Capítulo XII

—Compremos un pavo —dijo la señora Oliver, inesperadamente.

No abrió los ojos al hablar así. Su voz era débil, pero sonaba muy irritada.

Tres personas la miraron con sobresaltados ojos, inclinándose hacia ella. Añadió en seguida algo más:

—Un golpe en la cabeza…

Entonces abrió los ojos mirando a su alrededor como si hubiera querido saber dónde se hallaba.

Lo primero que vio fue una faz completamente desconocida para ella. Pertenecía a un joven que tomaba notas en un pequeño cuaderno y que luego se le quedó mirando, sin soltar el lápiz que tenía en la mano.

—Un policía —murmuró la señora Oliver, convencida.

—¿Cómo ha dicho, señora?

—Acabo de decir que es usted un policía. ¿Me equivoco?

—No señora.

—Ataque criminal —declaró la señora Oliver, tornando a cerrar los ojos, ahora con expresión satisfecha.

Al volver a abrirlos examinó sus alrededores más detenidamente. Se encontraba acostada en un lecho, uno de esos lechos característicos de los hospitales, de aspecto completamente aséptico. No. No estaba en su dormitorio. Miró otra vez a su alrededor, pareciendo que llegaba a una conclusión definitiva.

—Estoy en un hospital o en una clínica —manifestó.

En la puerta, adoptando un aire de indiscutible autoridad, había una monja. Al lado de la cama vio a una enfermera. Localizó ahora una cuarta figura.

—Nadie puede llamarse a engaño teniendo delante ese bigote —declaró—. ¿Qué hace usted aquí, monsieur Poirot?

Hércules Poirot avanzó hacia el lecho.

—Le dije que tuviera cuidado, señora Oliver.

—¿Quién está libre de extraviarse dentro de la ciudad? —contestó la señora Oliver, algo confusamente. En seguida, agregó—: Me duele la cabeza…

—Muy justificadamente. Como ya ha supuesto, le han propinado un golpe en ella.

—Sí. Fue «el pavo real».

El policía, desasosegado, se movió en su silla.

—Perdón, señora… ¿Sostiene usted que fue asaltada por un pavo?

—Desde luego. Por espacio de cierto tiempo me sentí inquieta… Aquello se mascaba en el aire, ¿sabe? —la señora Oliver hizo ondear una mano por encima de su rostro, como si hubiese querido expresar de una manera gráfica su idea y parpadeó varias veces—. ¡Uf! —exclamó—. Será mejor que no vuelva a hacer una prueba de este tipo.

—Hay que evitar a la paciente toda excitación —indicó la monja con una mueca de desaprobación.

—¿Puede usted decir donde se produjo el ataque?

—No tengo la menor idea… Me extravié. Yo acababa de visitar un estudio… Estaba muy desordenado, muy sucio. Hacía días que el otro joven no se afeitaba… Y vestía un chaquetón de cuero muy grasiento…

—¿Fue ése el hombre que la atacó?

—No. Fue otro…

—Si pudiera decirme…

—Se lo estoy diciendo, ¿no? Le seguí durante todo el trayecto, desde el café… Claro que esto de seguir a la gente es una cosa que no se me da muy bien. Falta de práctica. Es más difícil de lo que uno se imagina.

La señora Oliver buscó con la mirada al policía.

—Supongo que usted se halla al corriente de lo que estoy refiriendo. Los profesionales hacen cursos sobre la materia, ¿no? Bueno. No importa, no importa… —de pronto, Ariadne empezó a hablar rápidamente—. Todo fue muy sencillo… Yo me figuré que él se había quedado con los otros, o que se había marchado en otra dirección. Pero en lugar de proceder así se lanzó tras mis pasos…

—¿Quién procedió así?

—El «pavo real»… Me causó un tremendo sobresalto. ¿Quién no se sobresalta cuando ve que sucede todo lo contrario de lo que esperaba? O sea, que él me seguía a mí en vez de seguirle yo a él. Me sentí intimidada. Pues sí: sepa que tuve miedo. No sé por qué. Me habló muy cortésmente. Pero yo estaba asustada. En fin, la cosa ya no tenía remedio…

»Después, va él y me dice: «Suba por estas escaleras y podrá ver el estudio». Acepté su invitación, trepando por unos desvencijados peldaños. Unos segundos más tarde vi al otro joven (el individuo sucio) que pintaba un cuadro, y a la chica que utilizaba como modelo. Ella sí que era una persona limpia. Y bastante bonita, en realidad. Hablaron normalmente, con cortesía. A continuación declaré que había de marcharme a casa y ellos me facilitaron instrucciones para que llegara a King’s Road sin novedad. Seguramente, no me señalaron el camino correcto. Naturalmente, también puede ser que me equivocase yo. Ya sabe usted lo que pasa cuando alguien le dice que para llegar a tal sitio hay que torcer primero a la derecha y más adelante a la izquierda y luego… Termina una incurriendo en un error. Eso fue, al menos, lo que me sucedió a mí. Él caso es que me vi repentinamente en un barrio mísero. Mis temores se habían esfumado. El «pavo real» debió de sorprenderme completamente desprevenida…

—A mi me parece que está delirando —opinó la enfermera con cierta suficiencia.

—No estoy delirando —manifestó la señora Oliver—. Sé muy bien lo que me digo.

La enfermera abrió la boca para responder, pero entonces captó la mirada de reproche de la monja y volvió a cerrarla.

—Rasos, terciopelos y largos, y rizados cabellos —dijo la señora Oliver.

—¿Un pavo envuelto en raso? Se tratará de un pavo corriente, señora… ¿Es que vio usted un pavo en las inmediaciones del río, en Chelsea?

—¿Un pavo auténtico? Por supuesto que no. ¡Qué tontería! ¿Qué podría hacer un animal como éste por las orillas del río?

Por lo visto, nadie tenía una respuesta a mano para aquella pregunta.

—Él caminaba contoneándose, tan orgulloso como un pavo. Para ser más exacta se pavoneaba. De ahí el mote que le puse. Sin duda, le gustaba exhibirse. Es el individuo vano, satisfecho de su físico. Tendrá otros defectos por lo que vi… —Ariadne miró a Poirot—. David y no sé qué más. Usted sabe a quién me estoy refiriendo.

—¿Me está usted diciendo que ese joven llamado David le atacó, golpeándole en la cabeza?

—Sí.

Hércules Poirot inquirió:

—¿Llegó a verle?

—No. No le vi en ese preciso instante —contestó la señora Oliver—. Creí oír un rumor de pasos a mi espalda y… todo sucedió antes de que me diera tiempo a volver la cabeza. Fue como si una tonelada de ladrillos se hubiera derrumbado sobre mí. Me parece que voy a dormir un poco ahora —añadió la señora Ariadne.

Ésta movió la cabeza ligeramente, hizo una pequeña mueca de dolor y se quedó como aletargada sumida en la inconsciencia.

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