Capítulo XI

Andrew Restarick estampaba su firma al pie de un cheque. Hizo una mueca al proceder así.

Su despacho era grande. Se hallaba hermosamente amueblado, con los elementos típicos que suelen rodear inevitablemente al hombre de negocios próspero, al magnate moderno. Todo aquello había pertenecido a Simón Restarick. Andrew lo había aceptado sin demostrar mucho interés por los detalles. Habíase limitado a realizar unos cuantos cambios. En su día hizo quitar un par de cuadros, sustituyéndolos por su retrato, que se había traído desde el campo, y una acuarela.

Andrew Restarick era un hombre de mediana edad, que comenzaba a estar metido en carnes. Cosa extraña: quien ocupaba aquella mesa de trabajo presentaba escasas diferencias con la figura del cuadro, pintado quince años atrás, y que colgaba de la pared, por encima de su cabeza. La misma barbilla prominente, idénticos labios, firmemente apretados, iguales cejas, ligeramente alzadas, que daban a su rostro una expresión burlona. Sus rasgos, en general, eran más bien corrientes… Andrew podía ser conceptuado como un tipo normal, en aquellos momentos no muy sereno.

Entró su secretaria en el despacho. La joven avanzó hacia la mesa al levantar él la vista.

—Ahí fuera hay un señor. Dice llamarse Hércules Poirot e insiste en que tiene una cita con usted… Sin embargo, yo no he conseguido localizar entre mis notas ninguna relativa a esta entrevista.

—¿Hércules Poirot? —aquel nombre le resultaba vagamente familiar. Pero Andrew Restarick no logró recordar nada concreto en relación con su visitante—. No sé… No obstante, he leído ese nombre en algún periódico o libro. Quizá se lo haya oído pronunciar a alguien… Descríbame a ese señor, ¿quiere?

—Es de pequeña talla… extranjero… de nacionalidad francesa, seguramente… con un bigote enorme…

—¡Claro! Recuerdo que Mary me habló de él. Se presentó en casa, para ver al viejo Roddy. Bueno, pero, ¿qué hay de esa cita conmigo?

—Dice que usted le ha escrito una carta.

—No me acuerdo… ¿Que yo le he escrito una…? Tal vez, Mary… Bueno, no importa… Hágale pasar. Veamos qué es lo que desea exactamente.

Unos segundos después, Claudia Reece-Holland volvía a entrar en el despacho acompañada por un hombrecillo de cabeza en forma de huevo, en cuyo labio superior campeaba un frondoso bigote. Su persona emanaba un aire de íntima complacencia que redondeaba la descripción que a Andrew Restarick facilitara su esposa.

—El señor Hércules Poirot —dijo Claudia Reece-Holland.

Tornó a salir; nada más que empezar a acercarse el recién llegado a Andrew. Éste se levantó.

—¿El señor Restarick? Soy Hércules Poirot…

—¡Oh, sí! Mi esposa me dijo que había estado usted en casa, para ver a mi tío. ¿En qué puedo servirle?

—He hecho acto de presencia aquí contestando a su carta.

—¿A qué carta se refiere? Yo no le he dirigido a usted ningún escrito, señor Poirot.

Éste miró fijamente a su interlocutor. Luego, sacó de uno de sus bolsillos una hoja de papel cuidadosamente plegada, que procedió a extender con todo esmero. Con una leve reverencia, se la alargó a Restarick, por encima de la mesa.

—Léala usted, monsieur.

Restarick contempló vacilante el papel. Era el que utilizaba normalmente su secretaria. En el ángulo inferior derecho descubrió una firma.


Estimado señor Poirot:

Le quedaría muy reconocido si tuviese la amabilidad de visitarme en las señas arriba indicadas, lo antes posible. Deduzco de lo que mi esposa me ha dicho y también de los informes solicitados en Londres, que usted es un hombre en el cual se puede confiar cuando se muestra dispuesto a aceptar un encargo que exige la máxima discreción.

Suyo atentamente,

ANDREW RESTARICK


Andrew inquirió con viveza:

—¿Cuándo recibió esto?

—Esta mañana. No tenía nada más importante que hacer de momento y opté por complacerle.

—Se trata de algo muy extraño, monsieur. Esta carta no fue escrita por mí.

—¿Que no fue escrita por usted?

—No. Yo firmo siempre de otra manera… ¿Quiere verlo?

Proyectó una mano sobre la mesa, haciéndola vagar brevemente de un lado para otro, en busca de algún escrito de su puño y letra. Finalmente, dio con su libro de cheques, que se hallaba abierto todavía, en la primera hoja del cual se veía su firma.

—¿Ve usted? La de la carta no se parece en nada a la mía.

—Pero esto es asombroso, señor Restarick. ¿De quién ha podido salir este escrito?

—Eso es lo que yo me pregunto.

—¿No puede haber sido… perdóneme… su esposa la autora de la carta?

—No, no. Mary no haría una cosa semejante. Además, ¿por qué había de firmar con mi nombre? ¡Oh, no! De haber procedido así hubiera puesto en mi conocimiento su inminente visita.

—Así, pues, ¿no tiene usted la menor idea sobre la procedencia de la misiva?

—Ciertamente que no.

—¿No sabe tampoco nada, señor Restarick, sobre el asunto que en ella se alude?

—¿Qué puedo saber yo de eso?

—Perdone —dijo Poirot—. Me parece que no ha leído la carta en su totalidad. Observe que más abajo de su firma hay una pequeña postdata.

Restarick volvió a fijarse en el papel. El asombro que le causara el texto principal le había hecho interrumpirse al principio, cortando prácticamente la lectura su diálogo con Poirot. Las otras dos líneas decían lo siguiente:


El asunto sobre el cual deseo consultarle guarda relación con mi hija Norma.


Ahora observó Poirot un cambio en los modales de Restarick. La faz de éste pareció ensombrecerse.

—De eso se trata, pues, ¿eh? Pero, ¿quién puede estar enterado…? ¿Quién se atreve a entrometerse en estas cosas? ¿Quién?

—Le diré lo que pienso. ¿No habrá sido ésta una treta para forzarle a usted a ponerse en comunicación conmigo? Quizás ande por en medio algún amigo bien intencionado. ¿No es usted capaz de señalar a ningún probable autor del escrito?

—Ya he dicho que no.

—¿Y no tiene usted en la actualidad ningún problema con su hija, con Norma?

Restarick dijo lentamente:

—Lo que si es verdad es que tengo una hija de ese nombre. No poseo más descendencia.

—¿Se halla en algún aprieto acaso? ¿Tiene alguna dificultad de un tipo u otro?

—No, que yo sepa.

Pero Andrew Restarick vaciló levemente al pronunciar estas palabras:

Poirot se inclinó hacia él.

—Creo que no me ha dicho la verdad, señor Restarick. Lo más seguro es que se está usted enfrentando con algún problema relacionado con su hija.

—¿Por qué piensa así? ¿Le han contado a usted algo, en este aspecto?

—No he hecho más que observar sus reacciones, monsieur. En nuestro mundo de hoy son numerosos los padres que tienen problemas con sus hijas —manifestó Hércules Poirot—. Las jóvenes posen una aptitud especial, derivada de su propia naturaleza y carácter, para meterse en peligrosos atolladeros. ¿Por qué no puede ocurrirle lo mismo a su chica? ¿Qué hay de extraño en ello tal como hoy se enfoca la vida?

Restarick guardó silencio unos momentos, tabaleando sobre su mesa de trabajo.

—Pues, sí… Norma me preocupa —dijo por fin—. Es una muchacha bastante difícil. Veo en ella a una neurótica que se inclina hacia el histerismo. Yo… desgraciadamente, no la comprendo muy bien.

—Habrá, quizás, algún muchacho por en medio…

—En cierto modo. Pero no es eso lo que a mí me lleva de cabeza. ¿Es usted un hombre auténticamente discreto?

—Dentro de mi profesión habría llegado a ser bien poco, de lo contrario…

—Este caso se reduce… Yo lo que quiero es saber el paradero de mi hija.

—Explíquese.

—Habitualmente pasa el fin de semana con nosotros, en el campo. Es lo que hizo este último sábado. El domingo por la noche regresó… Ocupa un piso con otras dos muchachas. Después me he enterado de que no se presentó allí, como de costumbre. Tiene que haberse ido… ¡yo qué sé a dónde!

—En otras palabras: ha desaparecido.

—Se me antoja una declaración exagerada. Sin embargo, en definitiva, eso es realmente lo que ha sucedido. Espero que el episodio sea luego explicado con toda naturalidad, pero entretanto… Supongo que cualquier otro padre estaría lo mismo de preocupado que yo. Mi hija no ha telefoneado, ni avisado por otro medio a las muchachas que con ella viven.

—¿También ellas andan preocupadas?

—No. Yo no diría que lo estén… Me inclino a pensar que ellas aceptan tal estado de cosas con toda tranquilidad. Las jóvenes de ahora se distinguen por su espíritu independiente. Son más libres que las de hace quince años, cuando yo salí de Inglaterra.

—¿Y qué me dice del muchacho que a usted le disgusta como acompañante asiduo de su hija? ¿Será posible que se haya escapado con él?

—Deseo fervientemente que no. Claro que cabe esa posibilidad, pero… Mi esposa lo niega. Me parece que usted llegó a conocer a ese joven. Sí: el día en que fue a visitar a mi tío…

—¡Ah, sí! Desde luego que lo conozco. Un buen mozo, si se me permite decirlo. Advertí que su esposa no se sentía muy complacida precisamente al verle…

—Mi esposa está convencida de que ese día anduvo por la casa procurando escapar a la observación de los que allí se encontraban.

—Quizá sepa que no es bien recibido…

—Sin «quizá». Está seguro de ello —manifestó Restarick sombríamente.

—¿No cree usted entonces en la posibilidad de que su hija se haya reunido con él?

—No sé absolutamente qué pensar. Al principio me figuré que… no.

—Habrá comunicado el hecho a la policía, supongo.

—No.

—Cuando una persona desaparece, lo mejor es ponerse en contacto con la policía. Los agentes son siempre discretos y disponen además de muchos medios para desarrollar su labor, medios de los cuales un simple particular, como yo, carece.

—No quiero recurrir a la policía. Se trata de mi hija, ¿comprende usted?, mi hija. Si ha preferido desaparecer por algún tiempo sin informarnos de ello… bueno. Eso es cosa suya. No existe ninguna razón para pensar que está en peligro. Yo quiero averiguar su paradero sólo para mi tranquilidad.

—Puede ser, señor Restarick… Espero que no tome a mal lo que voy a decirle… Puede ser que usted esté preocupado por algo concreto, que quiera saber dónde se encuentra por algo más que para quedarse tranquilo.

—¿Qué es lo que le induce a formular tal suposición?

—Lo siguiente: hoy no es nada del otro mundo que una chica se ausente del lugar en que vive o no se deje ver por espacio de varios días sin comunicárselo previamente a sus familiares o amigos. Usted se ha alarmado por algo más.

—Tal vez tenga usted razón. Verá. Es que resulta… —Andrew miró vacilante a Poirot—. Es que resulta muy violento hablar de ciertas cosas con los extraños.

—No estoy de acuerdo con usted. Es infinitamente más fácil hablar de asuntos delicados con las personas ajenas a la familia que con los amigos o parientes. Se expresa uno con más libertad. ¿No le parece que tengo razón?

—Quizá, quizá… Ya sé lo que quiere decir. Pues, sí. Admito que lo de mi hija me tiene trastornado. Le explicaré… Norma no es como las otras chicas de su edad y hay algo… algo que ha acentuado mis preocupaciones, que nos ha inquietado a los dos.

—Su hija, amigo mío, se encuentra en una edad difícil. Es una adolescente… Todos los jóvenes a esa edad, son capaces de emprender acciones de las que en muy escasa medida son responsables. No me lo tome a mal si yo aventuro ahora una suposición más. ¿Le disgusta a Norma tener que convivir con una madrastra?

—Ha tocado usted un punto desgraciadamente ingrato. Y he de señalar que la actitud que ha adoptado, contraria a mi mujer, es injusta. Lo de mi primera esposa, lo de nuestra separación, sucedió hace mucho tiempo ya. —Restarick hizo una pausa, agregando—: He decidido hablarle con entera franqueza. Después de todo, no es ningún secreto… Mi primera esposa y yo nos separamos… ¿Para qué entrar en detalles? Había conocido a otra mujer, de la que me enamoré. En compañía de ella salí de Inglaterra, dirigiéndome a África del Sur. Mi esposa no accedió a divorciarse de mí. Procuré que no le faltasen medios… La pequeña contaba por entonces cinco años solamente.

Restarick calló unos momentos, prosiguiendo luego su discurso:

—Recuerdo perfectamente lo que me pasó… La vida que llevaba no me satisfacía lo más mínimo. Ansiaba viajar. Por entonces no me resignaba a vivir amarrado a una mesa, a un despacho. Mi hermano me echó en cara, en diversas ocasiones, mi escaso interés por los negocios de la familia. Sostenía que no hacía buen uso de mis facultades naturales. Pero aquella existencia me repugnaba. Yo era un hombre inquieto. Deseaba llevar una vida aventurera. Quería ver el mundo y sus rincones más remotos…

Andrew se interrumpió bruscamente.

—Bueno… Usted no ha venido aquí a escuchar la historia de mi vida. Me trasladé a África del Sur y Louise me acompañó. Nuestra unión no fue un éxito precisamente. He de admitirlo así. Me hallaba enamorado de ella. Pero nuestras riñas eran incesantes. No le gustaba vivir en el continente africano. Deseaba regresar a toda costa a París y a Londres, a los centros principales del mundo civilizado. Total: al año de haber llegado allí nos separamos.

El hombre suspiró.

—Tal vez debí volver entonces encajándome en la existencia rutinaria que tanto detestaba. Pero no regresé. No sé si mi esposa me habría perdonado o no. Probablemente sí, por estimar ésa su obligación. En lo tocante al cumplimiento de sus deberes era una mujer inflexible.

Poirot se fijó especialmente en el tono amargo con que había pronunciado Restarick las últimas frases.

—Pienso que hubiera debido mostrar más interés por Norma. En fin. La cosa estaba planteada de ese modo. A la niña, que, naturalmente, vivía con su madre, no le faltaba nada. Yo me había ocupado a su tiempo de la parte económica. Le escribía de cuando en cuando, enviándole regalos, pero nunca me pasó por la cabeza la idea de presentarme en Inglaterra para verla. De todo esto no tuve yo la culpa por completo… Llevaba una existencia nada apta para una criatura. Mis incesantes idas y venidas la habrían descentrado, quizá, de haber estrechado nuestros contactos. Digamos que dentro de todo guiaba mi conducta la mejor de las intenciones en aquel aspecto.

Ahora, Andrew Restarick hablaba de prisa, con fluidez. Parecía hallar un gran consuelo al confiarse a un oyente comprensivo y atento. Era una reacción que Poirot había observado, poniendo acto seguido los medios a su alcance para darle consistencia.

—¿De veras que nunca pensó en volver por aquellas fechas?

Restarick movió la cabeza, denegando.

—No. Le diré por qué… Llevaba la vida que a mí me gustaba, para la cual creía encontrarme perfectamente preparado. De África del Sur pasé a la zona oriental del continente. Desde el punto de vista financiero no podía quejarme. Cuanto caía en mis manos parecía prosperar. Trabajé solo y en compañía, asociado con hombres emprendedores, y siempre me fueron las cosas bien. Me movía a gusto en aquellos ambientes. Yo soy, por mi carácter, un hombre de la calle. Por tal motivo, quizás, al contraer matrimonio con mi primera mujer experimenté la impresión de que había caído en una trampa, de que acababa de quedar atado de pies y manos. No. No regresé, amaba la libertad sobre todo y no deseaba, en absoluto, volver a vivir la convencional vida que había llevado aquí.

—Pero al final…

Andrew suspiró nuevamente.

—Sí. Al final claudiqué. Bueno. Es que no en balde, uno se va haciendo viejo. Ocurrió también que tuve una racha de suerte en compañía de uno de mis socios. Nos aseguramos una concesión que podía tener interesantísimas derivaciones. Había que efectuar ciertas negociaciones en Londres… Mi hermano hubiera podido encargarse de ellas, pero por entonces aquél había fallecido ya. Yo pertenecía todavía a la firma familiar. De querer, podía regresar y actuar personalmente. Era la primera vez que pensaba en tal posibilidad, en la de volver a la vida de la City

—Tal vez su esposa… su segunda esposa…

—Sí. Por ahí no va usted desencaminado. Mary y yo llevábamos un mes o dos de casados cuando murió mi hermano. Mary nació en África del Sur pero había estado en Inglaterra en diversas ocasiones y le gustaba esta tierra. Lo que más le alegraba era poder tener un jardín aquí…

»¿Qué pensaba yo? Bien. Por vez primera me dije que se imponía la vuelta, que aquí no lo pasaría mal. También pensé en Norma. Su madre había muerto hacía dos años. Hablé con Mary… No se opuso, en absoluto, a que yo integrase a la chica en nuestro hogar. Todo parecía hallarse perfectamente planteado y entonces… —Restarick sonrió—, entonces nos presentamos aquí.

Poirot contempló el retrato que colgaba del muro, por encima de la cabeza de Andrew. La luz del despacho era mejor que la de la casa de campo. El cuadro reproducía la figura del hombre que ocupaba el sillón, frente a la mesa. Las mismas facciones, el gesto obstinado, que subrayaba el mentón, las cejas irónicas, igual posición de la cabeza… Pero el individuo del cuadro tenía algo de que carecía el ejemplar real: ¡juventud!

Poirot se formuló una pregunta. ¿Por qué había trasladado Andrew Restarick el cuadro a su despacho de Londres, desde el campo? El retrato suyo y el de su esposa habían estado siempre juntos. Habían sido pintados por las mismas fechas, aproximadamente, por un artista popular en su época, especializado en aquella clase de trabajos. Hubiera sido más natural, se dijo Poirot, dejarlos juntos, como habían estado desde el principio. Pero Restarick no había opinado igual, sin duda… ¿Vanidad? ¿Afán de presentarse ante todos como un personaje destacado de la City? Y, sin embargo, él era un hombre que había pasado la mayor parte de su vida en sitios alejados, remotos, salvajes, sitios que además, prefería. También podía ser que quisiera obsesionarse, que deseara identificarse con su nueva personalidad. Era muy posible que anduviese empeñado todavía en la tarea de convencerse a sí mismo al reflexionar sobre las secuelas de su última decisión.

«¡Naturalmente que puede ser una cuestión de simple vanidad!», concluyó Poirot.

«Incluso yo mismo —se dijo Hércules Poirot, en un arrebato de modestia, nada habitual en él—, incluso yo soy capaz de dejarme llevar de la vanidad».

La breve pausa, de la cual los dos hombres no parecieron darse cuenta, terminó. Restarick se expresó ahora en un tono de excusa.

—Tendrá usted que perdonarme, señor Poirot. He estado aburriéndole con la historia de mi vida.

—No tengo nada que perdonar, señor Restarick. Me ha hablado de su existencia en la medida que ésta podía afectar a su hija. Por su causa, según aprecio, se halla usted gravemente preocupado. Pero se me antoja que aún no me ha revelado el verdadero origen de su desasosiego. Usted querrá localizar a Norma, ¿verdad?

—Sí, naturalmente.

—De acuerdo. Y ¿desea que sea yo quien dé con ella? No vacile, por favor. La politesse… es muy necesaria en la vida, pero en la presente situación podemos prescindir de ella. Escúcheme. Yo, Hércules Poirot, le aconsejo que si quiere que Norma sea hallada se dirija inmediatamente a la policía. Ésta dispone de magníficos medios para desarrollar tal labor y, por experiencia propia, le diré que sus miembros actuarán con la máxima discreción.

—No quiero recurrir a la policía. Sólo me pondré al habla con ella si la situación llega a ser desesperada.

—¿Preferiría un detective privado?

—Sí. Ahora bien, no conozco a nadie, no sé cuál podría ser el hombre idóneo, a quien poder confiarme…

—¿Qué sabe usted concretamente acerca de mi persona?

—No mucho. Sé, por ejemplo, que desempeñó un puesto de responsabilidad dentro del servicio secreto durante la guerra y que mi tío ha elogiado su celo y eficiencia. Es éste un hecho admitido.

Restarick no sorprendió la expresión débilmente irónica que apareció en el rostro de Poirot. Éste se hallaba, desde luego, bien impuesto de que el hecho admitido era una ilusión… Y, no obstante, Restarick tenía que saber cuan poco se podía confiar en la memoria y en la vista de sir Roderick. El «cuento» de Poirot había producido su efecto. Andrew se había tragado hasta el anzuelo. Poirot, ni que decir tiene, no iba a sacarle de su engaño. La experiencia hizo pensar a aquél una vez más, que no debía dar crédito a nada, por evidente que fuese, sin que mediara la previa comprobación. «Sospecha de todo el mundo…» Éste había sido por espacio de muchos años, o mejor, a lo largo de toda su existencia profesional, uno de sus lemas favoritos.

—Permítame que le tranquilice —dijo Poirot—. A lo largo de mi carrera he cosechado muchos triunfos. En muchos aspectos, no ha habido nadie que me igualara.

Las anteriores palabras produjeron en Andrew Restarick un efecto contrario al perseguido por Poirot. El inglés normalmente mira con cierto recelo al hombre que se alaba a sí mismo.

—¿Cuál es su impresión acerca del caso, monsieur Poirot? ¿Cree usted que podrá dar con mi hija?

—Sí. Lo más seguro es, sin embargo, que necesite para ello más tiempo del que la policía requeriría.

—De conseguir…

—Pero si de veras desea que averigüe su paradero, señor Restarick, habrá de ponerme al corriente de todas las circunstancias que concurren en este asunto.

—¡Pero si ya le he dicho todo lo que había! He hablado del sitio en que ella vive, creo haber citado sus señas… Podría facilitarle una lista de amistades…

Poirot movió violentamente la cabeza varias veces, a un lado y a otro.

—No, no. Le sugiero que me diga toda la verdad.

—¿Supone que he silenciado algo deliberadamente, que he mentido?

—No me lo ha dicho todo ¡Oh! Estoy seguro de eso. ¿Qué es lo que teme usted? ¿Cuáles son, concretamente, los detalles desconocidos? Bueno… Desconocidos para mí. He de estar al tanto de ellos para poder cumplir su encargo, para que mi misión acabe en rotundo éxito. Su hija detesta a su madrastra. Eso es evidente. Nada hay de extraordinario en ello. La reacción es muy natural. Recuerde que durante muchos años idealizó su figura en secreto. Suele suceder esto cuando un matrimonio se deshace y los hijos sufren un severo revés en sus afecciones. Sí, sí. Sé muy bien lo que me digo… Los niños olvidan, afirma usted. Es verdad. Su hija pudo haberle olvidado en un sentido. Podía no haber recordado, por ejemplo, su cara ni su voz. Cabía que se forjara una nueva imagen de usted. Su padre se hallaba lejos. Ansiaba su regreso. La madre, indudablemente procuraba no hablarle de usted, por cuya razón, quizá, de su memoria no se esfumó el ausente. Usted le importaba más y más. Al no poder hablar del padre con ella reaccionó de un modo natural en una criatura: vio en su madre a la culpable de su ausencia. Se dijo algo así: «Papá me quería. Es a mamá a quien él no quiere». De ahí arranca el proceso de idealización, determinante de un secreto lazo entre usted y la chica. De lo ocurrido no tenía la culpa su padre… ¡Nadie le convencería jamás de lo contrario!

»Sí, señor Restarick. Puedo asegurarle que tales cosas suceden bastante a menudo. Soy algo psicólogo. En consecuencia, cuando la joven se entera de que usted vuelve, de que van a reunirse de nuevo, muchos recuerdos dormidos cobran vida en su mente. ¡Su padre regresa, por fin! Otra vez van a reunirse, para vivir juntos y felices el resto de sus existencias. Lo más probable es que no haya pensado en la madrastra, hasta el instante de verla. Entonces siente unos violentos celos. Nada más natural, señor Restarick, se lo aseguro. La joven se muestra celosa porque su mujer es hermosa, porque es una dama de mundo, porque la ve llena de aplomo, cualidad esta última de que carecen las chicas de familia debido a la falta de confianza en sí mismas. Su hija se nota torpe incluso, naciendo entonces dentro de ella un complejo de inferioridad. En estas condiciones, lo más lógico es que al enfrentarse con la bella y desenvuelta mujer que es su madrastra empiece a odiarla. No olvide que estamos hablando, en fin de cuentas, de una adolescente…

—Bien —Restarick vaciló—. Todo esto es, más o menos, lo que nos dijo el doctor cuando le consultamos. Quiero significar…

—¡Aja! —exclamó Poirot—. De manera que consultaron el caso a un doctor, ¿eh? Debió de mediar alguna sólida razón para ir en busca del médico…

—Nada hubo de particular realmente.

—¡Oh, no! Usted no debe decirle eso a Hércules Poirot. Nada hubo de particular, realmente. Tuvo que haber algo grave y lo mejor es que me lo diga, ya que si conozco en detalle todo lo que pasó por el cerebro de la chica yo haré más progresos en mi tarea. Todo irá rápido, entonces.

Restarick guardó silencio unos instantes. Por fin pareció tomar una resolución.

—¿Estamos hablando en confianza, señor Poirot? ¿Puedo confiar por entero en usted? ¿Me asegura que sí?

—Desde luego… ¿Qué fue eso?

—No sé muy bien a qué atenerme, créame.

—¿Emprendió su hija alguna acción contra su esposa? ¿Hizo algo más grave que mostrarse brusca con destempladas observaciones, con respuestas desagradables? Hubo algo peor, ¿sí, verdad? Algo más serio, sin duda. ¿Llegó a atacarla físicamente?

—No se trató de ningún ataque… No quedó probado nada…

—Admitámoslo, señor Restarick.

—Mi esposa no se encontraba bien…

—¡Ah! Sí, ya comprendo ¿De qué naturaleza era su enfermedad? ¿Alguna perturbación del aparato digestivo? ¿Una especie de enteritis?

—Es usted muy perspicaz, señor Poirot, muy perspicaz. Sí. La complicación se localizaba en el aparato digestivo. La dolencia de mi esposa nos desconcertó. Ella había gozado siempre de una salud excelente. Finalmente, fue a parar al hospital, para someterse a observación… ¿No se dice así? Los médicos procedieron a efectuar un reconocimiento general.

—¿Con qué resultado?

—Me parece que no quedaron satisfechos del todo. Ella se recobró rápidamente. Le dieron el alta. Pero la perturbación se repitió. Estudiamos las comidas que se le habían servido, vigilamos todo lo que entraba en la cocina. Parecía sufrir una intoxicación intestinal, sin que se pudiera localizar la causa. Se dieron nuevos pasos, se llevaron a cabo pruebas con los alimentos que mi esposa prefería. Mediante el examen de varias muestras quedó definitivamente probado que en varios platos se halla presente cierta sustancia, ingerida solamente por Mary, ya que ella había sido la única persona que comiera lo que contenían.

—Digámoslo de una vez, sin más rodeos: alguien le estaba administrando arsénico. ¿Es así?

—Así es, efectivamente. En pequeñas dosis… El fatal desenlace se produciría por acumulación de las mismas.

—¿Sospechó de su hija?

—No.

—Yo me inclino a pensar que sí. ¿Qué otra persona pudo hacer eso? Decididamente, usted sospechó de su hija.

Restarick suspiró.

—Francamente: sí.


* * *

Poirot llegó a su casa. George le estaba esperando.

—Una mujer llamada Edith telefoneó, señor…

—¿Edith?

Poirot frunció el ceño.

—Según he deducido, es la servidora de la señora Oliver. Me indicó que le dijera que ésta se encuentra en el hospital de St. Giles.

—¿Qué le ha sucedido?

—Me parece que fue atacada y golpeada en la cabeza…

George se abstuvo de añadir la última parte del recado: «…y dígale que de lo ocurrido tiene él la culpa».

Poirot chascó la lengua.

—La previne a tiempo… Yo me sentía inquieto al llamarla anoche por teléfono. No me contestó… Les femmes!

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