguntas a diestro y siniestro? ¿Y si se presentaba, por ejemplo, en Long Basing? Claro que Poirot ya había estado allí, averiguando todo lo que, seguramente, podía averiguarse en aquel sitio… ¿Y que excusa podía aducir para meterse en casa de sir Roderick Horsefield?

Consideró la perspectiva de otra visita a Borodene Mansions. ¿Se enteraría de algo allí, quizás? Habría de inventar un pretexto, otro… ¿Cual? Vacilaba. Consideraba aquel punto, sin embargo, el más indicado para procurarse una información complementaria. ¿Qué hora era? Faltaban dos minutos para las doce. Existían ciertas posibilidades…

Por el camino forjó la excusa que precisaba. No le pareció muy original. A la señora Oliver le hubiera agradado dar con algo más intrigante. Luego se dijo que tal vez fuera mejor un pretexto corriente. Nada más llegar a Borodene Mansions examinó con atenta mirada la imponente y ceñuda construcción, aproximándose al patio central.

Uno de los porteros estaba conversando con el conductor de un capitoné… Un lechero que empujaba un pequeño carromato se acercó a la señora Oliver en las inmediaciones del ascensor.

Empezó a trasegar botellas, silbando alegremente. La señora Oliver contemplaba con abstraída mirada la mole del capitoné.

—La ocupante del número sesenta y seis se muda —explicó a Ariadne el lechero, interpretando equivocadamente su actitud.

El hombre trasladó un montón de frascos al ascensor.

—Claro que ella misma, con anterioridad, sí que se ha mudado definitivamente —añadió, emergiendo de nuevo.

Tratábase de un tipo comunicativo, locuaz.

Señaló con un pulgar hacia arriba.

—Se arrojó por una de las ventanas del séptimo piso, hace tan sólo una semana. A las cinco de la mañana. Una hora muy chocante, ¿eh?

A la señora Oliver le pareció bastante impertinente su frívola despreocupación.

—¿Por qué hizo eso?

—¿Que por qué lo hizo? ¿Quién puede saberlo? Se dice que estaba loca.

—¿Era… joven?

—¡No! Rondaría ya la cincuentena.

Dos hombres procedían a subir al capitoné una cómoda. El mueble era pesado. Un par de cajones fueron a parar al suelo. A los ojos de la señora Oliver llegó revoloteando una hoja de papel, que ella se apresuró a recoger.

—Vas a hacer todo polvo, Charlie —dijo el risueño lechero en tono de reproche, al tiempo que se metía en el ascensor con su cargamento de botellas.

Los individuos del camión empezaron a discutir. La señora Oliver les ofreció la hoja de papel encontrada, pero los dos hicieron unos expresivos aspavientos, rechazándola.

Sin pensarlo más, Ariadne entró en el edificio, subiendo hasta el apartamento número 67. Oyó un ruido dentro y la puerta se abrió. En el umbral se plantó una mujer de mediana edad que llevaba una bayeta en las manos. Evidentemente, realizaba en aquellos instantes tareas de carácter doméstico.

—¡Oh! —exclamó la señora Oliver, recurriendo como casi siempre a su monosílabo favorito—. Buenos días. ¿Hay… hay alguien en el piso?

—No, señora. Sus ocupantes han salido ya. Cada una se ha ido a su trabajo.

—Sí, claro, es natural. Verá usted… La última vez que estuve aquí me dejé olvidado un pequeño dietario. ¡Qué fastidio! Debió caérseme hallándome en el cuarto de estar.

—Pues yo no he visto nada, señora. Claro que, ¿cómo iba a saber que era suyo, en caso contrario? ¿Quiere usted entrar?

La mujer se echó a un lado amablemente, siguiendo a la señora Oliver hasta la habitación por ella indicada.

—Sí… —Ariadne deseaba estrechar sus relaciones a toda costa—. Ahí está el libro que traje para la señorita Restarick, para la señorita Norma. ¿Ha vuelto ya del campo?

—Su cama está intacta. No ha debido de regresar. Yo sé que fue a pasar con su familia el último fin de semana.

—Es lo más seguro: que esté con los suyos todavía —manifestó la señora Oliver—. Éste fue el libro que traje para ella. Uno de los libros de que soy autora.

Tal revelación no pareció suscitar el menor interés en la mujer de la limpieza.

—Yo me había sentado aquí —prosiguió diciendo Ariadne acariciando los brazos de uno de los sillones—. Es lo que recuerdo, al menos. Después me acerqué a la ventana y más tarde al sofá.

Miró con atención detrás de unos cojines. La mujer se creyó en la obligación de hacer lo mismo con los del sofá.

—Cuando una pierde una cosa como esa… bueno… es que resulta desesperante —explicó la señora Oliver, deseosa de estimular la locuacidad probable de su interlocutora—. En las páginas de mi dietario tengo anotados mis compromisos, día por día, señas de amigos, etc. Estoy segura de que hoy tenía que comer con una persona importante y no consigo recordar el nombre ni el sitio en que teníamos que vernos. ¿Y si fuera mañana el día de la cita concertada? Entonces es que voy a obrar a ciegas, al faltarme la preciosa guía de mi dietario. ¡Qué contrariedad!

La mujer le dirigió una mirada saturada de simpatía.

—Ya me doy cuenta de que es para usted un incidente verdaderamente desagradable esa pérdida.

—Qué pisos tan bonitos, ¿eh? —dijo la señora Oliver mirando a su alrededor.

—Quedan muy altos, para mi gusto.

—Mejor. Así se disfruta de un panorama excelente, ¿no?

—Sí, pero los que dan al este tienen que soportar las embestidas de los fríos vientos invernales, que entran libremente gracias a las armaduras metálicas de esas ventanas. Algunos inquilinos han hecho construir otras interiores. Un piso, en estas condiciones, no me llama la atención. A mí déme usted una planta baja, por mala que sea. Es más cómoda, sobre todo si se tienen pequeños. Es fácil dejar en la entrada el coche-cuna y otros objetos engorrosos. Pues sí, señora. A mí lo que me gustan son las plantas bajas. Sin ir más lejos, piense usted lo que ocurriría aquí si hubiese un incendio.

—Tiene usted razón. Sería horrible. Me imagino que habrá salidas de urgencia.

—Esas salidas no se alcanzan siempre fácilmente. A mí el fuego me espanta. Siempre me ha pasado lo mismo, ¿sabe usted? Y luego esos pisos tan caros. No se lo creería si le dijese algunas de las rentas que se pagan aquí. Por tal motivo, la señorita Holland buscó a las otras dos chicas, para compartir con alguien los gastos.

—¡Oh, sí! Creo haberlas visto a las dos. La señorita Cary es una artista, ¿no?

—Trabaja para una galería de arte. No se mata con su labor cotidiana, ¿sabe? Pinta un poco… Generalmente, vacas y árboles que usted no reconocería. Es una joven muy desordenada. ¡En qué estado encuentro siempre su habitación! No puede usted imaginárselo… La señorita Holland es diferente. Sus cosas se hallan en regla constantemente. Trabajó como secretaria en la Junta Nacional del Carbón en otro tiempo. Ahora hace una labor parecida en una firma de la City. Dicen que ha mejorado. Está a las órdenes de un caballero muy rico que hace poco llegó al país procedente de América del Sur, creo recordar… Es el padre de la señorita Norma. Él fue quien le pidió que aceptase a su hija en el piso cuando la chica anterior se marchó para contraer matrimonio. La señorita Holland había referido casualmente que buscaba una tercera muchacha para compartir la renta y el apartamento. ¿Cómo iba a negarse la señorita Holland? Se trataba de su patrono…

—¿Es que le contrarió la petición?

La mujer arrugó la nariz.

—Se habría negado… de haber sabido ciertas cosas.

—De haber sabido… ¿qué?

La pregunta le había salido a la señora Oliver demasiado directa.

—No está bien que hable. No es asunto que me importe…

La señora Oliver continuó mirando inquisitivamente a su interlocutora y ésta se dio por vencida.

—No voy a afirmar que sea mala chica, ni mucho menos… La veo recelosa, sin embargo. A veces da la impresión de no saber qué está haciendo, de ignorar dónde se encuentra. En ocasiones, asusta… Mire… Mi esposo tiene un sobrino. Pues bien, esta muchacha ofrece el aspecto de aquél cuando sale de uno de sus ataques, porque el pobre no tiene salud. Pero yo no sé que ella haya sufrido de algo semejante. Es posible que tome cosas… Son muchos los jóvenes que han adquirido esas costumbres.

—Creo que anda un muchacho por en medio al que la familia de la señorita Norma se opone.

—Sí, eso he oído decir. Ha venido por aquí una o dos veces, si bien yo nunca le he visto. Es uno de esos tipos extravagantes que andan por la ciudad ahora. A la señorita Holland no le gustan tales cosas… Pero, bueno, ¿qué puede hacerse hoy en este sentido? Las chicas quieren ser libres a toda costa.

—Las jóvenes de hoy en día desconciertan a cualquiera —opinó la señora Oliver, intentando adoptar una actitud de persona extremadamente seria y responsable.

—Es lo que yo digo siempre: no se les educa como es debido.

—Cierto. Muy cierto. Yo creo que una muchacha como Norma Restarick estaría mejor en su casa que correteando por Londres y ganándose la vida como decoradora de interiores.

—No le gusta vivir en su casa, con los suyos.

—¿Cómo puede ser eso?

—Tiene madrastra. A las chicas, generalmente, les disgustan las madrastras. Por lo que yo sé, la mujer en cuestión se porta bien. Se empeñaba, esto sí, en mantener alejados de la casa a determinados jóvenes. Sabe, por lo visto, perfectamente, que las muchachas suelen buscar las compañías que menos les convienen, inclinación que puede causarle graves daños. A veces —la mujer pronunció estas palabras con tono muy solemne—, doy gracias a Dios por no tener ninguna hija…

—¿Tiene usted varones solamente?

—Dos. Uno de ellos es muy buen estudiante, y el otro trabaja como impresor, oficio en el que hace muchos progresos. Mis hijos son excelentes… Naturalmente, los chicos traen sus problemas también. Pero dan más preocupaciones las hijas, creo yo. No hay que perderlas de vista.

—Es verdad. Se impone una vigilancia rigurosa —dijo la señora Oliver pensativamente.

Advirtió que su interlocutora daba señales de disponerse a reanudar sus tareas.

—¡Qué contratiempo tan desagradable lo de mi dietario! De todos modos, muchas gracias, señora. Espero no haberle hecho perder demasiado tiempo.

—No tiene importancia. Lo que es menester es que acabe encontrando lo que busca —repuso la mujer de la limpieza muy atenta.

La señora Oliver salió del piso… ¿Qué hacer ahora? No se le ocurría nada para aquellos momentos; sin embargo, en su mente empezaba a tomar forma un plan destinado al día siguiente.

Ya en su casa, la señora Oliver cogió un libro de notas y escribió en él varias bajo el encabezamiento: «Hechos que he averiguado». En total, no eran muchos. Procuraba sacar partido de lo que conocía, únicamente. Con seguridad que el dato más saliente era el relacionado con la señorita Claudia Reece-Holland: ésta era empleada del padre de Norma. Había ignorado hasta su visita a Borodene Mansions tal circunstancia y se inclinaba a pensar que tampoco Hércules Poirot sabía nada. ¿Y si le telefoneaba para que estuviese al corriente? En último término decidió reservarse la noticia, con vistas al plan de la siguiente jornada. La señora Oliver se sentía más compenetrada con el papel de un ardiente sabueso que con el de novelista del género detectivesco. Avanzaba tras una pista guiada por su olfato, y al día siguiente, por la mañana… Bueno. Ya vería lo que pasaba.

Ese día, la señora Oliver, fiel a su plan, se levantó temprano. Después de beberse un par de tazas de té y de saborear un huevo pasado por agua, concentró la atención en su empresa. Una vez más, se plantó en las proximidades de Borodene Mansions. Se exponía a que la reconocieran, a suscitar la curiosidad de algunos vecinos o porteros. Por tal razón, se abstuvo de penetrar en el patio, vagando de una entrada a otra, escudriñando los rostros de las personas que se aventuraban bajo la llovizna, camino de sus respectivos lugares de trabajo. Eran, en su mayoría, muchachas. Unas muchachas que se parecían extraordinariamente entre sí. La señora Oliver pensó que su postura de observadora le hacía ver los seres humanos de otra manera. Viéndoles salir, muy graves, y con un objeto definido, evidentemente, de aquellos grandes edificios, se acordaba de los hormigueros… Se dijo que nunca había dado a éstos la importancia que en realidad tenían. Hasta el punto de que su impulso espontáneo al descubrir uno había sido siempre estropearlo con el tacón del zapato. Los menudos animalillos portadores de briznas de hierbas y de granos de trigo o avena, sumamente industriosos, empujados por un tremendo afán, corriendo en un sentido u otro, debían de estar organizados tan inteligentemente como los seres humanos que contemplaba. Aquel hombre que había pasado junto a ella, por ejemplo… Llevaba prisa; iba murmurando algo. «¿Por qué te sentirás tan excitado?»; se preguntó Ariadne. Ésta continuó paseando durante otro rato. Finalmente, se detuvo de pronto…

Claudia Reece-Holland apareció en una de las entradas, echando a andar con cierta premura. Iba bien arreglada, como siempre. La señora Oliver se alejó discretamente para evitar que la reconociera. Habiendo calculado una distancia prudente, giró en redondo y a continuación comenzó a seguirla.

Al llegar a las últimas casas de la calle, Claudia se desvió hacia la derecha, penetrando en otra vía de más importancia. La señora Oliver se sintió inquieta. ¿Y si la chica volvía la cabeza de repente y la reconocía? Bien. Entonces se apresuraría a sacar un pañuelo del bolso, sonándose a continuación para hurtar el rostro a su mirada. No se le ocurría otra treta. Pero Claudia Reece-Holland parecía absorta en sus pensamientos. En la cola del autobús no llegó a mirar siquiera a los que esperaban. Dos personas separaban en aquélla a la señora Oliver de la chica.

Llegó el autobús. La gente desfiló un poco precipitadamente en dirección a la puerta de acceso. Claudia se instaló en la parte alta. La señora Oliver pudo sentarse en un asiento corrido para tres. Cuando el cobrador pasó junto a ella con su talonario, Ariadne dejó en su mano una moneda de medio chelín. No tenía la menor idea sobre la ruta que seguían. Tampoco sabía cuál era la distancia a recorrer para llegar a lo que la mujer de la limpieza le había descrito vagamente como «uno de los edificios recientemente levantados junto a la catedral de San Pablo».

Manteníase alerta. Por último, avistó la venerable cúpula. Unos minutos más, unos segundos, quizá, y descendería del autobús. No perdía de vista a los que bajaban de la plataforma superior. ¡Sí! Allí estaba Claudia, perfilada, limpia, embutida en su elegante vestido. Se apeó. La señora Oliver la siguió oportunamente, volviendo a situarse a una distancia razonable de ella.

«¡Muy interesante! —pensó Ariadne—. Aquí estoy, siguiendo los pasos de una persona, igual que los personajes de mis libros en determinadas ocasiones. Y lo que es más, debo de estar haciéndolo muy bien porque esa chica no ha notado nada en absoluto». Verdaderamente, Claudia Reece-Holland parecía continuar ensimismada, como al principio de su desplazamiento de aquel día.

«Tiene toda la estampa de una joven eficiente —se dijo la señora Oliver—. En un asunto de intriga, Claudia no haría mal papel. A la hora de buscar un criminal capaz me decidiría por ella». Desgraciadamente, nadie había sido asesinado todavía, es decir, si eran ciertas las vacilaciones expresadas por Norma…

Aquella parte de Londres parecía haberse beneficiado con el incremento de la construcción a lo largo de los últimos años. Enormes rascacielos (que la señora Oliver estimaba feísimos) apuntaban al cielo sus moles cuadradas, en forma de gigantescas cajas de cerillas.

Claudia entró en uno de los edificios. «Ahora sabré a qué atenerme», pensó la señora Oliver siguiéndola. Divisó cuatro ascensores que subían y bajaban con frenéticas prisas. «Esto —dijo Ariadne—, me va a resultar más difícil». Pero las cabinas eran grandes y ella se limitó a dejarse adelantar por una masa de hombre de gran estatura, que utilizó como muralla, para escapar a la posible observación de la joven. El destino de ésta era el cuarto piso. Deslizóse a lo largo de un pasillo y la señora Oliver remoloneó unos instantes detrás de dos desconocidos de gran talla. Así pudo ver qué puerta había franqueado. Había tres en el fondo del corredor. Ariadne leyó uno de los rótulos: «Joshua Restarick Ltd». Se encontraba frente a aquél que le interesaba.

Verdaderamente, no sabía qué hacer ahora. Había dado con el domicilio social de la entidad regentada por el padre de Norma, el lugar en que Claudia trabajaba. Su descubrimiento no tenía nada de sensacional a fin de cuentas. ¿De qué le serviría haber dado aquellos pasos? De nada, probablemente.

Esperó unos momentos y se entretuvo yendo de un extremo a otro del pasillo. Quizá viera acercarse a aquella puerta alguna figura interesante. Entraron en el local dos o tres chicas, pero no advirtió nada de particular en sus personas; la señora Oliver volvió a tomar el ascensor, saliendo del edificio un tanto desilusionada.

¿Qué hacer a continuación? ¿Qué hacer? Dio un paseo por las calles próximas al edificio. ¿Y si entraba en la catedral de San Pablo?

«Podría meterme en la “Galería de los Susurros” y recrearme con esta curiosidad —pensó la señora Oliver—. Y… ¿qué tal resultaría el lugar como escenario de un crimen?»

«No —decidió—. Sería como una profanación. No estaría bien, desde luego». Encaminóse, pensativa, al teatro Mermaid. Este punto, se dijo, encerraba muchas más posibilidades.

Dio la vuelta, dirigiéndose a la zona de los nuevos edificios. Sintió entonces la necesidad de un desayuno más sustancial que el que había hecho, penetrando en un café. El establecimiento estaba lleno a medias de gente que se desayunaba tarde o anticipaba algo la ligera comida del mediodía. En el instante en que miraba a su alrededor en busca de una mesa que le agradara, la señora Oliver se quedó con la boca abierta, auténticamente asombrada. Sentada a una de las mesitas acababa de descubrir a Norma. Frente a ella había un joven de frondosa cabellera de color castaño, con las puntas rizadas a la altura de los hombros. Vestía chaleco de terciopelo rojo y una chaqueta de fantasía.

«David —pensó Ariadne, conteniendo el aliento—. Debe de ser David».

Norma y él hablaban animadamente.

Consideró su plan de acción… Habiendo decidido ya cuál iba a ser su conducta inmediata, cruzó el café encaminándose a una pequeña puerta discretamente rotulada: «Señoras».

No sabía si Norma la reconocería o no. Una mirada distraída o vaga es a veces profunda en la práctica. Una ventaja de momento, la atención de la chica parecía haberse fijado exclusivamente en su acompañante, en David. Claro que, ¿quién sabía lo que podía suceder?

«En este aspecto —pensó Ariadne—, yo puedo aportar mi granito de arena». Se plantó delante de un pequeño espejo saturado de diminutas manchas (huellas del paso de las moscas, tal vez), estudiando lo que a su juicio era siempre el punto en que se centraban las miradas de la gente nada más ver a una mujer: sus cabellos. Pocas personas estaban tan al tanto de esta verdad como la señora Oliver, que habiendo cambiado en muchas ocasiones de peinado, lograra pasar inadvertida junto a algunas de sus amistades.

Después de mirarse de frente y de perfil inició su trabajo. Fuera las horquillas… Se quitó algunos mechones de pelo, que procedió a guardar en su bolso, una vez envueltos en su pañuelo. Luego partió sus cabellos en dos, dejándose una raya en medio. Seguidamente, se los echó hacia atrás, formando un moño corriente a la altura de la nuca, casi. Se puso las gafas que llevaba consigo. ¡Había sabido darse un aire muy serio! «¡Si parezco una intelectual!», pensó. Su gesto era de aprobación ante su propia obra. El lápiz de labios le sirvió para alterar la forma de su boca. Realizados estos preparativos, regresó al café. Ponía mucho cuidado al andar porque las gafas eran sólo para leer y todo lo divisaba borroso. No tardó en ocupar la mesita libre que había al lado de Norma y David. Daba la cara a este último. Norma quedaba de espaldas. Por consiguiente, la chica no la vería, a menos que volviese la cabeza. Apareció una camarera. Ariadne pidió una taza de té y un bollo. Procuraría no llamar la atención.

Norma y David discutían. Ni siquiera habíanse dado cuenta de su llegada.

La señora Oliver necesitó un minuto o dos para empezar a captar sus palabras…

—…esas cosas deben de ser figuraciones tuyas —estaba diciendo David a la chica—. Te las imaginas, ¿comprendes? A mí me parece una insensatez, querida.

—No lo sé. No puedo decírtelo.

Norma hablaba con voz extraña y monótona.

La señora Oliver oía mejor a David que a Norma, por el hecho de darle ésta la espalda. Sin embargo la inflexión con que pronunció sus palabras le produjo una desagradable inquietud. Allí había algo raro, pensó. Muy raro. Recordó la información que Poirot le diera al iniciarse aquella historia: «La muchacha cree en la posibilidad de que haya cometido un crimen». ¿Qué le pasaba a Norma Restarick? ¿Era víctima de continuas alucinaciones? ¿Sentíase mentalmente afectada por algo? ¿Era lo suyo, simplemente, una reacción lógica ante la brusca realidad?

—¿Quieres que te diga lo que pienso? ¡Todo sale de Mary! Es una mujer estúpida, que se inventa enfermedades y otras cosas parecidas…

—Ella estuvo enferma.

—De acuerdo. Lo estuvo. Cualquier persona sensata habría solicitado los servicios de un médico, para que le administrase un medicamento adecuado; antibiótico u otro, sin más…

—Mary pensó que fue obra mía. Mi padre opina lo mismo.

—Te he dicho, Norma, que todo eso es fruto de tu imaginación.

—Acabas de decírmelo, sí, David. Y procedes así para consolarme. Supón que yo diera esa sustancia…

—¿Supón…? ¿Qué quieres sugerir? Tú tienes que saber si se la diste o no.

—No lo sé.

—Sigues aferrada a eso. Me lo repites a cada paso. «No lo sé, no lo sé…»

—No me comprendes, David. No tienes la menor idea acerca de lo que es el odio. Yo empecé a odiar a esa mujer en el mismo momento en que la vi.

—Me consta. Lo has dicho muchas veces.

—He ahí lo más extraño. Te lo he dicho y sin embargo no me acuerdo de haberte hablado en tales términos. ¿Te das cuenta? Siempre estoy diciendo cosas a una persona u otra. Hablo de lo que quiero hacer o de lo que he hecho… Y luego no lo recuerdo. Es como si las pensara y en ocasiones salieran a la luz, comunicándolas a los demás. Entonces… te he hablado de ello, ¿verdad?

—Pues… Quiero indicarte, quiero pedirte, Norma, que dejemos este tema.

—Pero… te he hablado en esos términos, ¿no?

—¡Sí, sí! Todas les personas tienen arranques de ese tipo, querida: «La odio. Quisiera matarla. Yo creo que si pudiera la envenenaría». Pero tales frases no dejan de ser estúpidos, infantiles desahogos ¿Me entiendes? Es como si uno no tuviera conocimiento, una reacción natural, dentro de lo que cabe. ¿No has oído nunca a los niños?: «¡Oh! ¡Qué rabia me da! A ése yo le cortaría la cabeza». Estas barbaridades se oyen con frecuencia en los patios de recreo de los colegios. Refiriéndose a algunos condiscípulos, cuando piensan particularmente en este o aquel profesor antipático…

—¿En eso lo dejas todo? Tú pareces pensar que sigo siendo una criatura…

—Y lo eres, en ciertos aspectos. Júzgate desapasionadamente y verás… ¿Qué más da ya que odies o no odies a esa mujer? Saliste de la casa de tu padre y ya no tienes que convivir con ella.

—¿Y por qué no he de continuar en mi casa? ¿Por qué no he de seguir viviendo con mi padre? —inquirió Norma—. No es justo. No es justo. Primeramente, él huyó abandonando a mi madre, y ahora, al volver, se casa con Mary. Naturalmente que la odio. Como ella me odia a mí. He estado pensando en matarla, en el mejor procedimiento para llegar a eliminarla. Me he recreado en tales pensamientos. Pero más tarde… cuando ella, realmente, cayó enferma…

David contestó, molesto…

—No te tendrás por una especie de bruja, ¿verdad? No creo que te dediques a hacer figuritas de cera para clavar alfileres en ellas, ¿eh?

—¡Oh, no! Eso sí que son tonterías, lo que yo hice fue algo real. Completamente real.

—Un momento, Norma… ¿Qué quieres significar concretamente cuando dices esas cosas?

—El frasco estaba en mi cajón, sí. Lo abrí, encontrándolo inmediatamente.

—¿A qué frasco te refieres?

—Al que llevaba esa etiqueta «El Dragón Exterminador. Un Herbicida de Selección». El frasco era de color verde oscuro. El líquido era para rociar los puntos que se querían ver libres de malas hierbas. Había en la etiqueta dos rótulos más, que rezaban: «¡Cuidado!» y «Veneno».

—¿Lo compraste tú?

—No sé de dónde lo saqué. Pero se hallaba en aquel cajón y faltaba la mitad de su contenido total…

—Luego… tú… recordaste…

—Sí —repuso Norma—. Sí… —su voz era indecisa, vaga, como si la joven se hallase amodorrada—. Sí. Creo que fue entonces cuando todo volvió a mi memoria. Tú también piensas así, ¿verdad, David?

—No sé qué hacer contigo, Norma. De veras que no lo sé. En ciertos momentos pienso que te estás forjando esa historia, que te la estás recitando a ti misma.

—No obstante, ella estuvo en el hospital, sometida a observación… Eso se dijo. Los médicos se hallaban desorientados. Le dijeron más tarde que no habían descubierto nada de particular. Ella, entonces, regresó a casa… Después volvió a caer enferma y yo empecé a tener miedo. Mi padre me miraba de un modo extraño. Un día, con ocasión de visitarnos el médico, los dos se encerraron en el estudio… Di la vuelta al edificio, apostándome junto a una ventana. Deseaban saber de qué hablaban. Se estaban poniendo de acuerdo para trasladarme no sé donde, para encerrarme en no sé qué establecimiento. Era un sitio en el que habría de «seguir un tratamiento»… Ya lo ves. Me tomaban por una demente… Tuve miedo… Y a todo esto yo no me hallaba segura de mí, yo no sabía si había hecho o había dejado de hacer algo…

—¿Fue entonces cuando huiste?

—No… Eso ocurrió más adelante…

—Cuéntamelo todo.

—No quiero volver a hablar de ello.

—Antes o después, habrás de decirles dónde paras.

—¡No lo haré! ¡Les odio! ¡Odio a mi padre tanto como a Mary! Quisiera verles muertos. Quisiera verles muertos, sí. Creo que luego… creo que luego podría volver a ser feliz.

—Mira. Norma… —el joven vaciló. No sabía cómo seguir—. El matrimonio y todo lo demás no me seduce mucho… Quiero decir que no pensé nunca en dar un paso adelante en tal sentido… Bueno… Habrían de transcurrir años. Uno no desea atarse, así como así. Ahora, sin embargo, se me antoja que es lo mejor que podemos hacer: casarnos. Recurriremos a cualquier oficina del registro civil Tendrás que decir que cumpliste ya los veintiún años. Recógete los cabellos, ponte unas gafas… Hay que hacer lo que sea para que no parezcas tan niña. Una vez casados, tu padre quedará atado de pies y manos. ¡Ya no podrá mandarte a ningún sitio! Su autoridad sobre ti habrá desaparecido.

—Le odio.

—Tú, por lo que veo, odias a todo el mundo.

—Sólo a mi padre y a Mary.

—Tengo que decirte que, en fin de cuentas, nada hay de censurable en el hecho de que un hombre vuelva a casarse.

—Piensa en cómo se portó con mi madre.

—Ha pasado ya mucho tiempo desde entonces, ¿no?

—Sí, claro. Yo era muy pequeña, pero no he olvidado. Nos abandonó a las dos. Al llegar las Navidades solía enviarme todos los años algún regalo. Por las fechas de su regreso no le habría reconocido, de habérmelo encontrado por la calle. Nada significaba para mí… Yo creo que él consiguió que mi madre fuese encerrada. Ella se asustaba cuando se ponía enferma. Ignoro a dónde iba. No sé qué le pasaba. A veces me pregunto… A veces me pregunto, David, si dentro de mi cabeza habrá algo que no marche bien, que me induzca a cometer una acción criminal. Como lo del cuchillo…

—¿De qué cuchillo hablas?

—No importa. ¡Qué más da!

—¿Te niegas a ser más explícita?

—Creo que tenía manchas de sangre… Se hallaba escondido allí… debajo de mis medias.

—¿Recuerdas haberlo ocultado en tal sitio? ¿Con tus cosas?

—Eso pienso. Pero no acierto a recordar qué hice con él antes. Me es imposible recordar dónde estuve. Hay una hora de aquella noche completamente vacía dentro de mi cerebro. No sé dónde estuve durante aquellos sesenta minutos. Y, sin embargo estuve en alguna parte, haciendo algo…

—¡Sssss!

La camarera se aproximaba a la mesa.

—Te recuperarás, Norma. Yo cuidaré de ti —levantando la voz, David agregó—: Vamos a pedir algo más, querida —cogiendo el menú dijo, mirando a la empleada—: Sírvanos un par de raciones de habas cocidas y dos tostadas, señorita.

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