Capítulo II

Entraron todos en la habitación, deteniéndose en el umbral. Simeon hablaba por teléfono. Les saludó con un ademán.

—Sentaos; en seguida estoy por vosotros. Continuó hablando por teléfono.

—¿Es Carlton, Hodkin y Brace? ¿Es usted, Carlton? Simeon Lee al habla. Sí, muchas gracias... Sí... No, sólo quería extender un nuevo testamento... Sí, claro, desde que firmé el otro ha pasado mucho tiempo. Las cosas han cambiado. No, no tengo prisa. No quiero estropearle las Navidades. El veintiséis o el veintisiete. Pase por aquí y le diré lo que quiero hacer... Está bien, no creo que hasta entonces me ocurra nada.

Colgó el teléfono en su horquilla y, a continuación, dirigió una mirada a los ocho miembros de su familia. Soltando una seca carcajada, comentó:

—Estáis todos muy serios. ¿Qué os pasa? —Nos mandaste venir... —empezó Alfred.

—¡Ah, sí! No ha sido nada importante. ¿Creíste que íbamos a celebrar un consejo de familia? No, hoy me encuentro muy cansado. Me acostaré temprano. No hace falta que nadie suba a verme después de cenar. Quiero estar fresco para el día de Navidad. Gran institución familiar esa de la Navidad, ¿no te parece, Magdalene?

—¡Oh, sí, sí... claro!

—Tú vivías con un marino retirado... tu padre —siguió el viejo, haciendo una significativa pausa al final de la frase-. Supongo que no celebraríais muy bien las Navidades, ¿no es verdad? Para eso hace falta una gran familia.

—Sí... desde luego.

La mirada de Simeon Lee se posó en George.

—No quiero hablar de cosas desagradables en este día, pero debo decirte, George, que lamentándolo mucho me veré obligado a reducir tu pensión. De ahora en adelante los gastos de esta casa van a ser mayores.

George se puso muy colorado. —¡Pero papá, tú no puedes hacer eso!

—¿Por qué no? —preguntó con voz suave Simeon-. Mis gastos son ya muy elevados. Mucho. Aún ahora me resulta sumamente difícil cubrirlos todos. Se necesita la más rigurosa economía.

»Haz que tu esposa economice aún más. Las mujeres saben hacerlo. Pueden economizar en cosas que un hombre jamás hubiera imaginado. Una mujer inteligente puede hacerse sus propios vestidos. Recuerdo que mi esposa era muy diestra con la aguja. Lo era en todo, una buena mujer, pero muy aburrida...

David se puso en pie de un salto.

—Siéntate —le ordenó su padre-. Vas a tirar algo. —¡Mi madre...! —empezó David.

—Tu madre tenía menos seso que un mosquito —estalló Simeon-. Y me parece que sus hijos lo han heredado. —Se incorporó. La sangre se le había agolpado en las mejillas. Su voz elevóse chillonamente-. Ninguno de vosotros vale un comino. ¡Estoy harto de todos! ¡No sois hombres! ¡Sois una cuadrilla de cobardes encanijados! ¡Pilar vale más que todos vosotros juntos! Estoy seguro de que cualquiera de los otros hijos que tengo por el mundo vale más que vosotros, a pesar de haber nacido en la ilegalidad.

—Te pones un poco duro, papá —dijo Harry, cuyo rostro alegre parecía cruzado por una sombra.

—¡Lo mismo te digo a ti! —chilló Simeon-. ¿Qué has hecho en el mundo? De todos los rincones de la tierra me has enviado plañideras demandas de dinero. ¡Os juro que me dais asco todos! ¡Fuera de aquí!

Después de esto dejóse caer en su asiento, jadeando ligeramente.

Lentamente, uno a uno, sus parientes fueron saliendo. George estaba rojo de indignación, Magdalene parecía asustada, David estaba pálido y tembloroso. Harry salió casi corriendo, Alfred se movía como un sonámbulo, Lydia le siguió con la cabeza muy erguida. Sólo Hilda se detuvo junto a la puerta y volvió lentamente atrás. En sus movimientos había algo de amenazador.

—¿Qué pasa? —preguntó Simeon.

—Cuando recibimos su carta creí lo que usted decía en ella —respondió la mujer-. Pensé que deseaba reunir en torno suyo a su familia en una fiesta tan señalada como la de Navidad. Por ello persuadí a David de que viniese.

—¿Y qué?

—Pues que usted quería agrupar a su alrededor a sus hijos con otro propósito del que afirmaba. Los quería para insultarles, para demostrar que los tiene a todos agarrados por el cuello. ¡Tiene usted una idea muy extraña del humor!

—Siempre la he tenido —rió el anciano-. No pretendo que los demás la compartan.

Hilda Lee permaneció callada unos segundos. Al fin, algo inquieto, su suegro preguntó:

—¿En qué estás pensando?

—Tengo miedo —replicó Hilda.

—¿De mí?

—No, por usted.

Y como juez que acaba de dictar sentencia, volvióse y abandonó lenta y silenciosamente la estancia.

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