Capítulo XIV
—Chére madame —Poirot se inclinó en una leve reverencia, presentando a la señora Oliver un ramo de flores muy artístico, confeccionado al estilo de la época victoriana.
—¡Monsieur Poirot! Es usted atento, muy atento, pero no me causa ninguna extrañeza su amable gesto… Estas flores mías dejan mucho que desear habitualmente, con que al lado de las suyas… —la señora Oliver contempló durante unos segundos unos mustios crisantemos, fijando luego de nuevo la vista en el primoroso ramo de rosas—. Ha venido a verme: otra atención que he de agradecerle.
—He venido, señora, para felicitarla por su restablecimiento.
—Sí. Supongo que he vuelto a la normalidad —la señora Oliver movió la cabeza a un lado y a otro cautelosamente—. Sin embargo, tengo dolores de cabeza todavía, fuertes dolores de cabeza.
—Usted recordará, madame, que yo la previne, que le aconsejé que no hiciera nada peligroso…
—Usted me aconsejó, en efecto, que no metiera las narices donde no debía. Eso es precisamente lo que hice. —Ariadne calló un momento, añadiendo después—: Experimenté la impresión de que me rodeaba algo anómalo, perjudicial, amenazador. Estaba asustada y me dije que era una estúpida… Asustada… ¿de qué? Me encontraba en Londres. En el centro de Londres. Me rodeaban muchas personas. ¿A qué podía tener miedo yo? No era como si me hubiese encontrado en el Interior de un bosque o en medio de un desierto.
Poirot contempló a su amiga con gesto pensativo. Se preguntaba si la señora Oliver habría sentido de veras aquel nervioso temor de que hablaba, si realmente había llegado a sospechar la presencia del mal, si había experimentado la impresión de que algo o alguien la amenazaba… Todo esto, ¿no sería de elaboración posterior? Sabía perfectamente que podía darse el caso. Habían sido muchos los clientes de Poirot que se expresarán ante él en términos semejantes a los empleados por la señora Oliver. «Presentía que algo andaba mal. Lo notaba… Estaba segura de que iba a suceder algo de un momento a otro». Y la verdad era que no habían sospechado nada por el estilo. ¿Qué clase de persona era Ariadne Oliver?
Estudió a su amiga con todo detenimiento. La señora Oliver, de acuerdo con ella misma, era famosa por su intuición. Una intuición dejaba paso a otra y la señora Oliver reclamaba invariablemente para sí el derecho de aplicar la más apropiada, la que resultaba más oportuna.
Y, no obstante, el ser humano vive frecuentemente el desasosiego del perro o del gato en los momentos que preceden a la tormenta. Se tiene en muchas ocasiones conciencia de que algo va mal, aunque no se sepa qué es…
—¿Cuándo se sintió asaltada por ese temor?
—Al dejar la vía principal —respondió Ariadne Oliver—. Hasta entonces todo me pareció normal aunque interesante, y… Sí. Yo disfruté lo mío, si bien me irritaba haber llegado a comprobar de una manera palpable lo difícil que es seguir a alguien sin que el otro se dé cuenta.
Hizo una pausa, reflexionando.
—Fue como un juego. Y, de pronto, aquello perdió el carácter de tal. Me veía entre callejas, en un sitio desconocido en el que imperaba el desorden, con sus cobertizos, con espacios faltos de edificación. ¡Oh! No sé. No acierto a explicarlo como yo quisiera. Pero todo era diferente ya. Era como suele ocurrir en los sueños. Usted sabe cómo se desarrollan éstos. Se empieza por cualquier cosa, por una reunión de amigos, por ejemplo. Súbitamente, una se ve en medio de una espesa selva o en otro paraje similar, distinto…, siniestro siempre.
—¿Una selva? —inquirió Poirot—. Resulta curioso que haya puesto usted ese ejemplo. En consecuencia, experimentó la impresión de que se hallaba en una selva… Y en tales circunstancias, ¿sintió miedo al ver un pavo?
—No sé exactamente si era ese animal el que me inspiraba temor… Después de todo, no se trata de ningún ser peligroso. La verdad es que asocié la figura de él con un pavo porque lo miré como una criatura decorativa. El pavo es un animal decorativo, ¿no? Lo mismo que el joven en cuestión.
—¿No se le ocurrió pensar antes de ser atacada que alguien podía estar siguiéndola?
—No pensé en ello ni por un momento… Pienso, en cambio, que me facilitaron una dirección equivocada, deliberadamente.
Poirot frunció el ceño, asintiendo.
—Desde luego, tuvo que ser el «pavo real» quien me atacara —opinó la señora Oliver—. ¿En qué otra persona, cabe pensar? ¿En el sucio tipo de las ropas grasientas? Olía mal, pero no había en él nada siniestro. ¿Y a qué pensar en la desmadejada Frances no sé qué más…? Se hallaba sentada sobre una caja de embalaje. Sus largos y negros cabellos le caían hasta casi tocar el piso de la habitación… Me acordé al verla de cierta actriz.
—¿Y dice usted que actuaba como modelo?
—Sí. Pero no para el «pavo»… sino para el joven sucio. No recuerdo si usted conoce a la chica o no.
—No he tenido el placer de trabar relación con ella… Si es que eso puede constituir realmente un placer.
—He de decirle que es una muchacha de muy buen ver. Y limpia, aunque muy maquillada. Debe de llevar los cabellos sobre la mitad del rostro, bastante pálido, cuando va peinada normalmente. Trabaja en una galería de arte, de modo que veo natural que frecuente el trato de los pintores, aunque yo juzgué, al que vi, estrambótico. Lo de que haga de modelo, por tal motivo, no ha de extrañarnos, ¡Qué chicas, qué chicas! Probablemente, andará enamorada del amigo de mi perseguido. Yo no me imagino a Frances golpeándome en la cabeza…
—Estoy calibrando otra posibilidad, madame. Alguien pudo haberla descubierto cuando seguía a David, dedicándose a su vez a espiar sus pasos.
—¿Que alguien…?
—¿Y si andaba por allí alguien interesado en vigilar los movimientos de la persona que a usted le había llamado la atención antes?
—Es una hipótesis como otra cualquiera —manifestó la señora Oliver—. ¿Quién, quién, Señor, podría ser esa persona?
Poirot contestó, exasperado:
—Hemos llegado a un punto muerto… El problema es de difícil solución, muy difícil. Hay demasiada gente por en medio: son demasiadas cosas. No veo nada con claridad suficiente. Veo solamente una chica que asegura que es posible que haya cometido un crimen. He de ver en esto la base de todo, y también en lo que a ello respecta encuentro obstáculos, dificultades.
—¿Dificultades? ¿Qué quiere usted decir?
—Reflexione, señora Oliver, reflexione —le aconsejó Poirot.
Esta facultad no había sido nunca el punto fuerte de Ariadne.
—Siempre termina usted desconcertándome —dijo ella, quejumbrosa.
—Estoy hablando de un crimen, sí, pero… ¿de cuál?
—Piensa usted en lo de la madrastra, sin duda.
—Es que la madrastra no ha sido asesinada. Esa mujer vive.
—La verdad es que es usted un hombre que enreda a cualquiera —opinó la señora Oliver.
Poirot se irguió en su asiento. Juntó las yemas de sus dedos y se dispuso a disfrutar de unos segundos de diversión. Eso es, al menos, fue lo que Ariadne pensó.
—Se niega usted, obstinadamente, a reflexionar —manifestó Hércules Poirot—. Ahora bien, para intentar alcanzar nuestra meta es preciso que meditemos.
—No me interesa. Yo lo que quiero es saber qué ha estado usted haciendo por ahí mientras yo me encontraba en el hospital. Tiene que haber hecho algo… ¿Qué?
Poirot hizo casi omiso de la anterior pregunta.
—Debemos comenzar por el principio. Uno de estos pasados días usted me telefoneó. Yo me encontraba muy disgustado. Sí, lo admito: estaba profundamente disgustado. Me habían dicho algo que me sentó mal. Usted, madame, fue entonces la amabilidad personificada. Me dio ánimos, me estimuló… Me obsequió incluso con una taza de riquísimo chocolate. Y lo que valía más: me ayudó de una manera práctica. Es decir, que su ofrecimiento no quedó en eso sólo… Localizó a la chica que me había visitado, que me había dicho que «quizás» hubiera cometido un crimen. Hablemos de ese crimen, madame. ¿Quién ha sido asesinado? ¿Dónde? ¿Por qué?
—¡Oh, calle usted, por Dios! —exclamó la señora Oliver—. Está consiguiendo que me duela la cabeza de nuevo, cosa que no me conviene en absoluto.
Poirot no escuchó su súplica.
—¿Hemos llegado acaso a enfrentarnos con un crimen? Usted ha hablado de la madrastra. Y yo le he contestado que la madrastra no ha muerto, que vive todavía… No hay crimen todavía, pues. Pero tiene que haberlo, forzosamente. Por tanto pregunto antes de nada: ¿quién ha muerto violentamente? Una persona me ha visitado, haciendo referencia al suceso, refiriéndose a un crimen que se ha cometido en alguna parte, por un procedimiento u otro. Pero no doy con él… No vuelva a hablarme del intento de asesinato de Mary Restarick porque esto no puede satisfacer la curiosidad de Hércules Poirot.
—En realidad es que no se me ocurre nada más —manifestó ingenuamente la señora Oliver.
—Quiero un crimen —insistió Hércules Poirot.
—¡Me parece usted un tipo muy macabro cuando se expresa en tales términos!
—Busco un crimen y no doy con él. La situación no puede ser más exasperante… Por tanto, le ruego que reflexione conmigo.
—Acabo de tener una idea magnífica —dijo Ariadne—. Supongamos que Andrew Restarick asesinó a su primera esposa antes de marcharse a toda prisa rumbo a África del Sur. ¿Ha pensado usted en tal posibilidad?
—Por supuesto que no he pensado en ella —replicó Poirot, indignado.
—Pues yo sí, ¡ea! Y la hipótesis mía merece ser considerada detenidamente. El hombre estaba enamorado de la otra mujer y deseaba huir en su compañía. Nadie sospechó nunca…
Poirot hizo un gesto de honda resignación.
—Piense, amiga mía, que su esposa falleció a los once o doce años de haberse ido el marido a África del Sur… La hija no pudo en ese caso tener nada que ver con el asesinato de su madre, por el hecho de contar tan sólo cinco años de edad.
—¿Y si administró a su madre, equivocadamente, cualquier medicamento perjudicial? ¿Y si lo de su muerte es sólo una declaración de Restarick? Después de todo, nosotros no sabemos que haya fallecido.
—Yo sí lo sé —declaro Hércules Poirot—. He llevado a cabo algunas indagaciones. La primera señora Restarick murió exactamente el día catorce de abril de mil novecientos sesenta y tres.
—¿Cómo puede usted saber esas cosas?
—Porque he dedicado a una persona a comprobar determinados datos. Le ruego, madame, que no formule conclusiones imposibles así, tan atropelladamente.
—¡Y yo que me las estaba dando de perspicaz! —exclamó la señora Oliver obstinadamente—. Si utilizara esa historia como argumento de uno de mis libros, tal es la forma en que lo dispondría todo. Y de la chica haría la culpable. Sin proponérselo ella, naturalmente. Presentaría a su padre ordenándole que administrase a la esposa una bebida, una pócima especial…
—Nom d’un nom d’un nom! —exclamó Poirot en elevado tono.
—Está bien. Explique usted los acontecimientos según su modo de ver y entender.
—¡Ay, amiga mía! Nada tengo que decir. Busco un crimen y no doy con él…
—¿Ni siquiera después de haber visitado a Mary Restarick en el hospital? Piense que regresó restablecida y que luego volvió a caer enferma… Si se registrara detenidamente la casa, con seguridad que encontrarían, escondido en alguna parte por Norma, arsénico u otra sustancia tóxica.
—¡Si eso es precisamente lo que ya se halló!
—Pues ¿qué quiere usted más, señor Poirot? ¿Qué quiere usted más?
—Yo quisiera que pusiese usted más atención a la hora de interpretar el significado real de una frase. La chica me dijo lo mismo que poco antes indicara a George, mi servidor. En ninguna de esas ocasiones declaró: «He intentado matar una persona», ni tampoco: «He intentado matar a mi madrastra…» Se refirió cada vez a un acto que había sido realizado, a algo que ya había sucedido. Exactamente: sucedido. En tiempo pasado.
—Renuncio —contestó la señora Oliver—. Digámoslo claramente: usted no cree que Norma intentara matar a su madrastra.
—Sí. Yo sí creo perfectamente posible que Norma intentara matar a su madrastra. Me parece que eso es, probablemente, lo que ocurrió… psicológicamente. Dada la conformación de su mentalidad. Pero no está probado. Tenga presente que alguien pudo haber escondido un preparado a base de arsénico entre las cosas de Norma. El autor de tal treta pudo haber sido incluso el esposo.
—Usted supone siempre a los maridos con inclinaciones asesinas cuando piensan en sus esposas —objetó Ariadne.
—El marido es, habitualmente, la persona más probable —señaló Hércules Poirot—. En consecuencia, debe ser considerado en primer lugar. El culpable podría ser, asimismo, sir Roderick, o la chica, Norma, o uno de los criados de la casa, o Sonia… Hasta se podría pensar en la propia señora Restarick.
—¡Qué insensatez! ¿Por qué?
—Es posible que existan razones. Todo lo forzadas que usted quiera, pero dignas de crédito, tal vez.
—Pero, monsieur Poirot: no se puede sospechar de todo el mundo…
—Mais oui. Eso es precisamente lo que yo hago: sospechar de todos. Antes de nada, yo desconfío de cuantos me rodean. Luego, me dedico a buscar razones para justificar mi actitud.
—¿Y qué razones aduce al pensar en esa pobre muchacha extranjera?
—Depende de lo que esté haciendo en esa casa, de los motivos que la hayan impulsado a venir a Inglaterra y de otros muchos detalles más.
—Está usted loco, Poirot.
—Otro personaje culpable, probablemente: David, su «pavo real»…
—Muy traído por los pelos, amigo mío, David no va por el poblado. Nunca se le ha visto por los alrededores de la casa.
—Esta usted en un error. Precisamente vagaba por sus pasillos el día que yo la visité.
—Pero no se hallaría dedicado a colocar sustancias tóxicas en el cuarto de Norma.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Es que la muchacha y ese tipo están enamorados.
—Admito que tal es la impresión que dan.
—Usted se empeña en hacerlo todo difícil —se lamentó la señora Oliver.
—Nada de eso. Lo que sucede es que las cosas se me han dado ya difíciles a mí. Necesito más información y la única persona que está en condiciones de facilitármela es quien usted sabe… Y ella ha desaparecido.
—Se refiere a Norma, ¿eh?
—En efecto, me refiero a Norma.
—No ha desaparecido. Usted y yo hemos sabido encontrarla.
—Después de abandonar el establecimiento se esfumó de nuevo.
—¿Y usted la dejó marchar?
La voz de la señora Oliver sonó muy temblorosa. El reproche era evidente.
—¡Ay!
—¿Y permitió usted que se fuera? ¿No hizo nada por dar con ella otra vez?
—Yo no he dicho nunca que no intentara volverla a encontrar.
—Pero hasta ahora no lo ha logrado. Monsieur Poirot: me ha decepcionado usted.
—Existe un planteamiento general del problema —dijo Hércules Poirot, casi amodorradamente—. Sí. Lo hay. Pero nos falta un factor y por esa causa aquél carece de sentido. Usted lo comprende, ¿no?
—No —respondió, tajante, la señora Oliver.
A ésta le dolía la cabeza.
Poirot continuó hablando más para sí mismo que para su oyente. Si es que podía decirse que la señora Oliver le escuchaba… Estaba indignada con Poirot y pensaba que Norma Restarick había estado en lo cierto al asegurar que aquél era demasiado viejo ya. ¡Vaya con el hombre! Después de dar con la chica habíale telefoneado, dedicándose ella a seguir los pasos de David… Había colocado materialmente a la muchacha en manos de Poirot. ¿Para qué? Para que ella terminara desapareciendo nuevamente. ¿Qué labor provechosa había desarrollado aquel hombre? Sí. Se sentía decepcionada. Cuando diera fin a su discurso se lo volvería a repetir.
Poirot, lenta, metódicamente, perfilaba el caso…
—Los conceptos, diversos, se entrecruzan. He ahí parte la dificultad. Una cosa se relaciona con otra y luego se ve que todo se refiere a algo más que falta. Por eso no se sale del cuadro general. Y así es como penetra en el círculo de nuestras observaciones más gente sospechosa. Sospechosa… ¿de qué? De nuevo el fallo. Tenemos primero a la chica y a través del laberinto de detalles entrecruzados he de buscar la respuesta a la más intrigante de las respuestas: ¿hay que ver en la joven a una víctima? ¿Se encuentra en peligro? O bien: ¿es la chica una criatura extremadamente astuta? ¿Estará creando la impresión que necesita suscitar para sus particulares propósitos? Las dos proposiciones son buenas. Necesito conceptos más estables. Preciso un punto de apoyo sólido, y éste se encuentra en alguna parte. Estoy seguro de que existe.
La señora Oliver estaba dedicada a rebuscar entre las cosas que contenía su bolso.
—Nunca sé dónde pongo las aspirinas… —dijo, enojada.
—Tenemos una serie completa de relaciones que no admiten duda: el padre, la hija, la madrastra. Hay puntos comunes en sus vidas. Contamos, asimismo, con el anciano tío, algo ido de la cabeza, que también vive en la casa. Tenemos a la joven Sonia relacionada con el tío, para quien trabaja. Posee buenos modales, es bonita… Él se siente encantado con la chica. Diríamos que es en extremo indulgente con ella. ¿Y qué papel representa en el seno de la familia?
—Creo que pretende aprender bien el inglés —declaró la señora Oliver.
—La muchacha se cita con uno de los miembros de la embajada hertzegovina… en Kew Gardens. Se ven allí, pero no se hablan. Sonia deja un libro sobre el banco en que está sentada y se aleja del lugar.
—¿Qué significa todo eso?
—¿Tiene esta cuestión algo que ver con el primer problema? No lo sabemos todavía. Parece improbable, pero quizá no lo sea tanto. ¿Ha dado Mary Restarick, sin querer, con algo que pudiera resultar peligroso para la joven?
—No vaya a decirme que esto desemboca ahora en un asunto de espionaje o cosa parecida.
—No iba a decirle nada. Me estaba formulando a mí mismo una pregunta.
—Usted acaba de señalar que sir Roderick está chiflado.
—Lo de menos es que sea verdad. Fue una persona de bastante relieve durante la guerra. Por sus manos pasaron importantes documentos. Puede que recibiera cartas de gran trascendencia. Era libre de guardarlas cuándo las circunstancias hubieran decidido la pérdida de su antiguo carácter.
—Está usted hablando de la guerra y la guerra hace muchos años que terminó.
—Cierto. Pero el pasado siempre cuenta, pese al tiempo que haya transcurrido. Se forjan nuevas alianzas. Se pronuncian discursos al público, rechazando esto y aceptando lo otro, diciendo mentiras…
»Imagínese por unos instantes que existen ciertos documentos o cartas que pueden volver del revés a cualquier personalidad. No le estoy diciendo nada concreto, ¿me comprende? Yo estoy dedicado en estos momentos a hacer hipótesis… Otras más disparatadas se descubrieron válidas tiempos atrás.
»Es posible que sea de la máxima importancia el pase de algunas cartas u otros documentos a un gobierno extranjero o que convenga su urgente destrucción… ¿Quién mejor para emprender tal tarea que una encantadora damita que ayuda en muchos aspectos a una vieja personalidad? Ella es quien le secunda a la hora de seleccionar los textos que exige la redacción de las memorias del anciano caballero. Hoy en día todo el mundo se dedica a escribir sus memorias. ¿Quién podría impedírselo a esa gente? Suponga usted que Mary Restarick ve algo en su plato, el día en que la utilísima secretaria de sir Roderick hace su turno de cocina. Suponga que es ella quien da los pasos necesarios para que las sospechas recaigan en Norma…
—¡Qué mentalidad la suya! —exclamó Ariadne—. Yo me atrevería a calificarla de tortuosa… En pocas palabras: no es posible que hayan sucedido todas esas cosas.
—Justo. Existen demasiados planteamientos. ¿Cuál es el verdadero? Norma abandona su hogar para trasladarse a Londres. Comparte un piso con dos amigas. Ella es la «tercera muchacha», según usted me explicó. Aquí tiene el primer cuadro. Las dos muchachas no se hallan unidas a Norma por la amistad, en el fondo, sino por la mutua conveniencia. Pero, luego, ¿qué averiguo yo? Claudia Reece-Holland es la secretaria particular del padre de Norma Restarick. Otro eslabón más de la cadena. ¿Hay que ver en eso una simple casualidad? No sé. También pudiéramos encontrarnos ahí con otra cosa. La otra chica, me ha dicho usted, hace de modelo y conoce al joven bautizado por usted con el apodo de «el pavo real», del cual Norma, a su vez, está enamorada. Otro eslabón. Hay más aún… ¿Y qué pinta David («el pavo real») en toda esta historia? ¿Ama a Norma realmente? Parece ser que sí. El disgusto que inspira a los padres de ella es natural, instintivo…
—Lo de Claudia Reece-Holland trabajando como secretaria de Restarick no deja de ser raro —comentó la señora Oliver pensativamente—. Tengo entendido que es una muchacha apta para los más diversos menesteres, muy eficiente. Quizá fue ella quien empujó a la suicida, a la que se cayó a la calle desde una de las ventanas del séptimo piso.
Poirot se volvió lentamente hacia Ariadne.
—¿Qué está usted diciendo? —pregunto—. ¿Qué está usted diciendo, señora Oliver?
—Fue allí, en los pisos… Ni siquiera sé su nombre… Una persona, una mujer, que se cayó o se tiró desde una de las ventanas del séptimo piso matándose, desde luego.
Poirot levanto la voz, hablando a su amiga con toda severidad.
—¿Y no me ha dicho usted nada hasta ahora? —inquirió en tono acusador.
La señora Oliver, le miró sorprendida.
—Una vez más, monsieur Poirot, no le entiendo.
—¿Que no me entiende? Le había pedido que me hablara de una muerte. A eso me refiero. Una muerte. Y usted me dice que no sabe de ninguna. A usted sólo se le ocurre pensar en un intento de envenenamiento. Y, sin embargo, se ha producido una… Una muerte en… ¿Cómo se llaman esas casas?
—Borodene Mansions.
—Sí, sí. ¿Y cuándo ocurrió eso?
—¿El suicidio? Bueno, el suicidio o lo que fuera… Sí… Me parece que fue una semana antes de mi visita a aquel lugar.
—¡Perfecto! ¿Qué oyó usted contar de particular sobre el hecho?
—Estuve hablando con un lechero…
—Un lechero… Bon Dieu!
—Se mostraba charlatán el hombre —dijo la señora Oliver—. Fue una cosa triste… Ocurrió todo de día… A muy temprana hora de la mañana, creo.
—¿Cómo se llamaba ese hombre?
—No tengo ni idea. Me parece que no me lo dijo.
—¿Joven? ¿De mediana edad? ¿Viejo?
La señora Oliver reflexionó.
—No me dijo su edad exacta. Tendría cincuenta y tantos años…
—¿Estaban informadas las tres muchachas?
—¿Cómo voy a saberlo? Nadie ha hablado de ello.
—Y usted no pensó en decírmelo…
—Vamos por partes, señor Poirot… Yo no relacioné el suceso con nada de esto. Comprendo que existe la posibilidad de una relación, pero… lo cierto es que nadie ha afirmado tal cosa, a nadie se le ha ocurrido esa hipótesis.
—Pues la relación existe. Tenemos a Norma, que vive en uno de aquellos pisos. Cierto día, una persona se suicida… (Ésta, al menos, es la impresión general). Con más detalles: alguien se arroja (o se cae) desde una de las ventanas de la séptima planta, resultando muerto. Y luego… ¿qué? Luego, varios días más tarde esa joven, Norma, tras haber oído hablar de mi en una reunión, me visita, comunicándome que teme haber cometido un crimen. ¿No comprende? Se produce una muerte… Y poco después surge alguien que se cree autor del crimen. Sí: éste tiene que ser el que yo buscaba.
La señora Oliver quiso exclamar: «¡Qué tontería!», pero no se atrevió. Limitóse a pensar la frase, a manera de consuelo.
—Éste debe de ser el elemento indispensable, la pieza que yo echaba de menos… Esto tiene que redondear el planteamiento del problema. No sé concretamente por qué, pero creo que no hay otro orden posible. Tengo que reflexionar… He de entregarme a la meditación. Debo irme a casa y procurar unir los componentes que conozco… Hay que dar con la clave de toda la historia, que podría ser muy bien lo que acabamos de describir… Sí. Por fin, por fin veo el camino despejado, el camino que hay que seguir.
Poirot se puso en pie, diciendo:
—Adieu, chére madame.
Luego, salió a toda prisa de la habitación.
La señora Oliver miró a su alrededor, murmurando:
—¡Tonterías! ¡Cuántas tonterías, Señor! Me pregunto ahora… ¿Obraría imprudentemente si me tomara cuatro aspirinas a la vez?