Capítulo XXI
Poirot se encontraba sentado en un sillón de ancho respaldo, muy cómodo. Sus manos descansaban sobre los brazos de aquél. Había fijado los ojos en la chimenea, que tenía enfrente, la cual miraba sin ver. Al lado tenía una pequeña mesita. Sobre ésta se veían unos cuantos papeles cogidos con un sujetador metálico, limpios y cuidadosamente unidos. Había allí informes redactados por el señor Goby, declaraciones de Neele, el inspector jefe, y una serie de hojas con este encabezamiento: «Comentarios, habladurías, rumores». Se detallaba hasta la procedencia de cada dato.
De momento, no tenía necesidad de consultar aquellos documentos. Ya los había leído con todo detenimiento. Los había colocado allí por si en un instante determinado tenía necesidad de echarles un vistazo, en demanda de cualquier detalle olvidado o confuso. Quería ahora reunirlos todos en su mente, ensamblar cuanto sabía porque estaba convencido de que aquellas cosas habían de formar un conjunto armónico.
¿Cuál era el ángulo exacto a considerar?, se preguntaba ahora. Él no era de los que se dejaban llevar, entusiasmados, por cualquier intuición particular. No era un intuitivo… Pero, eso sí: tenía sus sentimientos. Lo importante no eran los sentimientos en sí, sino lo que los originaba. Le inspiraba interés la causa… Y había que poner en juego casi siempre la lógica, el sentido común y el conocimiento, sabiamente aliados.
¿Qué era lo que sentía ante aquel caso? Y como tal caso, ¿qué clasificación le correspondía? Era preciso arrancar de lo general para desembocar en lo particular. ¿Cuáles venían a ser de los hechos considerados los más salientes del caso?
El dinero constituía uno de sus factores determinantes, se dijo, si bien no sabía por qué. Una motivación, por una causa u otra: dinero… También pensaba, cada vez más, que había maldad, aquí o allí, no sabía dónde. Poirot entendía de esto. Había tropezado con la maldad muchas veces anteriormente. La olía, conocía su sabor, la forma en que se presentaba. Lo malo era ahora que no acertaba a localizarla, a fijarla. Había dado ciertos pasos para combatirla. Esperaba que bastase lo que había hecho. Algo se estaba desarrollando, algo estaba en continua evolución, algo que por tal razón no se había realizado aún. Alguien, en alguna parte, se hallaba en peligro.
Lo malo era que los hechos señalaban dos caminos. Si la persona que se imaginaba estaba en peligro, si era verdad esto, no acertaba a ver el por qué. ¿Por qué había de correr aquel ser un riesgo? No existía ningún móvil. De estar equivocado, de no hallarse en peligro aquella criatura humana, habría de girar en redondo y repasar a su vez en toda su extensión el punto de vista opuesto.
Dejó aquella cuestión de momento, sin decir nada, como en equilibrio. Quería pasar a ocuparse de los individuos, de los personajes que intervenían en el drama. ¿Cómo quedaban dispuestos en el escenario del mismo? ¿Qué papel representaba cada uno?
Se detuvo primeramente en… Andrew Restarick. Había llegado a reunir una información de regular importancia sobre él. Poseía el cuadro descriptivo de su vida en general antes y después de marcharse al extranjero. Había sido un individuo inquieto, que jamás echara raíces en ninguna parte. Pero, en general, caía bien a la gente. No era un sujeto derrochador, precisamente, ni amigo de la ostentación. No se le podía considerar, probablemente, un individuo de personalidad fuerte, acusada. ¿Sería débil en algunos aspectos?
Poirot frunció el ceño, disgustado. Aquel retrato, sin saber exactamente por qué, no coincidía con la imagen que él había tenido delante de los ojos. Nada de debilidad delataba el saliente mentón, la firme mirada, el aire resuelto del padre de Norma. Aparentemente, había sido un hombre de negocios de reconocido éxito. Su habilidad se había puesto de manifiesto en los primeros años de su carrera, realizando beneficiosas transacciones en África del Sur y en Sudamérica. Había sabido incrementar su fortuna. El suyo era un historial saturado de triunfos. No. Nada de fracasos. ¿Cómo atribuirle en tales condiciones una personalidad débil? Su debilidad se ponía de manifiesto únicamente en lo que a las mujeres se refería. Su matrimonio había constituido un error. Se había casado con una mujer que no encajaba en su temperamento. ¿Influyó la familia en aquella unión? Después tropezó con otra mujer… ¿Una? ¿No habría habido varias? Después de tantos años era difícil hacerse con cierta clase de datos. No se le podía juzgar un esposo infiel dentro de la primera etapa de su matrimonio. Había fundado un hogar como tantos, demostrando, a su modo, un gran cariño por su hija. Más tarde, sin embargo, dejó que entrara en su vida otra mujer, con tanta fuerza que se decidió a abandonar su casa y su patria. Aquélla debía haber sido una auténtica historia de amor.
¿Habría existido para dar tal paso algún motivo adicional? ¿Había influido en él el disgusto que le producía su trabajo en la City, la diaria rutina de la existencia londinense? Poirot pensó que sí, que tal vez… Venía bien aquello, encajaba perfectamente en su composición de lugar. Parecía haber sido, además, un solitario. Sí. Había caído bien entre gentes muy diversas, pero no contaba en ningún sitio con amigos íntimos, ni en su país ni en el extranjero. Naturalmente, a esto ultimo se oponía su carácter inquieto, de autentico trotamundos. Había cambiado constantemente de horizontes. Tras concebir una idea osada, habíase apresurado a llevarla a la práctica, sacando el máximo provecho de ella. Posteriormente, no mucho después, cansado del juego, se había retirado, trasladándose a otro punto. Andrew Restarick había sido siempre un nómada, un vagabundo…
Esto continuaba sin encajar en su personal interpretación del carácter de aquel hombre, en el retrato que se había forjado. El… ¿El retrato? Se le vino a la memoria a Poirot entonces el cuadro que viera colgado en una de las paredes del despacho de Restarick, detrás de su mesa de trabajo, que quedaba por encima de su cabeza. Se trataba del mismo hombre quince años atrás. ¿Qué diferencia separaba al cabo del tiempo a los dos individuos, al real y al plasmado por el pintor en el lienzo? Muy pocas, muy pocas. Resultaba verdaderamente extraño. Los cabellos se habían poblado de canas: la línea de los hombros era más rígida… Pero los rasgos faciales permanecían casi inalterables. La expresión era decidida. Revelaba al hombre que sabe lo que quiere y que aspira a pisar la meta de sus aspiraciones. A un tipo así no le arredrarían nunca los riesgos. Y hasta sería capaz de algunas rudezas…
Poirot se preguntó por qué razón se habría traído a Londres aquel cuadro de Restarick. Los esposos, en el lienzo, habían estado siempre juntos. Desde el punto de vista artístico lo aconsejable era que hubiesen seguido igual. ¿Sostendría un psicólogo que subconscientemente, Restarick pretendía disociarse de su primera esposa una vez más? ¿Estaba él entonces alejándose todavía de ella, incluso después de muerta? Un punto interesante.
Los cuadros, sin duda, habían estado guardados largo tiempo en una habitación, junto con otras piezas familiares del mobiliario. Mary Restarick habría seleccionado algunos elementos personales para complementar la decoración de «Crosshedges». Poirot se preguntó si Mary, la nueva esposa, habría colgado con agrado aquel par de retratos. Se habría conducido de una forma más normal de haber relegado a la buhardilla el cuadro de la primera mujer de Andrew. Luego pensó en la posibilidad de que no hubiese en la finca un sitio adecuado donde «enterrar» prácticamente cosas por las que no podía sentir aprecio alguno. Evidentemente, sir Roderick había hecho espacio para que cupieran unos cuantos retratos familiares mientras la pareja buscaba una vivienda adecuada en Londres. Siendo aquello provisional, la prueba resultaba menos dura. Por otro lado, Mary Restarick daba la impresión de ser una mujer sensata, nada celosa, poco dada a dejarse llevar por impulsos caprichosos, arbitrarios.
«Tout de même —se dijo Poirot—, les femmes son capaces de sentir celos. Y éstos anidan donde uno no piensa».
Sus reflexiones se detuvieron en Mary Restarick, cuya figura pasó a considerar detenidamente. Ahora se sorprendía de que hubiera pensado tan poco en ella. Habíala visto en una ocasión y por un motivo u otro aceptó su persona con entera naturalidad. Le había llamado la atención su aire de mujer eficiente y también —¿cómo expresarlo?—, cierto perfume de artificio que emanaba… («¡Eh!, amigo mío —pensó Poirot, como si se llamará a sí mismo la atención—. Has reparado de nuevo en su peluca»).
Era absurdo que supiese tan poco acerca de aquella mujer. Se trataba, en suma, de una mujer capaz, que gastaba peluca, que era muy bella, que parecía sensata, que se sentía presa de la ira… Porque Mary se había irritado al ver al «pavo real» vagando por la casa sin que nadie le hubiese invitado a pasar. El arrebato había sido vivo, inmediato, inconfundible. ¿Y cuál había sido la reacción del joven? Se había sentido divertido, no más, pero la ira de Mary fue patente en aquellas circunstancias. Poirot encontraba el incidente lógico. Ninguna madre habría querido un joven como David Baker para su hija…
Poirot se detuvo en sus reflexiones, moviendo la cabeza, fatigado. Mary Restarick no era la madre de Norma. En ella no encajaba la angustia de la mujer que se enfrenta con la posibilidad de que su hija se una para siempre a un hombre que no le conviene en absoluto o con el terrible anuncio de la llegada al mundo de un hijo cuyo padre se ha conceptuado como un indeseable. ¿Qué sentimientos albergaba el corazón de Mary con respecto a Norma? Aquélla, por muchas causas, debía de pensar que su hijastra era una criatura fastidiosa, que había terminado fijándose en un individuo que al convertirse en su marido sería con seguridad una fuente inagotable de preocupaciones para Andrew. ¿Cómo habría evolucionado su actitud inicial? ¿Qué pensaría de una chica que, al parecer, había intentado deshacerse de ella, envenenándola?
Su actitud había sido dictada por la sensatez. Había querido que Norma saliese de la casa, librándose ella misma de un peligro. Había colaborado también con su marido en la tarea de evitar un escándalo en torno al suceso. Norma volvía al hogar paterno en los fines de semana para guardar las apariencias, pero su vida se desarrollaba y centraba en Londres ya. Los Restarick no iban a sugerir a la muchacha que se fuese a vivir con ellos cuando hallasen la casa que buscaban en la capital. Actualmente, eran muchas las jóvenes que vivían alejadas del recinto familiar. Aquel problema, pues, había quedado totalmente resuelto.
Sin embargo, Poirot seguía preguntándose: ¿quién había administrado a Mary Restarick el veneno? Porque él continuaba sin ver la solución del enigma. El propio Restarick contemplaba en su hija a la autora de la acción…
¿Por qué?
Jugó ahora con una serie de posibilidades concernientes a Sonia. ¿Qué hacía esta joven en aquella casa? ¿Cómo había llegado allí? Sir Roderick bebía los vientos por la chica… Tal vez Sonia abrigaba el propósito de quedarse en Inglaterra para siempre. ¿Y si sus proyectos eran exclusivamente de índole matrimonial? Todos los días había casamientos desiguales. Hombres de edad avanzada, como sir Roderick, contraían matrimonio con chicas jóvenes. ¿Por qué no podía pensar Sonia en tal cosa? Una posición social segura, una viudez en perspectiva sin inquietudes… ¿O se había señalado otras metas? ¿Habíase presentado en los jardines de Kew con los documentos que sir Roderick echara de menos escondidos entre las páginas de un libro?
¿Desconfiaba Mary Restarick de ella? ¿Le inspiraban recelos sus actividades, su pretendida lealtad? ¿Habría querido saber en qué empleaba sus días de asueto? ¿Habría ansiado averiguar con qué amigos se reunía? ¿Era Sonia la administradora del veneno? ¿Era ella quien había calculado la dosis, siempre pensando en no despertar sospechas, en alcanzar el objeto propuesto provocando una simple gastroenteritis?
Luego, Poirot decidió apartar su atención de «Crosshedges»…
Pensó en la llegada de Norma a Londres y procedió a considerar las tres jóvenes que compartían en la ciudad un piso.
Claudia Reece-Holland, Frances Cary y Norma Restarick… Claudia Reece-Holland era hija de un miembro del Parlamento, de un hombre público, acomodado. A ella se la conceptuaba como una secretaria capaz, instruida, de excelente físico, una profesional de primera clase…
Frances Cary era hija de un abogado. Sus inclinaciones artísticas habíanle llevado a la escuela dramática y luego al Slade. Había trabajado para el «Arts Council», comenzando después a trabajar para una galería de arte. Ganaba un buen sueldo y se juntaba con gente bohemia. Conocía a David Baker, pero esta relación era, al parecer, casual. ¿Estaría enamorada del joven? Poirot se dijo que él venía a representar el tipo de hombre generalmente rechazado por los padres al pensar en sus hijas. ¿En qué radicaba su atractivo desde el punto de vista de ellas? Poirot no acertaba a verlo. Sin embargo tenía que aceptar aquél como un hecho. ¿Y qué opinión se había forjado él mismo de David?
Era, indudablemente, un muchacho de buen aspecto y aire insolente. Se acordaba de su burlona sonrisa cuando tropezara con él en «Crosshedges»… ¿Habíase presentado entonces en la finca por cuenta de Norma? ¿Efectuaba alguna inspección con cualquier fin particular? Poirot recordó la conversación que habían sostenido en el coche. El joven tenía personalidad, poseía facultades. Pero había una faceta de su carácter que distaba mucho de satisfacer al observador imparcial. Poirot cogió uno de los papeles que tenía sobre la mesa, al lado, comenzando a releerlo. Un historial no criminal positivamente. Y, no obstante, no podía ser calificado de bueno. Pequeños fraudes en diversos garajes, actos de puro gamberrismo y cosas por el estilo. Había estado en libertad vigilada dos veces. Todo aquello era el pan nuestro de cada día. Poirot no calificaba sus acciones de malvadas. No llegaba a tanto. David había sido un artista del pincel que prometía. Era de los individuos que rechazan el trabajo sistemático, sostenido. Resultaba vano, orgulloso. Era un «pavo real», que andaba por el mundo prendado de su propio físico. ¿Habría algo más?
Extendió una mano luego, colocándose ante los ojos el papel en que había trazado un esbozo del diálogo de Norma y David en el establecimiento público, tal como lo recordara, por lo menos, la señora Oliver. Movió la cabeza, ponderativo. Dudaba. ¿En qué punto del relato había empezado a estremecerse la imaginación de su amiga? ¿Hablaba sinceramente el muchacho al proponerle a Norma el matrimonio? No se podía dudar, en cambio, de la naturaleza de los sentimientos de ella hacia David. ¿Disponía de una fortuna personal? Era la hija de un hombre rico, pero esto no era lo mismo, aunque lo pareciera. Poirot, cansado, lanzó una exclamación de impaciencia. No se había acordado de estudiar el testamento de la difunta señora Restarick. Consultó diversos papeles. No. El señor Goby no había descuidado tan interesante extremo. Por lo que se apreciaba la primera señora Restarick había disfrutado de dinero, gracias a su esposo, durante toda su existencia. Había percibido una renta anual de mil libras esterlinas. Todo cuanto poseyera fue a parar después a su hija. Poirot calculó que aquello no constituía un señuelo suficientemente poderoso para que una persona interesada pensase en el matrimonio. Probablemente, como tal hija única, Norma heredaría de su padre mucho dinero. La cosa cambiaba mucho, sin embargo. El padre podía dejarle muy poco si le desagradaba el esposo elegido.
Tenía que creer que David amaba realmente a la joven, ya que estaba dispuesto a hacerla su mujer. Pero… Poirot movió la cabeza expresivamente una vez más. (Habría hecho media docena de veces el mismo gesto). Todas estas cosas no casaban bien, no componían un planteamiento satisfactorio. Se acordó del despacho de Restarick, de su mesa de trabajo, del cheque que había extendido, al parecer con el propósito de «comprar» al muchacho, ¡quien daba la impresión de acceder a «venderse»! Otra falta de concordancia. El cheque extendido a nombre de David Baker lo había sido por una fuerte suma. La suma era de tal importancia que supondría una fuerte tentación para cualquier joven pobre de no muy claras inclinaciones. Y sin embargo, sólo el día anterior él había hablado de matrimonio a Norma. Podía haber sido también un movimiento en el transcurso del juego, un movimiento proyectado con la única intención de elevar el precio de la «venta». Poirot evocó la figura de Restarick tras su mesa, con los labios apretados. Debía de haber puesto mucho amor propio en aquel asunto para decidirse a pagar una cantidad exorbitante de dinero. Y demostraba haberse asustado mucho al calibrar la posibilidad de que la chica estuviese decidida a casarse a toda costa con David.
De Restarick pasó a Claudia… Claudia y Andrew Restarick. ¿Había llegado a ser ella su secretaria por pura casualidad? Quizás existiera entre los dos un lazo de unión. Claudia… Pensó detenidamente en la joven. Tres muchachas en un piso, el piso de Claudia Reece-Holland. Ella había sido quien tomara el piso, compartiendo la renta con una amiga, una amiga de antes, y luego, con otra chica, la «tercera chica». La tercera muchacha, pensó Poirot. Sí, siempre volvía a aquel punto. La tercera muchacha. Aquí había venido a parar al final. Era inevitable. El hilo de sus razonamientos terminaba allí. En Norma Restarick.
La muchacha se había presentado en su casa mientras él desayunaba. Con ella había estado sentado alrededor de la mesa de un establecimiento público, la misma mesa en que Norma había estado comiendo habas cocidas con el hombre que amaba. (¡Siempre se encontraban a las horas de las comidas!, observó Poirot). ¿Y qué pensaba él de Norma? En primer lugar: ¿qué pensaba la gente acerca de la chica?
Restarick hablaba desesperado de su desaparición. Estaba atemorizado. No solamente sospechaba… Se hallaba seguro, aparentemente, de que Norma había sido la autora del intento de envenenamiento de Mary. Había consultado con un médico el caso. A Poirot le habría gustado charlar con el doctor, si bien dudaba de que tal gestión le hubiera conducido a alguna parte. A los médicos no les gusta compartir con nadie sus averiguaciones en el terreno profesional. Necesitan la presencia de un pariente para explayarse.
Pero Poirot era capaz de imaginarse con bastante exactitud las declaraciones del doctor consultado. Habría insistido en que era preciso aplicar un tratamiento. Debía de haberse mostrado cauteloso, como sólo saben serlo los médicos. Probablemente, no habría hablado de trastornos mentales, pero sí sugeriría cualquier cosa sobre este particular. En efecto, el doctor pensaría para sí que allí estaba el quid de todo. Como buen profesional, sabría cuanto se puede saber acerca de las muchachas histéricas y que éstas hacen cosas que no son realmente consecuencia de perturbaciones mentales, sino de una mezcla de celos y otras emociones. Probablemente, la persona consultada no era especialista en psiquiatría, ni neurólogo. Tal vez fuera un practicante, un hombre de experiencia, quien no se avendría a correr ciertos riesgos formulando algunas acusaciones, pero, en cambio, apuntaría ideas con toda despreocupación. Un trabajo en un sitio o en otro, en Londres, por ejemplo… ¿Un tratamiento a fondo dirigido por un especialista más tarde?
¿Qué pensaban los demás de Norma Restarick? Claudia Reece-Holland… Poirot no sabía contestarse a esto. No podía deducir la respuesta de los informes que tenía de la joven. Era capaz de guardar un secreto. Con toda seguridad que sólo lo revelaría cuando ella quisiera. No había dado señales de pretender echar del piso a Norma, decisión que hubiera estado justificada nada más que con alegar el estado mental de la «tercera muchacha». Norma Restarick no había regresado al piso después del fin de semana en la casa del padre. A Claudia le había enojado esto. Era posible que Claudia influyese más de lo que parecía en el planteamiento general del problema… Poirot se dijo que era una joven inteligente, que realizaba su trabajo con gran eficiencia… Luego, su atención volvió a concentrarse en Norma, en la «tercera muchacha» de nuevo.
¿Cuál era su papel dentro del caso? ¿Podría ser considerada la pieza fundamental del rompecabezas, una de las que le permitirían el rápido ensamble de la mayor parte de los elementos del «puzzle»? ¿Era una Ofelia? Existían dos opiniones a este respecto… Igual que había dos sobre Norma. ¿Estaba Ofelia loca o pretendía estarlo? Las actrices no se habían mostrado nunca de acuerdo a la hora de decidir cómo había de ser presentado el papel… Bueno, no, los productores. Era de ellos de quienes salían las ideas. ¿Estaba Hamlet cuerdo o loco? Que cada uno decidiera según su leal manera de ver y entender. ¿Estaba Ofelia loca o cuerda?
Al referirse a su hija, Andrew Restarick no había empleado el vocablo «loca». Había hablado siempre de «una perturbación mental», preferentemente. Otros calificativos habían sido «algo ciego», «un tanto extravagante». En cuanto al juicio de la mujer de la limpieza… ¿Se obraba prudentemente aceptando la opinión de los servidores? Poirot pensaba que sí. En Norma existía algo raro, desde luego. La recordó en el instante de entrar en su habitación, peinada y vestida como tantas otras chicas modernas, con sus cabellos caídos sobre los hombros, el vestido sin personalidad, el aire desprendido, la mirada de una persona adulta.
«Lo siento. Es usted demasiado viejo».
Tal vez tuviera razón. Él la había mirado con los ojos de un viejo prácticamente, sin demostrar admiración. Y Norma no había adoptado la pose instintiva de la mujer, deseosa siempre de agradar. Sus gestos estaban exentos de coquetería. Era una muchacha carente de sentido, que no pensaba en su feminidad. No había en ella encanto, ni misterio, ni atracción. Tal vez no tuviera nada que ofrecer al hombre, si se exceptuaba lo rigurosamente vital, lo puramente biológico. Quizás hubiese tenido razón al rechazarlo. Él no podía ayudarla porque no la comprendía, porque era totalmente incapaz de apreciar y valorar sus sentimientos. Poirot había hecho por la chica todo lo que pudiera. Ahora bien, ¿qué ventajas habíanse derivado de su actitud? ¿Qué realizaciones cabía señalar? La contestación acudió rápidamente: La había mantenido a salvo. Eso, por lo menos. Pero, ¿necesitaba Norma ser puesta a salvo de algún peligro? Era éste un punto extraordinariamente interesante. Su confesión… ¡Oh! ¿Confesión o anuncio? Quizás he cometido un crimen…
Un momento. Llegaba a la clave del enigma. Aquél era su oficio. Enfrentarse con el crimen, aclarar el crimen, ¡impedir el crimen! Tenía que ser un buen sabueso, rastreador del delito. Un crimen anunciado. Una acción violenta en alguna parte. La había buscado. Sin encontrarla. ¿El incidente del arsénico en la sopa? ¿La escena de los jóvenes gamberros atacándose mutuamente navajas en mano? Recordaba la frase ridícula y siniestra: manchas de sangre en el patio. Una bala que sale del corazón de un revólver… ¿Contra quién? ¿Por qué?
No existía seguramente una fórmula criminal que se acomodara a las palabras de la chica. ¿Quizás he cometido un crimen? Poirot había estado dando tropezones en la oscuridad, esforzándose por ver el planteamiento del caso criminal, calculando en qué parte del mismo encajaba la «tercera muchacha». Pues bien, siempre habíase visto obligado a retroceder, apremiado por la urgente necesidad de saber cómo era aquella muchacha en realidad.
Y luego, con frase accidental, Ariadne Oliver le había enseñado la luz: el supuesto suicidio de una mujer en Borodene Mansions. Este hecho encajaba perfectamente en el rompecabezas. La «tercera muchacha» vivía precisamente allí. Tenía que tratarse del crimen que él había estado buscando; otro crimen cometido en la misma fecha hubiera sido una coincidencia demasiado grande. Aparte de que no se sabía de ningún otro que hubiera tenido lugar entonces. Ninguna otra muerte la habría impulsado a consultarle a él, a Poirot, a toda prisa, tras haber escuchado en cierta reunión las alabanzas prodigadas por la señora Oliver al mencionar al detective privado. Y así, cuando Ariadne le había hablado con toda naturalidad de la suicida, él experimentó la impresión de haber hallado lo que estuviera buscando con tanto empeño.
Allí tenía la pista. La respuesta a su perplejidad. Aquel hallazgo era lo que andaba necesitando. El porqué, el cuándo, el dónde…
—Quelle déception! —exclamó Hércules Poirot en voz alta.
Extendió una mano para coger un papel en que había sido escrito el resumen de una existencia de mujer. Allí estaban los datos más sobresalientes de la vida de la señora Charpentier. Una mujer de cuarenta y tres años de edad, de buena posición social, de la que se afirmaba que había sido una joven alocada… Dos matrimonios… Dos divorcios… Una mujer que sentía una gran afición por los hombres. Años más tarde se había ido entregando progresivamente a la bebida. Gustaba mucho de las reuniones de amigos. Se decía de ella que se había procurado últimamente la compañía de gente mucho más joven, hombres sobre todo. Vivía sola, en su apartamento de Borodene Mansions. Poirot se hacía cargo de lo que habría sido aquel tipo de mujer. Y hasta comprendía por qué una mañana, al despertar y enfrentarse con un nuevo día, desesperada, había sentido el impulso de arrojarse a la calle por una de las ventanas de su piso.
¿Por qué? ¿Porque padecía cáncer o creía padecerlo? ¿Cómo? ¡Si en la encuesta el médico forense había declarado de forma tajante que no existían motivos para creer tal cosa!
Poirot quería dar con algo que uniera a aquella mujer con Norma Restarick. No acertaba a localizarlo. Empezó a releer el informe…
En la encuesta la identificación había corrido a cargo de un abogado. Se llamaba Louise Carpentier, si bien ella usaba este apellido afrancesado. Charpentier. ¿Porque iba mejor con su nombre de pila? ¿Por qué a Poirot Louise le sonaba vagamente familiar? ¿Lo había mencionado alguien durante una conversación? ¿Formaba parte de una frase? Sus dedos se movieron ágilmente, separando unas cuartillas de otras. ¡Ah! ¡Allí estaba! Había una referencia. Andrew Restarick había abandonado a su mujer para irse con otra, llamada Louise Birell. Una persona que había quedado prácticamente anulada en las etapas posteriores de la vida de Andrew. Al cabo se disgustaron, separándose. La misma línea de conducta, se dijo Poirot. Conocía aquel tipo de mujer… Después de haber amado violentamente a aquel hombre, llevándole a destrozar su hogar, venía la riña y la separación definitiva… Estaba seguro, muy seguro, de que aquella Louise Charpentier y Louise Birell eran la misma persona.
Aun así, ¿cómo ligar su vida a la de Norma? ¿Habría regresado Andrew Restarick a Inglaterra en compañía de Louise Charpentier? Poirot dudaba de esto. Se habían separado años atrás. Que se hubieran reunido nuevamente le parecía improbable, por no decir imposible. Aquel había sido para Restarick un amor pasajero, en realidad. Mary no podía mostrarse celosa a consecuencia del pasado tormentoso de su marido en el grado que revelaba el propósito de arrojar a la antigua amante por la ventana de un séptimo piso. Pensar eso era ridículo. La única persona que Poirot estimaba capaz de albergar y fomentar un resentimiento años y años, como colofón, de vengarse, era la primera señora Restarick. Y aquí el hilo del razonamiento se acababa por un motivo evidente: la madre de Norma había fallecido hacía tiempo.
Sonó el timbre del teléfono. Poirot no se movió. En aquel instante lo único que deseaba era no ser molestado. Tenía la impresión de haber dado con una huella de cierta categoría… Quería insistir, seguir por aquel camino… El teléfono dejó de sonar. Perfectamente. La señorita Lemon se las entendería con el comunicante.
Abrióse la puerta de la habitación, entrando aquélla.
—La señora Oliver quiere hablar con usted —anunció.
Poirot movió una mano, despidiéndola.
—No, no. Ahora no. ¡Se lo ruego! No me es posible hablar con ella ahora.
—Dice que se trata de algo que acaba de recordar… de algo que había olvidado decirle. Se refiere a un trozo de papel…, a una carta sin terminar, la cual, según parece, se salió del cajón de una mesa que dos hombres subían a un capitoné. Me ha contado una incoherente historia —manifestó la señorita Lemon, permitiéndose dar a sus palabras un leve tono de desaprobación.
El movimiento de la mano de Poirot se tornó frenético.
—Ahora, no —respondió, impaciente—. Se lo ruego, señorita Lemon… Ahora, no.
—Le diré que está usted muy ocupado.
La señorita Lemon se retiró.
Poirot sintió que la paz volvió a renacer a su alrededor. Se notaba fatigado, sin embargo. Llevaba entregado a sus reflexiones demasiado tiempo, quizás. Era preciso descansar. Había que borrar aquella tensión. Probablemente, lo vería todo más claro luego. Cerró los ojos. Allí, ante él, tenía todos los elementos, todos los datos del problema con sus incógnitas. Estaba seguro de una cosa ahora: nada nuevo llegaría ya a él desde el exterior. Lo que más le interesaba había de venir de dentro…
* * *
Y… de repente, en el preciso instante en que sus párpados se cerraban por el sueño (pura paradoja), lo vio…
Estaba allí… ¡esperándole! Tendría que desenmarañarlo. Pero ya sabía a qué atenerse. Todos los elementos del rompecabezas se hallaban al alcance de su mano. Y encajaban perfectamente unos en otros. Una peluca, un cuadro, las cinco de la madrugada, unas mujeres, y sus respectivos peinados, el «pavo real»… Todo conducía a la frase con que comenzara la historia.
Quizás haya cometido un crimen… ¡Naturalmente!
La tercera muchacha…
Se le vino a la memoria una absurda canción infantil. Recitó la letra en voz alta:
Rub, a dub dub
, tres hombres en una bañera.
¿Y quiénes creéis que son?
Un carnicero, un panadero, un fabricante de palmatorias…
—¡Lástima que no se acordara del último verso!
Un panadero, sí[1], y de una manera un poco rebuscada, un carnicero…
Pat a cake, pat
, tres chicas en un piso.
¿Y quiénes creéis que son?
Una secretaria particular y una muchacha del Slade.
La tercera es…
Entró de nuevo en el cuarto de la señorita Lemon.
—¡Ah! ¡Ya recuerdo! «Y los tres salieron de una imaginaria patata».
La señorita Lemon contempló a su jefe con cierta expresión de ansiedad en sus ojos.
—El doctor Stillingfleet insiste en hablar con usted enseguida. Me ha dicho que es urgente.
—Contéstele al doctor Stillingfleet que… ¿El doctor Stillingfleet, ha dicho usted?
Poirot cruzó aprisa por delante de su secretaria, cogiendo el micro.
—Aquí me tiene, doctor. ¡Poirot al habla! ¿Ha ocurrido algo?
—La muchacha se me ha escapado.
—¿Qué?
—Lo que acaba de oír: se ha ido. Utilizó la puerta principal para marcharse.
—¿Y le permitió usted…?
—¿Qué otra cosa podía hacer?
—Pudo usted haberla obligado a quedarse ahí.
—No.
—Eso ha sido una locura.
—No.
—¿Es que no comprende?
—Lo convenido fue eso. Era libre: podía marcharse cuando ella quisiera.
—Usted no sabe qué complicaciones acarreará ese paso.
—Es posible. Pero yo sé muy bien lo que me hago. Y de no haberla dejado partir todo mi trabajo no habría servido de nada. Me ha encargado un trabajo y yo no lo he rehusado… Su labor es distinta de la mía. No perseguimos el mismo fin. Le notifiqué que estaba consiguiendo resultados positivos. Tanto es así que me hallaba seguro de que no se iría.
—Entonces, mon ami… ¿A qué se debe esa acción suya?
—Francamente: no lo entiendo. No me explico este retroceso.
—Algo ha sucedido.
—Sí, pero, ¿qué?
—Habrá visto a alguien; alguien habló con ella, una persona que descubrió su paradero…
—¿Cómo? ¿Cómo? Ahora bien, usted ni parece darse cuenta de que la chica es una persona libre, dueña de sus acciones. Tiene que ser así.
—Alguien la localizó; alguien averiguó dónde se encontraba… ¿Recibió alguna carta o un telegrama? ¿La llamaron por teléfono?
—No, no. No ha sido nada de eso, estoy seguro.
—Entonces… ¿cómo? ¡Claro! Los periódicos. Ustedes, naturalmente, recibirán periódicos en ese establecimiento, ¿no?
—Por supuesto. Yo siempre he abogado en mi centro por que los pacientes lleven una existencia completamente normal.
—Pues ésa ha sido la vía utilizada, la de la vida cotidiana… ¿Cuántos periódicos reciben ustedes?
—Cinco.
El doctor Stillingfleet los citó uno por uno.
—¿Cuándo se marchó la joven?
—Esta mañana, a las diez y media.
—Exacto. Después de haber leído los diarios. Se trata de un buen punto de partida. ¿Qué periódicos leía ella habitualmente?
—Yo no creo que tuviese predilección por ninguno. Unas veces leía uno y otras veces otro… En ocasiones echaba un vistazo a los cinco.
—Bien. No quiero perder el tiempo hablando.
—Usted piensa quizá que leyó algún anuncio, ¿verdad? ¿Es por ahí por donde apunta?
—¿Y qué otra explicación puede existir? Adiós, doctor. No voy a decirle más por ahora. Tengo que buscar… He de buscar ese supuesto anuncio y proceder rápidamente…
Poirot colgó…
—Señorita Lemon, tráigame nuestros dos periódicos: el Morning News y el Daily Comet. Dígale a George que salga para comprar los restantes…
Mientras escudriñaba en las páginas tratando de localizar la sección de anuncios particulares, siguió reflexionando…
Era preciso llegar a tiempo. Ya se había cometido un crimen. Había otro en perspectiva… Él era Hércules Poirot, el vengador de la persona inocente. ¿No había dicho más de una vez (y la gente se reía al escuchar su afirmación), «Yo no apruebo el crimen»? Todos habían tomado aquellas palabras por una declaración de tipo elemental, superflua, que sobraba. Pero no tenía nada de tal. Era una sencilla declaración de hecho, desprovista de acentos melodramáticos. Poirot no aprobaba el delito.
Entró George en la estancia, portador de un puñado de periódicos.
—Son de esta mañana, señor.
Poirot miró a la señorita Lemon, quien aguardaba órdenes suyas.
—Repase los que acabo de ver, por si se ha escapado cualquier cosa.
—¿Se refiere a la columna de anuncios particulares, a los de índole personal?
—Sí. Puede que en alguno de ellos aparezca el nombre de David. O el de una chica. También puede ser que encuentre un diminutivo cariñoso o un apodo del mismo tipo: no creo que utilicen el de Norma… El anuncio adoptará la forma de una solicitud de ayuda o dará los datos necesarios para una cita.
Obedientemente, aunque con cierto disgusto, la señorita Lemon se hizo, cargo de los periódicos. Aquello no era lo suyo. A ella le agradaba demostrar su eficiencia con otras tareas. Pero, de momento, no tenía nada que hacer.
Poirot extendió sobre la mesa el Morning Chronicle. Empezó a leer la sección correspondiente, grande, dilatada. No había otra mayor. Tres columnas.
Una señora que quería deshacerse de su abrigo de pieles… Un proyecto de viaje al extranjero para el que se precisaba la aportación de varias personas… El anuncio de venta de una casa sumamente atractiva… Una solicitud de huéspedes… Una petición de corresponsales… Ofrecimientos para la elaboración de chocolates caseros… «Julia. Nunca te olvidaré. Siempre tuyo». Éste hubiera podido servir de modelo en la sección. La mayoría eran así. Consideró un momento aquella declaración, pero prosiguió su examen de los restantes. Muebles estilo Luis XV… Un ofrecimiento de colocación para una señora de mediana edad, necesaria para regentar un hotel… «En desesperado apuro. Tengo que verte. Ven al piso a las 4.30. No faltes. Nuestra clave: Goliath».
Oyó el timbre de la puerta en el preciso momento en que él decía:
—Un taxi, George.
Poirot se embutió en su abrigo, penetrando en el vestíbulo cuando su servidor abría la puerta, tropezando entonces con la señora Oliver, que entraba. Los tres hicieron rápidos e instintivos movimientos en el estrecho corredor para recobrar la, por un momento, perdida compostura…