Capítulo XV

Al abrirse de nuevo la puerta, el coronel Johnson levantó la cabeza, imaginando que la persona que entraba era Harry Lee. Pero cuando Stephen Farr se hubo acercado un poco más, comprendió su error.

—Siéntese, míster Farr —invitó.

Farr obedeció, observando rápidamente al coronel Johnson y a sus compañeros.

—Temo no poderles ser de gran utilidad —dijo-. De todas formas, pregunten todo lo que deseen. Quizá sea preferible que empiece por explicar quién soy. Mi padre, Ebenezer Farr, fue socio de Simeon Lee, en África del Sur. De eso hace unos cuarenta años.

Farr hizo una pausa, luego prosiguió:

—Mi padre me habló mucho de Simeon Lee. Me dijo qué clase de persona era. Lee se marchó a casa con una gran fortuna. Mi padre también ganó lo suyo. Siempre me decía que si alguna vez venía a Inglaterra debía visitar a Simeon Lee. Yo replicaba que había pasado mucho tiempo y que seguramente no se acordaría de quién era. Pero mi padre se reía de eso diciendo: «Cuando los hombres han pasado juntos lo que Simeon y yo, no olvidan». Bien, pues, mi padre murió hace un par de años. Al venir ahora por primera vez a Inglaterra pensé seguir el consejo de mi padre e ir a ver a míster Lee.

Con una ligera pausa prosiguió:

—Al llegar aquí estaba un poco nervioso, pero no debía haberlo estado. Míster Lee me acogió cariñosamente e insistió en que me quedara a pasar aquí las Navidades. No quiso aceptar mis excusas.

»Todos se portaron muy amablemente conmigo. Lamento mucho que les haya ocurrido esta desgracia.

—¿Cuánto hace que está usted aquí?

—Desde ayer.

—¿Vio usted a míster Lee?

—Sí. Esta mañana charlé con él. Estaba de muy buen humor y me preguntó acerca de un sinfín de sitios y personas.

—¿Fue ésa la última vez que lo vio?

—Sí.

—¿Le dijo algo acerca de unos diamantes?

—No. ¿Creen que se trata de un crimen y un robo?

—Aún no estamos seguros. Y ahora, volviendo a los sucesos de esta noche, le agradeceré que me explique, a su manera, lo que ocurrió.

—Desde luego. Pues... cuando las señoras se retiraron al salón, los hombres nos quedamos tomando unas copas de oporto. Al poco rato me di cuenta de que los demás tenían que hablar de asuntos familiares y que mi presencia les estorbaba. Me levanté y salí.

—¿Y adónde fue usted?

—A una habitación muy grande, que parece un salón de baile, y donde hay un gramófono y muchos discos. Puse algunos de ellos.

—Tal vez tenía usted la esperanza de que alguien se reuniera con usted allí, ¿no? —inquirió grave Poirot. Una leve sonrisa curvó en seguida los labios de Stephen Farr.

—Es posible.

—La señorita Estravados es realmente muy bella.

—No cabe duda de que es la más bonita que he visto en Inglaterra desde mi llegada.

—¿Se reunió con usted la señorita Estravados? —preguntó Johnson.

—No. Cuando se oyó aquel ruido tan grande yo estaba aún allí. Salí corriendo para ver qué ocurría. Ayudé a Harry Lee a echar abajo la puerta.

—¿No tiene nada más que decirnos?

—Creo que no.

—Sin embargo, estoy seguro de que usted podría decirnos aún mucho más —declaró Poirot.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Farr.

—Podría usted decirnos algo que es muy importante en este caso. Se trata del carácter de Simeon Lee. Usted ha dicho que su padre hablaba mucho de él. ¿De qué forma se lo describió?

—Ya entiendo lo que usted desea —contestó lentamente Stephen Farr-. Usted quiere saber cómo era Simeon Lee en su juventud. Supongo que deseará que hable con entera franqueza.

—Se lo agradeceré.

—Pues bien, no creo que Simeon Lee fuera un hombre de gran moralidad. No quiero decir que fuese un delincuente, pero no le faltaba mucho. Su moralidad no era digna de ejemplo. Sin embargo, era un hombre atractivo. Y muy generoso, fantásticamente generoso. Nadie que acudiera a él contándole una pena se iba con las manos vacías. Bebía, pero no demasiado. Tenía gran éxito con las mujeres. Una característica suya es que era muy venga—tivo. Mi padre me explicó que en algunos casos Lee aguardó varios años para vengarse de alguien que le había jugado una mala pasada.

—¿Y no sabe usted de nadie a quien Simeon Lee hubiera jugado una mala pasada y tuviese ese mismo carácter vengativo? —preguntó Sugden-. ¿No hay nada en el pasado que explique el crimen de hoy?

Stephen Farr movió negativamente la cabeza.

—Siendo la clase de hombre que era, forzosamente tuvo que crearse enemistades. Pero no conozco ningún caso preciso. Tengo entendido, pues he hecho algunas preguntas a Tressilian, que no se ha visto a ningún desconocido cerca de la casa.

—A excepción de usted, míster Farr —dijo Poirot.

—¿Ah, sí? —Stephen Farr sonrió-. Se equivoca usted de puerta, señor. Por más que busque, no descubrirá que Simeon Lee hubiera jugado ninguna mala pasada a Ebenezer Farr. Ninguno de ellos tenía nada contra el otro. Yo no he venido a satisfacer ninguna venganza. Como les dije, vine por simple curiosidad. Además, supongo que un gramófono puede ser una buena coartada. No dejé de poner disco tras disco y seguramente alguien debió oírlos. El tiempo que tarda en sonar un disco no me hubiera permitido subir, asesinar a míster Lee, limpiarme la sangre y volver atrás antes de que los otros empezaran a subir por la escalera. Es una idea completamente tonta.

—Nadie le acusa de nada, míster Farr —dijo el coronel.

—No me ha gustado el tono de monsieur Poirot.

—No sabe cuánto lo lamento —declaró el detective. Stephen Farr le dirigió una furiosa mirada.

El coronel Johnson se apresuró a intervenir.

—Muchas gracias por todo, míster Farr. De momento no le molestaremos más. Pero conviene que no abandone la casa.

Cuando la puerta se cerró tras él, Johnson declaró:

—Ahí va X, el factor desconocido. La historia que nos ha contado parece verídica. Pero al mismo tiempo también pudiera ser que hubiese venido a robar los diamantes, protegido por una historia que sabe Dios cómo habrá descubierto. Será mejor que consiga usted sus huellas dactilares, Sugden, y averigüe si es conocido.

—Ya las tengo —contestó con una sonrisa el inspector.

—Muy bien, veo que no descuida nada. Supongo que ya habrá tomado las disposiciones de rigor.

Sugden contestó rápidamente, llevando la cuenta con los dedos.

—Comprobar si han existido dos llamadas telefónicas, etcétera. Averiguar quién es Horbury, lo que hizo, a la hora en que salió, quién le vio marchar. Comprobar todas las entradas y salidas, la situación monetaria de todos los miembros de la familia. Visitar al notario y examinar el testamento. Registrar la casa en busca del arma homicida o de huellas de sangre. Y también dar con los diamantes.

—Creo que eso es todo —asintió el coronel, aprobatoriamente-. ¿Se le ocurre a usted algo más, monsieur Poirot?

—No. Veo que míster Sugden lo ha tenido todo en cuenta.

El jefe de policía se mostraba tan decepcionado como el hombre cuyo perro se niega a hacer determinado truco.

—No se me ocurre nada más—contestó el detective-. Pero le pediré una cosa. Me gustaría poder hablar muy a menudo con los familiares del muerto.

—¿Quiere volver a interrogarlos?

—No, no quiero interrogar, quiero hablar.

—¿Por qué?

—Pues porque en una conversación surgen infinidad de detalles y, además, resulta más difícil ocultar la verdad.

—Entonces cree usted que alguien ha mentido, ¿no? —preguntó Sugden.

—Todo el mundo miente en algo. Conviene separar las mentiras inocentes de las otras más importantes.

—Todo este asunto resulta increíble —declaró el coronel Johnson-. Tenemos un asesinato brutal y... ¿quiénes son los sospechosos? Alfred Lee y su esposa, los dos muy simpáticos, bien educados y tranquilos; George Lee, miembro del Parlamento y la respetabilidad personificada. ¿Su esposa? Es una linda mujercita moderna. David Lee parece un ser inofensivo, y además tenemos la palabra de su hermano Harry de que no puede soportar la visión de la sangre. Su mujer parece un ser enteramente vulgar. Queda la muchacha española y el visitante de África del Sur. Las beldades españolas tienen fama de irritarse con mucha facilidad, pero no puedo imaginarme a esa joven cita degollando a su abuelo. Y mucho menos teniendo en cuenta que a ella le convenía mucho más que siguiera vivo. El único que puede ser culpable del crimen y del robo es Stephen Farr. Acaso se trata de un ladrón profesional que, sorprendido por míster Lee, tuvo que matarlo para que no hablase. La coartada del gramófono no es demasiado con—sistente.

Poirot movió la cabeza.

—Amigo mío —dijo-. Compare usted el aspecto físico de Stephen Farr y del viejo Simeon. Si Farr hubiese decidido matar al viejo habría podido hacerlo en un minuto. Simeon Lee no hubiese podido luchar mucho contra él. ¿Puede alguien imaginar que un anciano resistiera va—rios minutos contra un hombre tan fuerte como míster Farr?, increíble.

El coronel Johnson entornó los ojos.

—¿Quiere usted decir que fue un hombre débil el que mató a Simeon Lee?

—O una mujer —dijo Sugden.

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