Capítulo III

—¿Estás aquí, David? —dijo Hilda-. Te he estado buscando por toda la casa. Salgamos de esta habitación. Es terriblemente fría.

David permaneció callado varios minutos. Estaba de pie, con la mirada fija en un sillón de deslucida tapicería.

—Ése es su sillón —dijo-. Ahí era donde estaba siempre sentada... Está igual, exactamente igual. Un poco más viejo, nada más.

Hilda frunció el ceño.

—Está bien —dijo-. Pero salgamos de aquí, David. Hace mucho frío.

David no hizo caso. Mirando a su alrededor, murmuró:

—Casi siempre estaba sentada ahí. Y recuerdo que yo me sentaba en ese taburete mientras ella me leía Jack, el matador de gigantes. Entonces yo debía tener seis años. Hilda le cogió del brazo.

—Volvamos al salón. En este cuarto no hay calefacción.

David obedeció, pero su mujer notó que le recorría el cuerpo un ligero estremecimiento.

—Está igual —musitó David-. Está igual. Como si el tiempo se hubiera inmovilizado.

Hilda sintió cierta precaución. Con voz forzadamente alegre dijo:

—¿Dónde estarán los demás? Ya debe de ser casi la hora del té.

David se soltó de su mujer y fue a abrir una puerta. —Aquí había antes un piano... ¡Oh, sí, ahí está! Tal vez esté afinado.

Empezó a tocar. Dominaba bastante bien el piano y bajo los dedos fluía la melodía.

—¿Qué es eso? —preguntó Hilda-. Me parece recordarlo.

—Hacía años que no tocaba. Era una de las piezas favoritas de ella. Una de las «Canciones sin palabras», de Mendelssohn.

La dulce, demasiado dulce melodía, llenó la habitación.

—Toca algo de Mozart —pidió Hilda.

David movió negativamente la cabeza, iniciando otra pieza de Mendelssohn. De pronto golpeó furiosamente las teclas. Hilda se aproximó a él.

—¡David! ¡David! —exclamó.

—No es nada —repuso su marido.

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