Capítulo IX

George Lee se mostró solemne y correcto.

—Un suceso terrible —declaró, moviendo la cabeza-. Muy lamentable. Por fuerza tiene que ser obra de un loco. —¿Ésa es su creencia? —preguntó cortésmente el coronel.

—Sí, sí, desde luego. Un loco homicida. Tal vez se ha escapado de algún manicomio de los alrededores.

—¿Y cómo se explica que ese loco consiguiera entrar en la casa? —preguntó Sugden-. ¿Y cómo salió? —Eso debe averiguarlo la policía.

—En cuanto se descubrió el crimen registramos toda la casa —explicó Sugden-. Todas las ventanas estaban cerradas. La puerta del servicio y la principal estaban también cerradas. Por la cocina tampoco pudo huir nadie, pues allí se encontraban los criados.

—¡Eso es absurdo! —exclamó George Lee-. Acabarán diciendo que mi padre ni siquiera fue asesinado.

—De que fue asesinado no cabe duda alguna —declaró el inspector Sugden.

—¿Y dónde estaba usted en el momento en que se cometió el crimen? —preguntó el coronel.

—En el comedor. Acababa de cenar. Pero... no, creo que en realidad estaba en esta misma habitación. Acababa de telefonear.

—¿Estuvo usted telefoneando?

—Sí, llamé al agente electoral del Partido Conservador en Westeringham, mi circunscripción. Tenía que comunicarle algo urgente.

—¿Y fue después de eso que oyó usted el grito? —Sí, fue muy desagradable —replicó George Lee, estremeciéndose-. Acabó en una especie de gorgoteo. Con un pañuelo enjugóse la frente, perlada de sudor.

—Un suceso horrible —murmuró.

—¿Y luego corrió escaleras arriba?

—Sí.

—¿Vio usted a sus hermanos, a míster Alfred y a míster Harry?

—No. Debieron subir antes que yo.

—¿Cuándo vio por última vez a su padre?

—Esta tarde. Nos reunimos todos en su cuarto.

—¿Después no volvió a verle?

—No.

El jefe de policía hizo una pausa y luego preguntó:

—¿Estaba usted enterado de que su padre poseía una gran cantidad de valiosos diamantes?

George Lee movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, los guardaba en su caja de caudales, cosa muy mal hecha. Muchas veces se lo dije. Se exponía a que le asesinasen por robárselos... Bueno... quiero decir...

—¿Está usted enterado de que esas piedras han desaparecido? —le interrumpió el coronel.

George le miró boquiabierto.

—Entonces... le asesinaron para robárselas.

—Unas horas antes de su muerte su padre echó de menos las piedras y avisó a la policía.

—Entonces..., no comprendo... Yo...

—Tampoco nosotros comprendemos —sonrió Poirot.

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