Capítulo XVII
Neele, el inspector jefe, se hallaba sentado detrás de su mesa de despacho, adoptando una actitud solemne, oficial. Saludó a Poirot cortésmente y le señaló una silla. Tan pronto el joven que había introducido a Poirot en la habitación se hubo marchado, Neele cambió de modales.
—¿Qué es lo que andará usted buscando ahora, viejo y reservado diablo?
—Sobre ese punto —replicó Poirot—, está usted ya informado.
—¡Ah, sí! Algo he conseguido, pero no creo que usted obtenga nada sustancioso acechando desde su particular escondrijo.
—¿A qué viene esa palabreja?
—Es que le veo como si fuese un gatazo, un buen cazador de ratones, aguardando pacientemente la aparición de su menuda víctima. Mire… Yo no digo que usted no pueda «airear» ciertas transacciones dudosas. Ya sabe lo que son realmente esos financieros. Me atrevería a afirmar que hay engaños por en medio y todo lo demás en relación con concesiones mineras y petrolíferas y asuntos por el estilo.
»Sin embargo, la firma Joshua Restarick Ltd., goza de una reputación excelente. Es una empresa familiar (o lo era)… Simon Restarick no tuvo descendencia y Andrew sólo tiene una hija. Había una vieja tía por la parte de la madre. La hija de Andrew Restarick vivió con ella después de abandonar el colegio y morir la madre. La anciana falleció a consecuencia de un ataque al corazón hace cosa de seis meses. Era una mujer algo extravagante… Perteneció a varias sociedades de carácter religioso. Simon Restarick fue un hábil hombre de negocios, un arquetipo dentro de los de su clase. Su mujer alternaba mucho en sociedad. Se casaron cuando contaban ya algunos años.
—¿Y qué me dices de Andrew?
—A Andrew le sedujo la distancia. Nada se conoce en contra de él. Nunca echó raíces en ningún lado. Estuvo en África del Sur, en América, Kenia y otros sitios. Su hermano insistió más de una vez, pidiéndole que volviera. Era igual… No le agradaba Londres ni sus negocios, pero parecía haber heredado el olfato de los Restarick a la hora de ganar dinero. Con los minerales se encumbró… No fue nunca cazador de elefantes, ni arqueólogo, ni botánico. Veíase abocado a las transacciones financieras y de éstas siempre escapó bien.
»Ignoro qué fue lo que le hizo regresar a Inglaterra después de la muerte de su hermano. Su nueva esposa, seguramente… Habíase casado por segunda vez. Se trata de una mujer de buen ver, mucho más joven que él. De momento, vive con ellos el anciano sir Roderick Horsefield, cuya hermana estuvo casada con el tío de Andrew Restarick. Pero me imagino que ésta es una situación provisional. ¿Hay alguna novedad para usted en mis declaraciones? ¿Estaba ya al tanto de lo que acabo de decirle?
—Sabía ya casi todo lo que me ha contado —declaró Poirot—. Por una rama u otra, ¿ha habido enfermos mentales en la familia?
—Creo que no… si exceptuamos a la vieja tía a que me he referido y sus manías religiosas. Tales derivaciones no son raras en las personas que viven solas.
—En consecuencia, todo lo que puede indicarme es que disponen de mucho dinero, ¿eh?
—Mucho —corroboró Neele—. Parte de él, tome usted nota, constituye una aportación de Andrew Restarick a la firma. No en balde ha tenido que ver siempre con concesiones de minas y depósitos de minerales de gran importancia…
—Y… ¿quién heredará todo eso? —preguntó Poirot.
—Depende de cómo lo deje todo dispuesto Andrew Restarick. Pero, desde luego, los herederos evidentes son su esposa y su hija.
—En consecuencia, llegará un día en que serán poseedoras de una gran fortuna.
—Tal creo, amigo mío.
—¿No existe ninguna otra mujer en quien él pudiera hallarse interesado?
—Nada se sabe a ese respecto. No lo estimo probable. Tiene una esposa muy bella.
Poirot se quedó pensativo.
—Más de un joven podría saber lo que usted dice.
—¿Que abrigara en consecuencia el propósito de contraer matrimonio con la hija? Nada podría detener al que fuese… Claro que el padre siempre dispondría del recurso de desheredar a aquélla.
Poirot consultó una hoja de papel que tenía en la mano.
—¿Qué puede usted explicarme acerca de la «Wedderburn Gallery»?
—Me pregunto cómo ha llegado a reparar en esa entidad. ¿Le consultó algún cliente sobre cualquier falsificación?
—¿Trafican con falsificaciones?
—La gente no se dedica a esas cosas —dijo Neele, en tono de reproche—. Hubo una historia desagradable más bien. Un millonario de Texas se presentó en Londres con el fin de adquirir algunos cuadros. Pagaba sumas increíbles por ellos. Le vendieron un Renoir y un Van Gogh. El primero era una cabeza femenina. Circularon rumores… No existían razones fundamentales para creer que la «Wedderburn Gallery» no había comprado el cuadro de buena fe. Surgió el problema… Se requirió el auxilio de muchos expertos, los cuales dieron sus veredictos. Como de costumbre, éstos fueron contradictorios. La galería se ofreció, aceptando la devolución. Pero el millonario siguió opinando lo mismo que al principio, debido sobre todo a que el último experto convocado aseguró la autenticidad del cuadro. Desde entonces, la firma ha sido censurada por algunos, se ha sembrado la desconfianza…
Poirot consultó nuevamente su lista.
—¿Qué hay acerca de David Baker? ¿Le han estado ustedes observando?
—¡Oh! David Baker es uno de tantos entre los de su clase. Frecuenta pandillas y no sale de los clubs nocturnos. Se junta con los que viven a base de heroína y otras drogas… Y a todo esto las chicas se vuelven locas por esta gente. Al igual que muchos de su calaña, afirma que su vida ha sido muy dura y que es un verdadero genio. Sostiene que su pintura no es apreciada como se merece.
Otro vistazo de Poirot a su papel.
—¿Qué sabe usted acerca de Reece-Holland, uno de los miembros del Parlamento?
—Desde el punto de vista político marcha bien. Ha habido una o dos transacciones especiales en la City, pero se ha salido de ellas limpiamente. Yo diría que es un individuo escurridizo. Ha reunido una buena suma de dinero, por medios más bien dudosos.
Poirot tocó el último punto.
—¿Y sir Roderick Horsefield?
—Un simpático anciano, algo chiflado, quizá. Pero, hombre… ¿De qué métodos se vale usted para poner siempre el dedo en la llaga? Sí, señor. Últimamente ha habido un poco de mar de fondo en la sección especial de Scotland Yard. Todo ha sido por culpa del aluvión de memorias personales. Nadie sabe qué indiscretas revelaciones tendrán lugar a lo largo de los meses venideros. Todos los viejos, pertenecientes al servicio secreto o que laboraron en otros organismos reservados, se aprestan a dar cuenta al público de los tropezones de los demás. Normalmente, lo que dicen carece de importancia, pero a veces… Bueno, ya sabe usted lo que suele ocurrir. Los sucesivos gabinetes alteran su política. Es una estupidez herir la susceptibilidad de nadie o hacer públicos determinados datos… En consecuencia, siempre que nos es posible, acostumbramos tapar la boca a esos individuos. No siempre es fácil tal labor. Para ponerse al corriente de ella habría de ponerse usted en contacto con los hombres de la sección. Me parece que no se han producido acosos graves. Se procura que no sean destruidos los documentos que realmente interesan. La cosa no es muy amplia, sin embargo. Y tenemos pruebas de que anda por ahí husmeando un tal Power…
Poirot suspiró.
—¿Es que no le sirven mis informes? —inquirió Neele.
—Estoy muy satisfecho de poseer la versión oficial de una serie de hechos que yo conocía o sospechaba en parte. Creo, no obstante, que lo que usted me acaba de referir no me va a servir de mucho. —Hércules Poirot suspiró nuevamente, agregando—: Si a usted le comunicaran qué una mujer, una bella mujer, usa peluca, ¿cuál sería su comentario?
—¿Qué comentario podría hacer? —Neele agregó con cierta aspereza—: Mi esposa usa peluca siempre que viajamos. Ahorra muchas molestias.
—Discúlpeme, Neele.
Cuando los dos hombres se habían dicho ya adiós, el inspector jefe preguntó a su visitante:
—Supongo que se habrá hecho con todos los datos del suicidio que tuvo por escenario el inmueble en que usted anduvo efectuando indagaciones, Poirot. Ya le envié el informe correspondiente.
—Sí. Y le doy las gracias por este nuevo favor. Conozco, por lo menos, los detalles oficiales. Un informe escueto.
—Hace unos momentos dijo usted algo que me llevó a pensar en ese caso. La historia triste de siempre… Una mujer alegre, que gustaba de los hombres, disfrutaba de dinero, no tenia muchas preocupaciones y que luego inició el descenso. Más adelante se siente perturbada por lo que yo denomino «el microbio de la salud». Ya se sabe: la persona de turno está convencida de que sufre de cáncer u otra enfermedad cualquiera muy grave. Se presenta en la consulta de un doctor, quien le dice que no hay nada de lo que ella sospecha. La paciente (o el paciente), se marcha a su casa sin dejarse convencer. ¿De dónde arranca tal actitud? Lo más frecuente es que la mujer supuestamente enferma haya perdido sus atractivos. Ve que los hombres ya no la buscan como antes. Esto le origina una terrible depresión. No es rara la historia… Esos seres se sienten muy solos, ¡pobres diablos! La señora Charpentier era una mujer más entre tantas… —Neele guardó silencio de pronto, agregando luego—: ¡Oh, sí! Ya me acuerdo… Recuerdo perfectamente lo que ha pasado. Usted me hablaba de un miembro del Parlamento llamado Reece-Holland. Es un sujeto algo alegre, pero sabe conducirse con discreción. Louise Charpentier fue su amante en otro tiempo… Eso es todo, amigo mío.
—¿Fue la suya una liasion seria?
—Hombre, yo no particularizaría tanto. Salían juntos, visitando algunos clubs nocturnos de dudoso carácter… Nosotros vigilamos esas cosas discretamente. Pero en la prensa no apareció nada sobre ese asunto. Nada en absoluto.
—Ya, ya…
—Pero aquello duró algún tiempo, ¿eh? Se les vio juntos constantemente, por espacio de seis meses, casi. Ahora bien, yo no creo que vivieran exclusivamente el uno para el otro. Existían otras relaciones secundarias por ambas partes… ¿Sacará algo en limpio de eso?
—A mí me parece que no —repuso Poirot.
«No obstante —se dijo mientras bajaba las escaleras—, no obstante, el dato constituye un eslabón más en la cadena. Queda explicado el embarazo del señor MacFarlane al llegar a cierto punto de nuestra conversación. Quedan así relacionados dos nombres: Emilyn Reece-Holland, miembro del Parlamento, y Louise Charpentier».
Probablemente, aquello no tenía ningún significado prometedor. ¿Por qué había de ocurrir lo contrario? Sin embargo…
«Sé demasiadas cosas —se dijo enfadado Poirot—. Sé demasiado, sí. Sé un poco de todo y otro poco de todos, pero no acierto a esbozar un planteamiento general del caso. La mitad de los hechos que domino carecen de importancia. Necesito ese planteamiento. Lo quiero a toda costa…»
—¡Mi reino para él! —exclamó Poirot en voz alta.
—¿Cómo ha dicho usted, señor? —inquirió el joven empleado del vestíbulo, mirándole sobresaltado.
—Nada, nada…