Capítulo XXIV

Las miradas de todos los presentes se concentraron en el rostro del doctor Stillingfleet.

—No esperaban ustedes esto, ¿verdad?

Restarick contestó, irritado:

—Está usted en un error. Esa chica no ha comprendido siquiera lo que ha hecho. Es una criatura inocente, sin lugar a dudas. No es responsable de sus acciones. Es injusto que se la castigue…

—¿Me quiere dejar hablar unos momentos? Yo sé muy bien lo que me digo. Usted, en cambio, no entiende de estas cosas. La muchacha es una criatura normal y, en consecuencia es responsable de sus acciones. Dentro de unos minutos se hallará entre nosotros y procederá a explicarse por sí misma. ¡Es el único personaje de este drama que no ha disfrutado de tal oportunidad! ¡Oh, sí! Está todavía aquí, en una de las habitaciones del apartamento, acompañada por una matrona de la policía, en su dormitorio, exactamente. Pero antes de que le hagamos unas preguntas tengo algo que decir, algo que será mejor que oigan ahora… Cuando la joven fue puesta bajo mi custodia se hallaba saturada de drogas.

—¡Él la acostumbraría a ellas! —gritó Restarick—. ¡Ese miserable, ese degenerado de David Baker!

—Él fue quien la inició en el pernicioso hábito, desde luego.

—¡Loado sea Dios! —exclamó Restarick—. Gracias a Dios por esto…

—¿A qué viene esa exclamación suya ahora, señor Restarick?

—Había interpretado mal sus palabras. Creí que se preparaba para arrojar a mi hija a los leones al insistir en que era una persona normal. Le juzgué mal, doctor. Las drogas tuvieron la culpa de todo. Las drogas la impulsaron a hacer cosas que voluntariamente no habría hecho jamás. De ahí sus fallos de memoria…

Stillingfleet levantó la voz.

—Si en lugar de hablar tanto me permitiera usted que terminara con mis explicaciones, podríamos lograr notables progresos. Y procure no mostrarse tan seguro al enjuiciar sus propias ideas… He de especificar antes de nada que ella no es una adicta a las drogas. No he descubierto en su cuerpo señales de inyecciones. No ingería cocaína por la nariz. Una persona u otra, el muchacho que la acompañaba frecuentemente u otro individuo, le administraba drogas sin que la chica se diera cuenta de ello. Y no se trataba de sustancias corrientes, por cierto. Manejaban una interesante mezcla de drogas: el «L. S. D»., que proporcionaba vívidas secuencias de sueños. Alterado el factor tiempo en su mente, la joven podía creer que una experiencia había durado una hora en vez de varios minutos. Hay otras curiosas composiciones que no tengo la menor intención de propagar entre ustedes. Alguien familiarizado con esos productos jugaba con Norma a su antojo. Los estimulantes y los sedantes convenientemente alternados, representaban su papel, a la hora de controlarla, consiguiéndose que se viera a sí misma como otra persona completamente distinta.

Restarick interrumpió al doctor.

—¡Es lo que vengo sosteniendo! ¡Norma no es responsable de sus actos! Alguien la hipnotizaba para que hiciera todas esas cosas.

—¡Todavía no sabe por dónde voy! Nadie podía obligar a la chica a hacer algo que ella no quisiera… Lo que sí se podía intentar era hacerla pensar que había llevado a cabo tal o cual acción. Bien. Procederemos a llamarla y le haremos ver lo que está ocurriendo.

El doctor consultó con una mirada el parecer del inspector jefe Neele, quien le correspondió bajando expresivamente la cabeza.

Stillingfleet miró a Claudia al ir a salir del cuarto de estar.

—¿Dónde está la otra joven, la que sacó usted del apartamento de la señorita Jacobs, a la que administró luego un sedante? ¿En su habitación? ¿Acostada, acaso? Procure que se despeje un poco y hágala venir aquí. Vamos a necesitar la colaboración de todos.

Claudia salió también del cuarto de estar.

Stillingfleet volvió con Norma, a la que animaba incesantemente.

—Vamos, vamos… Sé sensata, Norma. Aquí nadie va a morderte. Siéntate aquí.

Ella, obediente, se sentó. Su docilidad resultaba atemorizadora más bien.

La matrona de la policía se dejó ver junto a la puerta y parecía escandalizada.

—Sólo te pido que digas la verdad. No es tan difícil como tú crees.

Entró Claudia acompañada de Frances Cary. Ésta bostezaba. Sus negros cabellos colgaban ante su rostro, ocultando la mitad del mismo. Bostezaba una y otra vez.

—Usted necesita tomar un tentempié —le dijo Stillingfleet.

—Yo desearía que me dejasen ir a la cama. Estoy muerta de sueño —murmuró Frances, confusamente.

—Aquí no va a acostarse nadie hasta que yo haya terminado. Ahora, Norma, vas a contestar a mis preguntas… La señorita Jacobs ha declarado que tu admitiste haber matado a David Baker. ¿Es eso cierto?

La dócil voz respondió:

—Sí. Yo maté a David.

—¿Le apuñalaste?

—Sí.

—¿Y cómo sabes que fuiste tú quien hizo esto?

Norma pareció vacilar levemente.

—No sé qué quiere usted decir. Él estaba aquí, tendido en el suelo… muerto.

—¿Dónde estaba el cuchillo?

—Yo… lo cogí.

—¿Había sangre en él?

—Sí. Y también estaba manchada de sangre la camisa de David.

—¿Qué te pareció al tacto… la sangre del cuchillo? Me refiero, asimismo, a la de tus manos, a la que te quitaste lavándotelas. ¿Algo húmedo? ¿Se te antojó una especie de compota de fresas, por ejemplo?

—Era, sí, como la compota de fresas: pegajosa —Norma se estremeció—. Tuve que lavarme las manos.

—Una decisión muy sensata. Bien. Eso centra todos los detalles perfectamente. Hemos hablado de la víctima, del criminal (tú), y del arma. ¿Recuerdas haber cometido esa acción? ¿Te ves a ti misma cometiéndola?

—No… no me acuerdo de eso… Pero todo debí de hacerlo yo, ¿no?

—¡No me hagas preguntas! Yo no me encontraba allí. Eres tú quien nos está refiriendo el episodio. Pero hubo otro asesinato antes de ése, ¿no? Un asesinato anterior…

—¿Se refiere a… Louise?

—Sí. Me refiero a Louise… ¿Cuándo pensaste en matarla por vez primera?

—Hace años. ¡Oh! Hace ya algunos años.

—¿Siendo tú una niña?

—Sí.

—Tuviste que aguardar mucho tiempo, ¿verdad?

—Lo había olvidado todo ya.

—Hasta que te volviste a enfrentar con ella y la reconociste, ¿eh?

—Sí.

—De niña, ya la odiabas. ¿Por qué?

—Porque me quitó a mi padre y se lo llevó lejos de mí.

—Y porque hizo de tu padre un ser desgraciado…

—Mamá odiaba a Louise. Decía siempre que Louise era una mujer muy perversa.

—Te hablaría con frecuencia de ella, ¿verdad?

—Sí. Yo habría preferido que se callase… No quería volver a oír hablar de ella.

—Te resultaba monótona la insistencia, ya veo. El odio no es creador. ¿Experimentaste el deseo de matarla cuando la viste nuevamente?

Norma consideró un momento la respuesta. Un débil centelleo de interés asomó a sus ojos.

—Pues… no, realmente. Tuve la impresión de que todo quedaba ya demasiado lejos. No podía imaginarme a mí misma… Ésa es la razón de que…

—¿Por qué no estabas completamente segura de haberla matado?

—Me asaltó la idea de que no había sido yo… Sentí como si todo hubiera sido un sueño. Llegué a pensar que había sido ella quien, espontáneamente, se arrojara por la ventana de su piso.

—¿Y por qué no pudo ser así?

—Por otro lado, yo estaba convencida de haberlo hecho.

—¿Dijiste eso? ¿Quién te sugirió que formularas tal declaración? Norma movió la cabeza.

—Yo no debo… Fue alguien quien intentó ser amable conmigo… ayudarme. Ella dijo que iba a fingir que no sabía nada acerca de eso —las palabras salían de la boca de Norma rápidamente. La joven se hallaba muy excitada—. Yo me encontraba frente a la puerta del apartamento de Louise, la puerta con el número setenta y seis. Acababa de salir… Me figuré que había estado caminando como una sonámbula. Ellos (ella), dijeron que había sido un accidente. Abajo… En el patio. Ella se aferró a que yo no había tenido que ver nada con el suceso. Nadie se enteraría… Y yo no podría recordar lo que había hecho… Tenía algo, además en la mano…

—¿Algo? ¿Qué era ese algo? ¿Sangre, quieres decir?

—No, no era sangre… un trozo de cortina rota. De cuando la empujé…

—¿Te acuerdas claramente de ese instante?

—No, no. Eso era terrible. Yo no me acordaba de nada. He ahí el motivo de que yo esperara… Por tal causa fui a… —Norma miró a Poirot—, a verle…

La chica tornó a fijar los ojos en Stillingfleet.

—Nunca recordaba las cosas que había hecho, ni una sola, jamás. Pero a medida que pasaba el tiempo me sentía más atemorizada. Notaba en mi memoria horas… en blanco, completamente en blanco, horas que yo no sabía con qué llenar. No sabía dónde había estado en esos momentos ni lo que había hecho… Luego, encontré algunas cosas, cosas que yo debía de haber escondido. Mary estaba siendo envenenada lentamente por mí… Lo descubrieron en el hospital. Y tropecé con el herbicida que antes escondiera en un cajón. En este piso apareció un cuchillo… ¡Y yo poseía un revólver que no recordaba haber comprado! Yo mataba a la gente, pero no recordaba mis acciones… No era, pues, una criminal…, sino… ¡una loca! Por fin comprendí. Estoy loca y me es imposible evitar todo lo demás. A los dementes no se les reprocha nada. Por el hecho de haber venido aquí, matando después a David, quedaba demostrado una vez más que soy una persona que no sabe lo que se hace, que soy una perturbada…

—¿Te gusta serlo, en realidad?

—Sí. Supongo que sí.

—En consecuencia, ¿por qué dijiste a otra persona que habías matado a una mujer haciendo que cayera desde una ventana, empujándola? ¿A quién se lo hiciste saber?

Norma miró a su alrededor. Tornaba a vacilar. Por fin, levantó una mano, señalando…

—Se lo dije a Claudia.

—Eso es mentira —repuso Claudia, mirándola desdeñosamente—. ¡Tú no me dijiste, desde que nos conocemos, nada semejante!

—Sí que te lo dije, sí.

—¿Cuándo? ¿Dónde?

—No… no lo sé.

—Ella me comunicó que te lo había confesado todo a ti —medió Frances, terminante—. Con franqueza: me figuré que todo era consecuencia de su histerismo y que estaba exagerando…

Stillingfleet miró a Poirot.

—Puede que exagerara —manifestó serenamente—. Ahora hemos de encontrar un motivo, un motivo bien justificado… ¿Por qué había de desear ella la muerte de esas dos personas? Me refiero a Louise Charpentier y David Baker… ¿Un odio infantil? ¿Un odio olvidado con el paso de los años? ¡Tonterías! De David ha dicho que era «para librarse de él». ¡Las jóvenes no matan por esa razón! Necesitamos móviles más justificados. El ansia de procurarse una gran fortuna, o sea: ¡la codicia!

El doctor miró a su alrededor y su voz cambió ahora de tono.

—Necesitamos una colaboración más amplia… Aquí falta todavía una persona. ¿Va a reunirse con nosotros aquí su esposa, señor Restarick?

—Ignoro dónde se encontrará en estos momentos Mary. He usado el teléfono. Claudia ha dejado recados en cada uno de los sitios en que hemos pensado que pueda presentarse. A estas horas debiera haber llamado ya, desde dondequiera que esté.

—Quizá nos hayamos equivocado —apuntó Hércules Poirot—. Tal vez esa señora se encuentra ya aquí… parcialmente, por así decirlo.

—¿Qué diablos sugiere usted? —gritó Restarick, enfadado.

Poirot se inclinó sobre la señora Oliver. Ésta le miró, desconcertada.

—Eso que le confié hace unos momentos…

—¡Oh!

La señora Oliver echó un vistazo al interior de su bolso de compras. Inmediatamente puso en manos de él la carpeta negra. Poirot oyó a alguien suspirar, a su lado, pero no volvió la cabeza.

Abrió la carpeta delicadamente… enseñando a los presentes una peluca ahuecada de rubios cabellos.

—La señora Restarick no se encuentra aquí. Tenemos, en cambio, su peluca. Muy interesante.

—¿De dónde ha sacado eso, Poirot? —inquirió aturdido Neele.

—Del maletín de la señorita Frances Cary, quien no ha tenido ocasión de sacarla de él… ¿Quieren ustedes que veamos cómo le sienta?

Con un solo y diestro movimiento, Poirot echó a un lado los negros cabellos que ocultaban la faz de Frances tan efectivamente. Coronada con la dorada peluca antes de que ella pudiera impedirlo, la joven miró desafiante a los reunidos.

La señora Oliver murmuró:

—¡Santo Dios! ¡Si es Mary Restarick!

Frances se retorcía como una serpiente irritada. Restarick dio un salto desde su asiento para acudir en su auxilio, pero Neele le sujetó con una mano que más bien parecía una garra, impidiéndoselo.

—No. No queremos violencias. El juego ha terminado, señor Restarick… o, mejor dicho, Robert Orwell…

El hombre lanzó una obscena exclamación. La voz de Frances se elevó con aspereza:

—¡Cierra el pico, estúpido! —dijo.


* * *

Poirot había dejado su trofeo: la peluca. Acercóse luego a Norma, acariciando una de sus manos.

—Su prueba ha terminado, jovencita. La víctima no llegará al sacrificio ya. No está usted loca, ni ha matado a nadie. Ésas son dos crueles, dos desalmadas criaturas que iban contra usted, administrándole astutamente ciertas drogas y apelando también a las mentiras… Con sus ardides pretendían empujarla lentamente al suicidio. Querían que usted fuese la primera convencida de su culpabilidad. Hubieran acabado volviéndola loca, en pocas palabras…

Norma miraba con horror al otro…

—Mi padre… ¿Mi padre? ¿Cómo podía pensar en hacerme eso a mí, su hija? Mi padre, que tanto me quería…

—No se trata de su padre, mon enfant… Éste es, sencillamente, un individuo que se presento aquí tras la muerte del verdadero Andrew Restarick para suplantarle, para poner sus manos sobre una gran fortuna. Sólo una persona iba a descubrir su juego, dándose cuenta en seguida de que él no era Andrew Restarick: la mujer que había sido la amante del auténtico trotamundos y hombre de negocios quince años atrás.

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