Capítulo XIX

Claudia Reece-Holland no se encontraba en la oficina. Poirot fue recibido por una mujer de mediana edad, quien le dijo que Andrew Restarick le aguardaba en su despacho.

—¿Y bien? —Restarick apenas esperó a que Hércules Poirot hubiese franqueado la puerta—. ¿Qué puede usted decirme acerca de mi hija?

Poirot extendió ambas manos.

—Hasta ahora… nada.

—Pero… vamos a ver, hombre…, ha de haber algo…, alguna pista. Una muchacha no puede esfumarse en el aire, desaparecer así como así…

—No es esta la primera vez que desaparece una joven. Ni será la última, claro.

—¿Usted se ha dado cuenta de que, estoy dispuesto a gastar lo que sea con tal de localizarla? Yo… yo no puedo seguir de este modo. Andrew Restarick estaba muy nervioso, más nervioso que nunca. Daba la impresión de haberse quedado más delgado. Sus enrojecidos ojos hablaban de noches sin sueño…

—Me hago cargo de su inquietud, señor Restarick. Le aseguro que he hecho cuanto en mi mano estaba para localizar a su hija. En estas cosas, sin embargo, no hay que precipitarse.

—¿Y si ha sufrido un ataque de amnesia? Pudiera ser que estuviera enferma…

Poirot conocía muy bien el significado de aquella frase. Restarick había estado a punto de decir: «Tal vez esté muerta…»

Tomó asiento frente a la mesa, declarando:

—Créame usted, señor Restarick: comprendo su ansiedad. Volveré a repetirle lo que ya le he dicho: obtendría resultados más positivos y rápidos poniendo el hecho en conocimiento de la policía.

—¡No!

La exclamación fue casi explosiva.

—La policía dispone de más medios que yo. Le aseguro que no es cuestión de dinero. Éste no le dará jamás lo que puede proporcionarle una organización altamente eficiente.

—Nada ganaremos los dos perdiéndonos en divagaciones. Sus palabras, proferidas en tono de consuelo, no me sirven, Poirot. Piense usted que Norma es mi hija, la única que tengo, mi única descendencia. Es carne de mi carne y sangre de mi sangre…

—¿Está usted seguro de que en relación con ella me lo ha dicho todo, absolutamente todo?

—¿Qué más podría decirle?

—Usted puede saberlo yo no. Por ejemplo: ¿se han producido algunos incidentes en el pasado?

—Incidentes… ¿de que clase? ¿A qué se refiere usted, hombre?

—A si ha habido algún suceso originado por cualquier alteración de tipo mental.

—Usted cree que… que…

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Cómo podría saberlo?

—Eso mismo he de preguntar yo —repuso Restarick con repentina amargura—. ¿Cómo voy a saberlo? Han transcurrido muchos años. Grace fue siempre una mujer de mal carácter. Era una mujer que no perdonaba ni olvidaba fácilmente. A veces pienso… pienso que era la persona menos indicada para educar y criar a Norma.

Andrew Restarick comenzó a pasear de un lado a otro del despacho.

—Desde luego, obré mal al abandonar a mi esposa, lo reconozco. Nuestra hija así quedó en sus manos. Mi acción, no obstante, se explica… Pensé que Grace sería una buena guardiana para Norma. ¿Lo fue realmente? Varias de las cartas que me escribió hallándome yo lejos de aquí rezumaban ira y afán de venganza. Estimo su actitud natural hasta cierto punto. Yo estaba ausente… Debí volver de cuando en cuando, aunque sólo hubiera sido para observar a mi hija. Fui egoísta, sin duda… ¡Oh! ¿A qué formular excusas ya?

Súbitamente miró a Poirot.

—Sí. Al enfrentarme con Norma, ya crecida, descubrí en ella a una neurótica. No tenía la menor noción de lo que era la disciplina. Abrigué la esperanza de que Mary… Creí que mejoraría. Tuve que admitir qué esa chiquilla no era por completo normal. Me figuré más tarde que le convenía vivir y trabajar en Londres, para pasar los fines de semana con nosotros. Así no le impondría a todas horas la compañía de Mary. Me imagino que he terminado cometiendo una serie de errores imperdonables. Y ahora, ¿dónde está, señor Poirot? ¿Qué ha sido de ella? ¿Cree usted posible que haya perdido la memoria? ¡Se oyen tantas cosas raras por ahí!

—Pues, sí, señor Restarick existe tal posibilidad. Pudiera ser que estuviese vagando por las calles de la ciudad sin saber ella misma quién es. Puede haber sufrido un accidente… Esto es menos probable. Le aseguro que he llevado a cabo indagaciones en todos los hospitales y lugares semejantes.

—¿No cree usted… no cree usted… que haya muerto?

—Sería más fácil de localizar muerta que viva. Cálmese, señor Restarick, por favor. Tenga presente que puede tener amigos de los cuales usted no sabe una palabra. Tales amigos, viven, quizás, en este o aquel sitio de Inglaterra… Quizá los conociera en la época en que vivió con su madre, o con su tía… ¿Y si se tratara de algunos de sus condiscípulos? Para descifrar estos enigmas se requiere tiempo. Hay otra posibilidad y usted debe estar preparado para afrontarla: ¿habrá desaparecido en compañía de algún muchacho?

—¿Alude usted a David Baker? De haber pensado yo que…

—No se encuentra con David Baker —replicó Poirot secamente—. En este sentido, mis primeras indagaciones se orientaron por ahí.

—¿Cómo voy a saber quiénes son sus amigos? —Restarick suspiró—. Si doy con ella… Cuando la encuentre… voy a alejarla de todo esto…

—Alejarla… ¿de qué?

—La sacaré de este país. Desde mi regreso, señor Poirot, no he vivido un día de paz. Siempre odié la vida de la City. Me ha fastidiado desde bien joven el rutinario trabajo de la oficina y el despacho, las continuas consultas con abogados y financieros. Siempre gusté de otra clase de existencia, muy distinta. Me ha agradado viajar, ir de un lugar para otro, visitar parajes remotos y puntos de la Tierra inaccesibles para la mayoría de los hombres. Ésa es la vida que apetecí siempre. No debiera haber renunciado a ella jamás. Podía haber invitado a Norma a que se reuniese con nosotros en el extranjero… Algo de eso haré cuando la encuentre. Sí Nos marcharemos de aquí. Ya me han sido pasados buenos ofrecimientos. Que se queden otros con lo que aquí voy a dejar. Conseguirán condiciones muy ventajosas. Me llevaré mi efectivo para regresar a un país que dejé hace poco, un país que significa algo, que resulta real…

—¡Aja! ¿Y qué pensará su esposa de tal decisión?

—¿Mary? Está habituada a la vida que le aguarda. En su seno ha nacido, crecido y se ha hecho mujer…

—Indudablemente, Londres resulta fascinante para les femmes que disponen de dinero en abundancia —señaló Poirot.

—Se pondrá a mi lado. Me comprenderá perfectamente.

Sonó el timbre del teléfono. Restarick descolgó el micro para atender la llamada.

—¡Diga! ¿De Manchester? Sí. De ser Claudia Reece-Holland póngame inmediatamente.

Esperó unos segundos.

—Hola, Claudia. Sí… Hable… ¡Qué mal se oye, por Dios! Esta línea es pésima. ¿Se mostraron de acuerdo?… ¡Qué lástima!… No. Me parece que ha obrado bien. Conforme… Entendidos. Tome para regresar el tren de la noche. Hablaremos de ese asunto mañana por la mañana.

Restarick tornó a colocar el microteléfono en su sitio.

—¡Ésa sí que es una joven competente! —exclamó.

—¿La señorita Reece-Holland?

—Sí. Competente como muy pocas secretarias. ¡Válgame Dios! ¡La de preocupaciones que me ahorra! Le di carte blanche para que arreglara un asunto en Manchester según su criterio. Yo no podía dedicarle todo el tiempo que necesitaba. Ya sabe usted cómo estoy. Y ella se ha portado magníficamente. En las cosas del trabajo supera a algunos hombres y…

Andrew Restarick fijó la mirada en Poirot. Parecía haber vuelto de pronto al instante presente.

—¡Oh, sí, señor Poirot! Bueno… Creo que ya no sé dominarme siquiera. ¿Precisa de más dinero para gastos?

—No, monsieur. Le aseguro que haré todo lo que pueda para que vuelva a sus brazos pronto Norma, sana y salva. He adoptado todas las precauciones posibles, velando por su seguridad.

Andrew se quedó atrás. Poirot cruzó la oficina rumbo a la calle. Al poner los pies en la acera paseó la mirada por el firmamento.

—Una contestación concreta a determinada pregunta; eso es lo que yo necesito —se dijo.

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