Capítulo XXII

Frances Cary, que llevaba consigo un pequeño maletín, bajaba por Mandeville Road, charlando con la amiga que acababa de encontrar en la esquina de la calle, cuando se dirigía a Borodene Mansions.

—La verdad, Frances: ese inmueble es como una prisión. Le recuerda a una Wordwood Scrubs o algo por el estilo.

—¡Bah! Tonterías, Eileen. Lo que te he dicho: esos pisos son muy cómodos. Yo me considero una persona con suerte por el hecho de vivir en ese inmueble. Y luego, Claudia es una excelente muchacha, con la que resulta fácil entenderse. No molesta jamás. Por añadidura, cuenta con una estupenda asistenta. Nuestro apartamento se halla maravillosamente atendido.

—¿Vivís las dos solas? ¡Oh! Se me olvidaba. Ya sé que hay una tercera muchacha.

—Pues… Al parecer se nos ha ido.

—Entonces, ¿no paga ya su parte de alquiler?

—Creo que por ese lado todo marcha bien. Yo me inclino a pensar que hay por en medio algún escarceo amoroso con un muchacho.

A Eileen no le interesaba el tema. Siempre venía a ser lo mismo…

—¿De dónde vienes ahora?

—De Manchester. Ha habido una exposición privada que ha constituido un gran éxito.

—¿Es cierto que te vas a Viena el mes próximo?

—Sí, creo que sí. La cosa es segura ya, casi. Va a resultar divertido ese viaje.

—¿Y qué pasaría si os robaran algunos cuadros?

—Bueno. Todos están asegurados —respondió Frances—. Y si no todos, sí los de más valor.

—¿Qué tal la exposición de tu amigo Peter?

—Me temo que no todo lo bien que nosotros desearíamos. Sin embargo, el crítico de arte de The Artist ha escrito para su revista una crítica elogiosa, y esto ya es bastante.

Frances se encaminó a Borodene Mansions mientras su amiga se alejaba en dirección a su pequeña casita, situada más abajo de la carretera.

—Buenas noches —dijo Frances al portero del inmueble.

Seguidamente fue hacia el ascensor, que la trasladó al sexto piso. Por el pasillo, tarareando una cancioncilla en voz baja, se acercó a la puerta de su apartamento.

Introdujo la llave en la cerradura. El vestíbulo se encontraba a oscuras todavía. Claudia tardaría en regresar de la oficina hora y media todavía. Pero la puerta del cuarto de estar se hallaba abierta de par en par y dentro había luz…

—La luz encendida… ¡Qué raro! —exclamó Frances.

Se quitó el abrigo después de dejar su maletín. Luego, dio unos pasos adelante, entrando en aquella habitación…

Quedóse inmóvil, paralizada. Abrió la boca y lanzó un grito desgarrador. Estaba rígida… No podía apartar la mirada de la figura que yacía sobre el suelo tendida boca abajo. A continuación, lentamente, levantó la vista fijándola en el espejo de la pared, que reflejaba su propio rostro, contraído por una mueca delatora del horror que le inspiraba aquel atemorizador cuadro.

Hizo una profunda inspiración. Tras aquella momentánea paralización de su cuerpo, echó la cabeza a un lado y gritó de nuevo. En el vestíbulo tropezó con su maletín, lanzándolo a un lado de una patada. Salió corriendo del piso, deslizándose por el corredor para empezar a golpear la puerta del apartamento más próximo.

Abrió la puerta del mismo una mujer ya entrada en años.

—¿Qué demonios…?

—Ahí ha muerto alguien… alguien… Y me parece que es una persona que yo conozco… David Baker. Está tendido en el suelo. Me parece que le han dado una puñalada… Debe de haber sido apuñalado. Hay sangre… sangre por todas partes.

Frances comenzó a sollozar histéricamente. La señorita Jacobs la sujetó por los hombros. Luego la obligó a que tomara asiento en un sofá, diciéndole con voz autoritaria:

—Quieta ahora, ¿eh? Voy a traerte un poco de coñac.

Pasaron unos segundos. La señorita Jacobs no tardó en reaparecer.

—Bébete esto y no te muevas de ahí.

Frances tomó un sorbo de licor, obediente. La señorita Jacobs abandonó el apartamento para pasar al otro y aproximarse al cuarto de estar. La puerta se hallaba abierta y la diligente vecina de Frances no vaciló, entrando…

No era de las mujeres que gritan al situarse ante cosas como la que contemplaba… La señorita Jacobs se limitó a seguir por unos momentos plantada en el umbral de la habitación, con los labios muy apretados.

Lo que estaba viendo parecía pertenecer a una fantástica pesadilla. Sobre el suelo yacía tendido boca abajo un hombre joven, de excelente figura. Tenía los brazos en cruz; sus cabellos, de color castaño, le caían sobre los hombros. Llevaba una chaqueta de terciopelo carmesí y su blanca camisa se hallaba manchada de sangre.

La señorita Jacobs advirtió un gran sobresalto que en el cuarto había una segunda figura. Una muchacha se hallaba pegada al muro… Un Arlequín parecía ir a saltar sobre ella desde el empapelado.

La chica vestía un modelo de lana. Un espeso mechón de oscuros cabellos le caía sobre una mejilla. En la mano tenía un cuchillo de cocina. Las miradas de las dos mujeres se cruzaron…

Luego, la joven, lentamente, como si contestara a una pregunta, dijo:

—Sí. Le he matado… La sangre del cuchillo me ha manchado las manos… Entré en el cuarto de baño para lavármelas, pero no es fácil nunca… Y después he vuelto aquí para ver si es cierto que… Sí que lo es, sin embargo… ¡Pobre David! Supongo que tenía que hacerlo…

De la boca de la señorita Jacobs salieron unos vocablos, unas frases que más tarde juzgaría absurdas.

—¿Sí? ¿Y por que tenías que hacer una cosa como ésta, muchacha?

—Lo ignoro… Al menos… supongo… que debía proceder así. Estaba en un gran apuro. Me hizo venir… y yo acudí a su llamada. Pero quería librarme de él. Deseaba separarme de él. En realidad no le amaba.

La joven dejó el cuchillo encima de una mesa, sentándose a continuación.

—No es bueno odiar a una persona —dijo ahora—. No. No lo es— porque una no sabe a dónde puede llegar… Como Louise…

Seguidamente, añadió:

—¿No cree usted que sería mejor que llamara a la policía?

Obedientemente, la señorita Jacobs cogió el teléfono, marcando el 099.


* * *

En la habitación empapelada con el motivo del Arlequín se habían reunido ahora seis personas. Habían transcurrido muchas horas. La policía había entrado y salido de allí muchísimas veces.

Andrew Restarick, sentado, estaba muy quieto. Parecía un hombre al que acabaran de asestar un tremendo mazazo. Repetía periódicamente las mismas palabras: «No puedo creerlo, no puedo creerlo…» Le habían llamado por teléfono a su despacho y se acababa de presentar en compañía de Claudia Reece-Holland. Siempre silenciosa, siguió siendo eficiente en todo momento. Habíase encargado de llamar a unos abogados, de telefonear a «Crosshedges», de poner a unos agentes de la propiedad inmobiliaria en contacto con Mary Restarick… Finalmente, administró a Frances Cary un sedante, ordenándole que se acostara.

Hércules Poirot y la señora Oliver hallábanse sentados. Habían llegado juntos y al mismo tiempo que la policía.

El último en arribar, cuando el apartamento se había despejado bastante ya, fue un hombre de tranquilos ademanes, grisácea cabeza y agradables maneras. Tratábase de Neele, inspector jefe de Scotland Yard, quien saludó a Poirot con una leve inclinación de cabeza, siendo presentado a Andrew Restarick. Un individuo muy alto, de rojos cabellos, se había plantado junto a una ventana, contemplando el patio central de la edificación.

¿Qué estaban esperando allí todos? se preguntó la señora Oliver. El cadáver había sido retirado; los fotógrafos y diversos técnicos de la policía habían dado fin a sus respectivas tareas. De la habitación de Claudia habían pasado al cuarto de estar… Indudablemente, habían estado aguardando la llegada del hombre de Scotland Yard.

—Si desea que yo me retire… —dijo la señora Oliver.

—Usted es Ariadne Oliver, ¿no? Prefiero que se quede, si no tiene inconveniente. Sé que no le ha resultado agradable la experiencia.

—Me ha parecido algo irreal, fantástico.

La señora Oliver cerró los ojos… Evocó los detalles de aquella historia. El «pavo real», tendido en el suelo, se le había antojado una figura teatral con sus extravagantes ropas. Y la chica… la chica había sido otra cosa… No la incierta Norma de «Crosshedges» —la Ofelia carente de atractivos, como Poirot había aludido a ella—, sino una serena mujer, símbolo de la dignidad de la tragedia, aceptando, con orgullosa resignación, su destino.

Poirot había preguntado si podía hacer un par de llamadas telefónicas. Una había sido a Scotland Yard. El sargento de la policía accedió a la petición después de haber hecho, receloso, una consulta por teléfono. Seguidamente, dirigió al detective al aparato auxiliar instalado en la habitación de Claudia. Poirot cerró la puerta a su espalda nada más entrar en aquélla.

El sargento miraba a su alrededor, no muy convencido todavía de cómo se desarrollaban las cosas allí. Murmuró unas palabras al oído de su subordinado.

—¿Quién será este hombre? —inquirió—. ¡Qué facha tan rara la suya!, ¿eh?

—Me han dicho que es extranjero. ¿Pertenecerá al servicio especial?

—No creo. Era con Neele, el inspector jefe, con quien deseaba hablar.

El otro enarcó las cejas y ahogó un silbido.

Después de hacer sus llamadas, Poirot abrió la puerta, levantando una mano en dirección a la señora Oliver, para que ésta se uniera a él. Los dos se sentaron sobre el borde del lecho de Claudia Reece-Holland, uno junto al otro.

—Me gustaría poder hacer algo —manifestó Ariadne, siempre pronta para la acción.

—Paciencia, chère madame.

—Usted sí que acaba de rebelarse contra esta inactividad…

—En efecto… He estado hablando por teléfono… Nada podemos intentar mientras la policía no haya dado fin a sus investigaciones preliminares.

—¿Ha llamado al padre de la chica? ¿No podría conseguir que la pusieran en libertad bajo fianza?

—Con los casos criminales, eso, amiga mía, no procede —repuso Poirot secamente—. La policía se ha puesto ya en contacto con el padre. La señorita Cary se encargó de facilitarles su número de teléfono.

—¿Dónde para la muchacha?

Se encuentra en el piso de al lado, en el de la señorita Jacobs, según tengo entendido. Tiene los nervios destrozados, la pobre. Ella fue quien descubrió el cadáver. Salió de este apartamento dando gritos.

—Es esa joven tan… artística, ¿verdad? Claudia habría sabido dominarse.

—Estoy de acuerdo con usted. Se trata de una mujer muy… equilibrada.

—¿A quién telefoneó usted, concretamente?

—En primer lugar al inspector jefe Neele, de Scotland Yard.

—¿Aceptará esta gente con agrado su presencia aquí?

—¡Qué remedio les queda! Últimamente, ha efectuado unas indagaciones por mí sugeridas, las cuales es posible que arrojen luz sobre este asunto.

—¡Oh! Ya entiendo… ¿A quién más llamó?

—Al doctor Stillingfleet.

—¿Quién es él? ¿Va a declarar que Norma está loca y que no puede evitar sus criminales inclinaciones?

—Su fama profesional le autoriza a prestar declaraciones muy autorizadas en este sentido ante un tribunal si es preciso.

—¿Sabe él algo acerca de la muchacha?

—Me atrevo a afirmar que bastante. De Norma Restarick ha estado cuidando desde el día en que usted la localizó en aquel establecimiento público.

—¿Quién la puso en sus manos? Poirot sonrió.

—Yo… Dicté ciertas instrucciones por teléfono poco antes de visitar el local en que había estado usted.

—¿Qué me dice? Me ha tenido usted desilusionada día tras día, hasta el punto de que he pasado las horas, siempre que nos hemos visto, incitándole a actuar… Y usted ha actuado, en efecto. ¡Pero sin decírmelo! ¡Monsieur Poirot! ¡No me ha dicho una palabra! ¿Cómo ha podido ser conmigo tan… tan duro?

—No se irrite, madame, se lo ruego. Procedí así con la mejor de las intenciones.

—Todos decimos lo mismo cuando hemos hecho algo particularmente enojoso. ¿Qué tiene usted más que contarme?

—Di los pasos necesarios para que su padre contratara mis servicios. Eso me permitió tomar las medidas precisas para evitar que a la chica le sucediera algo desagradable.

—¿Alude al doctor Stillingwater?

—Stillingfleet —corrigió Poirot—. Sí.

—¿Cómo demonios se las arregló para lograr tal propósito? No podía ocurrírseme la idea de que el padre de Norma le hubiera elegido como el hombre más indicado para proteger a la chica. Siempre me pareció receloso, desconfiado con los extraños.

—Forcé la cosa… Le visité alegando haber recibido una carta suya rogándome que me presentara en su despacho.

—¿Y él le creyó?

—Naturalmente que me creyó. ¡Si le enseñé la carta en cuestión! Había sido escrita a máquina, en una hoja de papel igual que el que se usa en su oficina, hallándose aquélla firmada con su nombre, si bien no de su puño y letra.

—¿Fue usted mismo quien escribió la carta entonces?

—Sí. Juzgué que despertaría su curiosidad y que accedería a hablar. Habiendo ido ya tan lejos, apelé a mis facultades.

—¿Le dijo qué proyectaba en relación con el doctor Stillingfleet?

—No. Eso no se lo dije a nadie. El paso implicaba un peligro.

—¿Para Norma?

—Para Norma, sí. Aparte de que la muchacha era peligrosa para los demás. Hubo desde el principio ambas posibilidades… Los hechos podían ser interpretados en ambos sentidos. El intento de envenenamiento de la señora Restarick no era convincente: Había sido aplazado demasiado tiempo; no constituía una seria intentona criminal. Luego, hubo una confusa historia referente a un disparo de revólver que tuvo por escenario Borodene Mansions, y otro cuento a base de navajas y manchas de sangre.

»Cada vez que sucedía una de esas cosas, Norma no sabía nada acerca de ellas, no recordaba, etc. Encuentra arsénico en un cajón, pero no recuerda haber puesto tal sustancia allí. Manifiesta perder la memoria a veces; hay largos períodos de tiempo vacíos, los cuales no sabe a qué ha dedicado… En consecuencia, uno tiene que preguntarse: ¿es verdad lo que ella dice?, o bien: ¿lo inventa por una razón u otra? ¿Es ella víctima de un monstruoso complot?, o ¿parte todo de Norma? ¿Se presenta como una chica víctima de cualquier perturbación de tipo mental?, o bien, ¿anida el crimen en su mente con una atenuante de responsabilidad?

—Hoy la advertí distinta, muy distinta —manifestó la señora Oliver como si meditara sus palabras.

Poirot asintió.

—Ya no era Ofelia… sino Ifigenia.

Oyóse un ruido exterior que les distrajo momentáneamente.

—¿Usted cree…? —la señora Oliver se interrumpió, mirando inquisitiva a Poirot.

Éste se había acercado a la ventana más próxima a él, asomándose al patio de la edificación. Acababa de llegar una ambulancia.

—¿Es que van a llevárselo? —preguntó Ariadne con voz trémula. Y luego añadió, complacida—: ¡Pobre «pavo real»!

—Tenía bien poco de elogiable ese individuo —manifestó Poirot fríamente.

—Era un tipo decorativo… Además, un hombre tan joven…

—Muy a menudo, eso es suficiente para les femmes.

Poirot entreabrió la puerta de la habitación, echando un vistazo.

—Dispensé… Voy a dejarla sola un instante —anunció.

—¿A dónde va usted? —inquirió la señora Oliver, recelosa.

—En este país, según tengo entendido, ésa no se considera una pregunta delicada —dijo Poirot en tono de reproche.

—¡Oh! Perdón.

Ariadne Oliver se asomó a la ventana para ver lo que ocurría allá abajo.

—El señor Restarick acaba de llegar en un taxi —observó al deslizarse dentro de la habitación silenciosamente Poirot, unos minutos más tarde—. Le acompañaba Claudia. ¿Consiguió usted entrar en el cuarto de Norma, si es que se ha dirigido allí?

—La habitación de Norma ha sido ocupada por la policía.

—Algo enojoso para usted ¿verdad? ¿Qué lleva en esa especie de carpeta negra que tiene en la mano?

Poirot correspondió a la pregunta de Ariadne con otra.

—¿Qué lleva usted en esa bolsa de lona adornada con figuras de caballos persas?

—¿Se refiere a mi bolso de compra? Pues… un par de peras solamente, la verdad.

—Bien. Creo que puedo confiarle mi carpeta. No la trate con rudeza, por favor.

—¿Qué es?

—Algo que yo había esperado encontrar… y que, por fin, he encontrado… ¡Ah! Una cosa tras otra…

La señora Oliver creía ver en las palabras de Poirot más de lo que ellas expresaban.

La voz de Restarick sonaba fuerte, con tonos de cólera. Claudia telefoneaba. Un taquígrafo de la policía había entrado en el piso vecino para tomar declaración a Frances Cary y a un personaje mítico del género femenino llamado Jacobs de apellido… Se producían entradas y salidas continuamente… Eran atendidas las órdenes… Por último, salieron del apartamento dos hombres armados de cámaras fotográficas.

Inesperadamente, se produjo la incursión en el dormitorio de Claudia de un hombre alto y joven, de rojos cabellos. Dirigióse a Poirot, sin hacer el menor caso de la señora Oliver.

—¿Qué ha hecho la muchacha? ¿Ha cometido un crimen? ¿Quién es la víctima? ¿Su amigo?

—Sí.

—¿Lo ha admitido?

—Parece ser que sí.

—Más claro: ¿lo admitió con palabras concretas?

—No lo sé. No he tenido oportunidad de hablar con ella.

Entró en la habitación un policía.

—¿El doctor Stillingfleet? —inquirió—. El médico de los servicios policíacos desea hablar con usted. El doctor Stillingfleet hizo un gesto de asentimiento, abandonando la habitación.

—Vaya, vaya… Conque ése es el doctor Stillingfleet, ¿eh? —dijo la señora Oliver, reflexiva—. Un buen ejemplar de la raza, monsieur Poirot.

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