Capítulo XIII

El coronel Johnson apenas tuvo tiempo de carraspear antes de que se volviera a abrir la puerta y entrase Hilda Lee.

Hércules Poirot la examinó atentamente. Había que reconocer que los Lee habíanse casado todos con mujeres dignas de estudio.

—Todo lo ocurrido habrá sido para usted muy doloroso —declaró el coronel-. Creo que es la primera vez que visita usted esta casa, ¿no? Vivía usted alejada de toda la familia, ¿eh?

Hilda asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Conocía usted a su suegro?

—No. Nos casamos poco después que David abandonara su casa. No quería saber nada de su familia.

—¿A qué se debió, pues, esta visita?

—David recibió una carta de su padre en la cual éste le decía que anhelaba ver a su alrededor a todos sus hijos en las fiestas de Navidad.

—¿Y su marido accedió a venir?

—Aceptó debido a mi insistencia. No comprendí la situación.

—¿Podría usted explicarse con más claridad, madame? —dijo Poirot.

—Yo no conocía a mi suegro —replicó Hilda-. No tenía la menor idea acerca de cuáles eran los móviles que le impulsaban a reunir a sus hijos. Pensé que, al hacerse viejo, sentía anhelos de calor de hogar y deseaba reconciliarse con los suyos.

—Y en su opinión, señora, ¿cuál fue el verdadero motivo?

Después de una breve vacilación, Hilda respondió: —No me cabe la menor duda de que mi suegro, más que la paz, deseaba aumentar la discordia. Le gustaba despertar los peores instintos de la naturaleza humana. No sé cómo decirlo, pero en realidad deseaba enzarzar, unos contra otros, a todos los miembros de la familia.

—¿Y lo consiguió? —preguntó Johnson.

—Sí; lo logró.

—Se nos ha hablado, señora, de una escena algo violenta que tuvo lugar esta tarde —dijo Poirot--. ¿Podría usted describírnosla lo más detalladamente que sea posible?

Hilda reflexionó un momento.

—Cuando entramos en el cuarto de mi suegro le encontramos telefoneando.

—A su notario, ¿verdad?

—Sí. Estaba hablando de extender un nuevo testamento. Creo que dijo que el anterior estaba ya muy fuera de lugar.

—¿Podría decirme usted si cree que su suegro procuró que todos escucharan la conversación telefónica o bien si la oyeron por pura casualidad? —inquirió Poirot.

—Estoy casi segura de que quería que le oyéramos.

—¿Con objeto de fomentar el desacuerdo entre ustedes?

—Sí.

—Entonces, ¿cree usted que no pensaba alterar su testamento?

—No, estoy segura de que deseaba extender uno nuevo, pero quiso aprovechar para hacer sufrir un poco a los suyos.

—Madame —dijo Poirot-. Mi representación no es oficial y, desde luego, mis preguntas no son las que haría un policía inglés. Pero tengo un gran deseo de que me diga si sospecha usted cómo hubiera estado redactado el nuevo testamento. No le pregunto lo que sabe, sino lo que opina. Les femmes son de rápida comprensión, Dieu merci. Hilda sonrió.

—No tengo inconveniente en decir lo que pienso. Jennifer, la hermana de mi marido, se casó con un español, Juan Estravados. Su hija, Pilar, ha llegado hace muy poco aquí. Es muy atractiva y, desde luego, es la única nieta que hay en la familia. Míster Lee estaba encantado con ella. A mi parecer pensaba dejarle una gran cantidad en su nuevo testamento. Es muy posible que en el anterior testamento le dejase muy poco o nada.

—¿Sienten los demás miembros de la familia simpatía por Pilar?

—Creo que a todos nos ha sido muy simpática.

—¿Y Pilar? ¿Estaba contenta de hallarse aquí?

—No sé. Para una muchacha criada en el sur, el ambiente inglés debe de resultarle bastante raro.

—Desde luego, pero siempre lo será más el que respiraría ahora en España. Pero tenga la bondad de seguir explicándonos lo que ha ocurrido esta tarde.

—Cuando mi suegro hubo terminado de telefonear nos miró a todos muy serio. Luego declaró que estaba cansado y que se acostaría temprano. Dijo que quería estar en forma para Navidad.

»Después empezó a hablar de dinero. Dijo a George y a Magdalene que tendrían que economizar. A ella le dijo que tendría que hacerse sus propios vestidos y aseguró que su esposa era muy diestra con la aguja. Magdalene se disgustó.

—¿Fue eso todo cuanto dijo acerca de su mujer? —inquirió Poirot.

—Hizo alguna referencia poco amable a su cerebro. Mi marido quería mucho a su madre y eso le enfureció. A continuación míster Lee empezó a gritarnos: estaba furioso con nosotros. Comprendo sus motivos.

—¿Cuáles son? —preguntó Poirot.

—Todos le decepcionamos. No hay nietos. No hay ningún Lee que prolongue la familia. No pudiendo contenerse ya más, estalló contra sus hijos, diciéndoles que no servían para nada. Me dio pena, comprendiendo lo mucho que su orgullo debió de sufrir.

—¿Y luego?

—Luego nos marchamos todos.

—¿No le volvió a ver?

—No.

—¿Dónde estaba usted en el momento en que se cometió el crimen?

—Con mi marido, en el salón de música. Oímos ruido de sillas y mesas, de romperse porcelanas, y subimos a ver qué había pasado. Aquel horrible grito...

—¿Qué efecto le produjo ese grito? —preguntó Poirot-. ¿El de un alma en el infierno?

—Era mucho peor. Era como de algo sin alma. Era inhumano, bestial...

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