Capítulo VI

En el primer piso de Gorston Hall, un largo pasadizo conducía a una amplia habitación, desde la cual se dominaba el paseo principal. Era una estancia amueblada con el más llamativo de los estilos anticuados. Las paredes estaban cubiertas de papel brocado, había sillones de cuero, jarros decorados con dragones, esculturas de bronce... Todo en ella era magnífico y sólido.

En el amplio sillón de alto respaldo se sentaba un hombre delgado y consumido. Sus engarfiadas manos reposaban sobre los brazos del sillón. Llevaba una vieja bata azul. Calzaba zapatillas de fieltro. Tenía el cabello blanco y el cutis amarillo.

Cualquiera hubiese creído que se trataba de una figurilla insignificante. Pero la aguileña nariz y los ojos oscuros e intensamente vivos hubieran hecho variar de opinión al observador. Había allí vida y vigor.

De cuando en cuando, el viejo Simeon Lee soltaba una risita.

—¿Entregó mi mensaje a Alfred? —preguntó. Horbury estaba de pie junto al sillón. Con voz suave y humilde replicó:

—Sí, señor.

—¿Le dijo exactamente lo que yo le encargué? ¿Las mismas palabras?

—Sí, señor. No cometí errores.

—Y es mejor que no los cometa, pues tendría que lamentarlo. ¿Y qué dijo, Horbury? ¿Qué contestó Alfred? Con voz lenta y apagada, Horbury explicó lo ocurrido. El viejo volvió a reír, frotándose las manos.

—¡Magnífico! ¡Estupendo! Deben de haber pasado toda la tarde haciendo cábalas. ¡Magnífico! Ahora hablaré con ellos. Hágalos subir.

—Perfectamente, señor.

Con paso silencioso, Horbury salió de la habitación. El anciano permaneció inmóvil en su sillón, acariciándose la barbilla, hasta que se oyó una llamada en la puerta. Lydia y Alfred entraron en la habitación.

—¡Ah, ya estáis aquí! Querida Lydia, siéntate a mi lado. ¡Qué hermosos colores tienes!

—He estado fuera. El frío hace enrojecer.

—¿Cómo estás, papá? —inquirió Alfred-. ¿Has descansado bien esta tarde?

—Estupendamente. He estado soñando con los tiempos pasados. Antes de que me hiciera rico y me convirtiese en uno de los pilares de la sociedad.

Soltó una risa seca.

Su nuera permanecía inmóvil, sonriendo con cortés atención.

Alfred preguntó:

—¿Quiénes son esos dos invitados que no conocemos?

—¡Ah, sí! Tengo que hablaros de ello. Vamos a celebrar unas Navidades magníficas este año. Sobre todo para mí. A ver... Vendrán George y Magdalene... ¿Lo sabéis?

—Sí, llegan mañana a las cinco y veinte —dijo Lydia.

—Pobre George —murmuró el viejo-. No es más que un globo hinchado. Sin embargo, es mi hijo.

—Sus electores le aprecian —intervino Alfred.

Simeon se echó a reír.

—Porque creen que es honrado, seguramente. ¡Honrado! Jamás ha existido un Lee honrado.

—¡Oh, papá!

—A ti hay que descontarte, hijo.

—¿Y David? —preguntó Lydia.

—David... Tengo curiosidad por verle después de tantos años. Era un chiquillo un poco loco. ¿Cómo será su mujer? Por lo menos no se ha casado con una mujer veinte años más joven que él, como ese idiota de George.

—Hilda escribió una carta muy amable —explicó Lydia-. He recibido un telegrama, confirmándola y diciendo que llegarán mañana.

Su suegro le dirigió una penetrante mirada. Luego se echó a reír.

—Lydia nunca cambia —dijo-. Lo digo en tu honor, Lydia. Eres de pura sangre. Se nota tu buena educación y tu buena familia. Es curioso eso de las cualidades y defectos hereditarios. De todos vosotros, sólo uno ha salido a mí. De todos los cachorros, sólo uno —le danzaron los ojos-. Ahora adivinad quién viene a pasar las Navidades aquí. Podéis contestar tres veces y apuesto cinco peniques a que no acertáis.

Miró a su hijo y a su nuera, sonriendo astutamente. Por fin, Alfred dijo:

—Horbury nos comentó que esperabas a una joven.

—Y estoy segurísimo de que eso te intrigó. Pues sí. Pilar está a punto de llegar. He dado órdenes al chofer para que vaya a recogerla.

—¿Pilar? —murmuró Alfred.

—Pilar Estravados —contestó Simeon-. La hija de Jennifer. Mi nieta. Me gustaría saber cómo es.

—¡Pero si nunca me habías dicho...! —exclamó Alfred. El viejo seguía riendo.

—No; quise guardarlo en secreto. Hice que Carlton escribiera y arreglase las cosas.

Con acento herido y de reproche, Alfred repitió:

—¡Nunca me habías dicho...!

—Hubiera echado a perder la sorpresa —replicó su padre-. ¿Te das cuenta de lo que significará tener otra vez sangre joven bajo este techo? No llegué a conocer a Estravados. Me gustaría saber si la chica ha salido al padre o a la madre.

—¿De veras crees que es prudente? —empezó Alfred-. Teniéndolo todo en cuenta...

El viejo le interrumpió.

—La seguridad... la seguridad... Te preocupa demasiado la seguridad, hijo mío. Yo no he sido así. Vive como quieras y haz lo que te dé la gana sin preocuparte de las consecuencias. Éste ha sido mi lema. La chica es mi nieta. La única nieta o nieto de la familia. No me importa quién fuera su padre ni lo que hizo. Es carne de mi carne y sangre de mi sangre. Y va a venir a vivir a esta casa.

—¿Se quedará a vivir aquí? —preguntó Lydia. El viejo dirigió una rápida mirada a su nuera. —¿Tienes algún inconveniente?

Lydia movió negativamente la cabeza.

—No creo ser yo la persona más indicada para poner reparos a que una nieta de usted venga a vivir a su casa, ¿no? Sólo estaba preguntándome cómo será esa joven, y preocupándome...

—¿De qué te preocupas?

—Pensaba en que no sé si será feliz aquí. El viejo irguió la cabeza.

—No tiene ni un céntimo. Deberá estar agradecida. Lydia encogióse de hombros.

Simeon se volvió hacia Alfred.

—¿Lo ves? Vamos a pasar unas Navidades magníficas. Todos mis hijos reunidos a mi alrededor. ¡Todos mis hijos! Ahí tienes la clave para el resto del misterio, Alfred. Adivina quién es el otro visitante.

Alfred miró boquiabierto a su padre.

—¡Todos mis hijos! ¡Adivina, muchacho! ¡Pues, claro, Harry! ¡Tu hermano Harry!

Alfred se había puesto muy pálido.

—¿Harry? —tartamudeó-. ¿Harry...?

—El mismo.

—Pero... si creíamos que estaba muerto.

—No era él.

—¿Y le haces volver después de... de todo...?

—El hijo pródigo, ¿eh? ¡Tienes razón! El carnero más rollizo. Tenemos que matar el cordero mejor cebado, Alfred. Tenemos que hacerle un gran recibimiento.

—Te trató... a ti y... a todos... muy desconsideradamente —dijo Alfred.

—No es necesario que saquéis a relucir sus crímenes. La lista es larga. Pero debes recordar que en Navidad se perdonan todas las culpas. Debemos celebrar el retorno a casa del hijo pródigo.

—Ha sido... una sorpresa —murmuró Alfred-. Nunca soñé que Harry volviera a hallarse bajo este techo. Simeon se inclinó hacia delante.

—Tú nunca has apreciado a Harry, ¿verdad? —preguntó con voz suave.

—Después de cómo se portó contigo... Simeon se echó a reír.

—El pasado, pasado está... Éste es el espíritu del cristianismo, ¿no, Lydia?

Ésta había palidecido. Con voz seca, replicó:

—Veo que este año se ha preocupado mucho por las fiestas de Navidad.

—Quiero estar rodeado de mi familia. Paz y buena voluntad. Soy un viejo. ¿Te vas, hijo?

Alfred había salido apresuradamente de la habitación. Lydia se detuvo un momento antes de seguirle.

—La noticia le ha trastornado. Él y Harry nunca se llevaron bien. Harry se burlaba de Alfred. Le llamaba: «Lento y Seguro».

Lydia abrió la boca. Estaba a punto de hablar; luego, al notar la anhelante expresión del viejo, se contuvo. Comprendió que aquel dominio de sí misma decepcionaba a su suegro. El notar esto le permitió añadir:

—La liebre y la tortuga, ¿no? De todas formas, la tortuga gana la carrera.

—No siempre —replicó Simeon-. No siempre, mi querida Lydia.

—Perdone que vaya a acompañar a Alfred —sonrió Lydia-. Las emociones inesperadas siempre lo trastornan.

El anciano rió de nuevo.

—Sí, a Alfred no le gustan los cambios.

—Pero Alfred le quiere a usted mucho.

—Y eso te extraña, ¿verdad, Lydia? —A veces sí.

Cuando la mujer salió de la estancia, Simeon quedóse mirando hacia la puerta por donde había salido. Rió suavemente y se frotó las manos.

—Nos vamos a divertir mucho, mucho —dijo-. Estas Navidades van a ser algo fantástico.

Haciendo un esfuerzo se puso en pie y, con ayuda de su bastón, cruzó la habitación. Llegó hasta una gran caja de caudales que se hallaba en un extremo de la estancia. Hizo girar la combinación. La puerta se abrió y el viejo rebuscó con mano temblorosa en su interior. Sacó un maletín de cuero y, abriéndolo, jugueteó con un montón de diamantes sin tallar.

—Bien, hermosos, bien. Siempre iguales. Siempre mis viejos amigos. Aquellos tiempos eran buenos. A vosotros, amigos míos, no os cortarán ni pulirán. No colgaréis del cuello de ninguna mujer, ni de sus orejas, ni os ostentarán en sus dedos. ¡Sois míos! ¡Mis viejos amigos! Nosotros sabemos bastantes cosas secretas, ¿verdad? Dicen que soy viejo y estoy enfermo, pero aún no estoy acabado. Aún le queda mucha vida al viejo perro. Y la vida tiene, todavía, muchas cosas divertidas. Podremos divertirnos.

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