Capítulo XVI

—Hoy tengo que hacer muchas cosas —anunció Hércules Poirot, al levantarse de la mesa.

Acababa de desayunarse, reuniéndose en seguida con la señorita Lemon.

—He de llevar a cabo algunas indagaciones. Ha dado usted los pasos previos, ¿no? Me refiero a las citas, a los contactos imprescindibles…

—Claro —contestó la señorita Lemon—. Todo se encuentra aquí.

Aquélla le entregó una pequeña cartera de mano. Poirot echó un vistazo al contenido, asintiendo.

—En usted se puede confiar, señorita Lemon. C’est fantastique.

—La verdad, monsieur Poirot: nada veo de fantástico en ello. Usted me dio unas instrucciones y yo las he cumplido. Es lógico.

—¡Uf! No es tan lógico como usted cree. Habrá advertido con qué frecuencia doy instrucciones a los empleados de la compañía del gas, a los electricistas, al hombre que se encarga de las pequeñas reparaciones domésticas… ¿Y qué? ¿Las cumplen acaso? En muy raras ocasiones.

Poirot pasó al vestíbulo.

—Mi gabán intermedio, George. Me parece que el frío peculiar del otoño se deja ya sentir.

Se asomó a la habitación de su secretaria.

—A propósito… ¿Qué opina usted de la joven que vino a verme ayer? —preguntó.

La señorita Lemon, que iba a comenzar a escribir a máquina, se quedó con ambas manos suspendidas sobre aquélla, en el aire.

—Era una chica extranjera…

—Sí, sí.

—Evidentemente, es extranjera.

—¿Sólo se le ocurre eso en relación con su persona?

La señorita Lemon reflexionó brevemente.

—No dio motivos para que llegara a juzgar su capacidad en un sentido u otro —vacilante, añadió—: Parecía estar muy afectada.

—Sí. Se la tiene como persona sospechosa de haber cometido un robo. ¡Oh! Nada de dinero, sino papeles. Y la víctima es su jefe.

—¡Válgame Dios! —exclamó la señorita Lemon—. ¿Documentos de importancia?

—Es lo más probable. Es igualmente probable, sin embargo, que su jefe no haya perdido nada.

—¡Vaya! —contestó la secretaria de Poirot, obsequiando a éste con la mirada que asomaba a sus ojos cuando deseaba desembarazarse de él, a fin de entregarse a su trabajo—. Yo siempre digo que cuando se contratan los servicios de alguien hay que saber a qué atenerse en todos los aspectos y que es preferible dar ocupación a las gentes que son del país.

Hércules Poirot salió de la casa. La primera visita sería para Borodene Mansions. Tomó un taxi. Se apeó en el patio central, llegando a su punto de destino, echando un vistazo a su alrededor. En una de las entradas vio a un portero uniformado. Silbaba ensimismado una triste melodía. Al ver avanzar hacia él a Poirot, inquirió:

—Usted dirá, señor.

—¿Podría usted informarme acerca de un lamentable suceso de que fue escenario este sitio recientemente?

—¿Un lamentable suceso? —preguntó el portero—. No sé nada de eso…

—Una señora se arrojó, o se cayó, desde uno de los pisos altos, matándose…

—¡Ah vamos! No estoy enterado del caso porque sólo llevo aquí una semana. ¡Eh, Joe!

Del lado opuesto del bloque emergió otro compañero.

—Tú que estás enterado de lo de aquella señora que se arrojó desde el piso séptimo a la calle… Fue hace un mes, ¿no?

—No llega —respondió el tal Joe. El hombre era de los que tienen la costumbre de hablar lentamente, arrastrando las palabras—. ¡Vaya un asunto desagradable!

—¿Falleció instantáneamente?

—En efecto.

—¿Como se llamaba esa mujer? Estoy considerando la posibilidad de que se tratara de una pariente mía, ¿comprende? —explicó Poirot, que carecía de escrúpulos a la hora de mentir, si le convenía.

—¿De veras, señor? Lo siento. Aquí se la conocía por la «señora Charpentier».

—¿Hacía tiempo que ocupaba su piso?

—Veamos… Déjeme pensar… Hacía cosa de un año o año y medio, quizás. Era el apartamento número setenta y seis, de la séptima planta.

—La última, ¿no?

—Sí, señor. Ya me ha oído: la señora Charpentier.

Poirot no presionó a su interlocutor solicitando detalles descriptivos, de los que el otro le supondría informado por el hecho de pertenecer a su familia. Limitóse a preguntar:

—Se armaría aquí un gran alboroto, supongo. Quiero decir que habría interrogatorios y todo lo usual en estas situaciones… ¿A qué hora ocurrió el hecho?

—Me parece recordar ahora que a las cinco de la mañana. No se advirtió nada alarmante con anterioridad al suceso. La señora Charpentier se arrojó a la calle, sin más… A pesar de ser tan temprano, esto se llenó de gente. La curiosidad. Ya sabe usted cómo es aquella.

—Vendría la policía enseguida, claro.

—¡Oh sí! La policía hizo acto de presencia aquí a los pocos minutos. Vino también una ambulancia con un médico. Lo de siempre —agregó el portero con el tono fatigado de una persona que estuviera habituada a ver caer suicidas desde las ventanas del séptimo piso a razón de uno o dos por mes.

—Supongo que los vecinos saldrían al enterarse…

—No crea… A consecuencia de los ruidos del tráfico, muchos no se enteraron de nada. Hubo algún grito de espanto al venir abajo la mujer, pero no se originó una conmoción general en la casa… Los testigos del hecho hubo que buscarlos entre los transeúntes. Más tarde, desde luego, fueron muchas las cabezas que se asomaron por encima de las barandillas. A los primeros curiosos se unieron otros… ¡Ya sabe usted lo que es un accidente!

Poirot aseguró al portero que sabía muy bien lo que era un accidente.

—¿Vivía sola la señora Charpentier? —inquirió Poirot con exagerada naturalidad.

—Pues sí.

—Tendría amistad con otros vecinos de la casa, creo.

Joe se encogió de hombros, moviendo la cabeza.

—Puede ser. No me es posible asegurárselo. Yo nunca la vi en el restaurante con gente conocida de aquí. Tenía amistades de fuera del bloque, con las que cenaba a veces. No. Yo no diría que cultivaba la amistad de nadie dentro de este edificio. Mire, señor… —agregó Joe, un tanto nervioso ya—. Entrevístese con el señor MacFarlane, quien es el administrador de la casa, si desea más información sobre esa mujer.

—Muchas gracias, ¿eh? Sí. Eso era lo que me proponía hacer.

—Su despacho, señor, se encuentra en aquel bloque. En la planta baja. Ya verá su nombre sobre la puerta.

Poirot se encaminó hacia allí. Sacó de su cartera la carta de que le había provisto la señorita Lemon, dirigida al «señor MacFarlane». Éste resultó ser un individuo de magnífico aspecto y ojos de astuta expresión, que contaría unos cuarenta y cinco años de edad. Poirot puso en sus manos el escrito, que el otro se apresuró a leer.

—Bien, bien. Me hago cargo.

Dejó el papel sobre la mesa, mirando a Poirot.

—Los propietarios me han dado instrucciones en el sentido de prestarle a usted toda la ayuda que pueda en relación con el triste suceso de que fue protagonista Louise Charpentier. Usted dirá, monsieur, qué es lo que desea conocer exactamente. Le escucho…, señor Poirot —manifestó MacFarlane tras haber echado un nuevo vistazo a la carta.

—Esto es, desde luego, estrictamente confidencial —declaró Poirot—. Los parientes de la señora Charpentier fueron informados oportunamente por la policía acerca del desgraciado suceso, pero cuando tuvieron noticias de mi desplazamiento a Inglaterra expresaron sus deseos de poseer una versión del hecho menos impersonal que la facilitada por las autoridades. Usted sabe tan bien como yo que los informes oficiales son muy fríos, excesivamente descarnados…

—Estamos de acuerdo. Yo estoy a su disposición. ¿Qué quiere saber?

—¿Cuánto tiempo hacía que habitaba aquí la señora Charpentier? ¿Cómo se procuró su apartamento?

—Apareció por aquí hace un par de años. Puedo concretar más consultando mi archivo, si tiene usted interés en conocer ese dato con exactitud. Iba a quedarse libre un apartamento. Me imagino que la señora que lo dejaba era la amiga de Charpentier y que le comunicó que se mudaba por anticipado. Se trataba de la señora Wilder, quien trabajaba en la BBC. Después de una larga estancia en Londres, partía para Canadá. Una mujer muy agradable… Yo creo que ni siquiera ella conocía muy bien a la difunta. Mencionaría lo de su marcha por casualidad… A la señora Charpentier le gustaba ese piso…

—Y como inquilina, ¿qué? ¿Qué concepto le mereció entonces?

El señor MacFarlane pareció vacilar una fracción de segundo antes de responder.

—No puedo formular ningún reparo, no.

—No le importe decírmelo —sugirió hábilmente Hércules Poirot—. En ese apartamento serían frecuentes las reuniones un tanto ruidosas.

¿No era un poco… alegre… libre… ella cuando invitaba a sus amistades?

El señor MacFarlane ya no sintió deseos de seguir siendo discreto.

—Tuve quejas, de cuando en cuando, pero la mayor parte de ellas procedían de gente ya entrada en años.

Hércules Poirot hizo un gesto muy expresivo.

—Si, señor… Era excesivamente aficionada al alcohol, he de decirlo. Esto daba lugar a algunas complicaciones.

—¿Era también aficionada a… los caballeros?

—Bien… no quisiera profundizar tanto.

—De acuerdo. Pero le entiendo, señor MacFarlane.

—Por supuesto, ella no era muy joven…

—Las apariencias engañan, suele decirse. ¿Qué edad le habría usted calculado? Vamos a ver…

—Es difícil… Cuarenta, cuarenta y cinco años… —el hombre se apresuró a agregar ahora—: De salud no andaba muy bien esa mujer.

—Es lo que tengo entendido.

—Bebía en exceso… indudablemente. Y luego se sentiría presa de una tremenda depresión. Creo que se pasaba la vida yendo de un médico a otro. A las mujeres se les meten unas ideas en la cabeza, a veces… Sobre todo entradas ya en años. La señora Charpentier llegó a pensar que tenía un cáncer. Estaba segura de que era así. Su médico insistía en que no había nada de eso, pero era inútil: ella no lo creía. El doctor declaró en la encuesta que no le pasaba nada en absoluto. Bueno. Cosas como ésta se oyen todos los días… Fue agotándose, agotándose, y luego, una mañana…

—Es triste, ¿verdad? —dijo Poirot—. ¿Había hecho amistad con otros inquilinos?

—Que yo sepa, no. Éste es un sitio que no se presta a ciertas cosas. La mayor parte de los inquilinos permanecen ausentes de los apartamentos casi toda la jornada. Es gente que trabaja, que se dedica a los negocios…

—Estaba pensando concretamente en la señorita Claudia Reece-Holland. Me estaba preguntando sí habrían llegado a conocerse.

—¿La señorita Reece-Holland? No. No lo creo. Todo lo más, cruzarían unas palabras de cortesía, seguramente, en las escaleras, en la cabina del ascensor… Pero, vamos, contactos amistosos, de etiqueta social, no creo que los hubiera entre las dos. Pertenecían a generaciones distintas. Sin embargo…

El señor MacFarlane pareció vacilar. Y Poirot se preguntó por qué, e indagó:

—Una de las otras chicas que comparten el apartamento de la señorita Holland conoció a la señora Charpentier, me parece: la señorita Norma Restarick.

—¿De veras? No sé… Vive aquí desde hace poco tiempo, relativamente. Sólo la conozco de vista. Es una jovencita que da la impresión de ser muy tímida, de estar asustada. No hará tanto que salió del colegio, diría yo. ¿En qué más puedo servirle, señor?

—Ya está bien, muchas gracias. Ha sido usted muy amable. ¿Podría ver el apartamento ahora? Sólo para poder decir…

Poirot se calló, absteniéndose de explicar lo que quería «poder decir» exactamente.

—Veamos… El apartamento pertenece ahora al señor Travers, quien se pasa todo el día en la City. Acompáñeme.

Subieron al séptimo piso. Cuando el señor MacFarlane introducía su llave en la cerradura de la puerta de la vivienda uno de los números de la misma cayó al suelo, junto a uno de los zapatos de Poirot. Inclinóse ágilmente, cogiéndolo y procediendo a fijarlo en su pequeño tornillo, operación que realizó con todo esmero.

—Estos números están sueltos —señaló.

—Lo siento, señor. Tomo nota de esto ya. No sé qué les pasa que de cuando en cuando, de abrir y cerrar la puerta… Bien. Ya hemos llegado. Pasemos dentro.

Poirot entró en el cuarto de estar. Era una habitación que carecía casi de «personalidad». El dibujo del empapelado recordaba la madera granulada. El mobiliario era cómodo y convencional. El único toque de carácter se debía a un receptor de televisión y a cierto número de libros.

—Todos los apartamentos se entregan parcialmente amueblados —declaró el señor MacFarlane—. Los inquilinos no necesitan traer consigo nada. Claro que si quieren… Esto es ideal para la gente que va y viene.

—¿Es siempre igual la decoración?

—No por completo. A nuestros inquilinos parece agradarles particularmente este empapelado. Es un buen fondo para fotografías. Los apartamentos difieren sobre todo en el decorado de la pared que hay enfrente de la puerta. Tenemos un juego completo de dibujos, con motivos diferentes. Nuestros inquilinos escogen el que más les place.

»El juego se compone de diez modelos —subrayó el señor MacFarlane—. Está el japonés, muy artístico; tenemos el clásico jardín inglés; otro sorprendentemente atractivo, con pájaros; un Arlequín; uno de composición abstracta, con rayas y cubos, de vivos y contrastados colores… Se trata de trabajos realizados por artistas magníficos. Con nuestros muebles pasa lo mismo. Hay dos colores para elegir. Naturalmente, los ocupantes del apartamento pueden incorporar al mobiliario lo que deseen. Pero habitualmente no se molestan en eso…

—Es decir —sugirió Poirot—, que aquí el personal no es muy estable…

—Verá usted. Aquí impera principalmente el ave de paso, aunque tenemos también hombres de negocios que lo único que desean es comodidad, que no se interesan lo más mínimo por la decoración y otros detalles similares. Contamos también con el tipo que se lo hace todo, que a nosotros es el que menos nos agrada. Hubimos de poner una cláusula en el contrato de arrendamiento, por la cual se especifica que al dejar el piso cualquier inquilino, éste se comprometía a poner todas las cosas donde las encontrara al llegar… o a pagar para que fuese realizado esto en su nombre.

Los dos parecían estar apartándose demasiado del tema de la muerte de la señora Charpentier. Poirot se aproximó a una de las ventanas.

—¿Se arrojó por aquí? —murmuró Poirot.

El otro asintió.

—Sí, señor. Ésa de la izquierda.

Hércules Poirot se asomó al exterior.

—Siete pisos —comentó—. Es mucha altura.

—En efecto. La muerte fue instantánea. Mejor para ella, ¿no? Por supuesto, pudo haber sido un accidente.

Poirot hizo un movimiento denegatorio con la cabeza.

—No habrá usted sugerido esa idea en serio, señor MacFarlane, ¿verdad? Tuvo que ser forzosamente un suicidio.

—¿Qué quiere que le diga? Uno no quiere pensar en que haya seres que vivan tan desesperados y busca instintivamente una explicación. Sé que no era una persona feliz.

—Gracias por su atención, amigo mío —dijo Poirot—. Ahora ya estoy en condiciones de informar a sus familiares en Francia con una versión casi directa del suceso.

La versión que para sí mismo reservaba no estaba todo lo clara que él hubiera deseado. Hasta aquel momento no había hallado nada allí que reforzara su hipótesis de que la muerte de Louise Charpentier constituía un hito importante. Repitió, mentalmente, el nombre de pila. Louise… ¿Por qué el nombre de Louise le invitaba a querer recordar algo? Movió la cabeza. Tras haber dado las gracias de nuevo al señor MacFarlane, se separó de él…

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