Capítulo VI

Un policía les abrió la puerta y saludó. Detrás de él avanzó el inspector, diciendo:

—Me alegro de que haya usted venido, señor. ¿Quiere que entremos en esa habitación de al lado? Quisiera explicarle brevemente lo ocurrido.

Sugden les hizo pasar a una habitación que había sido estudio de míster Lee. En ella se veía una gran mesa cubierta de papeles, un teléfono, y en las paredes un buen número de cuadros y grandes estantes llenos de libros.

El jefe de policía anunció:

—Sugden, le presento a monsieur Hércules Poirot. Habrá usted oído hablar de él. Por casualidad estaba en mi casa. Poirot, le presento al inspector Sugden.

Poirot inclinó levemente la cabeza, examinando rápidamente al otro. Sugden era alto, cuadrado de hombros, porte militar, nariz aguileña, barbilla saliente y un abundante bigote castaño. Sugden dirigió una dura mirada a Poirot después de saludarle. Hércules Poirot miró largamente, como fascinado, el poblado bigote de Sugden.

—Desde luego, he oído hablar de usted, monsieur Poirot —afirmó el inspector-. Hace algunos años estuvo usted en esta parte del país, si no recuerdo mal. Fue cuando el asesinato de sir Bartholomew Strange. Un caso de envenenamiento. Nicotina. No fue en mi distrito, pero me enteré de todo.

—Está bien, Sugden —interrumpió el coronel-. Cuéntenos lo ocurrido. Dice usted que el caso está claro, ¿no?

—Sí, señor. Desde luego se trata de un asesinato. De ello no cabe la menor duda. Míster Lee tenía la yugular cortada según ha declarado el forense. Pero en todo el asunto hay algo raro.

—¿Qué quiere usted decir?

—Vale más que antes le cuente todo lo que ha pasado. Esta tarde, alrededor de las cinco, mientras yo estaba en la delegación de policía de Addlesfield, míster Lee me telefoneó. Se mostró muy raro por teléfono, y me pidió que viniera a verle esta noche a las ocho, insistiendo mucho en la hora. Además me encargó que le dijera al criado que venía a recaudar fondos para alguna institución benéfica de la policía.

—Buscaba un pretexto lógico para que usted entrara en la casa, ¿no? —inquirió Johnson.

—En efecto, señor. Como se trataba de una persona importante accedí a su demanda. Me personé aquí antes de las ocho y me presenté como solicitando suscripciones para el Orfanato de la Policía. El mayordomo fue a anunciar mi llegada a míster Lee, haciéndome subir luego al primer piso, donde se encuentra dispuesta la habitación del dueño de la casa.

Sugden calló un momento, para cobrar aliento, y luego prosiguió:

—Míster Lee estaba sentado junto al fuego. Llevaba una bata. Cuando el criado hubo cerrado la puerta, míster Lee me pidió que me sentara junto a él. Luego, con ciertas vacilaciones, me dijo que deseaba darme detalles sobre un robo. Le pregunté qué era lo robado y me replicó que tenía motivos para pensar que se trataba de diamantes sin tallar por valor de varios miles de libras, y que habían sido robados de su caja de caudales.

—Diamantes, ¿eh? —comentó el jefe de policía. —Sí, señor. Le hice algunas preguntas de rutina, pero se mostró muy vacilante y sus respuestas fueron algo vagas. Al fin dijo: «Debe usted comprender, inspector, que puedo estar equivocado». Yo le repliqué: «No entiendo, señor. Una de dos, o los diamantes han desaparecido o no». Entonces me contestó: «Desde luego los diamantes han desaparecido, pero cabe dentro de lo posible que sea una broma que se me ha querido gastar». Eso me pareció extraño, pero no dije nada. Él siguió: «Me es muy difícil explicárselo con todo detalle, pero en resumen el caso es el siguiente: Que yo sepa, sólo dos personas han podido hacerse con los diamantes. Una de esas personas puede haberlo hecho como broma. Si los tiene otra persona, entonces es un robo». «¿Y qué desea usted que yo haga», pregunté. Y él me contestó: «Deseo que vuelva exacta—mente dentro de una hora. Mejor dicho, vuelva a las nueve y cuarto. Por entonces ya podré decirle a ciencia cierta si me han robado o no». Todo eso me desconcertó mucho, pero le prometí volver y me marché.

—Curioso, muy curioso—comentó el coronel-. ¿Qué dice usted, Poirot?

—¿Puedo preguntarle, míster Sugden, qué conclusiones ha sacado usted? —replicó Poirot.

El inspector se acarició la barbilla mientras replicaba con el mayor cuidado:

—Se me han ocurrido varias ideas, pero en conjunto tengo la siguiente impresión: no se trataba de ninguna broma. No cabe duda de que los diamantes han sido robados. Pero míster Lee no estaba seguro de quién era el ladrón. Creo que decía la verdad al asegurar que era una de dos personas. Y esas personas debían ser: un criado o un miembro de la familia.

—Trés bien —aprobó Poirot-. Eso explica perfectamente la actitud del anciano.

—De ahí su deseo de que yo volviera más tarde. Entretanto pensaba entrevistarse con las personas en cuestión. Les diría que había hablado conmigo, pero que si se restituía en seguida lo robado se abandonaría el asunto.

—¿Y si el sospechoso no respondía a la petición de míster Lee? —comentó Poirot.

El coronel Johnson frunció el ceño y se retorció las puntas de su bigote.

—¿Y por qué no dio ese paso antes de llamarle?

—Porque entonces el ladrón hubiera creído que todo era una pura fanfarronada del viejo y se hubiera dicho que no llamaría a la policía por mucho que sospechase. Pero si míster Lee podía decirle: «Ya he hablado con la policía. El inspector acaba de salir de aquí», la cosa varía mucho. Y si el culpable interrogaba a los criados y éstos le confirmaban mi presencia en esta casa antes de la cena, entonces sí que el ladrón estaría convencido de que el anciano pensaba obrar sin contemplaciones, y se apresuraría a devolver las piedras.

—Ya lo entiendo, Sugden —replicó el coronel Johnson-. ¿Tiene alguna idea de quién puede ser ese miembro de la familia?

—No, señor.

—¿Ningún indicio por pequeño que sea?

—Ninguno.

Johnson movió la cabeza.

—Bien, sigamos adelante —dijo al fin. El inspector continuó:

—A las nueve y cuarto en punto regresé a la casa. En el momento en que llegaba a la puerta oí un alarido espantoso y luego un ruido como de muebles que caen y piezas de loza que se rompen. Llamé varias veces al timbre y luego con el llamador. Pasaron tres o cuatro minutos antes de que contestaran y abriesen la puerta. Cuando, por fin, el criado acudió, comprendí que había ocurrido algo. Estaba temblando de pies a cabeza y parecía a punto de desmayarse. Me dijo que míster Lee había sido asesinado. Corrí al primer piso y encontré la habitación de míster Lee en plena confusión. Era indudable que se había luchado mucho en ella. El propio míster Lee estaba junto a la chimenea, degollado y en medio de un enorme charco de sangre.

—¿Pudo haber sido un suicidio? —preguntó el jefe de policía.

Sugden negó con la cabeza.

—Imposible, señor. Las mesas y las sillas estaban volcadas, se habían roto muchas figurillas y no se veía ni rastro de la navaja o cuchillo con que se cometió el crimen.

—Desde luego, estos detalles parecen completamente significativos —declaró el jefe de policía-. ¿Había alguien en la habitación?

—Casi toda la familia estaba reunida alrededor del cadáver.

—¿Tiene alguna sospecha, Sugden?

—Es un mal asunto —murmuró el inspector-. A mí me hace el efecto de que el asesino es uno de ellos, pues me parece imposible que ningún extraño pudiera hacerlo y escapar a tiempo.

—¿Y la ventana? ¿Cerrada o abierta?

—La habitación tiene dos ventanas. Una de ellas es-' taba cerrada. La otra, levantada unos centímetros, pero asegurada en aquella posición por un tornillo. Debe de hacer varios años que no ha sido abierta. La pared es lisa completamente. No hay plantas trepadoras y tampoco tu—berías de desagüe. No creo que nadie pudiese escapar por allí.

—¿Cuántas puertas tiene la habitación?

—Una sola. La habitación está al final de un corredor. La puerta estaba cerrada por dentro. Cuando la familia oyó el grito del viejo y el ruido de la lucha, subió corriendo, y para entrar tuvo que utilizar como ariete un banco.

—¿Y quién se hallaba dentro de la habitación? —inquirió Johnson.

—En la habitación sólo se encontraba la víctima, que había sido asesinada unos minutos antes.

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