Capítulo I

—¿Acepta usted, monsieur Poirot? —preguntó Alfred Lee.

Mientras hablaba se llevó nerviosamente la mano a la boca. En sus ojos había febril excitación. Al hablar tartamudeaba ligeramente. Lydia le miraba con cierta ansiedad.

—No sabe usted lo que eso significa para mí —siguió Alfred-. El asesino de mi padre debe ser descubierto.

—Puesto que me dice usted que ha reflexionado bien sobre ello, míster Lee, acepto su proposición —dijo Poirot-. Pero tenga en cuenta que no podrá volverse atrás. Yo no soy de esos perros a quienes se lanza sobre una pista y luego se les quiere hacer retroceder porque la caza que levantan no es del agrado del amo.

—Claro, claro. Todo está ya preparado. Su dormitorio... Estése aquí todo el tiempo que desee.

—No les molestaré mucho tiempo —aseguró gravemente el detective.

—¿Cómo?

—Digo que no tardaré mucho en descubrir la verdad. Este crimen se mueve en un círculo tan restringido que no puede pasar mucho tiempo sin que se descubra la verdad. Es más; creo que el fin está muy próximo.

—¡Imposible! —exclamó Alfred Lee.

—No lo crea. Todos los hechos señalan más o menos directamente en una dirección. Sólo falta por aclarar algún detalle insignificante. Cuando eso se haya logrado relucirá la verdad.

—¿Quiere decir que ya sabe...? —preguntó Alfred, incrédulamente.

—¡Oh, sí! —sonrió Poirot-. Ya sé.

—¡Mi padre... mi padre! —exclamó Alfred, volviéndose hacia la puerta.

—Tengo que pedirle dos cosas, míster Lee —dijo Poirot.

Con voz opaca, Alfred Lee replicó:

—Lo que usted quiera... lo que usted quiera.

—En primer lugar, quisiera que se colocase en la habitación que me ha sido destinada el retrato de Lee cuando era joven.

Alfred y Lydia miraron al detective.

—¿El retrato de mi padre? —preguntó Alfred-. ¿Para qué?

Con un leve encogimiento de hombros, Poirot replicó:

—Pues... para inspirarme.

—¿Es que pretende descubrir el crimen por medio del espiritismo? —preguntó Lydia.

—Digamos que no sólo pienso utilizar los ojos del cuerpo, sino también los del cerebro. Y ahora, míster Lee, me gustaría saber exactamente en qué circunstancia murió Juan Estravados, el marido de su hermana.

—¿Es eso necesario? —preguntó Lydia.

—Necesito conocer la verdad de todo.

—A causa de una pelea por una mujer, Juan Estravados mató a un hombre —dijo Alfred.

—¿Cómo lo mató?

Alfred dirigió una mirada suplicante a Lydia. Ésta replicó:

—Le apuñaló. Como la pelea fue provocada por la víctima, Juan Estravados fue condenado a dos años de cárcel y murió en ella.

—¿Sabe su hija la verdad?

—Creo que no.

—No, Jennifer nunca se lo dijo —afirmó Alfred.

—Muchas gracias.

—¿Cree usted que Pilar...? —preguntó Lydia-. ¡Es absurdo!

—Ahora, míster Lee, le agradecería que me dijera algo acerca de su hermano Harry.

—¿Qué desea usted saber?

—Creo que le consideran como una vergüenza para la familia, ¿no? ¿Por qué?

—Es un suceso ya muy viejo —dijo Lydia. Con el rostro enrojecido, Alfred contestó:

—Si quiere usted saberlo, monsieur Poirot, robó una gran cantidad de dinero falsificando la firma de mi padre en un cheque. Como es natural, mi padre no le llevó a los tribunales. Harry siempre ha sido así. Por todo el mundo se ha metido en líos. Siempre enviando cablegramas pidiendo dinero para salir de algún apuro. Ha salido de una cárcel para meterse en otra.

—Eso no lo sabes, Alfred —advirtió Lydia.

—¡Harry no es bueno! —exclamó Alfred-. ¡No lo ha sido nunca!

—Veo que no se quieren mucho —comentó Poirot.

—Mi padre fue una víctima suya —declaró Alfred. Lydia lanzó un impaciente suspiro. Poirot, al oírlo, volvió la cabeza hacia ella.

—Si al menos se encontrasen esos diamantes —dijo-. Estoy segura de que en ellos está la solución del problema.

—Ya han sido hallados, señora —anunció Poirot.

—¿Qué?

—Fueron encontrados en su jardín del Mar Muerto...

—¿En mi jardín? ¡Qué cosa tan extraordinaria!

—Sí que lo es, señora —asintió Poirot.

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