Capítulo III

Cuando terminó el almuerzo, Alfred le dijo a Pilar:

—¿Quieres acompañarme a mi despacho? Quiero decirte algo.

La guió hasta su estudio, y cerró la puerta tras sí. Los demás se dirigieron al salón. Sólo Hércules Poirot permaneció en el vestíbulo, mirando pensativamente la puerta cerrada del estudio.

En aquel momento, Tressilian se acercó a él.

—Quisiera hablar con míster Lee —dijo el viejo mayordomo-. Pero no me atrevo a molestarle.

—¿Ha ocurrido algo? —inquirió el detective.

—Una cosa muy rara, señor. Una cosa que no tiene sentido.

—Cuéntemela.

—Pues... —el mayordomo vacilaba-. ¿Se ha fijado el señor en las balas de cañón que hay a los lados de la puerta principal, en la parte de fuera? Son dos grandes bolas de piedra... Pues... una de ellas ha desaparecido.

Poirot arqueó las cejas.

—¿Desde cuándo? —preguntó.

—Esta mañana estaban allí las dos. Yo lo juraría. El rostro de Poirot se ensombreció.

—¿Quién puede tener interés en robar una cosa así, señor?

—No me gusta nada de eso —musitó Poirot. Tressilian le observaba ansiosamente.

—¿Qué le ocurre a esta casa, señor? —preguntó al fin-. Desde que el señor murió no parece la misma. Me hace el efecto de que estoy soñando. Confundo las cosas y las personas. Soy demasiado viejo para mi trabajo.

—Ánimo, ánimo —le dijo Poirot, dándole unas palmadas en la espalda.

—Muchas gracias, señor. Pero realmente soy ya demasiado viejo. Siempre estoy pensando en los tiempos pasados, en las viejas caras. Cuando pienso en miss Jennifer, en míster David y en míster Alfred, me los imagino como cuando eran jóvenes. Desde aquella noche en que míster Harry volvió...

—Sí, en eso estaba pensando —sonrió Poirot-. Dice usted que confunde las cosas desde que su amo fue asesinado. Pero la cosa empezó antes. Desde que míster Harry volvió a casa, ¿verdad?

—Tiene usted razón, señor. Fue entonces. El joven Harry siempre trajo el dolor y los disgustos a esta casa... Pero, ¿quién pudo haber robado la bala? Parece que la locura anda suelta por esta casa.

—No es locura, Tressilian, es juicio. Alguien está en peligro, Tressilian, en un grave peligro.

En aquel momento se abrió la puerta del estudio y salió Pilar con las mejillas encendidas. Tenía la cabeza erguida y brillantes los ojos.

Al acercarse a Poirot, exclamó golpeando el suelo con el pie.

—¡No lo aceptaré!

Poirot arqueó las cejas.

—¿Qué es lo que no aceptará, señorita? —preguntó.

—Alfred acaba de decirme que recibiré la parte de herencia que correspondía a mi madre.

—¿Y qué?

—Me dijo que la ley no me reconocía el derecho. Pero él, Lydia y los demás decidieron que debía recibir esa fortuna. Dicen que lo hacen por justicia.

—¿Y qué? —volvió a preguntar Poirot. Pilar golpeó nuevamente el suelo.

—¿No lo comprende? Me lo dan... me lo dan.

—¿Y eso hiere su orgullo? Desde el momento en que dicen que es de justicia, le corresponde...

—Es que usted no comprende, monsieur Poirot...

—Al contrario, lo comprendo muy bien.

—¿Eh?

Alguien llamó a la puerta. Poirot volvió la cabeza y a través de los cristales reconoció la silueta de Sugden.

—¿Adónde iba usted? —preguntó a Pilar.

—Al salón, a reunirme con los demás.

—Muy bien —replicó el detective-. Quédese con ellos. No se aparte de sus parientes y no deambule por la casa. Sobre todo, después de hacerse de noche. Vaya precavida. Corre usted un gran peligro, mademoiselle. Jamás ha estado tan en peligro como hoy.

Poirot se separó de Pilar y fue al encuentro de Sugden. Cuando el mayordomo se hubo alejado, el inspector tendió un papel a Poirot. Era un cablegrama.

—¡Ya lo tenemos! —exclamó-. Lea esto. Es de la policía sudafricana.

El cablegrama decía:

«El único hijo de Ebenezer Farr murió hace dos años.»

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