Capítulo VII

El coronel Johnson miró durante unos minutos a Sugden antes de exclamar:

—¿Es que pretende decirme, inspector, que éste es uno de los casos que encontramos en las novelas detectivescas, en que un hombre es asesinado dentro de una habitación cerrada, en la cual nadie ha podido entrar?

—No creo que la cosa se presente tan oscura —sonrió el inspector.

—¡Suicidio! —exclamó el coronel-. ¡Tiene que ser suicidio!

—Entonces, ¿dónde está el arma? No, jefe, nada de suicidio.

—Entonces, ¿cómo pudo escapar el asesino? ¿Por la ventana?

Sugden negó con la cabeza.

—Juraría que no…

—Pero usted dice que la puerta estaba cerrada por dentro.

El inspector asintió. Luego sacó del bolsillo una llave y la dejó sobre la mesa.

—No hay huellas dactilares —anunció-. Pero fíjese en la llave. Mírela con la lente de aumento.

Poirot inclinóse hacia delante. Él y Johnson examinaron juntos la llave. El coronel lanzó una exclamación.

—¡Ya lo veo! Estas huellas en el extremo de la llave. ¿Las ve usted, Poirot?

—Sí. Eso significa que, valiéndose de una herramienta especial, acaso tan sólo de unas pinzas, hicieron presa del extremo de la llave y le dieron vuelta en la cerradura por fuera.

El inspector asintió.

—Puede hacerse perfectamente.

—La intención del asesino era que se supusiera que se trataba de un suicidio —dijo Poirot-. Esto sería lo más lógico desde el momento en que la puerta estaba cerrada por dentro y en la habitación no había nadie.

—No cabe duda alguna de que eso pretendía el ladrón. Poirot movió dubitativamente la cabeza.

—¿Y el desorden en la habitación? Eso solo descarta toda idea de suicidio. Seguramente el asesino debiera haber puesto en orden la estancia.

—No tuvo tiempo —reconoció Sugden-. Este detalle es de gran importancia. No tuvo tiempo. Supongamos que esperaba encontrar desprevenido a míster Lee. Esto le fracasó. Hubo lucha. Y esa lucha se oyó perfectamente en la habitación de abajo, o sea en el salón; y, además, el viejo pidió socorro. Todos subieron corriendo. El asesino sólo tuvo tiempo de escapar de la habitación y cerrar por fuera.

—Eso es verdad —admitió Poirot-. El asesino tuvo que escapar. Pero ¿por qué no dejó, al menos, el arma con que se cometió el crimen? Porque, como es natural, no habiendo arma no hay suicidio. Ése fue un error muy grave.

—Los criminales cometen muchos errores —declaró fríamente Sugden-. Lo tenemos experimentado.

Poirot lanzó un ligero suspiro.

—Pero de todas formas, y a pesar de sus errores, ese criminal ha escapado —suspiró.

—No creo que haya escapado.

—¿Quiere decir que sigue en la casa?

—No veo en qué otro lugar puede hallarse. El crimen lo cometió alguien de dentro de la casa.

—Pero tout de méme se ha escabullido. Usted no sabe quién es.

Con suave firmeza el inspector declaró:

—Estoy seguro de que pronto lo sabremos. Aún no hemos interrogado a nadie.

—Oiga, Sugden —intervino el coronel-. Quien haya hecho girar la llave desde fuera debe ser, forzosamente, un hombre habituado a esos trabajos. Esas herramientas no son de fácil manejo.

—¿Cree usted que ha debido ser trabajo de un profesional?

—Eso mismo.

—Lo parece. Tal vez algún ladrón profesional entre los criados. Eso explicaría el robo de los diamantes, al cual debería seguir, forzosamente, el asesinato.

—¿Y no le parece buena esta teoría?

—Ya se me ocurrió al principio, pero en la casa hay ocho criados, seis de ellos mujeres, y de ellas, cinco llevan cuatro años o más trabajando aquí. Luego tenemos al mayordomo y al otro criado. El mayordomo lleva cuarenta años aquí, todo un récord, ¿no es cierto? El otro criado es hijo del jardinero y se ha criado aquí. No se ve la posibilidad de que sea un profesional del robo. La única persona que queda es el enfermero de míster Lee. Hace poco que está aquí; en el momento del crimen estaba fuera de casa, y sigue estándolo. Se marchó un momento antes de las ocho.

—¿Ha hecho alguna lista de los que se encontraban en casa cuando ocurrió el suceso?

—Sí, jefe. Me la dictó el mayordomo. ¿Quiere que se la lea?

—Sí, por favor, Sugden.

—Míster Alfred Lee y su esposa; George Lee, miembro del Parlamento, y su esposa. Míster Harry Lee, David Lee y su esposa. La señorita... —el inspector hizo una pausa para pronunciar debidamente el nombre-: Pilar... Estravados, Stephen Farr. Luego los criados: Edward Tressilian, mayordomo; Walter Champion, criado; Emily Reeven, cocinera; Queenie Jones, pinche de cocina; Gladys Spent, doncella; Grace Best, segunda doncella; Beatriz Moscombe, tercera doncella; Joan Kench, criada; Sidney Horbury, enfermero.

—¿No hay más? —No, jefe.

—¿Tiene alguna idea de dónde se encontraba cada uno de ellos en el momento del crimen?

—Una idea muy vaga. Como ya le he dicho, aún no he interrogado a nadie. Según Tressilian, los caballeros estaban aún en el comedor y los demás se hallaban en el salón. Tressilian había servido el café. Según su declaración, regresaba a la cocina, cuando oyó arriba un gran estrépito seguido de un grito. Echó a correr escalera arriba, detrás de los otros.

—¿Cuántos miembros de la familia viven en la casa y cuántos están de paso? —preguntó el coronel.

—Míster Alfred Lee y su esposa viven aquí. Los demás están sólo de visita.

—¿Y dónde están ahora? —inquirió Johnson.

—Les pedí que no se movieran del salón hasta que estuviera en condiciones de tomarles declaración.

—Bien. Por ahora será mejor que subamos a echar un vistazo al lugar del crimen.

Al entrar en aquella habitación, Johnson lanzó un profundo suspiro.

—¡Es horrible! —exclamó.

Durante unos instantes observó las derribadas sillas, las porcelanas rotas y las manchas de sangre.

Un hombre delgado y de cierta edad estaba de pie junto al cadáver.

—Buenas noches, Johnson —saludó-. ¡Vaya destrozo! ¿No crees?

—Es verdad. ¿Tiene algo que decirnos, doctor? El hombre se encogió de hombros, replicando:

—Las palabras científicas las reservo para la vista. El caso no tiene nada de complicado. Ha sido degollado como un cerdo. Se desangró en menos de un minuto. Ninguna señal del arma.

Poirot atravesó la habitación, dirigiéndose hacia las ventanas. Como había dicho el inspector, una de ellas estaba cerrada herméticamente. La otra aparecía ligeramente abierta.

Sugden aclaró:

—Según declaración del mayordomo, esa ventana no se cierra nunca, tanto si llueve como si hace buen tiempo. En el suelo se colocó un linóleum para protegerlo lo suficiente de la lluvia, aunque no hacía falta, pues el alero ya lo protege sobradamente.

Poirot regresó junto al cadáver. Éste tenía los dientes casi al descubierto y las manos engarfiadas.

—No me parece que fuera muy fuerte —comentó Poirot.

—Pues era muy resistente —explicó el forense-. Resistió varias enfermedades que le tuvieron a las puertas de la muerte y que hubiesen acabado con otros hombres.

—No quiero decir eso —replicó Poirot-. Yo me refiero a que no era físicamente fuerte.

—No, era bastante débil.

Poirot alejóse del muerto para examinar los muebles tumbados. Había un pesado sillón de roble, una mesa de la misma madera, fragmentos de una gran lámpara, de unas botellas de whisky y dos vasos. Un pisapapeles de cristal seguía entero, algunos libros y un jarrón ja- ponés hecho añicos. Una estatuilla de bronce representando una muchacha desnuda completaba aquella desconcertante ruina.

—¿Le sorprende algo, Poirot? —preguntó el jefe de policía.

Lanzando un suspiro, Hércules Poirot murmuró:

—Un hombre tan débil y... sin embargo, todo esto. Johnson se mostraba extraño. Luego se volvió hacia el sargento, que estaba ocupado en su trabajo. —¿Alguna huella dactilar?

—Muchas, jefe. En todo el cuarto.

—¿Y en la caja de caudales?

—Nada bueno. Sólo huellas del muerto. Johnson dirigióse al forense.

—¿Qué hay de las manchas de sangre? —preguntó-. Seguramente el asesino debió de mancharse.

—No se puede asegurar —declaró el médico-. Toda la sangre ha brotado de la yugular. Y con esa vena no ocurre como en las arterias, donde la sangre salta violentamente.

—Sin embargo, se ve mucha sangre.

—Sí, hay mucha —asintió Poirot-. Es sorprendente.

—¿Le sugiere a usted algo, monsieur Poirot? —preguntó el inspector.

Perplejo, Poirot miró a su alrededor, moviendo la cabeza.

—No sé..., pero me parece que hay demasiada sangre. Sangre en las sillas, en las mesas, en la alfombra. Un hombre tan frágil, tan delgado, tan reseco, y sin embargo, en su muerte, tanta sangre...

Su voz se apagó. El inspector le miraba con los ojos muy abiertos y sorprendidos; al fin, con voz afectada murmuró:

—Es curioso... eso mismo fue lo que dijo la señora...

—¿Qué señora? —preguntó Poirot-. ¿Qué dijo? —La mujer de Alfred Lee. Se detuvo junto a la puerta y dijo algo así como: «¿Quién hubiera creído que el viejo tuviese tanta sangre dentro de él?».

—Las palabras de lady Macbeth —dijo Poirot-. Son muy interesantes.

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