Capítulo 7. Caridad cristiana

El aire estaba limpio y frío a la mañana siguiente y un brillante sol invernal proyectaba un fuerte resplandor desde detrás de los taludes que bordeaban las carreteras. Halsted no había sido bacheado, al menos la parte que queda al norte de Belmont, y el Omega saltaba alegremente de bache en bache de camino a la autopista Kennedy y a Melrose Park.

Me puse las gafas de sol y sintonicé la emisora WFMT. Satie. Insoportable. Quité la radio y me puse a tararear yo misma; nada de mucha calidad, sólo la música de Big John and Sparky. «Si vas a los bosques hoy, mejor será que no vayas sola.»

Eran poco más de las diez cuando giré hacia el norte en Mannheim y me encaminé a la casa de Rosa. En Melrose Park hasta las calles laterales están cuidadosamente limpias. Puede que hubiera algo que decir acerca de la vida en el extrarradio, al fin y al cabo. El sendero que conducía a la entrada lateral de su casa acababa de ser rastrillado, y no era un senderillo del tamaño de media persona como los que defiende el portero de mi edificio. Incluso vivir con Albert tenía sus ventajas. Cosa que en seguida se demostró.

Albert vino a abrir. La luz estaba detrás de mí y le vi la cara petulante a través de la espesa tela metálica. Estaba sorprendido y enfadado.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Albert. Si Rosa no ha recalcado una vez la importancia de que las familias estén unidas, lo habrá recalcado cien. Estoy segura de que le horrorizaría saber que me has recibido tan mal.

– Mamá no quiere hablar contigo. Creí que te lo había dejado claro el otro día.

Empujé la puerta de rejilla.

– Nones. Me dejaste claro que tú no querías que yo hablase con ella. No es lo mismo en absoluto.

Albert debe sacarme unas ochenta libras de peso, lo que quizá fuese la razón por la que pensó que le sería fácil sacarme por la puerta a empujones. Le retorcí el brazo izquierdo por detrás y pasé rodeándole. Hacía semanas que no me sentía tan bien.

La áspera voz de Rosa atravesó el oscuro vestíbulo proveniente de la cocina, preguntando quién estaba en la puerta y por qué Albert no la cerraba. ¿Sabía lo que le costaba mantener caliente la casa?

Me encaminé hacia el lugar de donde procedía su voz, seguida de Albert que caminaba mohíno detrás de mí.

– Soy yo, Rosa -dije entrando en la cocina-. Pensé que deberíamos tener una pequeña charla acerca de teología.

Rosa estaba picando verduras, al parecer para hacer sopa, pues había un hueso de caña dorándose en aceite al fuego. La cocina conservaba aún el viejo fregadero de 1930. La cocina y la nevera también eran antiguas; pequeños aparatos blancos colocados contra los muros sin pintar. Rosa soltó el cuchillo de pelar en la tabla con un golpe seco, se dio la vuelta y silbó furiosa:

– ¡No quiero hablar contigo, Victoria!

Agarré una silla de cocina y me senté al revés en ella, apoyando la barbilla en el respaldo.

– No me vale, Rosa. No soy un televisor que puedas encender y apagar a capricho. Hace una semana me llamaste, me tocaste una canción sentimental en el violín de la familia y me hiciste venir hasta aquí en contra de mis deseos. De pronto, el jueves, tus ideas morales o éticas despertaron lo mejor que hay en ti. Contemplaste los lirios del valle y decidiste que no estaba bien tenerme preocupada y dando vueltas para demostrar tu inocencia -la miré con cara buena-. Rosa, suena muy bonito. Pero no te pega nada.

Convirtió su boca en una finísima línea.

– ¿Tú qué sabes? Si ni siquiera estás bautizada. No espero de ti que tengas una conducta cristiana.

– Bueno, puede que tengas razón. El mundo moderno ofrece pocas oportunidades de ver cristianos en acción. Pero no me entiendes. Abusaste de mis emociones para que viniese, y te va a ser difícil deshacerte ahora de mí. Si hubieses buscado un investigador privado en las páginas amarillas, uno que no tuviese nada que ver contigo, sería distinto; pero insististe en que fuese yo, y aquí me tienes.

Rosa se sentó. Sus ojos brillaban con ferocidad.

– He cambiado de opinión. Estoy en mi derecho. No tienes que hacer nada más.

– Quiero saber una cosa, Rosa. ¿Ha sido idea tuya? ¿O te lo ha sugerido alguien?

Sus ojos se dirigieron a toda la cocina antes de hablar.

– Por supuesto, lo hablé con Albert.

– Por supuesto. Tu mano derecha y confidant. Pero ¿con quién más?

– ¡Con nadie!

– No, Rosa. Esa pequeña duda y esa mirada alrededor de la habitación me dice que eso no es cierto. No fue el padre Carroll, a menos que me mintiese el jueves. ¿Quién fue?

No dijo nada.

– ¿A quién estás protegiendo, Rosa? ¿Es alguien que sabe algo de esas falsificaciones?

Siguió en silencio.

– Ya. ¿Sabes?, el otro día estaba pensando en una manera de ocuparme del asunto para la que estuviese mejor preparada que el FBI. Di con una, pero tú acabas de sugerirme una mejor. Te vigilaré y descubriré con quién estás hablando.

El odio en su rostro me hizo retroceder físicamente.

– ¡Vaya! ¡Eso es lo que puede esperarse de la hija de una puta!

– Sin pensarlo, me incliné hacia adelante y la abofeteé en la boca.

La malicia se unió al odio en su rostro, pero era demasiado orgullosa para frotarse la boca en el lugar en el que la había golpeado.

– No la querrías tanto si supieras la verdad.

– Gracias, Rosa. Volveré la semana que viene a por otra lección de conducta cristiana.

Albert se había quedado en silencio en la puerta de la cocina durante nuestro altercado. Me acompañó a la puerta de fuera. El olor a aceite de oliva quemado nos siguió hasta el vestíbulo.

– De verdad, tienes que dejar esto, Victoria. Está preocupada en serio.

– ¿Por qué la defiendes, Albert? Te trata como a un retrasado de cuatro años. Deja de ser un puñetero niño de tu mamá. Échate una novia; cómprate tu propia casa. Nadie se va a casar contigo mientras estés viviendo con ella.

Balbuceó algo inaudible y cerró de un golpe la puerta tras de mí. Entré en el coche y me quedé un rato sentada durante unos minutos. ¡Cómo se atrevía! No sólo había insultado a mi madre; me había provocado para que la pegase. No podía creer que lo hubiera hecho. Me sentía asqueada de rabia y frustración. Pero lo último que haría en el mundo iba a ser pedirle perdón a aquella vieja zorra.

Con semejante idea desafiante, metí la marcha y me encaminé al convento. El padre Carroll estaba confesando y estaría ocupado durante una hora. Podía esperar si lo deseaba. Dije que no, dejé recado de que le volvería a llamar más tarde durante el fin de semana y volví hacia la ciudad.

No estaba de humor para hacer nada que no fuese pelearme con alguien. De vuelta al apartamento, saqué las notas de gastos de diciembre, pero no pude concentrarme en ellas. Finalmente, recogí la ropa sucia y me la bajé a la lavadora que estaba en el sótano. Cambié las sábanas, pasé la aspiradora y seguí sintiéndome fatal. Al final, abandoné el trabajo pensando que no era buena idea, rescaté los patines de hielo del fondo del armario y conduje hasta el parque de Montrose Harbor. Hay allí una pista de hielo al aire libre. Me uní a una multitud de niños y patiné con más energía que habilidad durante más de una hora. Después me ofrecí un almuerzo tardío y ligero en el restaurante Dortmunder, en los bajos del hotel Chesterton.

Eran cerca de las tres cuando llegué a casa de nuevo, cansada pero con la rabia fuera. El teléfono se puso a sonar mientras empezaba a abrir el primero de los dos cerrojos de la puerta. Tenía los dedos rígidos de frío; oí el teléfono sonar once veces, pero cuando conseguí abrir el cerrojo de abajo y me lancé hacia él a través del vestíbulo, el que llamaba colgó.

Había quedado con Roger Ferrant para ir al cine y a cenar a las seis. Una siestecita y un baño me dejarían como nueva y aún tendría un poco de tiempo para ocuparme de mis cuentas.

Lotty llamó a las cuatro, cuando acababa de abrir los grifos, para preguntarme si quería ir a ver al tío Stefan al día siguiente a las tres y media. Quedamos en que la recogería a las tres. Estaba bien metida en la bañera y casi comatosa cuando el teléfono empezó a sonar de nuevo. Al principio no le hice caso. Luego, pensando que podría ser Ferrant para cambiar los planes, salté de la bañera, arrastrando detrás de mí una nube de burbujas de Chanel. Pero el teléfono se calló en cuanto lo alcancé.

Maldiciendo la perversidad del destino, decidí que ya había dejado de lado el trabajo durante tiempo suficiente, cogí una bata y las zapatillas y me puse a ello. Hacia las cinco ya tenía mi resumen anual casi terminado y las cuentas de diciembre listas para enviar a los clientes, y me fui a cambiar con la sensación de ser muy virtuosa. Me puse una falda campesina que me llegaba a media pantorrilla, botas rojas hasta la rodilla y una blusa blanca de manga larga. Ferrant y yo habíamos quedado en el Sullivan para ver la sesión de las seis de La fuerza del cariño.

Me estaba esperando cuando llegué, cortesía que me gustó, y me besó con entusiasmo. Rechacé la Coca-Cola y las palomitas y nos pasamos dos agradables horas con la atención repartida entre Shirley MacLaine y nuestros mutuos cuerpos, asegurándonos de que las diversas partes abandonadas el jueves por la mañana seguían estando en su sitio. Una vez acabada la película, acordamos terminar la revisión en mi apartamento antes de ir a cenar.

Subimos perezosos las escaleras del brazo. Acababa de abrir el cerrojo de abajo cuando el teléfono empezó a sonar de nuevo. Esta vez conseguí cogerlo al cuarto timbrazo.

– ¿Señorita Warshawski?

La voz era extraña, una voz neutra sin acentos; un tono difícil de definir.

– Sí.

– Me alegro de encontrarla al fin en casa. Está usted investigando lo de las acciones falsificadas de San Albertus, ¿verdad?

– ¿Quién es? -pregunté secamente.

– Un amigo, señorita Warshawski. Casi debería usted llamarme un amicus curiae -lanzó una risa fantasmal y satisfecha-. No siga, señorita Warshawski. Tiene usted unos ojos grises tan bonitos… Me horrorizaría ver cómo alguien echaba ácido en ellos -la comunicación se cortó.

Me quedé allí sujetando el teléfono, mirándolo incrédula. Ferrant se acercó.

– ¿Qué pasa, Vic?

Colgué despacio.

– Si aprecias tu vida en algo, no te acerques al páramo de noche -intenté poner una nota de humor, pero mi voz sonaba débil incluso a mí. Roger comenzó a ponerme un brazo alrededor del hombro, pero yo me solté suavemente-. Necesito pensar sola en esto durante un minuto. Hay vino y bebidas en el armario empotrado del comedor. ¿Por qué no preparas algo?

Se fue a buscar las bebidas y yo me senté a mirar el teléfono un rato. Los detectives reciben gran número de llamadas y cartas anónimas y se convierte uno en rápido candidato a la camisa de fuerza si se las toma uno demasiado en serio. Pero la amenaza en la voz de aquel hombre era muy creíble. Ácido en los ojos. Me estremecí.

Había removido demasiadas cazuelas y ahora una hervía. Pero, ¿cuál? ¿Podría la pobre y encogida tía Rosa haberse vuelto demente y haber contratado a alguien para que me amenazase? La idea me hizo reír un poco para mis adentros y me ayudó a tranquilizarme algo. Pero si no era Rosa, tenía que ser alguien del convento. Y eso era igual de ridículo. A Hatfield le habría gustado verme retirarme del caso, pero no era de esa clase de personas.

Roger volvió con un par de vasos de borgoña.

– Estás blanca, Vic. ¿Quién estaba al teléfono?

Sacudí la cabeza.

– Me gustaría saberlo. La voz era tan…, tan cuidadosa. Sin acentos. Como agua destilada. Alguien quiere que me retire de la investigación de las falsificaciones con bastante interés como para amenazarme con echarme ácido encima.

Se quedó impresionado.

– ¡Vic! Tienes que llamar a la policía. Es espantoso.

Me rodeó con el brazo. Esta vez no le rechacé.

– La policía no puede hacer nada, Roger. Si les llamo y se lo cuento… ¿Tienes idea del número de llamadas de locos que se hacen en esta ciudad cada día?

– Pero podrían mandar a alguien a vigilar un poco.

– Claro. Si no tuvieran ochocientos crímenes que investigar. Y diez mil robos a mano armada. Y unos cuantos miles de violaciones. La policía no puede dedicarse a cuidarme sólo porque a alguien se le haya ocurrido hacerme una llamada demencial.

Estaba preocupado y me preguntó si quería mudarme a su casa hasta que las cosas se tranquilizasen.

– Gracias, Roger. Aprecio mucho tu ofrecimiento. Pero ahora he hecho que alguien se preocupe lo bastante como para entrar en acción. Si me quedo aquí, puede que lo atrape.

Ambos habíamos perdido el interés en hacer el amor. Acabamos el vino y nos hicimos una frittata. Roger se quedó toda la noche. Yo estuve despierta hasta más tarde de las tres, escuchando su respiración tranquila y regular, intentando localizar la voz sin acentos, preguntándome a quién conocía yo que anduviese echando ácido por ahí.

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