Capítulo II

Sonó el timbre del teléfono.

Hércules Poirot no pareció haberlo oído.

Volvió a sonar, agudo, insistente.

George entró en la habitación, acercándose a la mesita al tiempo que dirigía a su señor una inquisitiva mirada.

Poirot movió una mano.

—Déjelo, George.

George obedeció, tornando a salir. El timbre continuó sonando, con cortos intervalos de silencio. El sonido resultaba irritante. Finalmente, cesó. Un minuto o dos después, sin embargo, volvió a sonar de nuevo.

—¡Ah, Sapristi! Debe ser una mujer… Sí. Es una mujer, indudablemente.

Poirot se puso en pie con un suspiro.

Descolgó el micro.

—Diga.

—¿Es usted? ¿Hablo con el señor Poirot?

—Poirot al habla.

—Soy la señora Oliver… Su voz me había parecido otra. No la identifiqué…

Bonjour, señora Oliver. Espero que se encuentre usted bien.

—¡Oh! Me encuentro perfectamente.

La voz de Ariadne Oliver llegaba a sus oídos con su habitual inflexión alegre. La célebre escritora de novelas detectivescas y Hércules Poirot eran excelentes amigos.

—En realidad, es demasiado temprano para llamarle a usted por teléfono. Ahora bien yo pretendía pedirle un favor.

—Usted dirá.

—El «Club de los Autores de Novelas Detectivescas» se dispone a celebrar su cena de todos los años. ¿Aceptaría usted el puesto de orador-invitado? Le quedaría muy agradecida, si me contestara afirmativamente.

—¿Cuándo va a ser eso?

—El mes que viene… El día veintitrés, concretamente.

El hilo telefónico transmitió un profundo suspiro.

—¡Ah! Soy demasiado viejo.

—¿Que es usted demasiado viejo? ¿Qué demonios quiere decir? Usted de viejo no tiene nada.

—¿De veras lo cree así?

—Naturalmente que lo creo. Su presencia será acogida con mucho agrado. Usted está en condiciones de referirnos una serie muy interesante de historias relacionadas con crímenes reales.

—¿Y quién estará dispuesto a escucharlas?

—Todos. Los asistentes… Oiga usted, señor Poirot: ¿pasa algo? ¿Qué le ha ocurrido? Parece hallarse un tanto alterado.

—Pues sí lo estoy. Mis sentimientos… Bueno, ¿qué importa ahora eso?

—Explíquese, por favor.

—¿Qué más da?

—Mire, señor Poirot. Será mejor que venga a verme y me hable de eso. ¿Cuándo piensa venir por aquí? Esta tarde. Venga y tomaremos el té juntos.

—El té de la tarde… ¡Si no lo tomo nunca por la tarde!

—Le serviré café, entonces.

—No bebo nunca café a tales horas.

—¿Y qué le parece una taza de chocolate? Con un poco de nata encima ¿eh? Y si no una tisane… Sé que le gustan. De no apetecerle la tisane saboreará una limonada, o una naranjada. Aunque es posible que una taza de caté sin cafeína…

Ah, ça, non, par exemple! Es algo que aborrezco.

—Pues le irá bien cualquiera de los jarabes que a usted tanto le agradan… ¡Ya sé! Tengo en la alacena media botellita de Ribena…

—¿Ribena? ¿Qué es eso?

—Una bebida que sabe a grosella.

—Desde luego, que con usted hay que rendirse, señora Oliver. Me conmueve su solicitud. Esta tarde le aceptaré con mucho gusto una taza de chocolate.

—Perfectamente. Y con tal motivo me explicará qué es lo que le ha afectado tanto. La conversación telefónica terminó aquí.


* * *

Poirot reflexionó unos instantes. A continuación marcó un número. Cuando quedó establecida la comunicación, inquirió:

—¿El señor Goby? Habla con Hércules Poirot. ¿Está usted muy ocupado en estos momentos?

—Así, así —replicó el señor Goby—. Regularmente ocupado estoy, si he de serle sincero. Pero si lleva usted prisa, como de costumbre señor Poirot, podré atenderle… Creo que mis ayudantes están en condiciones de valerse por sí solos con lo que actualmente tienen entre manos. Desde luego, hoy en día no es fácil hacerse con buenos colaboradores. En otros tiempos todo era distinto. Los jóvenes piensan demasiado en sí mismos actualmente. Creen, además, saberlo todo antes de haber comenzado a aprender. Pero, en fin, no se puede esperar que unos hombres nuevos sostengan cabezas viejas. Muy complacido, me pongo a su disposición, señor Poirot. Hasta existe la posibilidad de que se dedique a uno o dos de los mejores muchachos al trabajo que usted fije. Me imagino que será lo de siempre… ¿Hay que procurarle alguna información especial?

Poirot empezó a facilitarle detalles exactos referentes a la tarea a realizar. Cuando hubo terminado con el señor Goby, Poirot llamó a Scotland Yard, poniéndose en comunicación con un amigo suyo. El hombre, después de escuchar las palabras de aquél, replicó:

—¿No me está usted pidiendo mucho, señor Poirot? Cualquier crimen, Cometido en cualquier lugar… Se desconoce el sitio, la fecha, la víctima… Esto va a ser como buscar una aguja en un pajar: algo disparatado —el comunicante añadió, adoptando un tono desaprobador—: Al parecer, no está usted enterado de muchas cosas…


* * *

A las cuatro y cuarto de aquella tarde, Poirot se sentaba en el saloncito de estar de la señora Oliver, saboreando un chocolate colmado de nata. Ella acababa de colocarle la taza delante encima de una mesita. También se veía allí una menuda fuente colmada de bizcochos langue de chats.

—¡Cuánta amabilidad, chére madame!

Poirot apartó los ojos del chocolate para fijarse, con alguna sorpresa, en el peinado de la señora Oliver, así como en el nuevo empapelado de la habitación. Ambas eran cosas inéditas para él. La última vez que viera a la dueña de la casa juzgó su peinado sencillo y severo. Ahora observaba sobre su cabeza un despliegue completo de rizos de todas clases, de intrincadas formas. Esto tenía mucho de artificial sobre su persona. Mentalmente, se preguntó qué quedaría de semejante fantasía si la señora Oliver se mostraba de pronto excitada, reacción frecuente en ella. En cuanto al empapelado…

Poirot experimentaba la impresión mirando hacia la pared de que se habían sumergido en un huerto de árboles frutales.

—¿Son nuevas… esas cerezas? —inquirió, señalando con su cucharilla.

—¿Estima excesivo su número? —quiso saber la señora Oliver—. ¿Opina usted que era mejor el otro papel?

Poirot hizo un esfuerzo ahora, recordando un aluvión de polícromos pájaros tropicales perdidos en el interior de un frondoso bosque. Sintióse inclinado a observar: «Plus ça change plus c’est la même chose», pero se contuvo a tiempo.

La señora Oliver siguió los movimientos de su huésped al dejar la taza en su platillo, recostándose a continuación en su asiento con un suspiro de satisfacción, limpiándose seguidamente unas impertinentes motas de tarta que se le habían quedado adheridas al bigote. Entonces ella le preguntó:

—¿Va usted a explicarme ya lo que ha ocurrido?

—Se lo puedo decir en muy pocas palabras. Esta mañana se presentó en mi casa una joven que deseaba verme. Sugerí la conveniencia de que solicitara hora para una entrevista. Uno lleva su orden, ¿comprende? Respondió que quería verme inmediatamente, porque pensaba que quizás hubiese cometido un crimen.

—¡Qué cosa tan rara! ¿No estaba segura de ello?

—Precisamente. C’est ennui! Le indiqué a George que la hiciera pasar. Se plantó en mi habitación. No quiso sentarse. Limitóse a contemplarme. No apartaba los ojos de mí. Parecía haber perdido el juicio. Si es que alguna vez había tenido alguno. Intenté animarla. De repente, declaró que había cambiado de opinión. Me dijo que no quería que la juzgara descortés, pero que yo le parecía demasiado viejo

La señora Oliver se apresuró a pronunciar unas palabras de consuelo.

—Bueno, es que las chicas son así… Para ellas, todas las personas que rebasan los treinta y cinco años de edad están ya medio muertos. Carecen de sentido común generalmente esas muchachas. Tiene usted que hacerse cargo.

—Me sentí herido —declaró Hércules Poirot.

—En su lugar, eso no me produciría ninguna preocupación. Naturalmente, fue brusca…

—Eso me tiene sin cuidado. Y no me he referido solamente a mis sentimientos personales. Estoy preocupado. Sí, preocupado.

—Yo de usted habría olvidado por completo el incidente —manifestó la señora Oliver, confortadora.

—No me ha entendido todavía. Me siento preocupado por la muchacha. Fue a verme para solicitar mi ayuda. Luego decidió que yo era demasiado viejo. Demasiado viejo para serle de alguna utilidad. Se hallaba equivocada, por supuesto, no hay ni que decirlo, huyendo posteriormente. Le digo que la joven andaba bastante necesitada de ayuda.

—Yo no pienso igual —declaró la señora Oliver—. Con frecuencia, las chicas hacen de ciertas cosas verdaderas montañas.

—Está usted equivocada. La joven que me visitó necesita de alguien que la ayude.

—¿Piensa usted que cometió realmente algún crimen?

—¿Y por qué no? Tal fue su afirmación.

—Sí, pero… —la señora Oliver se interrumpió—. Ella señaló la posibilidad —agregó la escritora lentamente—. ¿Y qué es lo que quiso darle a entender exactamente con sus palabras?

—En cierto modo carecen de sentido.

—¿A quién asesinó la chica? Mejor dicho: ¿a quién creía haber asesinado?

Poirot se encogió de hombros.

—¿Y cuál fue el móvil de su crimen?

Poirot repitió su gesto anterior.

—Han podido sucederle muchas cosas, desde luego —la señora Oliver mostraba un rostro radiante, lo cual le pasaba siempre que ponía su fértil imaginación en marcha—. Pudo haber atropellado a algún transeúnte con su coche, sin detenerse a auxiliar a su víctima. Cabe la posibilidad de que hallándose en lo alto de un acantilado un hombre la atacara y que en el forcejeo que se produjese consiguiera ella lanzar a aquél al abismo… ¿Por qué no pensar que pudo administrar un medicamento a un enfermo equivocadamente? ¿Y si tomó parte en cualquiera de las reuniones que organizan los estrambóticos jóvenes de ahora, riñendo violentamente con uno de los asistentes? Un movimiento mal hecho y cuando se maneja un arma cortante es fácil apuñalar a una persona… También…

—¡Ya está bien, señora! ¡Ya está bien!

Pero a la señora Oliver ya no había modo de contenerla. Se había disparado…

—Supongamos que una enfermera que actúa dentro de un quirófano se equivoca con el anestésico… —la señora Oliver se interrumpió. Ahora ansiaba conocer más detalles—. ¿Qué aspecto tenía esa chica?

Poirot consideró atentamente la pregunta durante unos instantes.

—Era como una Ofelia carente de atractivos físicos.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la señora Oliver—. Oyéndole a usted decir eso casi la veo. ¡Qué extraño!

—No me pareció una persona capaz —declaró Poirot—. He aquí mi juicio sobre su persona… No la creo con condiciones para vencer ciertas dificultades. No es de esos seres que pueden prever el peligro con suficiente anterioridad. Si alguien necesitara una víctima y mirara a su alrededor se fijaría indudablemente en ella.

Pero la señora Oliver no escuchaba ya a su invitado. Los dedos de sus dos manos se hallaban empeñados en una dura lucha por los abundantes rizos de su peinado, en un gesto familiar para Poirot.

—¡Espere! —exclamó, angustiada—. ¡Espere!

Poirot esperó con las cejas enarcadas.

—No me ha dicho su nombre —observó la señora Oliver.

—No me lo dio…

—¡Espere! —imploró la señora Oliver, en el mismo tono que antes.

Suspiró. Su peinado se deshacía. Los cabellos comenzaron a caérsele sobre los hombros. Uno de los rizos abandonó su cabeza yendo a parar al suelo. Poirot lo cogió, colocándolo discretamente encima de la mesa.

—¡Vaya!

Súbitamente, la señora Oliver pareció recobrar la calma. Distribuyó unas horquillas por su cabeza mientras reflexionaba…

—¿Quién le habló a esa chica de usted, señor Poirot?

—¡Yo qué sé! Naturalmente, ella había oído hablar de mí, sin duda…

La señora Oliver pensó que «naturalmente» no era la palabra apropiada en sus labios… Lo natural era que Poirot supiese siempre que esta persona o aquella otra había oído hablar de él. Son muchos los hombres y mujeres que nos mirarían inexpresivamente, de ser mencionado el nombre de Hércules Poirot en su presencia, especialmente si aquéllos pertenecían a la generación más reciente.

«¿Y cómo decirle esto? —se preguntó la señora Oliver—. Hay que dar con un procedimiento para no herirle en su amor propio, en su vanidad».

—Opino que anda usted descaminado —manifestó—. Las chicas… Bueno… Las chicas y los jóvenes suelen entender muy poco de detectives y otras cosas análogas. Su atención sigue otros derroteros.

—Todo el mundo tiene que haber oído hablar alguna vez de Hércules Poirot —dijo él, soberbio.

Poirot tomaba aquélla como artículo de fe…

—Es que los jóvenes de esta generación no suelen recibir la instrucción debida —dijo la señora Oliver—. No conocen más nombres famosos que los de sus cantantes favoritos, «jockeys» y otros tipos por el estilo. Bueno… Cuando una persona necesita algo especial, ponerse al habla con un médico, un detective o un dentista, lo lógico es que pregunte a alguien… ¿Quién es el que nos irá mejor? El amigo o la amiga nos contesta: «Mira, querida: tienes que ir a ver a ese hombre maravilloso que se ha establecido en la calle de la Reina Ana. Te subirá las piernas tres veces hasta la cabeza, al tiempo que te las retuerce, y te quedarás curada». Puede ocurrir que el diálogo tenga otra forma. «Me robaron todos mis diamantes. De haberse enterado, Henry se habría puesto muy furioso Entonces decidí no comunicar nada a la policía… Me valí de los servicios de un detective serio, sumamente discreto, quien ha conseguido recuperar las piedras. Así, Henry no ha llegado a saber nada del asunto…» Estas cosas se dan siempre de este modo, señor Poirot. Alguien le envió esa chica a usted.

—Permítame que dude…

—No podría enterarse de ello hasta que se lo dijeran. Y yo se lo estoy diciendo ahora. Todo procede de mí… Esa muchacha fue a verle por indicación mía.

Poirot miró fijamente a su interlocutora.

—¿Por indicación suya? ¿Y por qué no se apresuró a decírmelo?

—Porque acabo de caer en ello… Fue cuando habló de Ofelia, la de los largos y húmedos cabellos. Se me antojó la descripción de alguien que yo hubiese visto realmente. Y en fecha muy reciente. Luego, caí en la cuenta y recordé la identidad de esa chica…

—¿Quién es ella?

—La verdad es que ignoro su nombre. Lo averiguaré, sin embargo, y con relativa facilidad. Estábamos en un sitio charlando… La conversación se centró en el tema de los detectives privados… Yo aludí a usted y algunas de sus desconcertantes empresas.

—¿Y le dio mis señas?

—No, claro que no. Yo no pensé que ella necesitara ver a ningún detective, ni nada de eso. Hablábamos, simplemente… Mencioné su nombre varias veces. Nada tiene de extraño que ella, luego, consultara la guía telefónica, localizando su domicilio.

—¿Versaba la conversación sobre crímenes?

—No acierto a recordarlo… Ni siquiera sé cómo nos pusimos a hablar de los detectives privados. Ahora se me ocurre pensar que quizá fuese ella quien suscitara el tema…

—A ver, dígame todo lo que recuerde. No importa que desconozca el nombre de la chica. Cuénteme todo lo que sepa sobre ella.

—De acuerdo… La cosa ocurrió durante el último fin de semana. Yo me encontraba en casa de los Lorrimer. Me reuní con unos cuantos de sus amigos para tomar unas copas. Había varias personas allí… Yo no lo estaba pasando muy bien, porque bebo poco. O nada. En estos casos, los acompañantes se creen en la obligación de buscarle a una bebida floja, lo cual supone una molestia para ellos. Además, en esas reuniones la gente me suele decir lo mismo siempre: que le gustan mis libros, que tenían muchos deseos de conocerme personalmente… Yo acabo sintiéndome acalorada con tantas amabilidades y dejo de conducirme de una manera normal, exponiéndome a que me tomen por una estúpida. No obstante, voy saliendo airosa de tales trances, hasta ahora.

»Hay quien fija preferentemente su atención en uno de mis personajes repetidos, el detective Sven Hjrson, confesándome la admiración que inspira. ¡Si supiera el público cómo le odio yo, en cambio! Mi editor me recomienda siempre que no me exprese en términos despectivos al hablar de él. Me imagino que de ahí arrancamos para ocuparnos de los detectives privados, dentro de la vida real. Me puse a hablar de usted… La chica andaba encantada por mis alrededores, atenta a mis palabras. Cuando usted mencionó la figura de una Ofelia carente de atractivo recordé de pronto algo… Pensé: «¿Qué es lo que me recuerda?» Y me dije, a continuación: «Ya está… La chica de la reunión de aquel día». Me inclino a pensar que era la de la casa, si no estoy confundiéndola con otra muchacha.

Otro suspiro de Poirot. Con la señora Oliver siempre había que desplegar mucha paciencia.

—¿No recuerda el apellido de las personas con quienes estuvo departiendo?

—Trefusis, creo que era. No: Theherne. Una cosa así… Él es un magnate de la industria, me parece, un hombre rico. No sé qué cargo tiene en la City… Ha pasado la mayor parte de su vida, sin embargo, por tierras de África del Sur…

—¿Es casado?

—Sí. La mujer es muy bella. Le lleva muchos años él. Una cascada de rubios cabellos… Segunda esposa. La hija procede de la primera. Y en la casa hay también un tío increíblemente viejo. Bastante sordo, por cierto. Debe de haber sido un personaje eminente. Lleva no sé cuántas siglas detrás de su apellido. Creo que llegó a almirante, o a mariscal, no lo sé con exactitud. También es astrónomo, creo. Sea como sea, el caso es que del tejado de la vivienda sale la caña de un gran telescopio. Me figuro que se tratará de un pasatiempo. Asimismo, vi allí una joven extranjera, que cuida del anciano. Va a Londres con él siempre para evitar que sufra cualquier percance, que sea atropellado, por ejemplo. Se me antojó bastante linda…

Poirot iba clasificando mentalmente la información que la señora Oliver le facilitaba, y hubo momentos en que se consideró una especie de computador electrónico…

—Entonces el matrimonio Trefusis…

—No es Trefusis el apellido. Ya lo recuerdo: Es Restarick.

—Pues no se parece en nada al otro.

—Hay cierta analogía. Es un apellido normal en Cornualles, ¿no?

—Tenemos, pues, allí al señor y a la señora Restarick, con el ilustre y anciano tío… ¿Lleva el mismo apellido?

—Él es sir Roderick no sé qué más…

—Está la chica au pair, o lo que sea, y una hija… ¿Hay más personas?

—No creo… En realidad no puedo estar segura. A propósito, la hija no vive en la casa. Se presentó en ella para pasar el fin de semana solamente. Me imagino que no se lleva bien con su madrastra. Tiene un empleo en Londres. Me enteré de que anda por ahí con un muchacho al que no le tienen mucho apego los familiares…

—Burla burlando, usted parece conocer muchos detalles relativos a esa familia.

—¡Oh! Lo usual es que una vaya recogiendo datos de aquí y de allí, escarbando como quien dice. Los Lorrimer no paran de hablar. Siempre tienen algo que decir de éste o aquél… Y, normalmente, ¿qué sucede en todas partes? Sin querer, nos enteramos de cosas que realmente no nos importan. Luego, no es raro que de cuándo en cuando una se meta por en medio. Probablemente, es lo que me ha pasado a mí. No sé lo que daría por recordar el nombre de esa joven. Es una palabra relacionada con una canción… ¿Thora? Háblame, Thora, Thora, Thora… Algo así. O Myra… ¿Myra? ¡Oh, Myra! Mi amor es para ti. Algo así. Yo sueño con habitar entre marmóreas paredes. ¿Norma? ¿Vale Maritana? Norma… Norma Restarick. Sí. De eso estoy segura.

Una pausa. La señora Oliver, inconsecuente, añadió:

—Se trata de la tercera muchacha.

—A mí me parece que usted dijo antes que era hija única.

—Y lo es… Eso creo, al menos.

—¿Entonces, qué quiere darme a entender diciendo ahora que es la tercera muchacha?

—¡Santo Dios! ¿No sabe que significa la tercera muchacha? ¿Es que no lee The Times?

—Suelo leer en ese diario los ecos de sociedad: los nacimientos y bodas… ¡Ah! También me fijo en las esquelas mortuorias. Y por supuesto, leo, además, los artículos que me parecen interesantes.

—Yo estaba pensando en los anuncios de la primera página, que por cierto han dejado de aparecer en ella. Por tal razón, tengo el proyecto de cambiar de periódico. Espere. Voy a enseñársela…

Encima de la mesa auxiliar había un ejemplar del The Times.

La señora Oliver mostró aquél a su huésped.

—Aquí tiene… Fíjese en esto: «Tercera muchacha para piso segundo, muy cómodo. Habitación propia. Calefacción central. Sarl’s Court». «Se busca tercera muchacha para compartir piso. Cinco guineas semanales. Habitación propia». «Se busca cuarta muchacha. Regent’s Park. Habitación propia». Así gustan de vivir las jóvenes de hoy en día. El piso es mejor que la residencia o el hotel. La primera de las chicas alquila un piso amueblado y comparte con otras la renta a pagar. La segunda es, frecuentemente, una amiga. Luego, si no conocen a nadie, las dos buscan una tercera anunciándose en la prensa. Como ya ha visto, a veces necesitan una cuarta compañera. La primera se queda con la mejor habitación; la segunda paga algo menos; la tercera, menos todavía que ésta y se ve metida en un cuchitril. Se ponen de acuerdo para disponer del piso libremente una noche por semana, por ejemplo… Todo resulta bastante razonable.

—Y esta muchacha, cuya nombre es posible que sea Norma, ¿dónde vive, dentro de Londres?

—Como ya le he indicado, en realidad no sé nada acerca de ella.

—Pero usted podrá llevar a cabo algunas indagaciones.

—¡Oh, sí! Creo que no me será difícil…

—¿Está usted segura de que en esa conversación no se aludió a ninguna inesperada muerte?

—¿Se refiere usted a una muerte en Londres o en casa de los Restarick?

—Pienso en ambos casos…

—No creo… ¿He de probar, por si puedo averiguar algo de particular?

A la señora Oliver le brillaban los ojos. Le interesaba aquello. Comenzaba a comprender el sentido del diálogo.

—Se lo agradecería mucho.

—Telefonearé a los Lorrimer. No es mala hora ésta… —descolgó el micro—. Tendré que dar alguna excusa, inventar, quizás, alguna historia…

Contempló, vacilante, el rostro de Poirot.

—Naturalmente que sí. Eso se sobreentiende. Usted es una mujer dotada de fértil imaginación… No experimentará ninguna dificultad. Pero, bueno, no sea demasiado fantástica, ¿me comprende? Muéstrese moderada.

La señora Oliver asintió, comprendiendo.

Llamó a la central solicitando un número. Volviendo la cabeza hacia Poirot, siseó:

—¿Tiene usted a mano lápiz y papel o una agenda? Lo digo por si hay que tomar nota de algún nombre o señas… Poirot tenía ya preparada su agenda e hizo un gesto afirmativo, tranquilizándola.

La señora Oliver concentró su atención en el microteléfono, comenzando a hablar. Poirot, a su lado, la escuchaba.

—¡Oiga! ¿Podría hablar con…? ¿Ah? ¿Eres tú, Noami? Ariadne Oliver al habla. ¡Oh, sí! Demasiada gente… ¿Te refieres al viejo? No, tú sabes que yo… ¿Ciego, prácticamente?… Me figuré que iba a ir a Londres con la menuda extranjera… Sí. Debe de ser una preocupación para ellos, a veces… Pero ella parece arreglárselas bastante bien… Una de las cosas que deseaba preguntarte eran las señas de la chica… No. Me refiero a la Restarick… Por South Ken, ¿no? ¿Knighsbridge, quizás? Es que le prometí un libro, ¿sabes? Apunté su dirección en un papel y, como de costumbre, perdí éste. Ni siquiera recuerdo su nombre. ¿Es Thora o Norma? Sí. Yo me inclinaba por este último… Un momento. Voy a coger un lápiz… Sí. Ya estoy lista… Borodene Mansions, número sesenta y siete… Lo sé… Esa gran manzana de casas que recuerda la prisión de Wormwood Scrubs… Sí. Creo que los pisos son muy cómodos; que tienen calefacción central y todo lo demás… ¿Quiénes son las otras dos chicas que viven con ella? ¿Amigas suyas? ¿O bien se han conocido por medio de algún anuncio?… Claudia Reece-Holland… Su padre es miembro del Parlamento, ¿no? ¿Y la otra?… Claro, ya me lo imagino, no lo sabes… ¿A qué se dedican? Esas muchachas dan siempre la impresión de estar trabajando como secretarias en cualquier empresa… ¿No es así? ¡Ah! De manera que la otra es decoradora de interiores… Tendrá que ver con alguna galería de arte… No, Noami. No es que tenga tanto interés en averiguar esos detalles. Una se pregunta, ¿a qué se dedican, normalmente, las chicas de esta generación?… Pues sí. A mí me resulta conveniente el conocimiento de determinadas cosas para mis libros. Verás: hay que mantenerse al día… ¿Qué me contaste acerca de uno de sus amigos?… Los jóvenes suelen hacer ahora lo que les place.

»¿Que tiene un aspecto raro? ¿Es de esos que no se afeitan ni se lavan?… ¡Oh! Esos tipos… Chalecos de brocado, cabellos largos y ensortijados, que les llegan hasta los hombros… Desde luego. Cuesta trabajo, a primera vista, decir que se trata de chicos o de chicas… En efecto. Cuando son personas bien parecidas, uno se acuerda de ciertas figuras de Van Dyck… ¿Qué decías? ¿Que Andrew Restarick lo encuentra odioso?… Sí. Habitualmente, los hombres reaccionan así… ¿Mary Restarick?… No me extraña que una joven tenga discusiones frecuentes con su madrastra. Supongo que la mujer se alegraría al saber que ella había logrado colocarse en Londres… ¿Qué me quieres sugerir aludiendo a las murmuraciones de la gente?… ¿Qué? ¿No lograron saber qué era lo que le pasaba? ¿Quién habló así?… Sí, pero, ¿qué es lo que silenciaron?…

»¡Oh! ¿Una servidora que se puso en contacto con el ama de llaves de los Jenner? ¿Su esposo, quieres darme a entender? ¡Ah! Ya comprendo… Los médicos no pueden averiguarlo… Bueno. Es que la gente tiene malas intenciones. Estoy de acuerdo contigo. Con mucha frecuencia, estas cosas se reducen a simples mentiras… ¿Algo de estómago? Pero… ¡qué ridículo! ¿Que hubo quien pronunció su nombre?… Andrew. ¿Crees que sería posible con esas sustancias destructoras de malas hierbas?… Sí, pero, ¿por qué?… No es el caso de una esposa odiada por espacio de años (se trata de la segunda mujer)… Es mucho más joven que él, hallándose en posesión de un hermoso físico… Podría ser… Sin embargo, ¿por qué la muchacha extranjera había de querer una cosa u otra?… ¿Quieres decir que puede haberse ofendido por ciertas palabras que ante su presencia pronunciara la señora Restarick?… Era muy atractiva… Supongo que Andrew se aficionaría a ella. Nada serio, desde luego. Mary se enojaría y al enfrentarse con la joven…

Al observar a Poirot con una mirada de soslayo, la señora Oliver descubrió que aquél no cesaba de hacerle señas.

—Un instante, querida —dijo Ariadne Oliver por el micro—. Me llama el panadero —Poirot pareció sentirse afrentado—. No te retires.

La señora Oliver dejó el teléfono y cruzó la habitación a toda prisa, llevando a su huésped al rincón en que desayunábase todas las mañanas.

—¿Qué pasa? —murmuró casi sin aliento.

—Un panadero… —contestó Poirot en tono de reproche—. ¡Yo un panadero!

—Bueno. Es que tuve que decir lo primero que se me vino a la cabeza. ¿Qué quería indicarme con sus señales? ¿Ha comprendido lo que ella…?

Poirot la interrumpió bruscamente.

—Luego me explicará… Por ahora ya he comprendido bastante. Pretendo apelar a sus dotes de improvisadora. Invente usted algo que me sirva de pretexto para hacer una visita a los Restarick… Un viejo amigo suyo, vecino desde hace poco… Tal vez pudiera decirle…

—Deje eso en mis manos. Algo acabará ocurriéndoseme. ¿Doy un nombre falso?

—No, no. Hagamos la treta lo más sencilla posible.

La señora Oliver asintió, apresurándose a coger el teléfono.

—¿Noami? No puedo recordar lo que te estaba diciendo. ¿Por qué ha de surgir siempre algún intruso cuando una se halla charlando tan a gusto? Ni siquiera acierto a recordar el motivo inicial de mi llamada… ¡Ah, sí! Las señas de Thora… De Norma, mejor dicho. Ya me las has dado, sí. Pero había algo más que deseaba consultarte. Quería hablarte de un amigo mío, un hombre menudo y fascinante. ¡Si precisamente estuve hablando ahí de él la última vez que nos vimos! Se llama Hércules Poirot. Va a vivir cerca de los Restarick y tiene un interés grande en ver a sir Roderick. Sabe muchas cosas acerca de su persona, que le inspira una gran admiración. Me ha hablado de cierto maravilloso descubrimiento de la época de la guerra, de un hecho de carácter científico… Sea lo que sea, pretende visitarle sin otro fin que el de «presentarle sus respetos»… Así lo ha dicho. ¿Crees que habrá algún inconveniente?… ¿Tendrías entonces la amabilidad de avisarles? Sí. Se presentará allí cuando menos se lo figuren. Recomiéndales que le hagan contar alguna historia de espionaje… Él… ¿Qué? ¡Oh! ¿Tu segadora? Si, claro, tenemos que cortar esta conversación. Adiós.

La señora Oliver, después de colgar el microteléfono, sé recostó en su sillón.

—¡Dios mío! Ha sido algo agotador. ¿Qué le parece? ¿Marchó bien eso?

—No ha ido mal.

—Me figuré que lo mejor era centrar las cosas en el viejo. Ya tiene usted, pues, un pretexto para echar un vistazo por allí. ¿No era eso lo que se proponía? Y siendo una mujer, es fácil mostrarse vaga en lo tocante a temas científicos. Puede que antes de efectuar esa visita usted haya ideado algo más concreto. Bien. ¿Quiere saber lo que ella me ha dicho?

—Han estado ocupándose, creo, de la salud de la señora Restarick…

—Eso es. Padecía, por lo visto, una misteriosa enfermedad, localizada en el estómago, y los médicos se mostraban desconcertados. La enviaron a un hospital, sin resultado… No daban con la causa. Volvió ella a su casa y todo comenzó de nuevo… Otra vez los doctores dieron claras pruebas de desorientación. Después, la gente empezó a hablar. Las habladurías fueron iniciadas por una enfermera irresponsable. Una hermana suya comentó el caso con una vecina y ésta formuló diversos comentarios entre sus compañeras de trabajo. La onda fue ensanchándose más y más… Aquello parecía raro. Más adelante hubo quien afirmó que el esposo intentaba o había intentado envenenarla. El público siempre sigue estos derroteros… Pero en este caso, aquello no tenía ni pies ni cabeza. Seguidamente Noami y yo nos ocupamos de la chica au pair. Bueno. No es, exactamente, una chica au pair. Viene a ser más bien una especie de secretaria-acompañante del anciano… ¿Por qué razón habría de pensar en administrar una dosis de herbicida a la señora Restarick?

—La oí sugerir varios móviles…

—Bien. Habitualmente, siempre existen esta o aquella posibilidad…

—Un crimen deseado —dijo Poirot, pensativo—. Pero no cometido todavía.

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