Capítulo XIV

Pilar entró en la habitación con el andar de un animal que recela una trampa. Miró rápidamente a derecha e izquierda. Parecía menos asustada que suspicaz.

El coronel le ofreció una silla. Luego comenzó:

—Creo que usted entiende perfectamente el inglés, ¿no?

—Desde luego. Mi madre era inglesa. Yo, en realidad, soy muy inglesa.

Una leve sonrisa iluminó los ojos del coronel, mientras miraba la negra cabellera de la joven, la orgullosa mirada y los rojos labios. ¡Muy inglesa! Ese calificativo resulta muy incongruente aplicado a Pilar Estravados.

—Tenemos entendido que míster Lee era abuelo de usted, señorita —siguió Johnson-. La envió a buscar a España. Usted llegó hace unos días. ¿Es cierto?

Pilar asintió con un movimiento de cabeza.

—Es verdad. Corrí muchas aventuras al salir de España. Nos bombardearon y el chófer resultó muerto. Como yo no sabía conducir, tuve que seguir mi camino a pie. Me cansé mucho.

—Pero al menos ha llegado aquí —sonrió el coronel-. ¿Le había hablado mucho su madre de su abuelo?

—¡Ya lo creo! Me decía que era un viejo diablo. Poirot sonrió ante la alegre respuesta de Pilar, y preguntó:

—¿Qué opinión le causó el verle?

—Pues que era un hombre muy viejo que tenía que estarse todo el día sentado. Pero de todas formas, me fue simpático. Estoy segura de que cuando era joven debía de ser muy atractivo... muy atractivo... como usted —añadió Pilar, dirigiéndose a Sugden, quien, ante el piropo, enrojeció hasta la raíz de los cabellos.

El coronel Johnson contuvo una carcajada. Era la primera vez que veía turbarse al inspector.

—Claro que no podía ser tan alto como usted —añadió Pilar.

—¿Pasó mucho tiempo con su abuelo después de su llegada a esta casa, señorita?

—Sí. Subía a hacerle compañía. Me explicó muchas cosas. Me dijo que había sido muy malo, y luego me habló de África del Sur.

—¿Le contó que guardaba unos diamantes en su caja de caudales?

—Sí, pero no parecían diamantes. Hubiera creído que se trataba de una colección de guijarros.

—¿Sabe usted que esos diamantes han sido robados? —preguntó el coronel.

—¿Robados?

—Sí. ¿Tiene alguna idea de quién puede ser el ladrón? —Sí. Debió de ser Horbury.

—¿Horbury? ¿Quiere usted decir el enfermero?

—Sí.

—¿Por qué lo cree?

—Porque tiene cara de ladrón. Siempre mira a todos lados, anda sin hacer ruido y escucha tras las puertas. Parece un gato. Y los gatos son perfectos ladrones.

—¡Hum! —murmuró el coronel-. Dejemos las cosas tal como están. Ahora cuéntenos lo que pasó cuando toda la familia se reunió en la habitación de su abuelo.

—Los hizo enfadar a todos. Fue muy divertido.

—¿Le divirtió a usted?

—Sí. Me gusta ver enfadarse a la gente. Pero aquí no se enfadan como en España. Allí gritan y se pegan, y hasta sacan navajas. En Inglaterra no hacen nada. Se ponen colorados y nada más.

—¿Dijo algo su abuelo acerca del dinero?

—No recuerdo.

—¿Qué más pasó?

—Pues salimos y la mujer de David se quedó atrás, hablando con mi abuelo. Yo me fui a bailar con Stephen. Hay un gramófono magnífico y muchos discos.

—¿Se refiere usted a Stephen Farr?

—Sí. Es de África del Sur. Hijo de un socio de mi abuelo. Es muy guapo. Muy alto y muy fuerte.

—¿Dónde estaba usted cuando se cometió el crimen?

—¿Dónde estaba yo?

—Sí.

—Fui al salón de Lydia. Luego subí a mi cuarto a arreglarme. Pensaba volver a bailar con Stephen. De pronto oí, muy lejos, un grito y todo el mundo echó a correr y yo también. Harry y Stephen tuvieron que echar abajo la puerta de la habitación de mi abuelo. Los dos son muy fuertes.

—¿Sí?

—Sí. Y cuando entramos descubrimos que mi abuelo estaba muerto. Le habían degollado —y Pilar hizo un significativo ademán sobre el cuello.

—Bien, creo que por ahora eso es todo, señorita. Puede retirarse.

Pilar dirigió una alegre sonrisa a cada uno de los tres hombres y salió rápidamente de la habitación.

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